Kitabı oku: «Un nuevo municipio para una nueva monarquía.», sayfa 9

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Sin embargo, en la medida en que el absolutismo respetaba teóricamente el orden estamental y corporativo, esa racionalidad administrativa mostraba sus carencias y también contradicciones ante la actuación de las personas que regían partes importantes de la estructura administrativa de la monarquía, en nuestro caso, la periférica, y en concreto el municipio. Las ordenanzas serían una respuesta a los resquicios que las oligarquías locales encontraban en el sistema, y que les permitían diluir la eficacia del control regio, bien haciendo interpretaciones sesgadas y favorables a los intereses propios, bien por imposibilidad material de aplicar partes de esas normas. Sin embargo, los ayuntamientos de la segunda mitad del Setecientos, y el caso de San Felipe es claro, contemplarán una progresiva superación del margen de maniobra de los gobiernos periféricos del «Estado», como los municipios, y el intervencionismo regio irá menoscabando el poder municipal, hasta reducirlo a una autonomía «casi» nominal. La precisión burocrática de la administración de la monarquía, manifestada en las Ordenanzas que tratamos, y su cuidada elaboración, resulta, cuando menos, admirable. El análisis de la estructura de estas ordenanzas es muestra palpable de la ejemplaridad normativa que este tipo de disposiciones habían alcanzado con el absolutismo monárquico. Un absolutismo que, poco a poco, conseguiría el respeto, obediencia y disciplina de unas oligarquías locales, que se aprovechaban de su posición de poder «menor», a cambio del mantenimiento de las estructuras socio-políticas. Es decir, a cambio de proteger y fomentar, en definitiva, a dichas oligarquías, en las que en parte se apoyaba. Y también entendiendo, y esta es otra faceta de la cuestión, que ese absolutismo tenía unas limitaciones de hecho, por las razones arribas expresadas y otras: lenta transmisión de la información, manejo de datos parciales, etc. y, también de derecho, al tener que respetar la monarquía esos cuerpos intermedios a quienes necesitaba.[64]

Como bien señala Javier Infante Miguel-Motta,[65] el interés principal de este tipo de normativa seguirá el empeño de sanear y racionalizar sin transformar la estructura de la institución. Dentro de este amplio proyecto, las ordenanzas, estructuradas en tres partes, recogen los apartados económicos y políticos –como reza el título– que permitirán desarrollar el buen gobierno de la ciudad, constituyendo la parte económica el nudo gordiano, pues ello reforzaba el control de las haciendas locales. El apartado político regulaba de manera escrupulosa la estructura orgánica y funcionamiento interno del ayuntamiento, así como el de los gremios. Cabe resaltar la preocupación por regular el mercado del municipio y sistematizar aquellos aspectos de la economía local susceptibles de ser intervenidos por la acción ejecutiva de los regidores y oficios públicos del ayuntamiento. En el caso de San Felipe, la doble perspectiva queda meridianamente reflejada: convergen casi a la perfección y de forma deliberada, por un lado la concepción intervencionista y reguladora de la monarquía; por otro, el aprovechamiento de la coyuntura para dejar en su justo lugar a los integrantes de una clase, las elites locales, la pequeña nobleza local, la oligarquía de los municipios, de cuyos servicios se vale la propia monarquía absoluta para gobernarlos. Unos municipios, cuyas oligarquías, sin cuestionar el modelo de administración, pues sirven a su señor, de quien deriva su propia naturaleza, se aprovechan a su vez de los intersticios de la misma en su propio provecho. Puede comprobarse en un principio la evolución de esta tendencia, puesto que en las primeras décadas del Setecientos la monarquía no dispondrá todavía de la fuerza suficiente para aplicar su corpus jurídico, y menos aún en un territorio –el valenciano– donde hasta poco tiempo se rigió por otras maneras. Sin embargo, el desarrollo y aplicación en los ámbitos locales de una muy concreta legislación, como las ordenanzas municipales, nos demostrará que, sin abandonar estas elites locales sus vicios y corruptelas, la corona dispondrá de un instrumento eficaz para poner en práctica su modelo de administración.

