Kitabı oku: «Un nuevo municipio para una nueva monarquía.», sayfa 8
Así pues, constatamos que San Felipe, hasta al menos finales de la segunda década del Setecientos, alrededor de 1728, vivió una etapa sometida a frecuentes conflictos de poderes entre instituciones, y que presentó unos rasgos poco precisos. Se trató de un momento en el que no acababa de definirse la supuesta centralización o estatalización en el modelo municipal de la monarquía absoluta. Es decir habían transcurrido más de veinte años después de la destrucción de la ciudad, por lo que podemos describir tal proceso como tendencia, desde el momento en que las directrices «centrales» fueron aceptadas como legítimas, y de hecho, siempre marcaron la pauta. Así debemos deducirlo, puesto que las primeras disposiciones establecidas por Macanaz, contaban con la aprobación explícita del monarca, y le situaban por encima de las instituciones de ubicación regional, –que también eran propias de la monarquía–, fijando el marco de actuación de estas:[35] «no se consentirá que se mezclen ni Audiencia, ni Chancillería, ni Consejos, en conocimiento de causas que toquen a San Phelipe, por ser reserva exclusiva de Su Magestad, por medio de Macanaz [...]»
Los objetivos parecían estar claros, aunque quizás no lo estuvieran tanto los medios para alcanzarlos, ni se fuera plenamente consciente de las dificultades que iba a entrañar la concreción y realización de la nueva política. El ordenancismo imprescindible necesitó tiempo, experiencias y voluntad por parte de los sectores implicados. Los problemas que se manifiestan en torno a la elaboración de unas instrucciones para el gobierno de la ciudad de Xàtiva pueden someterse a una lectura de este tipo. Así, entre 1709 y 1728, entre las primeras instrucciones y el momento de la concordia con los acreedores, se intercalan la ampliación de que fueron objeto aquéllas en 1712 y los Capítulos de Buen Gobierno de 1724. Hasta llegar a 1750, quedaba un largo camino por recorrer.
2. LA CONSOLIDACIÓN DE UN MODELO: HACIA LAS ORDENAN- ZAS DE 1750
2.1. El largo y proceloso camino normativo
A partir de la década de los treinta, y ya con otro nuevo corregidor al frente de la ciudad, el coronel Don Francisco Alberto de Bie, que tomó posesión en el año 1726, puede hablarse de una etapa de cierta estabilidad política. El ayuntamiento tuvo que convivir con el obstáculo de la pesada carga que significaba la deuda municipal. La concordia aprobada en 1728 tenía una vigencia de veinte años, es decir hasta 1748 y sin opción a prórroga, aunque esto no se cumplió, puesto que en las ordenanzas de 1750 se incluyó una real cédula de Fernando VI por la que se prorrogaba veinte años más la citada concordia, hasta 1768.[36] Llegados a este momento, debemos analizar la génesis y, vistos los antecedentes normativos anteriores, el desarrollo y conclusión que condujeron a la aprobación de las ordenanzas de 1750 en la ciudad de San Felipe.
No obstante haberse regido la ciudad a través de distintas normas que sirvieron como soluciones provisionales, y que acabaron convirtiéndose casi en definitivas, la intención de dotar con una legislación específica a los municipios aparece bien pronto como una necesidad perentoria. Ya en las reales cédulas del año 1714 se mandaba a los corregidores que, de acuerdo con sus alcaldes mayores elaborasen en el término de ¡dos meses! las ordenanzas de las ciudades, villas y lugares de sus jurisdicciones. Esta orden, a instancia del Consejo de Castilla, la ponía la Real Audiencia de Valencia en conocimiento de los corregidores de las localidades valencianas en fecha 31 de octubre de 1755,[37] tal y como consta en la misma portada del expediente. Suponemos que el Consejo y la Real Audiencia estaban enterados de que la ciudad de San Felipe ya contaba con Ordenanzas aprobadas cinco años antes, en 1750, y, por ello, entendemos que lo más probable es que ambos organismos instaran a que se llevara a cabo en el resto de localidades.
