Kitabı oku: «Telefónica», sayfa 5

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Se acordó del agujero que había hecho la granada de mortero en el octavo piso; a lo mejor ella no había visto nada así. Se levantó, dijo algunas palabras muy alto, como a una sorda, hizo señas con la mano, se rio y al final la agarró de la mano. Ella también se rio, comprendió la palabra granada gracias al francés y se dejó guiar por ese primer español amable que le había traído el día. Olvidó su contrariedad por no haber podido hablar con Sánchez de inmediato y que una de esas españolas le pondría mala cara cuando volviera a su despacho. Una mujer con ese hombre tan severo..., qué lástima.

Pepe llevó a Anita a una habitación oscura con los cristales de las ventanas rotos, húmeda y fría. Él le volvió a coger la mano y se la puso en el lugar en que el marco de la ventana y el muro de ladrillos estaban dañados. Encendió por un momento su linterna con mucho cuidado pegándola al suelo para enseñarle los restos de ladrillo y de metralla.

—Esta tarde —dijo. Ella le entendió, había visto el despacho, levantó un trozo de acero y pasó el dedo por las muescas.

—No hombres —dijo en tono de constatación—. No muertos, bien. —Pepe estaba muy satisfecho. Esa mujer mostraba un interés razonable, imparcial, sin exageraciones. Después de que ella dijera «gracias» esmerándose en la pronunciación, ambos volvieron a la antesala como buenos amigos y allí tuvieron una conversación muy animada. Pepe empezó a explicarle que la mujer de ahí «no era buena», pero que el comandante era «muy bueno». Anita quería saber qué era él, pero no consiguió entender cuál había sido su profesión en la vida civil. Obrero, obrero cualificado, eso estaba claro. De la UGT, por la insignia. Un viejo sindicalista, como los buenos amigos de su país. No le resultaba extraño. Le estaba tan agradecida que se concentró en intentar que él percibiera algo de su personalidad en las frases españolas entrecortadas y ridículamente erróneas que pronunció, así como con sus gestos. No supo la impresión tan grande que le causó y de qué forma tan incondicional la aceptó el viejo obrero español.

Agustín abrió la puerta de golpe y gritó:

—¡Pepe, una copa de vino!

Tenía el pelo revuelto y la cara temblorosa. Anita tuvo la desagradable sensación de que allí dentro se había desarrollado una de esas escenas de amor que afean a los protagonistas. Lo lamentó profundamente. Hubiera preferido no ver así a ese hombre. Para poder irse sin llamar la atención, guardó absoluto silencio y confió en la penumbra y el despiste del comandante.

Pero había entendido todo mal. Agustín estaba desesperado y asqueado y precisamente quería impedir que su mujer diera rienda suelta a sus sentimientos y volviera a insinuarse tan abiertamente. Buscó una excusa y abrió la puerta para llamar a un tercero, a Pepe, como testigo ecuánime. Vino ya tenía en su armario. Cuando vio a Anita sentada en una esquina sintió que le redimían. Eso ya no era una excusa, era realmente una necesidad objetiva. Tenía que hablar con esa alemana, la había llamado él. Era tan tranquila y clara que incluso Pepa tendría que interrumpir su escena. Así que Agustín se acercó a Anita con la mano extendida:

—Naturalmente, camarada, ¿por qué no ha entrado antes? Pepe, qué burro eres, ¿por qué has hecho esperar fuera a la camarada?

Anita se levantó. Había perdido cualquier gusto por esa conversación.

—De todos modos, ya me iba. Tiene usted visita.

—No, no, solo es mi mujer. La estaba esperando a usted.

Claro que no había pensado en la extranjera durante la última hora, pero en ese momento se le antojaba que realmente la había estado esperando como si representara un saludable rato normal de trabajo. El martirizante carrusel de su mujer —dinero, acostarse, celos, dinero, celos, acostarse, tontería, dinero— había acabado. No notó el retraimiento de Anita, estaba tan ansioso que ella no tuvo más remedio que seguirle.