Como más arriba adelantamos, este modelo de administración debe entenderse e interpretarse en clave estatalista. Es decir, las ordenanzas son un conjunto de disposiciones legales tendentes a ampliar y reforzar el intervencionismo de la Corona. En ese sentido, cabe enmarcar ese intervencionismo regio dentro del proceso que, como señala Carmen García Monerris, puede denominarse con ciertas reservas como «racionalización administrativa»[66], y cuyas disposiciones legales serían el necesario instrumento de disciplina con el que controlar unas oligarquías locales enfrascadas en luchas partidistas. Es decir, las normas políticas y económicas recogidas en las ordenanzas significaron el instrumento de «policía» que utilizó la corona para incrementar el esfuerzo de instauración de una disciplina social que sustituyera la antigua relación política feudal basada en la «fidelidad»[67]. Este proceso nos muestra cuan apasionante puede ser el análisis de un aparente y aséptico desarrollo de unas normas administrativas, al descubrirnos la imbricación de esas normas en la vida del municipio.

Así, si tomamos el concepto «policía» en su sentido clásico, como una forma de institución de la sociedad, éste tenía un claro significado político, y se constituía en aquella vigilancia cuyo objeto es la seguridad, tranquilidad y salubridad públicas, y no el significado de compulsión sobre las personas, como hoy lo entendemos, y que ha perdido gran parte de su significado original. Ese significado original fue recogido en diversos tratados, como el del ilustrado valenciano Tomás Valeriola, por restringirnos a nuestro ámbito geográfico, cuyo título Idea general de la policía (1798-1805)[68] ya es revelador. Según Lluch, Valeriola se hace eco en este tratado, a su vez, de varias obras del ámbito europeo próximo sobre la ciencia de la policía, divulgando obras como la del francés Nicolás De la Mare, Traité de la police. Inspirado en dicho autor, o recogiendo las ideas de aquel traduciéndolo, según algunos investigadores, venía en definir el concepto policía como: «la ciencia que gobierna los hombres para garantizar su prosperidad». Es decir, se insiste en su carácter amplio que abarca diversos contenidos, como el propio orden público, pero también la salud pública. Así pues, este concepto fue adoptado del modelo francés que, a diferencia del desarrollo que tuvo en otras áreas geográficas cercanas, conservó su sentido original, técnico y político. Por tanto, la elaboración de unas ordenanzas municipales, como las de San Felipe, se circunscribió a la actividad de la Corona –del Estado– en el Antiguo Régimen, que defendía su soberanía frente a las persistentes fuerzas periféricas dirigidas a conservar o reconquistar antiguos privilegios locales. Se relacionaba no tanto como un ataque a esas oligarquías locales –a quienes necesitaba– cuanto a una defensa de la posición de eminencia de la Corona, del soberano. La «policía», pues, era entendida como el conjunto de actividades de gobierno encaminadas a asegurar y reforzar esa posición, mediante la disciplina si fuese necesario. Disciplina no compulsiva, sino normativa. Es el instrumento mediante el cual la monarquía va estableciendo su tutela administativa. Esa idea de policía se vinculaba a la Ilustración ideológica del siglo XVIII, como bien señalan Pablo Sánchez León y Leopoldo Moscoso Sarabia,[69] en su estudio circunscrito a la Superintendencia. Ilustración ideológica en su sentido de expresión teórica, según los autores citados, expresada a través de los muchos tratados, como el de De la Mare y Valeriola, en los que se propugnaba: «el acrecentamiento de funciones del poder central con miras a la procuración de la felicidad de los súbditos». Esa era una teoría «fruto de la razón instrumental». Pero cuando esa teoría hubo de trasladarse a la sociedad, cosa que ocurrió en el siglo XIX, en lo que pasó a ser el tránsito de la Ilustración ideológica a la práctica, perdió su contenido original, con el abandono de la acción que se desarrolló en el ámbito que nos interesa, en nuestro caso el local, la tutela administrativa, restringiéndose exclusivamente a uno de sus términos: el de la función represiva, que cristalizó en la creación de la Superintendencia General de Policía; tránsito que fue definitivo en España a cómo entendemos hoy el concepto policía, con el establecimiento de la Jefatura Superior de Policía, en 1823, en el reinado de Fernando VII, y cuyo sentido fue derivando en la vigilancia y coerción característicos del modelo del liberalismo conservador y moderado decimonónico.