Antes de analizar el recorrido cronológico y administrativo que condujo a la aprobación de las citadas ordenanzas, creemos interesante hacer algunas consideraciones sobre la respuesta del Ayuntamiento de San Felipe, puesto que esta cuestión se le antojaba a la medida para arremeter contra las pretensiones de los municipios y lugares oficialmente bajo su jurisdicción. Municipios y lugares que no dejaban pasar ocasión para no cumplir con sus obligaciones legales y económicas, o para intentar desmembrarse del Ayuntamiento de San Felipe, como bien vimos en los casos ya expuestos. Así, la orden de la Real Audiencia insistía en la elaboración de dichas ordenanzas, por supuesto con arreglo a las leyes de Castilla, y en que los corregidores cuidarían de que se redactasen en las localidades bajo su jurisdicción. El Ayuntamiento de San Felipe contestó que a pesar de que esas localidades solo tenían la jurisdicción alfonsina,[38] aprovecharían la oportunidad para no presentar al corregidor, en este caso, las ordenanzas solicitadas, como se quejaba este:[39] «recelo que con dicho pretexto [presentar las ordenanzas], y otros, algunas villas, y lugares ya sean de señorío, abadengo, o realengo se escusen a presentarse ante mí, como lo han hecho y hazen corrientemente, y no tenga efecto dicha Real deliberación [...]». Acto seguido solicitaba plenos poderes para obligar a las localidades refractarias a cumplir con lo ordenado por el Consejo. Sin embargo, en un escrito de la Real Audiencia, del 30 de marzo de 1756,[40] se comunicaba al corregidor de San Felipe las aclaraciones del Consejo, en el sentido de que la formación de esas ordenanzas se limitaba a las localidades donde hubiese corregidor, no debiendo exigirse en aquéllas donde hubiese alcaldes ordinarios, por lo que quedaba resuelto este problema, sin que se aclarase al ayuntamiento, sin embargo, como debía hacer frente a las múltiples infracciones que continuamente se le planteaban por los pueblos de su gobierno.
Así pues, el consistorio de San Felipe, visto lo dispuesto por el Consejo, se limitó a remitir la orden al único municipio que cumplía el requisito: Ontinyent. Como ya dijimos, era este un corregimiento, creado en 1752, dotado de corregidor pero sin territorio que administrar. De este modo se iniciaba una procelosa relación con esa localidad, cuyo corregidor no quería reconocer la autoridad del de San Felipe. Una muestra de esa hostilidad la encontraremos unos pocos años después, al solicitar en 1765 su segregación de la misma. Estas cuestiones resultaron colaterales, y tuvieron relación con las Ordenanzas, aunque no interfirieron en la génesis y los procedimientos que llevaron a la constitución de las mismas para la ciudad de San Felipe. La instauración de la Nueva Planta conllevó un proceso de remodelación legislativa no solo de los territorios de la Corona de Aragón. Sabemos que también afectó a la misma Castilla, aunque de modo diferente, pues el monarca, que quería implantar similares reformas, encontró serias resistencias del Consejo de Castilla, por lo que tuvo que desistir momentáneamente.[41] Nos interesa destacar que la monarquía absoluta inició, en los reinos de la antigua Corona de Aragón, un proceso, plagado de dificultades y provisionalidades, de avances y retrocesos que, mutatis mutandi, llegaría a consolidarse y que, dejando de lado los inicios dubitativos, impondría un modelo de administración municipal intervencionista, con una gran intromisión en los asuntos locales que llevaron a una progresiva uniformidad, al ir reglamentando hasta los más nimios detalles de la vida administrativa del municipio.
Algunos autores,[42] opinan que esta «remodelación» del Estado llevó pareja una «fuerte actitud reglamentista, que acabó en «rigurosa centralización administrativa» [cursivas en el original]. Coincidiendo con esta opinión, habría que añadir que la «rigurosa centralización administrativa» costó de imponer. Otros autores, como Bartolomé Clavero, prefieren hablar de la «tutela administrativa»,[43] conceptos que utiliza en el análisis de los trabajos de los autores italianos Stefano Mannoni,[44] y Luca Mannori,[45] que a su vez beben en las fuentes del autor francés Alexis de Tocqueville, y de su celebérrimo clásico L’Ancien Régime et la Révolution. La categoría clave que se desarrolla a través de estos autores es la de «tutela administrativa», circunscrita a las instituciones políticas del Antiguo Régimen. Esta tutela administrativa, ejercida por el príncipe, por el monarca, existiría de facto, aunque sin que existiera un principio de derecho que le permitiera tal poder. Es decir, existía en la realidad, aunque no hubiese una fórmula jurídica.