Ahora estaba en la habitación y veía la luz difusa que iluminaba a una mujer pequeña, flaca y oscura con una nariz recta, una boca muy fina y las comisuras de los labios hacia abajo. Estaba claro que formaba parte de las del quinto piso, pero parecía más tonta y mucho menos guapa que el pérfido pavo real de antes. ¿Y esa era la mujer de ese hombre? Lástima, qué lástima. Anita se volvió hacia Agustín con una mirada tan interrogante y sinceramente afligida que a él le hubiera encantado decir en voz alta: Sí, por desgracia es efectivamente mi mujer.

Pepita preguntó con su voz desmesurada, que sonaba tan áspera como tajante:

—Bueno, ¿así que recibes a una mujer?

Agustín no le respondió, sino que presentó a ambas en francés (Pepa solo entendió el gesto de la mano) y dijo a su esposa con brusquedad:

—Es la nueva censora. Tenemos que hablar de asuntos serios, no me molestes; y compórtate.

—¿Me tengo que ir para que te puedas quedar solo con ella? ¿Es eso lo que quieres decir con no molestar? Como si fuera idiota. Además, Agustín, esta mujer es peligrosa para ti.

Pepa había notado con qué amabilidad había acompañado su marido a la extranjera; oyó un nuevo tono en su voz desconocido para ella... eso solo podía significar una cosa.

Él volvió a no responder, pero la miró con ojos duros e inexpresivos. La alemana, la camarada Anita, quizá entendiera más español del que decía.

Pero Anita ya estaba insistiendo:

—Mañana hablamos, comandante, hoy no tiene usted tiempo. Además, estoy cansada.

No quería seguir contemplando esa expresión triste y enfadada en la mirada del hombre y los celos ansiosos y amargados de la mujer. Quería pensar en el trabajo y en la lucha, era más limpio.

Pero Agustín creía que tenía que hablar con Anita ese mismo día, porque si no se iba a perder algo importante.

—No, no sabemos si habrá tiempo mañana, ¿sabes? —Ni siquiera se dio cuenta de que se había pasado al tú—. Mañana se esperan grandes ataques aéreos y avances en todos los frentes. Va a ser un día terrible. Tal vez tengas que trabajar en la censura todo el día y toda la noche porque pareces ser la única que de verdad habla inglés. Pero te va a resultar difícil no hacer tonterías. Eres demasiado amable con los periodistas y te crees todo lo que te dicen, eso se ve. Quiero que me describas ahora mismo con toda exactitud tus primeras impresiones sobre ellos y que me expliques además en qué principios te basas para censurar.

Mientras hablaba, pensó en la posibilidad de que esa mujer fuera una espía, pero solo lo pensó como una posibilidad teórica, sin tener ninguna sensación de realidad. Por detrás de lo que decía y de lo que pensaba se cruzaron en su conciencia la sorpresa de desear poder confiar en esa extraña y una expectativa risueña.

Esa sorpresa, ese deseo y esa expectativa lo dominaron durante las dos horas completas que duró la intensa conversación. Los dos, tanto Anita como él, habían superado el límite del cansancio y estaban más que despiertos. Ambos se esforzaron en exponer sus ideales con respecto a la prensa, la propaganda, la agitación y el espionaje. No se dieron cuenta de la frecuencia con la que utilizaban las mismas expresiones para conceptos distintos, sino que por el contrario estaban sorprendidos de la frecuencia con la que decían lo mismo. Cuando esto ocurría, el que estaba hablando se interrumpía y miraba con afecto al otro. En varias ocasiones estuvieron discutiendo hasta la saciedad sobre un punto concreto hasta que al final resultaba tratarse de un malentendido entre ambos. Y una y otra vez pensaba uno del otro: ¿Cómo es posible que hayamos sentido el mismo miedo, la misma pregunta, el mismo entusiasmo?