Pero volviendo a la tutela administrativa de la monarquía, traducida en la promulgación de ordenanzas, un aspecto importante a tener en cuenta sobre este tipo de normas, en relación con las intenciones de la corona respecto de los municipios, es el de comprender el calado o importancia de las mismas. En ese sentido, representan uno de los escalafones determinantes en el proyecto de la monarquía absoluta. Visto desde las perspectiva temporal y comparadas con la precariedad de los inicios en la aplicación de normas para gobernarse «al modo de Castilla», puede afirmarse que, efectivamente, constituyeron uno de los instrumentos cruciales conducentes a ese fin. Podemos interpretar, igualmente, la imposición de la disciplina normativa a los municipios como el modo de superar las contradicciones entre normas y el refuerzo del principio de jerarquía entre éstas, puesto que muchas de ellas se solapaban o eran claramente incompatibles entre sí. Con ello, la corona deseaba acelerar el proceso de cohesión entre los distintos ámbitos de poder del estado absoluto, persiguiendo la extensión de su tutela administrativa.

Sin embargo, este proceso suscitó no pocos rechazos y generó enfrentamientos. Un ámbito de poder como el local debía aplicar una norma emanada de una instancia de poder superior. Debía desdoblar y desmenuzar esa normativa particular, que desarrollaba el principio genérico derivado de éste último. La disciplina normativa impuesta a través de las ordenanzas iba, a veces, contra los intereses de las oligarquías locales, pues recortaba o anulaba algunas de las prerrogativas y ventajas logradas gracias a su posición de poder en el ayuntamiento. Tenemos ejemplos de esta colisión de intereses en la propia San Felipe: en un vitriólico informe sobre los regidores de San Felipe, elaborado por el común en 1752,[70] es decir, dos años después de ser aprobadas dichas ordenanzas. El común solicitaba al rey la reforma de algunos de sus contenidos. En concreto, las referidas al establecimiento de la oficina del repeso; la obligación de precisar licencia para vender el arroz y llevarlo a la aduana; reformar algunos aspectos de la administración de la alhóndiga; eliminar la totalidad de las ordenanzas relativas a las aguas y acequias y, finalmente, que el conjunto de las ordenanzas quedaran bajo la única autoridad del corregidor, con la facultad de interpretar y aplicar las mismas: «para que observe las justas, y aparte las gravosas». Este informe era un ataque en toda regla al representante de la Audiencia, D. Pedro Valdés de León, alma mater de las ordenanzas, a quien se acusaba de haber redactado éstas en su solo provecho: «que no entienda en ellas el ministro D. Pedro Valdés, porque afectando de su protección pretendiera salario y el Real Consejo, poco enterado de lo poco que aprovecha [la cursiva es nuestra], le destinaría alguna porción». Puede observarse quienes eran los supuestos afectados por las ordenanzas: los comerciantes que vendían los productos de primera necesidad provenientes de los abastos: «quitar el tribunal del repeso, establecido por ordenanza, porque lleva de si el salario de escrivano, y tantos dependientes, que se mantienen estafando, dexándolo como estava, que era cada mes, cada regidor tenía en su casa el repeso, y de esta forma no avia salarios que pagar». Por su parte, los agricultores, y más concretamente los arroceros, se veían obligados a soportar un doble control: en la aduana y en la alhóndiga. Se expresaban así: «Dar libertad a los labradores para que vendan su cosecha de arroz, sin la pena de tomar licencia, y llevarle a la Aduana, que grava mucho. Quitar el contralibro de la Alóndiga que tiene 100 libras de salario, que jamás le ha havido, y perjudica al Común; porque con el fiel ay [sic] bastante siendo bueno, y si es malo, estando el contralibro, serán dos los malos». Y todos ellos, en fin, clamaban contra la nueva normativa respecto de la administración de las aguas:«Que las azequias se goviernen como antes, y no según lo establecido por las ordenanzas, que les perjudica con costas de abogados, escrivanos y pleytos entre si». Por último, exigían que el poder ejecutivo sobre las ordenanzas correspondiera al corregidor: «Que las ordenanzas queden al conocimiento del corregidor».