Para el caso de Francia, los autores italianos y Bartolomé Clavero estudian la centralización administrativa, y para la Toscana, el pluralismo institucional así como también la centralización administrativa entre los siglos XVI y XVIII. El principio clave residiría en la tutela como técnica de gobierno del territorio. El príncipe es el soberano y a la vez el tutor. La monarquía apadrina la república con una potestad superior sobre los pueblos. La posición del príncipe se identifica con la iurisdictio, es decir, posee la jurisdicción en grado de regir otras jurisdicciones, como respuesta y ajuste a una realidad de pluralidad jurídica y corporativa. Coexisten múltiples y variopintas jurisdicciones, que Clavero denomina corporaciones. La corporación cuenta con un derecho y también con una jurisdicción, que le confiere autonomía en lo que no fuera jurisdicción, sino en el ámbito gubernativo, y que estas corporaciones, no obstante, se equiparaban a los menores y sus rectores eran los tutores. Había, por tanto, una autotutela corporativa. Más adelante se estudia la idea del crecimiento de un centro, en las citadas regiones, como indicio del desarrollo paulatino y sostenido de esa tutela por parte del príncipe, de la monarquía, aunque no solo de ella, curiosamente, sino también de algunas comunidades, cuyos habitantes reclamaban precisamente esa tutela al centro. Para el caso de España, Clavero nos dice que el siglo XVIII es la: «centuria de política institucional de una inspiración exterior sustancialmente francesa», y el tiempo del apoderamiento interior de la monarquía española. En España podemos hablar de la administración como estructura ya centralizada, y la local debe entenderse como dependencia apoderada. Es decir, cuenta con poderes delegados por la monarquía.
Es en este punto donde deben enmarcarse, pensamos, casos como el ayuntamiento de San Felipe, y el recorrido normativo que hemos citado desde 1709 hasta la década de los cuarenta. Las indecisiones y vacilaciones del principio dan paso, hacia la mitad del Setecientos, al avance de ese centro de que hablan los autores citados. Igualmente, varias obras clásicas en el XVIII irán conformando, en efecto, este corpus iuris que será la base de derecho de la monarquía. Los trabajos de Lorenzo de Santayana y Bustillo,[46] de Lorenzo Guardiola y Sáez,[47] y Ramón Lázaro de Dou y Bassols,[48] son testimonio escrito de este hecho. Para Santayana, los regidores corporativos son los gobernadores, (los que conducen el gobierno del pueblo) y los corregidores regios, los jueces. El corregidor representa y garantiza la justicia en nombre del rey, de quien se considera que toda ella procede. Para Guardiola, el corregidor es el juez y se hace presente por la justicia, por una justicia del rey. En la obra de Dou no aparece la tutela como procedente del monarca, ministros u oficiales suyos. Por tanto, en el municipio, la tutela corresponde al regimiento, es una cuestión familiar y corporativa y, sólo así, pública.
Recapitulando, la idea que se trasluce de lo dicho por los autores arriba citados es que en el siglo XVIII debe entenderse que, más que una centralización rígida e impuesta, hay una tutela administrativa, como nos recuerda Bartolomé Clavero, que emana del monarca, pero que coexiste con una pluralidad de jurisdicciones y de corporaciones, en nuestro caso el municipio, y que ejercen con cierta autonomía. Por tanto, y en el caso concreto del ayuntamiento de San Felipe, la «rigurosa centralización administrativa», no parece que fuera una imposición manu militari, como sí lo había sido los Decretos de Nueva Planta, por ejemplo. La «centralización» fue un proceso paulatino y gradual y, por lo que respecta a los municipios, aceptado y con amplias cotas de autonomía y de resquicios legales bien aprovechados por las oligarquías locales. Es cierto que, cuando el aparato burocrático se normalizó a partir de la década de los cincuenta del siglo XVIII, la racionalización alcanzada por los ayuntamientos, entre ellos el de San Felipe, dejó de lado la interinidad que caracterizó las normativas sucesivas que iban surgiendo, fruto más de la necesidad de hacer frente a las urgencias cotidianas, que a un proceso legislativo madurado. Debemos circunscribir éste a la segunda mitad del Setecientos, cuando se fijan unas normas más rigurosas, que obligaban con más fuerza, y cuando ya ese centro, o centralización, se ha desarrollado considerablemente.