Los dos tenían en el fondo una sensación idéntica que era difícil de explicar, y no se trataba del pensamiento. Pero como cada uno de ellos había sentido su propia soledad y diferencia con respecto a los demás de manera tan profunda y dolorosa, bastaban esos puntos en común para construir el principio de algo en común. El siguiente día iba a ser muy duro: les pareció bien prepararlo al menos en ese estrecho ámbito. Les sentaba bien poder hablar por una vez sin segundas intenciones.

Pepita estaba sentada en silencio con cara amarga. Intentaba escuchar el tono, observaba las miradas, solo era capaz de entender que se había puesto en marcha algo nuevo y hostil hacia ella. Ni siquiera sus celos, siempre al acecho, pudieron descubrir algo que sonara a traición —tanto peor y más peligroso—. Se sintió desvalida. Aquí la que estaba fuera era ella, no la extranjera.

Cuando Anita se levantó y Agustín la ayudó a ponerse el tosco abrigo sin especial cortesía, Pepita les siguió en silencio. Agustín tomó nota de ello inclinando la cabeza sin prestarle atención, pero con amabilidad. Llamó a Pepe para que acompañara a Anita al otro lado de la calle sacándolo de su duermevela y dijo a su mujer: Vete a dormir y mañana no salgáis del sótano, ni tú ni los niños.

Pepa se encontró en el ascensor sin poder replicar, junto con el ordenanza —odiaba a Pepe— y esa extranjera a la que empezaba a temer.

No dijo una sola palabra, tampoco cuando se separaron, y bajó corriendo las escaleras del sótano. Por lo menos ahí abajo había luz. Pero no se podía quedar mucho tiempo en ese edificio, no debería haber ido allí. Agustín tenía que marcharse, marcharse, marcharse...

Anita saludó a los centinelas, saludó al manco, le habría encantado saludar a la Telefónica. Porque se daba cuenta de que cuando volviera al trabajo al día siguiente ya no sería una extraña. Sabía que al día siguiente sentiría la vida y las fuerzas con el triple de intensidad precisamente en el trabajo duro y corriendo un gran peligro.

Desde la otra orilla de la calle vio emerger de la oscuridad con una palidez fantasmagórica los muros blancos y lisos y la estrecha torre de la Telefónica.

SEGUNDA PARTE
I

André es la única persona que está en la sala de prensa. Las seis de la mañana. Tiene dos horas para redactar su artículo para París. La habitación es grande y fría. Papel carbón y copias arrugadas de despachos de corresponsales están tirados por los escritorios y las sillas. Los restos del trabajo de prensa de ayer. Detrás de un biombo hay cinco catres de campaña revueltos. Los reporteros de noche de los periódicos españoles y el hombre de Havas que han dormido ahí ya están arriba en la sala de teléfonos, donde hace más calor porque aún se conservan íntegros los cristales de las ventanas. Aquí en uno de los cristales hay un agujerito redondo rodeado de una corona de rayos con restos muy finos de metralla: ha sido un trozo diminuto de obús que les ha costado esfuerzo encontrar bajo el polvo del suelo sucio.

Por ese agujerito tan pequeño entra el frío. También podrían abrir las ventanas, así por lo menos respirarían aire fresco. El humo frío de los cigarrillos de ayer se agarra a la ropa. En la lengua, una sensación de asco. André abre las ventanas de par en par, las ventanas del lado de la habitación que no da al frente. Los restos de nubes se han disipado y el cielo está rosado e infinitamente luminoso. Si se dibuja en él una mancha oscura, está claro que solo puede ser el humo de una explosión, de una mina o de un cañonazo. Los blancos rascacielos de mal gusto del Madrid moderno son como alabastro, el verdor del Parque del Retiro es un islote de color amable, las montañas del horizonte son de un azul intenso.

