Kitabı oku: «Doce viajes a Goumbou», sayfa 2

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Día 3

Los vehículos iban al completo de gente. Había que cargar casi todo en el techo, salvo una gran cantidad de botellas de agua repartidas en cada coche y algún equipaje en los maleteros. Lo que para nosotros era raro de ver… para ellos lo más normal. El vehículo menos cargado llevaba casi un metro de altura y, entre ellos, una furgoneta cuatro por cuatro cerrada, con unos doce asientos también completos. En su techo, más de un metro de altura de carga, que parecía que iba a volcar en la primera curva.

Partimos todos en dirección a Goumbou y conforme avanzábamos, aún por la ciudad, cada vehículo se iba separando del resto para repostar. Una, otra, otra más… Varias gasolineras; no entendíamos nada. «¿Se habrá agotado el carburante? Pero en todas es muy raro», pensé. En la siguiente parada le pregunté al chófer por qué tantas gasolineras. «Los vecinos de Goumbou residentes en Bamako han hecho aportaciones en vales de carburante y debemos llenar los depósitos en esas estaciones», fue su respuesta. Ahora sí lo habíamos entendido.

Los conductores calcularon el tiempo que tardarían en repostar y quedaron a las afueras de la capital una hora más tarde para continuar el viaje todos juntos. En cada vehículo viajaban como acompañantes uno o más nativos de Goumbou, pero residentes en Bamako, entre ellos el dueño, que ponía su vehículo con chófer incluido. Aprovechaban el viaje para ver a sus familias y amigos, dejando después el coche en manos del conductor y para nuestro servicio. En Bamako, tener un chófer privado durante las veinticuatro horas al servicio del dueño cuesta unos cincuenta euros al mes.

Por fin estábamos todos reunidos. Comenzó la ruta por una carretera estrecha y bacheada. Algunos vehículos eran bastantes viejos, pero seguían el ritmo todos juntos. A medida que avanzábamos y a las afueras de la capital, cada pocos kilómetros había unas barreras (dos depósitos de chapa grandes y vacíos a cada lado de la carretera y un palo largo de punta a punta), cuyos guardias portaban armas de fuego. Unas veces nos paraban en ellas y otras estaban abiertas. Cuando nos paraban, el chófer del primer coche enseñaba un salvoconducto y seguíamos la ruta. Tras cuatro horas de camino llegamos a la mitad del trayecto, Djidièni, primera parada y fin del asfalto. Estiramos las piernas un rato, nos tomamos unas Fantas o Coca-Colas (incluso había Mirindas) para refrescar el gaznate y nos acercamos al mercado, donde los niños y las mujeres que vendían algo se movían de un lado para otro, buscándonos insistentemente con tal de conseguir que comprásemos de su mercancía. En esto que vi una pequeña tienda con mucha variedad de artículos; entre ellos me sorprendió ver Tutú y Omo, dos productos de lavar la ropa que no veía desde que era un niño.

Comenzó la pista de tierra con baches, zanjas profundas y mucha toulé ondulé y fech fech (pista con ondulaciones transversales y mucho polvo fino como el talco). El ritmo para los primeros 190 kilómetros se nos había hecho lento; ahora la velocidad se reduciría aún más. Solo quedaba esperar y tener paciencia. Faltaban otros 190 kilómetros.

Mientras nos íbamos acercando, cada uno de nosotros tenía el mismo pensamiento: «¿Cómo será Goumbou?». Cada cual sacaba sus conclusiones conforme a los pueblos que veíamos durante el trayecto. Y todo eso con muchas ganas por llegar.

Después de seis o siete horas los coches se detuvieron por segunda vez. Estábamos en Kaloumba, a solo diecinueve kilómetros de Goumbou. Allí nos recibió el jefe de la primera aldea del municipio, un hombre viejo, alto y enjuto, curtido en mil batallas y en la propia vida. Iba vestido con túnica azul celeste y un turbante a juego echado por la cabeza, a modo de pañuelo, y estaba recostado sobre un jergón en la entrada, a la izquierda de su vivienda. Nos dio la bienvenida a su pueblo, quedando para que a la vuelta visitásemos el lugar debido a lo justos que íbamos de tiempo.