Así, unas normas tan importantes como son las ordenanzas municipales de San Felipe, no han sido objeto de un estudio detallado. Existe una tesis de licenciatura inédita, realizada por Josefina Casanova Mompó, presentada en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Valencia, bajo la dirección del Dr. D. Joan Reglà Campistol, del año 1972.[49] Sin embargo, esta tesis es sólo una trascripción documental de las ordenanzas. Por ello creemos que es conveniente analizar el proceso de formación de esta normativa municipal tan importante y, en concreto, la de San Felipe, unas de las más minuciosas que existen en la España de esa época. Así lo considera Javier Infante Miguel-Motta, en su trabajo sobre El municipio de Salamanca a finales del antiguo régimen,[50] donde menciona: «Mayor atención si cabe reciben (los aspecto económicos) en las completas y minuciosas ordenanzas de San Felipe (la actual Játiva) de 1750 [...]».
Efectivamente, se trata de un excelente ejemplo de la reglamentación y minuciosidad a que había llegado la monarquía en su lenta pero paulatina política de control de los municipios, sobre todo en lo referente a los ramos de hacienda, impuestos, abastos y arriendos. El proceso para la aprobación de las ordenanzas del ayuntamiento San Felipe se simultaneó con uno de los episodios más virulentos en la historia administrativa del municipio en el siglo XVIII. A finales de la década de los cuarenta, el corregidor, D. Miguel Vandoorent y el alcalde mayor de la ciudad, D. José Alegret estaban extrañados de la ciudad, por cuanto se había incoado una pesquisa contra ellos por supuestas irregularidades y corrupciones, denunciadas por algunos regidores. Al frente del ayuntamiento, y en su lugar, estaba D. Pedro Valdés León, alcalde del crimen más antiguo de la Audiencia de Valencia. En su mandato interino fue, precisamente, cuando se aprobaron las citadas ordenanzas. Sobre la pesquisa arriba citada nos ocuparemos en el capítulo correspondiente, al tiempo que estudiamos las figuras de los corregidores y alcaldes mayores. Hacemos esta referencia para ilustrar la época convulsa que vivió el ayuntamiento de San Felipe, y que la aprobación de esa normativa tan importante se hizo siendo ajenos al procedimiento administrativo sus principales figuras, el corregidor y alcalde mayor, sobre todo este último, por su obligada ausencia de la ciudad.
A la vista de la documentación, parece ser que para la ciudad de San Felipe el inicio de la «actitud reglamentista» tuvo mucho que ver, precisamente, con el grave problema que se suscitó entre capitulares, de una parte, y el corregidor, Miguel de Vandoorent, y el alcalde mayor, José Alegret, de otra. En la sesión del ayuntamiento de San Felipe de 19 de junio de 1748, se da cuenta del encargo que el Consejo de Castilla hace a D. Pedro Valdés León, ministro de la Audiencia de Valencia, de pasar a esa ciudad para intentar restablecer el orden en un consistorio por largo tiempo enfrentado, y en el que el desgobierno era la pauta cotidiana. Los motivos de tal desobediencia tenían mucho que ver con los abusos en materia de abastos y del reparto del equivalente:
que haviéndose servido el nuestro Consejo mandaros pasar a la Ciudad de San Phelipe a que tomaseis conocimiento de sus propios, arbitrios, satisfacción de acrehedores, reglamento de abastos y establecimiento de las reglas más justas para la mejor administración, quenta y razón de los caudales, y que practicaseis lo mismo en todo lo demás que tubieseis combeniente dando quenta para su aprobación, procurasteis desde luego cumplir este onroso encargo con todas las veras de vuestra obligación empesando a reprimir los abusos, observando los daños, para con conocimiento establecer las reglas mas conforme a su remedio [la cursiva es nuestra], cuyos conocimientos os havia hecho entregaros a la formación de Ordenanzas Generales [...]».[51]
Por tanto, el caso de San Felipe, que, a pesar de su evidente decadencia, continuaba siendo una ciudad importante, se presentaba a la medida para aplicar de manera drástica las recetas que preconizaba la monarquía con el fin de controlar un área de poder tan importante como era la del ámbito local. Hay que resaltar el hecho de que, a pesar de hallarnos a mitad de centuria, la monarquía, aunque instancia centralizadora y plenamente aceptada su autoridad y tutela, todavía encontraba dificultades y resistencias para fiscalizar de facto a los municipios, fruto de esa autonomía y poder delegado como corporación. Las oligarquías locales hacían uso, justamente, de esa autonomía para aprovechar la situación en su favor. De ahí la importancia decisiva de las ordenanzas generales para los municipios, que se convertían en un importante instrumento jurídico para los propósitos de la monarquía. Hay que señalar que, todavía en el año de la aprobación de las ordenanzas de San Felipe, en 1750, el primer acto administrativo del año consistió en leer las instrucciones de 1709 y sus sucesivas rectificaciones, llamadas ya ordenanzas.[52] Las ordenanzas de San Felipe fueron unas de las primeras en aprobarse en el Reino de Valencia.
