Kitabı oku: «Doce viajes a Goumbou», sayfa 5

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Día 4

Amaneció temprano y tras el desayuno comenzó el trabajo. Antonio y yo nos desplazamos en coche hasta el CSCOM para valorar la situación del edificio, cuyas grietas parecían haberse agrandado desde el año pasado, así que una vez revisado y vistas las posibilidades preguntamos dónde conseguir el material de construcción y nos indicaron que debíamos ir a Nara. Nos acompañaría el mecánico de los pozos, de nombre Traoré, el cual nos dijo que conocía dónde lo vendían. Hay veintinueve kilómetros hasta Nara, la capital de la provincia. Una vez allí buscamos las tiendas adecuadas para comprar cemento y desinfectante para suelos y paredes, incluyendo los palustres y las herramientas necesarias. Durante el trayecto de vuelta le preguntamos a Traoré si había albañiles en Goumbou. Se quedó dudando, pues no lo tenía claro. El material y todo lo necesario ya lo habíamos comprado y lo llevábamos en el coche. «¡Bien, si no hay albañiles me comprometo a enseñar a los voluntarios! Aunque no he sido albañil, conozco el trabajo y cómo desarrollarlo», afirmé.

Nada más llegar de vuelta con el material y las herramientas explicamos que ahora necesitábamos arena y agua para poder hacer la mezcla. Allí se encontraba el jefe del comité de salud y se prestó a buscar quien nos las suministrase, además de voluntarios para aprender y realizar los trabajos de reparación. En poco tiempo llegó la arena y nos dispusimos a empezar el trabajo para no perder tiempo. La obra nos podía llevar varios días y teníamos el tiempo muy justo. Reuní a los voluntarios en torno al cemento, la arena y el agua y les expliqué cómo mezclarlos, tanto en la proporción como en la forma, utilizando las herramientas que habíamos comprado, haciendo yo mismo la primera mezcla y comenzando a tapar grietas. Al poco de empezar apareció otro voluntario, que también se llamaba Traoré (ya teníamos dos con el mismo nombre), por lo que decidimos identificarlos como Traoré 1 y Traoré 2. Este último dijo haber trabajado de albañil en Costa de Marfil, lo cual nos ayudaría bastante de cara a terminar el trabajo si no tuviésemos tiempo durante nuestra estancia. Una vez que empezó… se notaba que sabía cómo hacerlo. Además, nos dijo que había un tercer Traoré, también albañil y más experimentado. «¡Pues que venga!», le respondimos. Se presentó al cabo de un rato y resultaba que los tres eran hermanos, aunque de distintas madres. Ahora teníamos a Traoré 1, 2 y 3. De ahí en adelante sería a quienes encargaríamos la terminación de la reparación del centro, desinfectarlo y construir unas letrinas independientes para hombres y mujeres, previo presupuesto que deberían presentarnos antes de nuestra marcha. Si lo aceptábamos, debían comprometerse a terminar la obra en un tiempo prudencial.

Ahora que todo estaba encauzado en el CSCOM nos esperaban el mecánico (Traoré 1), un miembro del ayuntamiento y el chófer para partir en coche hacia el primer pozo que ellos consideraron oportuno. En algo más de media hora llegamos y estaba lleno de niños y mujeres, la mayoría con sus bebés a la espalda. Entre dos iban tirando de la cuerda dispuesta sobre una polea que facilitaba la subida del cubo con agua e iban llenando poco a poco los bidones metálicos grandes o de plástico más pequeños, subidos en carros tirados por borriquillos. El pozo debía de tener una profundidad de no más de veinticinco metros y el nivel del agua, entre quince y veinte, según nos dijo Traoré. ¡Tenía un buen nivel! A pocos metros de allí había otro con bomba manual, que no funcionaba porque hacía un tiempo se había desprendido el pistón que elevaba el agua y aún seguía en el fondo. Nos acercamos para verlo, tomamos nota de ambos y emprendimos el camino hasta el siguiente. Desde el coche nos hacían señales con la mano. Este tenía un sistema de elevación animal. Me explico: el cubo en un extremo, la cuerda sobre la polea y en el otro extremo había un borriquillo que tiraba y retrocedía continuamente. Así todo el día hasta llenar los depósitos y bidones de la gente que iba hasta allí. El dueño del burro cobraba una pequeña cantidad, pero facilitaba el trabajo y ambas partes obtenían beneficios. También utilizaban camellos para tirar.