El pueblo de Goumbou está atravesado por la carretera nacional RN4, por la que habíamos llegado hasta allí desde Bamako y que continúa hasta el norte del país sin asfalto. Es la capitalidad del municipio donde se ubica la mairìe (ayuntamiento) y el número de habitantes del municipio está entre 20.000 y 23.000, repartidos en siete pueblos y doce aldeas, siendo muy difícil de determinar el número exacto porque cuando los niños nacen no siempre son registrados por sus padres o los registran tarde, ya que deben hacer un desembolso económico y desplazarse hasta la ciudad de Nara, a veintinueve kilómetros, y no es nada fácil para muchas familias por falta de medios económicos y de transporte.

Los pueblos del municipio son Goumbou, Dembassala, Sabougou, Kaloumba, Koly, Dougouni y Toulel; y las aldeas, Nima Belebougou, Nima Kore, Bouloukou, Norbeli, Tassilima, Bolibana, Tchelimpara, Heligoupou, Takoutala, Madina, Diagaba y Soutourabougou.

Continuamos la ruta y a poco más de diez kilómetros ya empezamos a ver personas a caballo y en algún que otro ciclomotor que nos saludaban y corrían detrás de nuestros coches. ¡Ahora sí estábamos cerca! ¡Ya estábamos allí! En breve y sobre una pequeña loma divisamos a lo lejos una multitud de gente a un lado y a otro de la carretera. Cada vez más cerca se oía el ruido de tambores, disparos al cielo con escopetas de caza y artilugios musicales. Había niños correteando de un lado para otro y algunos hombres con varas controlándolos para que no se metieran debajo de los coches, banderitas con los colores de Malí, Andalucía y España colgadas a modo de feria y ¡gente, mucha gente, más gente!

Conforme cada vehículo iba parando, la gente se echaba encima de los tubabus (hombres blancos) para saludar y darnos la bienvenida: «Bissimila, bissimila, bissimila».Tal multitud impedía ver dónde estaban los demás y algunos miembros de la expedición se sintieron inseguros ante tan magna recepción, llegando a temerse lo peor. Elena perdió de vista a su marido durante un instante. Yo acababa de bajar del coche y se me agarró del brazo, diciendo: «Escucha lo que grita la gente en francés:“ ¡El dinero! ¿Dónde está el dinero?”». «No tengas miedo; aquí somos bien recibidos, solo que es su manera de agradecernos la visita», le contesté para tranquilizarla. Tampoco estaba seguro de si era eso lo que decían.

Al fin nos vimos reunidos y sentados bajo una gran «casa palabra» (lugar donde se reúnen los hombres para hablar a la sombra, construido con troncos de madera y hojas de palmera), ampliada a modo de jaima para darnos cobijo a los viajeros, los alcaldes, representantes del Gobierno, jefes de las aldeas, de los barrios, de los diversos comités, maestros, policías, el prefecto de Nara (jefe de policía en la región), etc.

Allí, sentados frente a cientos de personas de Goumbou, sus aldeas y poblados, el polvo y el color dominaban el ambiente. Las mujeres, elegantemente vestidas con sus mejores trajes y alhajas; los hombres, con túnicas y turbantes de distintos colores, con predominio del azul en todas sus variantes; los niños, sentados en el suelo. Algunos, controlados por los maestros, portaban pancartas de bienvenida con los colores de España y Andalucía y otros, siguiendo su ejemplo, gritaban y cantaban dándonos la bienvenida. Todo era alegría para ellos, ¡una fiesta! No podía dejar de mirar sus caras de humildad y de pobreza ni tampoco, como mis compañeros, controlar las lágrimas que caían por nuestras mejillas de la emoción y de ver su realidad. En ese momento creí que éramos protagonistas de un documental de La 2 y de pronto… ¡un pitido ensordecedor! Habían encendido el megáfono para comenzar el acto oficial.