Los rebeldes no entrarán desde ese lado, piensa André. Pero entrarán, no puede ser de otro modo. Merde!, maldice en voz baja. Qué putada, todo. La gente de aquí no se va a rendir, por supuesto, pero ¿por qué? Está claro. Se lucha porque no se puede hacer otra cosa; mientras se pueda. Pero la mujer de ayer, la de la tripa rajada, el niño de la mancha oscura junto al ojo, la mano amarilla de dedos largos en la cuneta: más vale no pensar mucho en ello, de lo contrario no se puede escribir.

André se sienta a una de las grandes máquinas de escribir antiguas. No puede teclear; tiene que ver sus frases delante escritas a mano, solo así cobran vida. Pero la censura exige tres copias a máquina. Que se vayan al diablo, aunque hay que llevarse bien con esos tipejos. Los españoles llaman a la censura «la tía Anastasia», igual que los franceses. Empieza a atizar las teclas con la punta de los dedos, pero no encuentra las letras, la cinta se enreda, ya no funciona nada. Necesita a alguien que le ayude, eso está claro. Una secretaria. Pero aquí no hay mujeres cualificadas. La alemana, la nueva funcionaria de la censura sabe bastante francés; ella misma es periodista, a lo mejor le ayuda. André intenta imaginarse a Anita: hacia fuera, la clase de persona auténticamente política, muy sensible, pero vista de cerca, una mujer difícil. Y a él qué le importa. Se decide a llamar al Hotel Gran Vía, donde pernoctan todos los periodistas que no viven en su embajada.

Anita responde, completamente despierta. Hace unos minutos que se ha despertado sobresaltada porque la explosión aislada de una mina ha roto el silencio del amanecer. Sí, por supuesto que va enseguida a la Telefónica. Se alegra de tener ocasión de abandonar su habitación de hotel fría como una tumba, de tener trabajo, de ir al edificio de enfrente. Se viste rápidamente. De todos modos ha dormido con la ropa interior, en parte por el frío y en parte por precaución, para poder arreglarse lo más rápido posible en caso de alerta aérea. De su ropa se pone lo que más se parece a un uniforme. Y por supuesto ningún sombrero, ese error solo lo cometió el primer día de su estancia en España. Llevarse todos los papeles y todo el dinero, meter jabón y varios pañuelos en la cartera, porque nunca se sabe si uno va a volver. Los zapatos más cómodos y más anchos, planos, porque el día va a ser largo. Y sí, va a tener una pinta un poco tosca.

Anita piensa en las miradas de las españolas y siente una ligera punzada. Sabe que se ha vestido de la manera más sensata. Ha calculado todo para parecer lo más neutra y poco coqueta posible. Pero eso tiene sus desventajas. Por cierto, ¿puede trabajar con un periodista siendo censora? Probablemente no se lo tomen bien. Pero qué absurdo, no se puede considerar enemigos a los reporteros a priori. Al final, Sánchez ayer lo entendió. Lo que no es poco para un español. Alto ahí, ese es otra vez uno de los prejuicios arrogantes de los que hablaba Sánchez. Exactamente igual de falso que la idea que tienen los españoles de los extranjeros. Tiene que conseguir ser una mediadora. André es importante, tanto como su antipático periódico. Es un hombre vivaz, ayer se vio que era capaz de exaltarse. Tiene imaginación. Ve a las personas, no solo la noticia para su periódico. Le gusta ayudarle.

Mientras Anita desciende por la oscura escalera del hotel y atraviesa el vestíbulo sin luz y lleno de sombras, tiene una sensación de irrealidad. Todo se difumina, su pensamiento no funciona bien, le gustaría gritar algo para volver a tomar contacto con la realidad. Los soldados de guardia del hotel están acostados en los profundos sillones, milicia anarquista. Siluetas airadas y ridículas anoche, cuando miraban a los extranjeros de arriba abajo, pero ahora, a la débil luz grisácea, caras de jóvenes campesinos desvalidas, sin afeitar. Afuera la calle está en silencio, vacía y gris. Desaparece entre la fina niebla.