Cabe entender lo que supondría para los sectores productivos de la población de San Felipe la aplicación de una normativa que quebraba los usos hasta entonces establecidos, y venía en acotar las áreas de influencia de muchos de los implicados. Si en anteriores ocasiones determinados sectores del ayuntamiento salieron airosos de su particular y provechosa utilización de los recursos municipales para su propio interés, bien fueran estos de índole económica,[71] o de poder y prestigio, en este preciso momento creemos que la monarquía dejó bien sentado el principio coercitivo que emanaba del ejercicio del poder absoluto: no había lugar a modificación de las ordenanzas aprobadas para San Felipe. La aplicación de ese poder quería manifestar bien a las claras la voluntad concluyente de los legisladores regalistas de luchar contra los resquicios autónomos de los ámbitos de poder locales. En estos momentos, el absolutismo da muestras de tener una mayor capacidad erosionadora, respecto a poderes subalternos o periféricos, que la que mostró en las primeras décadas de la centuria. Sin embargo, habría que hacer un pequeño matiz, en el sentido de que la monarquía parecía tener igualmente claro que debía dejar el suficiente espacio político para el ejercicio del «propio poder» de unas instituciones vitales para ella misma, como eran los municipios. Es decir, el principio do ut des regía en cierta manera entre las partes, puesto que se trataba de concesiones e intereses recíprocos. Volveremos a esta cuestión en aquellas partes donde tratamos de los bandos, alianzas y enfrentamientos entre los integrantes del ayuntamiento, y en donde las relaciones de patronazgo y clientelismo se constituían en fundamentales.

Si recapitulamos lo analizado en este último punto, puede decirse que el proceso normativo de la monarquía, referido a los municipios, fue consolidándose en la segunda mitad del Setecientos. Las ordenanzas generales reforzarán considerablemente la gestión y eficacia administrativa de los municipios, que no eran ya aquéllos de las primeras décadas del Setecientos, con enormes dificultades en los órdenes legislativo, político y económico. En San Felipe, la pacificación y normalización de su ayuntamiento a partir de 1750, a pesar de algunas crisis episódicas, coadyuvó a la regulación de otros sectores sociales, vitales para la economía de la ciudad, que adecuaron sus propias normativas, con lo que el tejido productivo de San Felipe salió favorecido. En 1751 se aprobaron las ordenanzas del gremio de torcedores,[72]; en 1756, las del gremio de molineros de San Felipe y su gobernación,[73] aparte de las de otros sectores económicos.

En este contexto llegamos a la década de los sesenta del Setecientos, en cuyos años la monarquía deberá maniobrar con mucho tino para mantener su base de poder, aunque eso signifique reformas, como las de 1766. Las causas que propiciaron estas reformas: «pusieron al descubierto las deficiencias de los mecanismos de control implantados por la Monarquía en el ámbito local [...]. Se trataba de garantizar el orden, tanto de la población, como dentro de las propias administraciones locales. Las reformas vinieron, pues, a dar salida a las voces disonantes que, por el momento, sólo atacaban en la forma, que no en el fondo, las estructuras del Antiguo Régimen».[74] Las reformas de 1766 añadieron nueva legislación y se sumaron al corpus iuri existente sobre los municipios, dando forma legal a la inclusión de otros sectores sociales. Con ello, la gestión política y económica de los ayuntamientos fue tomando unas formas más complejas.

3. EL REFORMISMO BORBÓNICO: LA REFORMA MUNICIPAL DE 1766

El municipio de San Felipe de la segunda mitad del siglo XVIII poco tenía que ver ya con aquel de principios de la centuria, arruinado y endeudado hasta el colapso financiero, y con una estructura administrativa inexistente. Era una ciudad recuperada de sus cenizas, con una administración, aunque intervenida, eficiente, y una economía pujante, como lo demuestra la incesante construcción de edificios. Una administración intervenida porque, como se dijo, la monarquía había tenido éxito en su programa de reformas, entendido más que como una centralización, como una manifestación de la autoridad y poder de la corona, cuya consecuencia más efectiva fue el dominio de la administración, a través del control de las oligarquías locales y de nuevos instrumentos jurídicos, como las ordenanzas municipales de 1750.