El alcalde, monsieur Sádia Kouma, inició el acto en francés, presentándonos ante su pueblo y explicando el motivo de nuestra visita. A continuación la misma presentación la fueron repitiendo sucesivamente cada uno de los representantes de las distintas etnias con distintas lenguas: en bámbara (el otro idioma oficial), en soninké, en peúl, en árabe, etc. Nuestros traductores, Djeneba Ndiaye y Samou Konté, nos iban resumiendo sus intervenciones para tener conocimiento de todo cuanto decían y de las alabanzas que nos dedicaban. Una vez finalizada su exposición, participaron por nuestra parte Gabriel, como portavoz del grupo y traductor;y Yolanda, como representante de nuestro ayuntamiento, lo cual nuevamente fueron traduciendo para todos los asistentes.

El acto terminó porque se acercaba la noche y no había luz. Además, debíamos instalarnos en un campamento a las afueras. Era un terreno cercado, de unos mil metros cuadrados, con una construcción circular abierta a modo de estancia de día y otra rectangular cerrada con cuatro habitaciones y unas letrinas en el exterior. Tampoco había agua corriente, pero nos la suministraban de los pozos en depósitos que cada día nos rellenarían con cubas transportadas en un carro tirado por un borriquillo. Junto a los depósitos habían colocado varios cubos y jarrillos de plástico multicolores, que compartiríamos con ellos para ducharnos en las letrinas o a espaldas del edificio.

Una vez instalados, nos dimos cuenta de que todo el recinto seguía lleno de gente con poca intención de marcharse. Los guardias nos avisaron de que unas mujeres nos habían preparado la cena y, un poco asombrados, nos acercamos a recibirlas para darles las gracias por el gesto amable que habían tenido. «A ver qué es…». Descubrimos los recipientes, tapados para evitar que les cayese polvo: era arroz con cordero y pastel de baobab (que llamamos nosotros), por el color de su salsa verde oscura y su forma de rosco grande. Algunos nos atrevimos a probar el arroz y el cordero por separado… No estaba mal, pero el pastel de baobab se nos atragantó y preferimos que se lo comiesen los guardias junto con casi todo el arroz y el cordero que no habíamos podido comer. No se lo pensaron dos veces.

Ya era hora de descansar; el día había sido largo y difícil.

Debimos instalar mosquiteras a fin de evitar las picaduras nocturnas de los mosquitos, utilizando unas sillas metálicas con asientos de cuerdas de plástico que nos prepararon para el descanso diario. Después de un buen rato con los preparativos… al fin lo conseguimos. ¡Buenas noches!

Día 4

Muy temprano se oyó cantar a los gallos, los burros rebuznaron y el imán de la mezquita comenzó sus rezos. Debíamos levantarnos; el día amanecía y había mucho por hacer.

Tomamos un desayuno rápido y organizamos un briefing (reunión informativa) para preparar la actividad de cada uno. Los médicos, Miguel y Carlos, tenían muy claro a lo que habían venido. ¡Se iban al CSCOM! (el centro sanitario). Nos dijeron que las colas de pacientes eran interminables y estaban desde la noche anterior. Cargaron las cajas de medicamentos y material sanitario en los coches y se desplazaron hasta el lugar. Había decenas de mujeres con bebés y niños, embarazadas, heridos, personas mayores, otros con malaria y enfermedades casi desconocidas para ellos. Acompañados por Samou, el traductor, les esperaban allí los enfermeros y las matronas del lugar. También había un médico y dos o tres mujeres enfermeras residentes en Bamako con descendencia de Goumbou, todos ellos dispuestos a ayudar en todo lo necesario, poniéndose a su disposición.

Alexis, el agrónomo, se marchó acompañado de un colega de profesión que ejercía su trabajo en el Ministerio de Agricultura y Pesca en Bamako, varios agricultores y el presidente de la comunidad de regantes (algo que no entendía; si allí no había canalizaciones ni acequias y el único riego que se producía era cuando llovía, ¿entonces para qué una comunidad de regantes?), a distintos campos para conocer de primera mano las necesidades y las posibles soluciones que se podían encontrar.