En el vestíbulo de la Telefónica, Moreno —una vez más— sigue de guardia. Ha dormido dos horas. Nunca duerme más de un par de horas, pero a veces tiene la cabeza muy confusa y febril. Anita le saluda diciendo «¡Salud!». Él gruñe la respuesta y hace el propósito de interrogar a fondo a Pepe sobre esa mujer. Él fue quien la acompañó al hotel. Qué raro, ha estado hablando con Sánchez hasta las cuatro y ahora está otra vez ahí. No debe de haber dormido casi nada. Se implica mucho. Habría que saber por qué. En ese mismo momento Anita piensa que apenas ha pasado dos horas en la cama y se sorprende de lo fresca que se siente. Ojalá aguante ese día y esa noche igual. Está convencida de tener por delante veinticuatro horas intensas de trabajo importante, aunque su turno en la censura solo dure ocho horas.

El manco tiene que acompañar a Anita a la sala de prensa, todavía no conoce bien el edificio. Por eso se da cuenta de que ha quedado con André, y cuando vuelve a bajar se lo comunica a Moreno. Bueno, pues si ese es su amigo, es mejor que cualquiera de los americanos. Pero ¿qué hace la censora con los periodistas? ¿Qué está pasando?

André le da a Anita una hoja con la letra muy apretada. Él seguirá trabajando mientras ella lo pasa a máquina. Echa una mirada a los tejados rosados y se sienta a la máquina menos deteriorada. Apenas ha introducido las hojas cuando se desencadena la lucha en la Casa de Campo. No sabe que es la Casa de Campo, aún no ha aprendido a distinguir los ruidos de la guerra, pero suena a batalla, como en las películas. Retumba, atruena, traquetea. No se oye a los hombres que están ahí metidos, pero uno se los imagina. André se ha sobresaltado, aguza el oído y dice:

—Ciudad Universitaria, Casa de Campo o Parque del Oeste. Tengo que subir a ver, luego seguimos trabajando, venga conmigo.

—¿Adónde?

—Al piso once. Desde allí se ve bien. No nos dejan subir al doce o al trece. Venga, dese prisa.

André se envuelve en su bufanda roja e incluso se pone el sombrero, ella se echa el abrigo por encima y caminan, casi corren, por el pasillo, llaman al ascensor, que llega enseguida. El manco les sube a la planta once en silencio; hay instrucciones que permiten a los señores periodistas ir allí.

La planta once está en la parte superior de la torre. Desde la gran sala, que ahora está vacía, se puede divisar Madrid en tres direcciones. Anita ve la sierra, las colinas verdes de la Casa de Campo, los campos yermos de la meseta, tal y como los pudo contemplar por primera vez desde el avión. Ve Madrid, lo ve de una forma distinta que antes porque empieza a sentir la vida de la ciudad. Los colores puros y nítidos del paisaje son tan apacibles que se le hace un nudo en la garganta. Sobre la Casa de Campo, nubecillas blancas de humo que se disipan. Por encima, en el cielo, puntos negros. Puede ver las líneas del frente. Oye todo casi sin asimilarlo. Los cañones, las ametralladoras, los fusiles. ¿Quién está atacando? André le pasa los prismáticos. Distingue figuras que corren, cree entender que los nuestros están contraatacando y que la artillería enemiga les dispara. Pero en realidad no lo comprende. Ve granadas que impactan en las casas de la ciudad, le molesta no saber muy bien cómo se llaman los diferentes barrios. André le quita los prismáticos:

—Este combate no es muy importante. Pero observe los preparativos de la artillería a lo largo de la línea. Hablan de un ataque generalizado. Quieren intentar romper las defensas. —Ahora es el reportero: corre escaleras abajo sin dar ninguna explicación y gira en el pasillo para entrar en comandancia. Anita le sigue sin decir palabra, se encuentra un poco fuera de lugar. André le espeta una frase—: Tal vez Sánchez me diga algo.