La mejora de la economía de la ciudad de San Felipe de la segunda mitad del Setecientos se tradujo en una renovada etapa de construcción de edificios civiles y religiosos. Ya citamos la oficina del repeso, que en 1756 ya está funcionando. En 1758 se realizó el empedrado de la plaza de las Coles e, igualmente, se constata un nuevo empuje en la continuación de las obras del cuartel de Caballería, en 1752. En ese mismo tiempo se edificará la casa de la Enseñanza, a instancias del arzobispo Mayoral, destinada a la instrucción y educación de niñas pobres.[75] La actividad económica de este período promovió otras obras importantes, como la lonja, así como la pescadería, diversos molinos, lavaderos y varias fuentes. La Iglesia también se recuperó, lo que tuvo su reflejo en la continuación de las obras de la colegiata o con nuevas construcciones, como los conventos de Sant Onofre el Nou, o el de Mercedarios. La creciente actividad militar, con el tránsito constante de tropas obligó a prever y habilitar, además del citado cuartel de Caballería, otras dependencias para estos menesteres. La misma administración tuvo que reformar la Casa de la ciudad, pues la complejas tareas burocráticas obligaban a disponer de un edificio digno y en condiciones. Otro aspecto importante fue el notable mejoramiento de las infraestructuras que, sin llegar al alcance de los proyectos de Macanaz, Tosca o el ingeniero Montaigu, que no llegaron a realizarse, supusieron un evidente progreso. Los caminos, las acequias y el desarrollo de este tipo de obras repercutieron en los sistemas de producción agrícola e industrial, que conocieron una etapa de expansión económica, a lo que se añadió un período de desarrollo demográfico.[76]

En este período de relativa prosperidad para la ciudad debemos relacionar la situación de los motines de 1766, que revistieron particular gravedad en Madrid, aunque no en el resto de España, ni tampoco en Xàtiva. Sin embargo, supusieron un elemento que añadir en el marco jurídico del proceso de control de las administraciones locales por parte de la monarquía a lo largo del siglo XVIII. Estos tumultos o alborotos[77] que, según Guillamón no eran sino revueltas populares en demanda de mejores condiciones al acceso de alimentos[78], tuvieron su origen en la promulgación de una Pragmática que liberalizaba el precio del grano, con el consiguiente aumento de éste, y que repercutía negativamente en los sectores de población con menor capacidad adquisitiva. Como dijimos, los alborotos tuvieron particular efecto en Madrid, y aunque en Xàtiva no hubo consecuencia inmediata, contrariamente a lo sucedido en el sur del territorio valenciano[79], el temor a que se generalizasen obligó a la rebaja de los precios aumentados, aunque posteriormente volverían a subirse, según disponía el auto-acordado, del 5 de mayo de 1766:[80]

Y habiéndose examinado esta materia con la reflexión que pide el caso, y teniendo presente lo expuesto sobre ella por los señores fiscales, y la necesidad de desengañar a la plebe, para que no cayga en excesos sediciosos, fiada en indultos y perdones, que nada le aprovechan: declararon por nulas é inválidas las baxas hechas, ó que se hicieron por los magistrados y ayuntamientos de los pueblos compelidos por fuerza y violencia, por carecer de potestad para permitir que los abastos se vendan a menos precio, que el de su coste y costas [...]