El resto de los miembros del grupo salimos con Djeneba, la traductora, acompañados del alcalde, representantes municipales, maestros y una amplia comitiva, al objeto de visitar el ayuntamiento, la mezquita, los pozos, los molinos, el «mar» (lugar donde se acumulaba el agua de lluvia cuando era muy abundante) y las escuelas en las que se impartía educación en francés, dejando para otra ocasión las coránicas según hubiera tiempo o no, nos dijeron.

Dado el número de personas que nos acompañaban, partimos en coches y en la furgoneta hacia el ayuntamiento, un edificio viejo con tres habitaciones: el despacho del alcalde, la de entrada (donde había poco mobiliario, entre el que destacaba un interruptor medio roto conectado a un cable y un pequeño tubo fluorescente, lo que me sorprendió porque no había luz) y otra más pequeña, a la izquierda, llena de trastos viejos. En el patio de atrás vimos una antena parabólica. ¡No dejaban de sorprendernos! Pregunté que si no había luz para qué servían la antena y el fluorescente… Tenían un televisor tapado, casi escondido, que cuando había fútbol conectaban a un generador; lo mismo que, si era necesario, harían con el fluorescente.

Desde allí nos encaminamos hacia la mezquita vieja, llamada así por tener más de quinientos años y estar construida con adobe y maderas; una vez en el lugar, el alcalde habló con el imán para conseguir que pudiéramos ver su interior… No se admitían visitas por la mañana y se dejó para la tarde. Ya de vuelta, encontramos un pequeño cementerio junto a la casa donde, según comentó el alcalde, residía un descendiente de los fundadores del Imperio de Malí, que al ver nuestra comitiva salió a la puerta, donde se saludaron. El regidor le dio una pequeña explicación del motivo de nuestra visita y presentó a todo el grupo, uno por uno. De inmediato salió de la casa otro hombre que no dijo ni hizo nada, solo se quedó de pie, quieto… «Es su esclavo», dijo Djeneba, algo que pensábamos que no existía en estos tiempos.

Nos dirigimos hacia el «mar», dada la curiosidad que había despertado en nosotros teniendo constancia de lo poco que llovía y de que tampoco había nacimientos de agua. El lugar es un antiguo cauce de río que se ensancha y hace presa. Tiene unos dos o tres kilómetros de largo y recoge las aguas de lluvia en los años que esta abunda. Decían que hacía tiempo que no se llenaba porque llovía menos…, pero los viejos del lugar aseguraban haberlo visto rebosando, con más de tres metros de altura del agua, y afirmaban que en él se pescaba gran cantidad de peces.

Fuimos hasta un molino de mijo que estaba cerca para ver su funcionamiento y nos pareció una buena máquina, que aliviaba el trabajo de aquellas mujeres que podían pagarlo… Las que no podían afrontar ese gasto debían golpear con un palo de punta roma en un mortero de madera de gran tamaño que contenía el grano hasta que este quedase hecho harina.

Volvimos andando hacia el ayuntamiento, donde se habían quedado los coches. La gente saludaba cordialmente, agradecida, y nos daba la bienvenida allá por donde íbamos. Debíamos marchar al campamento; se acercaba la hora de almorzar.

Mientras el resto de compañeros iba llegando al campamento, algunos entablamos conversación con Djeneba, pues su traducción era poco comprensible y teníamos curiosidad por saber dónde y desde cuándo había aprendido español y a qué se dedicaba. «Soy profesora de inglés en un colegio privado en Bamako. Hace algún tiempo encontré un pequeño diccionario de bolsillo francés-español (nos lo mostró, sacándolo de su bolso) y en mis ratos libres practico empezando desde el principio, por la letra A». Nos sorprendieron las ganas de aprender de esa mujer con tan pocos medios.