Y ella siente que ahí no pinta nada.

—Le espero en la sala de prensa, André —dice, y se va.

La escalera ya no está vacía; la gente se precipita de un piso a otro y todos miran a Anita escudriñándola. Vuelve a la sala de prensa y se sienta a la máquina de escribir. Hay que hacer algo. Tiene que escribir un artículo. Con el correo postal llegará tarde con toda seguridad; esos periódicos socialistas son de una tacañería ridícula en el lugar menos apropiado. Pero va a ser un reportaje desde Madrid sin falsedades. Sin embargo, ¿cómo escribir sin falsear la realidad? Ha visto mucho y nada. No quiere inventarse una historieta bienintencionada de libro. Heroísmo: qué palabra más tonta y errónea. Revolución: no es del todo cierta, lo de aquí es una guerra defensiva para hacer posible una revolución.

Ay, Dios, ojalá no estuviera presa de esas expresiones tan manoseadas. Es demasiado fácil. No puedo escribir. Tendría que censurar mi propio artículo. Estos españoles no permiten que se escriba la verdad. Y la verdad, ¿qué es? Nosotros tampoco entendemos su verdad. Aquí hace un frío tremendo. Y todo tan desordenado. Apesta a tabaco americano. Prefiero quedarme en este lado de la sala; si estalla un obús ahí fuera no tengo por qué ponerme precisamente en su camino. O una granada en esta sala. Ni siquiera llevo puesta ropa interior limpia.

Se queda mirando fijamente al cielo y sus pensamientos son tan volátiles o tan difíciles que no pueden convertirse en frases enteras. Huele el humo frío y el aire invernal, ve una única columna de humo azul, a veces oye un silbido y constantemente un zumbido —¿el ventilador o un avión?— y tiene hambre. Pero entonces se dice que no puede ver nada y que es mejor quedarse quieta.

El reportero de noche de la Press Agency —PA— entra en la sala, saluda rápidamente y teclea veinte líneas sobre el ataque en el Parque del Oeste en su máquina portátil: «... La intensa actividad artillera hace suponer más ataques durante las próximas horas». André sigue sin aparecer y ella sobra allí.

Dos mujeres de la limpieza entran en la habitación y empiezan a recoger los trozos de papel. Una de ellas no está mal, pasa de los cuarenta, muy maquillada, alegres ojos negros, bella trenza corona negra. La otra es vieja y gorda, se mueve como si tuviera las piernas hinchadas.

La morena saluda a Anita gritando «¡Salud!» —hay que hablar muy alto a los extranjeros, porque si no, no entienden— y recibe por respuesta un esmerado «¡Buenos días!».

—¡Pero si habla usted español, señorita!

Muestra unos dientes afilados y blancos y empieza a hablar mucho y en voz muy alta, del frío, de los obuses, de la escasez de alimentos. Anita entiende una de cada veinte palabras.

Pero mira a la mujer con ojos atentos y compasivos y sonríe. Un truco que ya utilizaba en el colegio con gran éxito. Cualquiera que ve este gesto cree que entiende todo.

—Es usted extranjera —dice Carmen—, seguro que viene de muy lejos. ¡Qué valiente! Nosotros tenemos que estar aquí, pero usted... ¿No tiene marido? ¿Sabes? —le dice rápido a su compañera en voz baja—, a lo mejor no tiene marido y se siente desgraciada, la pobre, tiene los ojos tan tristes… ¿Tiene usted frío? Hay que poner cartón en las ventanas; en ese lado ni siquiera hay una cortina, no puede ser. ¿Habla español? ¿Español?