Podemos colegir, pues, que el afianzamiento de una normativa específica en los municipios borbónicos distó mucho de ser un proceso sistemático y aún se revestía, en muchas ocasiones, de cierto grado de improvisación. No obstante, junto con esta lectura cabe interpretar, igualmente, que el problema para la monarquía no era tanto, a veces, de falta de proyecto cuanto de mecanismos eficaces para su aplicación. Constantemente se topaba con el entramado de intereses urdidos en los municipios, en las corporaciones locales. Unas veces se colisionaba con las oligarquías que disponían de un soporte administrativo que favorecía su posición de dominio en el ayuntamiento. Otras veces se asistía a un enfrentamiento interno entre estos mismos grupos oligárquicos, frenando todo ello la aplicación de una normativa pensada desde una institución «central», léase la monarquía. Sin embargo, no había un mínimo conato contrario a esta; es decir, no había intento ni estaba en su ánimo ser refractarios. Sin embargo, sí creemos que se quería aprovechar los resquicios legales que pudieran darse para interpretar o aplicar a su conveniencia las nuevas disposiciones. Incluso retardar la elaboración de la normativa específica. El caso de San Felipe, pensamos, puede considerarse como modelo de esta inferencia. Repasemos y examinemos la secuencia de los hechos.
A pesar de que en las décadas de los veinte y treinta ya disponía de un ayuntamiento con el suficiente número de capitulares, su evolución vendría lastrada por una grave crisis económica que sólo en 1728 alcanzaría un solución de compromiso con los principales acreedores del cabildo. Hay que sumar la paradoja de que varios de los capitulares del ayuntamiento formaban parte de estos acreedores, por lo que en muchas ocasiones defendían en primer lugar su propio interés antes que el de la ciudad. Para agravar esta situación, en 1737 tomaron posesión de sus cargos un corregidor y alcalde mayor cuya actuación al frente del ayuntamiento se basó en el continuo enfrentamiento con la mayoría de regidores, hasta el punto de que una parte de ellos denunció a ambos, solicitando una pesquisa para deponerlos de sus cargos y ser relevados por otros. En cuanto a la situación económica, en 1748 vencía la concordia estipulada veinte años atrás, y que, vista la magnitud del conflicto, que lastraba bastante la gestión de gobierno, no tenía visos de solución, la Cámara de Castilla y la Audiencia de Valencia tomaron cartas en el asunto. Es en estas decisiones donde podemos calibrar la influencia de unas instancias sobre otras, el principio de jerarquía y las relaciones de verticalidad que se pretende. Ambas instituciones, «central» (Cámara de Castilla) y «regional» (Audiencia de Valencia), actuaron de oficio, no obstante mediar instancia de parte. Es apasionante constatar hasta que punto podían arriesgar sus posiciones las partes enfrentadas con tal de mantener su dominio, su esfera de poder en el ayuntamiento.
Por orden de la Cámara se extrañó a ambos cargos de San Felipe, dejando como corregidor interino a D. Pedro Valdés León, alcalde del crimen de la Audiencia de Valencia, y justamente la persona designada para elaborar las ordenanzas para la ciudad de San Felipe. Así, pues, desde que se expide la real cédula en 1747, aunque con antecedentes del año anterior de 1746, por las que se manda a D. Pedro Valdés ejercer el mandato en San Felipe, hasta que se aprueban en 1750, San Felipe vivirá una situación administrativa atípica. Aunque del análisis de las actas capitulares pudiera deducirse una situación a contrario sensu, no obstante, y como comprobaremos, partiendo de la confrontación de distintas fuentes veremos que no fue así. Tal vez habría que introducir un inciso en este punto. Esta misma situación ya se observó en el enfrentamiento entre el primer Ayuntamiento de San Felipe y el delegado de Macanaz, con el asunto del inventario de los bienes confiscados en San Felipe,[53] y en el que los capitulares tuvieron buen cuidado de que nada de la problemática suscitada constara en las actas, por lo que podría deducirse que nada aconteció. Autores como Sarthou[54] hacen una escasa referencia a esta situación.