Todos estábamos ya en el campamento y la comida la habían traído las mismas mujeres (una de ellas, Kudie, llevaba en su espalda un bebé, al que cariñosamente llamamos Ronaldinho), pero faltaban los médicos y el traductor. Enviamos un coche para avisarles y al poco volvió sin ellos. Gabriel se acercó a preguntar y le dijeron que no iban a venir porque había cientos de personas esperando a ser atendidas. Se les preparó comida y el coche la llevó para todos los que allí seguían trabajando.

De nuevo la comida no nos entraba por los ojos. Hicimos lo justo para aparentar que comíamos y que no pareciese un desprecio. El calor se hacía bastante insoportable y el cansancio podía más que nuestra buena fe. Algunos acabamos dormidos sobre las sillas con cuerdas de plástico.

«Vamos, debemos continuar». Nos acercamos a ver cómo iban los doctores y ya aprovechamos para ver el CSCOM. Cientos de personas esperaban para recibir atención médica, en su mayoría mujeres con bebés y niños pequeños amontonados en el suelo, a pleno sol. Los hombres, por lo general, estaban a la sombra

Era un edificio con tres o cuatro habitaciones. Tenía el tejado de chapa de zinc y, aparte, unas letrinas sin techo ni puerta. Una vez dentro, daba un poco de miedo que se desplomara por las grietas que tenían sus paredes. Apenas había mobiliario y sí muchas moscas. Con maderas y cajas de cartón de los medicamentos habilitaron unas camillas donde tumbar a los enfermos. No había luz ni agua corriente y de un bidón sacaban cubos cuando era necesario.

Salimos de allí hacia la mezquita vieja, donde nos esperaba el imán. Comprobamos su arquitectura de gruesos muros de barro, con pasillos estrechos que se comunicaban y entrelazaban a modo de laberinto. Decidió el alcalde dejar para el día siguiente las escuelas y cruzamos el mar seco para ir a ver algunos pozos en desuso o averiados por falta de mantenimiento o piezas mecánicas. Nos llevó hasta unas instalaciones ubicadas a tres o cuatro kilómetros. Sorprendía desde la distancia que allí pudiera haber un pozo, pero, efectivamente, lo había. Tenía unos setenta metros de profundidad y estuvo automatizado en su día con bomba, tuberías e instalación eléctrica a base de placas solares, que elevaban el agua hasta un depósito cisterna con acumulador de agua y varios grifos alrededor. Nos explicaron y tomamos nota de las condiciones en que se encontraba. Solicitamos al alcalde que si era posible pedir presupuesto para reparar lo hiciera y nos lo enviase por correo para estudiarlo y buscar financiación suficiente para ponerlo de nuevo en marcha.

Volvimos por otro camino y encontramos un nuevo pozo, pero este era de bomba manual y de menor profundidad. En su día abastecía a los vecinos del barrio de este lado del mar, pero llevaba varios años averiado. También pedimos al alcalde presupuesto de reparación… y nos dijo que había un vecino que reparaba estas bombas, por lo que le pedimos que nos lo presentase antes de volver a España.

Ya se había hecho tarde y estaba oscureciendo. Nos pasamos por el CSCOM para ver cómo seguían nuestros compañeros los médicos y si se podían venir. Los encontramos con las linternas frontales encendidas, atendiendo pacientes, y cada vez había más gente en la calle a pesar de la oscuridad que, poco a poco, iba ennegreciendo el lugar. Conseguimos que volvieran con nosotros tras anunciar a la gente que no podían seguir por falta de luz. «Mañana volverán a primera hora», les dijo el alcalde.

Camino del campamento le pregunté al regidor si esa gente se irá a sus casas y contestó que algunos, pero que los que tuvieran más necesidad se quedarían para no perder la vez y ser de los primeros al día siguiente.

De nuevo nos volvimos a ver todos los integrantes del grupo, cansados pero contentos. La experiencia había sido brutal. Algunos ya preparaban su cubo y su jarrillo para darse una ducha aunque fuese en las letrinas, cuyo olor era muy desagradable, y en compañía de cucarachas, grillos, arañas, moscas, mosquitos, etc., que verían en cuanto encendieran la linterna.