La pregunta que debemos hacernos es cual fue el alcance político de estos tumultos, que originaron las reformas, concretadas en la creación de nuevos empleos municipales. Oficialmente debían entender del control de los abastos, lo que, en teoría se hacía para calmar las demandas tanto de los sectores populares como de otros bien situados económicamente, que porfiaban por acceder a las instituciones locales. Por ello, creemos que estos hechos deben contextualizarse en un marco teórico más amplio. Apuntábamos que nuevos sectores pretendían acceder al ayuntamiento, y ello es cierto. Sin embargo, hemos de contemplar otros aspectos básicos en los motivos que condujeron a la creación de nuevos cargos municipales, los de diputados del común y síndico personero. Si formalmente se crearon para intervenir en la política de abastos y para atajar las actuaciones de los regidores de los ayuntamientos, para la monarquía esa coyuntura supuso otra oportunidad para continuar ampliando su base de apoyos en la administración local. Así, además de dar a entender que la situación de alborotos se derivaba de la mala gestión de los regidores, por lo que requería de un contrapeso en las figuras de los nuevos oficios, la monarquía rentabilizaba esa situación en su favor, porque si bien pudiera parecer que se constituían efectivamente en ese contrapeso, lo que hizo realmente la Corona fue dotarse, de facto, de nuevos elementos de control hacia las oligarquías locales que, a su vez, dominaban las administraciones locales. Por lo que la aparente política de apertura y acceso de nuevos sectores de extracciones distintas a las elites nobles y privilegiadas no tuvo, en realidad, una repercusión real sobre las administración local, sino que, a la larga, reforzó el intervensionismo de la Corona en ese ámbito, como veremos.

El auto-acordado del 5 de mayo de 1766, junto con otras disposiciones posteriores que aclaraban ciertos aspectos confusos, como la Instrucción de Diputados y Personeros, del 25 de junio de 1766, configuraron el nuevo marco jurídico en el que se desarrollarían los oficios recién creados. Estas normas se añadían, pues, a todo el conjunto de disposiciones legales que, a lo largo del siglo XVIII, establecieron la base jurídica del proyecto municipal borbónico. En Xàtiva, y después de la aprobación de las ordenanzas de 1750, estas fueron las normas de aplicación de ámbito estatal más importantes, en cuanto a su repercusión en la estructura municipal, que no se vería ya removida hasta la época de la crisis del Antiguo Régimen. Promulgadas las disposiciones de referencia, el ayuntamiento de Xàtiva inició las gestiones para proveer las plazas de conformidad con el autoacordado. A partir de aquí, el proceso nos permite entrever diversas cuestiones, como: el sistema de elección, los grupos sociales que podían acceder a los nuevos oficios, quienes era electores y elegibles, el interés o desinterés en dicho proceso y oficios, cuales fueron las reacciones de los componentes del ayuntamiento ante los nuevos cargos, así como otros aspectos complementarios, que veremos.

Lo que establecía el auto-acordado y la instrucción era la creación de diputados del común en número de cuatro para las poblaciones de más de 2.000 vecinos, y de dos en aquellas cuya población fuera inferior a ese número. El cargo de síndico personero se creaba en aquellas localidades donde hubiera oficio de síndico procurador general y estuviera enajenado o perpetuado en alguna familia. Sobre los diputados establecían el Auto:[81] «los quales diputados tengan voto y entrada y asiento en el Ayuntamiento después de los regidores, para tratar y conferir en punto de abastos; examinar los pliegos, o propuestas que se hicieran, y establecer las demás reglas tocantes a estos puntos que pide el bien del común [...]». El procedimiento electivo, no regulado por el auto-acordado, venía reglamentado en la posterior instrucción, del 26 de junio de 1766, así como otras cuestiones relativas a incompatibilidades, el protocolo y tratamiento respecto de los regidores numerarios, tema que en Xàtiva, como en otras localidades, provocaría una grave polémica entre los nuevos oficios y los antiguos.

En lo tocante al proceso electivo, se estableció que las elecciones se harían por sufragio en segundo grado. Es decir, los vecinos, organizados por parroquias o barrios, elegían 24 compromisarios y estos, a su vez, elegían a los diputados del común y síndico personero. Este proceso administrativo de elección varió poco a lo largo de los años documentados, entre 1766 y 1809, excepción hecha de la reducción de doce a seis barrios.[82] Pocos años después, también se redujo el número de diputados elegidos, de cuatro a dos. En ese sentido, los expedientes analizados en el caso de Xàtiva nos revelan alguna de las respuestas a las preguntas formuladas más arriba, dentro de un arco cronológico que contempló este proceso y que se mostró bastante estable.