Del resultado de la pesquisa –que estudiaremos con todo lujo de detalles en el capítulo correspondiente– ya dijimos que se repuso en sus cargos al corregidor D. Miguel Vandoorent y al alcalde mayor D. José Alegret, por lo que las ordenanzas fueron aprobadas disfrutando nuevamente de sus cargos. Sin embargo, el delegado de la Audiencia continuó en San Felipe hasta la lectura última de aquéllas al ayuntamiento.
2.2 El éxito del modelo municipal borbónico: las Ordenanzas Generales de 1750
La estructura de las ordenanzas municipales,[55] nos da idea del elaborado trabajo jurídico que comportaron, y del interés de la monarquía por los municipios. Se hacía hincapié en el aspecto económico de la gestión municipal, aunque sin olvidar el apartado político, donde se desarrollaba igualmente con todo detalle el procedimiento para el buen gobierno municipal. Esta es, a nuestro juicio, una de las diferencias respecto de otras ordenanzas anteriores al siglo XVIII, referidas a municipios castellanos, que teniendo el régimen económico entre las prioridades de la normativa, no llegaban al grado de intervención de la monarquía en esos capítulos.
Javier Infante Miguel-Motta, que ha estudiado las ordenanzas de Salamanca en el siglo XVIII, resalta esta particularidad:[56] «Al menos de los siete libros que se componen las ordenanzas de Salamanca de 1776 [...] regulan aspectos concretos del tema y, más en particular, el libro cuarto «De abastos, y mantenimientos, y posturas», uno de los más extensos de esta disposición, le está dedicado en su integridad [...]». El mismo autor señala que idénticas circunstancias concurren para con las ordenanzas de Bilbao, de 1711, donde cuatro de los once capítulos están consagrados en su totalidad a los aspectos económicos. Por lo que se refiere a San Felipe, las preocupaciones de las instituciones superiores no eran pocas respecto del grado de corrupción que podía llegar a darse por parte de los capitulares de su ayuntamiento, que no dudaban en utilizar su posición de preeminencia para sacar el máximo provecho. Ello era así, puesto que su asignación económica, regulada tempranamente, era exigua y simbólica. En este punto cabría introducir una controversia: ¿era una motivación meramente económica el control del ayuntamiento? ¿o había algo más detrás de los actos de corrupción, en mayor o menor grado? Pensamos que cabe hacer una escala de intenciones. Es decir, nos parece que la actuación de según qué regidor dependería bastante de su condición social y económica. Hay que recordar que la legislación imponía que aquél que optara a cargos públicos no debía trabajar, es decir, emplearse en trabajos viles y mecánicos, aunque tampoco esta parte de la ley se cumplió escrupulosamente. Al capitular de San Felipe, José Ximénez, se le recriminó por sus enemigos de consistorio que había ascendido «desde la rueda de hilar seda, al govierno de theniente de regidor [...]».[57]
Otro de ellos, Carlos Ruiz de Alarcón, tuvo que abandonar el abasto de las carnes que tenía adjudicado en San Felipe para optar a una de las plazas de regidores de la ciudad.[58] El alcalde mayor Ruiz de Castellblanqui, a pesar de su empleo y de pertenecer a la Orden de Montesa, casi siempre estuvo en situación económica precaria, hasta el punto de solicitar el devengo de cantidades por la realización de trabajos o la sustitución del corregidor en San Felipe.[59] Por tanto, no es de extrañar que algunos de los capitulares y, por ende, los titulares de los empleos de provisión municipal, aprovecharan su situación ventajosa para medrar en la economía municipal. Hay que indicar que muchas de estas situaciones escondían pugnas por hacerse con un hueco en la estructura de poder del ayuntamiento. Sin embargo, otros de los capitulares no necesitaban el empleo público como medio para mejorar sus situación económica. Muchos de ellos controlaban gran cantidad de tierras, y su fortuna, por tanto, provenía de su condición de terratenientes, como veremos más adelante. A ello unían otro tipo de actividad económica que les reportaba ingresos añadidos, como los censales, de los que obtenían amplios dividendos. Algunos de ellos combinaban ambas actividades, lo que les convertía en unos importantes rentistas, haciendo uso de una inteligente política de diversificación de sus fuentes de ingresos. Estas actividades económicas las añadían los regidores, o mejor dicho, eran accesorias a su verdadera profesión, como la que ejercieron un considerable número de regidores: la de abogado. Carreras que a algunos de ellos les sirvió para auparse a una regiduría, como nos muestran los ejemplos de los regidores Tomás Terranet, José Tomás Sanchis y otros. Los hubo que ejercieron la medicina, como el Dr. Ginés Ferris, y otros fueron comerciantes o boticarios.