Anita quiere hacer algo en favor de su autoridad y aclara que no habla español, pero sí francés, inglés, alemán e italiano; estas expresiones son fáciles y su español es suficiente. Carmen entiende todo, mueve los labios con cada palabra que pronuncia Anita, como si quisiera ayudarla.

—Caramba, ¿cómo puede hablar una mujer tantas lenguas? Tiene que ser muy difícil y usted debe de ser tremendamente inteligente. ¿Tiene hijos? ¿Hijos?

Con las manos describe a un niño de pecho y lo acuna en sus brazos. Anita niega con la cabeza, pero enseña su anillo de casada y dice:

—Marido sí tengo. ¿Y usted? —Y ahora es ella la que hace alusión a los niños.

—Cuatro —dice Carmen—, así, así, así y así. El mayor de unos nueve años.

—Y ¿dónde están?

—En Madrid, naturalmente. No los voy a entregar. Nunca se sabe dónde van ni lo que aprenden con gente extraña.

Anita entiende prácticamente todo.

—Pero ¿y bombas?, ¿fascistas?

Carmen la mira divertida.

—Mejor que estén conmigo, no va a pasar nada. Y todos tenemos que morir.

En ese momento corre hacia la ventana. Desde el frente llegan seis explosiones atronadoras casi seguidas que solo pueden proceder de bombarderos.

—¡Bombarderos, ay! —grita Carmen.

—¡Vamos abajo! —dice la otra mujer, y deja la escoba en el rincón—. Vámonos.

—¿Para qué? Carmen se encoge de hombros.

La otra sale despacio y torpemente de la habitación. Baja lenta por la escalera: no se fía de los ascensores durante un bombardeo, aunque las chicas quieran mantener el servicio.

—Imagínate que te quedas colgada en el hueco y te cae una bomba en la cabeza.

Anita y Carmen se miran. De repente, la española abraza a la extranjera y dice:

—Voy con mi niño. Qué putada, ¿verdad?

Tiene lágrimas en los ojos, se ríe y desaparece por el pasillo.

Anita se queda sentada. No le apetece bajar al sótano. En este momento está en su puesto. ¿Escribir un artículo? ¿Esperar a André? Carmen le ha calentado el alma. Empieza a escribir un reportaje sobre sus impresiones con las palabras de Carmen, entendidas a medias, pero resonando en sus oídos tan nítidamente comprensibles: Todos tenemos que morir.

Sí, así es mejor. Trabajar con alegría y ser irónica consigo misma sin darse tanta importancia. Una no es tan importante. Pero cada uno es responsable de sí mismo.

André entra precipitadamente con el abrigo ondeando tras él. Ya se ha sentado a una mesa y dibuja en una hoja líneas torcidas que luego le entrega.

—Tres copias, no se olvide.

Ha sacado su artículo recién empezado de la máquina (mientras llega a la redacción de su periódico puede que Madrid ya haya caído, pero el reportaje de André se voceará esta tarde en los bulevares de París) y concentra su esfuerzo en copiar rápido y sin faltas, en no olvidar las es mudas ni los plurales en s. Y en entender al mismo tiempo qué está pasando.

Así pues, un ataque en el Parque del Oeste y otro en la Casa de Campo. Es decir, casi a lo largo de toda la herradura que rodea Madrid, intensos preparativos de la artillería enemiga. Bombarderos en el frente. Guerra de minas. La atmósfera reinante conteniendo el aliento mientras se espera un ataque generalizado. «Conteniendo el aliento«, tropieza en esa frase tan periodística, le gustaría tener datos, hechos. André casi le arranca las hojas de las manos, las lee y mira por encima a Anita:

—Suba conmigo a la censura, luego nos tomamos un café, mon petit.

Afuera resuena la guerra. Ametralladoras, fusiles, artillería. Por encima del frente flota un banco de niebla negruzco, se divisa más allá de los tejados. Así que es eso lo que antes se llamaba «vapor de pólvora».