Así, y en opinión de diversos autores, fue el mismo proceso de elección lo que supuso la gran novedad, más que la creación de los propios oficios. El hecho de permitir el acceso a las elecciones de oficios a una amplia capa de sectores ligados al proceso productivo de la ciudad, podía parecer, en principio, una concesión de la monarquía a la presión popular. Sin embargo y, como veremos, este proceso supuso un filtro para los sectores mayoritarios que concurrían tanto como elegibles como electores. Todo ello suscitó diversos problemas relacionados con la composición socioprofesional de estos; con la inasistencia y poco interés en estos oficios; o al régimen de incompatibilidades, que no cesó de provocar pleitos.

Por lo que respecta a la composición profesional de electores, hemos comprobado que en los datos relativos de cerca de cuarenta años de procesos electorales, esa composición apenas varió. En Xàtiva los contribuyentes que tenían la facultad de ser electores fueron mayoritariamente los adscritos al sector de labradores, que en 1766 representaban casi el 26% del total. Luego seguía el grupo de zapateros y alpargateros, que suponían el 12,4% de los electores, es decir, el sector artesanal. En poblaciones similares, como Alicante, ese mismo grupo artesanal era, igualmente, el mayoritario, al que seguía el grupo de comerciantes, aunque también era importante el sector de la nobleza.[83] En Xàtiva, sería el grupo de labradores-artesanos el mayoritario entre los electores, lo que resulta lógico como configuración social en una ciudad cuya base económica era predominantemente agraria, con importantes sectores comerciales e industriales.

A pesar del amplio abanico acogido entre los contribuyentes susceptibles de elegir y ser elegido, el sufragio en segundo grado hará casi desaparecer, en su fase posterior, a la mayoría de los que participaban en la elección. Efectivamente, ya en la primera de las elecciones, la de 1766, de los cuatro diputados elegidos tres eran abogados y uno labrador. En cuanto al síndico personero, el oficio recayó en un escribano, D. Pedro Tomás Bolaño, que tuvo problemas de incompatibilidad. Así, la segunda fase del proceso electoral supuso un tamiz que restringió la participación de los sectores «populares» al acceso a los nuevos oficios, sectores, por otra parte, ya muy remisos a presentarse a unas elecciones tan mediatizadas y a ejercer unos empleos limitados y conflictivos por su relación con los regidores del ayuntamiento al que iban a incorporarse. Estos regidores, integrantes de la nobleza setabense y de los sectores económicos dominantes, verían con hostilidad, en la mayoría de los casos, a sus obligados acompañantes, aún cuando muchos diputados y síndicos personeros formaban parte, igualmente, de sectores acomodados, y algunos de ellos tuvieran unas fortunas superiores a varios de los munícipes setabenses. Ejemplo de ello era el diputado del común elegido en primer lugar, D. José Peris, que, además de tener un patrimonio considerable, era hijo del que fue regidor del ayuntamiento, D. Vicente Peris. Así, y a pesar de que la Instrucción especificaba, en su apartado IX, que no habría distinción: «No necesita distinción de estado ninguno de estos encargos, porque pueden recaer promiscuamente en nobles, y plebeyos, por ser enteramente dependientes del concepto público; pero servirán cada uno en su clase de distinción, y mérito, y se podrán alegar como actos positivos [...]». Las cesuras existían de facto, y los episodios de falta de consideración y respeto hacia los nuevos oficios fueron bastante frecuentes.

Efectuadas las convocatorias, los comisarios electores elegidos en las juntas de barrio en la Casa de la ciudad, el 28 de julio de 1766, procedieron a la elección efectiva de los cuatro diputados y el síndico, haciéndose una votación para cada cargo, resultando elegidos:

Diputado del común: D. José Peris, labrador.

Diputado del común: D. Vicente Morales, abogado.

Diputado del común: D. Cristóbal González, abogado. Fue sustituido, por residir en Valencia, por D. José Más y Vallterra.

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