A lo lejos se oía un murmullo que iba aumentando a cada momento y de pronto se abrió el portón del recinto. Cientos de personas escoltaban a un grupo de cazadores armados con arcos, flechas, palos y escopetas, que nos daban la bienvenida disparando al cielo y golpeando con fuerza los tambores con el griots (persona que relata los hechos que acontecen en el lugar para mantener viva la historia de su pueblo, ya que apenas hay gente que sepa leer y escribir) a la cabeza y las mujeres que los acompañan emitiendo con la lengua sonidos de agradecimiento hacia nosotros.

¡Qué noche tan mágica! No debería terminar nunca.

De pronto una tormenta de arena se nos vino encima; nadie se dio cuenta. El viento lo removía todo. La gente intentaba guarecerse junto a las paredes de los edificios, se amontonaban para evitar ser arrastrados. Un grupo de mujeres me llamaba con insistencia, haciéndome señas, y me acerqué. Entre todas me cobijaron, colocándome en el centro y tapándome con sus turbantes, que desprendieron de sus cabezas para cubrirse también hasta que pasase el vendaval.

El viento y la arena se alejaron y agradecí mucho su atención, dándoles la mano y sonriendo. Alguna me dio la explicación de lo sucedido, que solo entendí por las señas que hizo, y se lo volví agradecer.

Una vez calmada la tempestad, el alcalde nos comunicó que los cazadores habían venido para darnos las gracias por nuestro viaje tan duro y el esfuerzo para ayudarles y que querían hacernos un regalo. ¡No vimos cómo llegó!, pero nos descubrieron un ejemplar de tortuga del Sahel que superaba de largo el metro cuando sacaba la cabeza. Era bastante impresionante. Allí se quedó durante la noche, custodiada por los guardianes del recinto, que la ataron con cuerdas al gancho de un coche.

Poco a poco se fue despejando el lugar y nos fuimos reagrupando, pues debíamos cenar. Las mujeres habían vuelto a traer la comida, pero casi nadie tuvo ganas o se optó por tomar barritas. De nuevo la cena para los guardias…

Uno tras otro fuimos pasando por las letrinas. Unos lo soportaban mejor y otros peor. Alguien dijo: «¡Respirad por la boca y así no huele!». Al fin y al cabo, teníamos que ducharnos.

Terminamos de cenar y de la ducha. Ahora tocaba el briefing; todos queríamos hablar de lo vivido hasta el momento.

Empezaron los médicos a contar lo duro que había sido ver a tanta gente tendida en el suelo y al sol esperando a ser atendida, la falta de medios de que disponían, el calor y el sudor que les habían acompañado permanentemente o las distintas enfermedades que habían ido viendo, algunas de las cuales ni conocían y cuyo remedio se pudo encontrar gracias a la ayuda del médico de Bamako y el enfermero local, que habían sido determinantes para ello.

Después siguió Alexis, que explicó cómo se había desarrollado el día en el tema agrícola, siendo la falta de semillas y agua lo más importante que había que tener en cuenta: «Hemos visto los huertos que tienen las mujeres cerca del “mar”, formando círculos de un metro aproximadamente. Cada una tiene ocho o diez, dentro de los cuales cultivan pimiento, tomate, cebolla, ajo y otras hortalizas, aunque todo de un tamaño muy pequeño debido a la falta de agua, ya que riegan sacándola con cubos de unos pequeños pozos artesanos, con poca profundidad, y estos se van agotando muy rápidamente».

Así, sucesivamente, cada uno fuimos exponiendo nuestras experiencias hasta que Gabriel intervino a fin de organizarnos para el siguiente día, exponiendo los quehaceres previstos para cada grupo.

Teníamos que montar las mosquiteras y había cierto recelo por si volvía la tormenta. Además, los guardianes auguraban que llovería… aunque hacía mucho tiempo no pasaba. Llevaban razón; a medianoche la tormenta descargó con fuerza y tuvimos que hacer algunos cambios en el recinto donde dormíamos para evitar mojarnos.

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