Así pues hay que convenir que la motivación de aquéllos que pretendían un empleo público de regidor, desligada de su acomodada situación económica, no podía responder más que a cuestiones de prestigio y relevancia social, como factor principal, sin descartar totalmente estos aspectos económicos, puesto que el ejercicio del poder conllevaba una serie de relaciones y redes clientelares, muchas veces ocultas a la luz de la información de los documentos, y que situaban a los regidores en posiciones ventajosas a la hora de controlar los resortes económicos del ayuntamiento. Recordemos que varios de los capitulares unían a su condición de regidores la de acreedores censalistas del municipio.[60]
En este estado de cosas, y dada la grave situación de irregularidades e incuria existente a mediados del Setecientos en el Ayuntamiento de San Felipe, aprovechando la Pesquisa contra el corregidor y alcalde mayor como detonante, las instituciones regionales (la Audiencia) y centrales (la Cámara) actuaron de manera precisa y contundente. Estamos ante una intervención diferente a las actuaciones dubitativas que marcaron los primeros años de la monarquía absoluta y la administración borbónica. Y esto fue por diversas razones.
En primer lugar, estableciendo el mecanismo legalmente fijado para depurar administrativamente las responsabilidades a que hubiera lugar. Es decir, se incoó el procedimiento de pesquisa contra el corregidor y alcalde mayor. En segundo lugar, no obstante las actuaciones dirigidas contra los anteriores cargos, se siguió una actuación paralela para averiguar la actuación de los regidores y establecer el grado de veracidad de las acusaciones de estos hacia las primeras autoridades del ayuntamiento, acusaciones que revestían una especial gravedad. En tercer lugar, la rapidez, a través del mismo delegado responsable de la pesquisa, en la elaboración de las ordenanzas municipales en preparación, con la intención de atajar los abusos de unos y otros en el ayuntamiento, constituyó otro paso decisivo en la depuración de responsabilidades. En cuarto lugar, estas actuaciones traslucían, por parte de la Cámara, la determinación de la monarquía de controlar de manera más eficaz los resortes del poder local, lo que conduciría, mediante este proceso, al éxito del modelo municipal borbónico a partir de la segunda mitad del Setecientos.
En relación al significado del proceso normativo de la monarquía borbónica en la primera mitad del siglo XVIII, cabe recordar que la actuación del absolutismo monárquico, envuelto en una «perspectiva racional», no alcanzó a todos los niveles de la administración, como nos indicara Encarnación García Monerris,[61] a propósito de la separación de Intendencias y Corregimientos de 1766. Esta aseveración sirve igualmente para el caso del progresivo establecimiento de normativas concretas, como las Ordenanzas Generales para el buen gobierno político y económico de los pueblos. Por su parte, G. Oestreich, ha destacado que en la época moderna se sustituyó la relación política basada en la «fidelidad» por la de «disciplina social»: «la relación de orden y obediencia [...] desempeñó claras funciones de ordenación política, pero supuso una cierta institucionalización generalizada de la disciplina como paradigma de organización social».[62] Es decir, el absolutismo monárquico va estableciendo, mediante el proceso de implantación normativo, una racionalidad administrativa que responde a una forma específica de organización del poder.[63] Aquí cabe señalar, como indica la misma autora, que cobra especial importancia la noción de mediación institucional. Buena muestra lo representa la intervención de las instituciones «centrales», o «tutelares», a través, primero, de la investigación judicial, cuyo principal responsable provenía de la Audiencia, con el resultado de una sentencia ejemplar; y, acto seguido, con el inicio paralelo de la aprobación de un instrumento jurídico que expresara el control y las facultades coercitivas del «Estado».