En el quinto piso está sentado a la mesa el pequeño censor malhumorado. Las cosas van mal. Pero tal vez pueda salir el camión del Ministerio todavía hoy. Ve a la extranjera y dice:

—Muy bien. El compañero Plata no puede venir hasta dentro de una hora (si es que viene, piensa, pero no lo dice); yo me quiero ir una hora antes a casa. Tal vez pueda usted sustituirnos estas dos horas. Mi hermana... —Y deja sin explicar el motivo. Ya que han mandado a una extranjera, que trabaje, aquí no tiene obligaciones ni familia—. Entonces, a las nueve.

Qué bien para Anita. No va a tener que estar ociosa en la fría y solitaria habitación del hotel o buscar material paseando por los escenarios de la batalla para escribir artículos que no llegarán nunca a su destinatario, o intentar escuchar el ruido de la guerra en la ahumada sala de prensa como una espectadora superflua. Va a hacer un trabajo útil. ¿Acaso es útil la censura? En todo caso podrá decir al mundo lo que pasa a través de los periodistas.

¿Qué pasa? André le tira de la manga; le cae bien, hay algo en ella. La arrastra al ascensor (acaban de dar las ocho, las chicas del ascensor ya han empezado su turno; Rosita está dentro sentada en un taburete y teje con lana de angora azul chillón). Una vez abajo, lleva a Anita al otro lado de la calle, al Café del Norte en el chaflán que está casi enfrente de la Telefónica.

—Café y coñac para dos, compañero.

André sabe a la perfección cuándo hay que decir compañero y cuándo camarada. En el café grande y feo hay muchos milicianos con pañuelos rojos o rojos y negros y con gorras de lana rusas. Las gorras rusas están a la última, le cuenta a Anita, desde que se espera ayuda de la Unión Soviética. Desde que aparecieron los primeros cazas en el cielo de Madrid. Anita los ha visto. Gritó y les saludó en la calle con toda la gente. Pero de repente André le hace una pregunta con expresión grave:

—¿No puede mudarse a una legación extranjera?

—No, ¿por qué? Soy una alemana que ha emigrado por motivos políticos, ¿no lo sabe?

—Creo que sería mejor para usted. Nunca se sabe. Este ataque va en serio. Lo siento, pero no la puedo llevar a ningún sitio. No tengo coche. Aunque seguro que puede acordar con alguien que la lleve en su coche a alguna parte desde donde pueda llegar a la costa. Aquí está pillada en una ratonera.

—Lo sé, gracias. No voy a cometer un suicidio indirecto. Pero no me iré hasta que no haya otra posibilidad. Y sí que creo...

No quiero ser patética, piensa. Pero creo que esto todavía aguanta. Y hay que quedarse.

—Siempre me ha encantado Cyrano de Bergerac —dice—. No tanto el gran gesto heroico, «mon panache», sino lo otro. Se lucha, «on se bat».

—Es muy amable por su parte no haberme soltado ahora un discurso político, como les gusta hacer a sus amigos.

—¿Mis amigos? ¿Quiénes son mis amigos? ¿El ordenanza? ¿La mujer de la limpieza? ¿Los trabajadores de la casa? Cualquiera que a pesar de todo haya tenido el valor de no conformarse con nada. Quizá el español que está allí arriba en la Telefónica.

La Telefónica tiene un aspecto fantástico cuando se alza la vista. Allí está el octavo piso. Allí explotó la granada de mortero. Siente una punzada de miedo por Agustín. Sería una pena.

Cien metros más arriba, en la Gran Vía, revienta un obús: nubecillas, un reflejo rosado, esquirlas, casi no se ha oído el estallido. Alguien cae, la gente lo levanta. Queda una mancha pequeña y oscura. Le cuelga el brazo. Puede que no esté muerto.

—Vamos a pagar y a irnos. Está pendiente su conferencia con París a las nueve en punto si funciona la línea. Son las nueve menos cuarto. Yo tengo turno en la censura.

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