Se había pasado la mañana y volvimos al campamento. Por el camino habíamos ido viendo muchos pozos averiados, que el mecánico nos dijo que no convenía reparar porque tenían poca agua o estaban secos.

Nuestros acompañantes se quedaron en el campamento, al igual que los de nuestros compañeros. Comerían allí. Había algunos niños, entre ellos Maya, Ronaldinho y Fanta, que cuando nos vieron se acercaron a saludarnos y cogerse de nuestra mano. Eran encantadores. Al poco llegaron las mujeres con la comida;traían para nosotros y para ellos, que se unieron a los guardas del campamento. Como siempre nos sobraba, se la dejamos para que la terminasen. ¡Era posible que fuese su mejor momento del año en cuanto a comida! Llevaba un rato observando que había más niños que nos rodeaban por fuera de la tapia. De vez en cuando y por distintos sitios saltaban, asomaban la cabeza o gritaban a su manera nuestros nombres, que a veces no se entendían, y sonreían. ¡Me daba que se lo estaban pasando bien!

Después de almorzar había que descansar un rato. El ajetreo diario, el polvo y el calor (que supera los cuarenta o 45 grados a mediodía sin tener más cobijo que un techo de chapa y unas paredes de ladrillos con ventilación, colocados de forma inclinada a modo de celosía) hacían que nos fuésemos desgastando poco a poco. Y debíamos aguantar en buenas condiciones físicas el mayor tiempo posible.

De nuevo nos dispusimos a continuar, no sin antes haber comentado durante un rato cómo había ido la mañana en cada grupo. Esa tarde visitaríamos los pozos que queríamos reparar. Aunque los presupuestos ya estaban aceptados, debíamos asegurarnos de su estado actual y, de vuelta a Bamako, reunirnos con la empresa adjudicataria.

Ya había pasado otro día…De nuevo en el campamento, la rutina nocturna y llegaba el briefing, todos con ganas de contar las experiencias del día. Como casi siempre, fue Gabriel quien inició los comentarios, ya que él no necesitaba traductor. Habló sobre las distintas escuelas que habían visitado, cuyo estado (de todas y cada una de ellas) era completamente deprimente, por lo que urgía preparar un proyecto para la construcción de un colegio de primaria y de segundo grado lo suficientemente grande para acoger al menos a entre 600 y 800 alumnos, con la particularidad de «obligar» a las familias a que las niñas tuvieran la misma participación en la escolarización que los niños. Esto quedó ahí y pronto se pondría en conocimiento del alcalde y los maestros.

El grupo de sanitarios nos confirmó cuanto habíamos oído sobre el médico y sus pocas ganas de trabajar. Durante toda la mañana les acompañó, aunque de vez en cuando se despistaba; pero por la tarde tuvieron que ir a buscarlo porque no aparecía. También se encontraron con mucha gente que esperaba ser atendida como el año anterior, cosa que no sucedió, considerando que los sanitarios del lugar estaban cubriendo esas necesidades. Este tema quedó para el día siguiente a fin de reunirse con ellos y que nos dieran explicaciones al respecto.

Antonio empezó a reír: «Ja, ja, ja, ja, ja. ¡ Accident, accident!». Esperamos a que terminase y nos contase el motivo de la risa. Había habido un accidente esa tarde y él lo había vivido en primera persona. «Solo hay un coche en todo el pueblo y, como mucho, dos o tres ciclomotores. Pues uno de ellos lo llevaba el alcalde y han chocado de frente en una curva. Si lo hubieseis visto rodando por los suelos… Ja, ja, ja, ja, ja».

Después, en nuestra intervención, relatamos lo acontecido durante la mañana con objeto de reparar el CSCOM y las visitas a los pozos para contabilizar su número hasta el momento y la situación en la que se encontraban, quedando en continuar hasta terminarlos todos.

Una vez concluido el briefing tocaba un poco de relax y observar ese cielo maravilloso y nítido acompañados por unas pipas o almendras… y una copa de algo que alguien hubiera traído en su maleta. Al rato llegó el momento de preparar las tiendas y descansar.

Bonne nuit!

Día 5

Desde muy temprano todo se repetía cada día. Solo se vería alterado por los distintos acontecimientos vividos durante el mismo. Con esta premisa cada cual comenzaba su trabajo. «¡Adiós, hasta luego!».

El alcalde apareció con el brazo en cabestrillo y preguntamos por el motivo y cómo ocurrió. Su contestación fue bastante similar a lo explicado por Antonio la noche anterior, pero nos mostramos serios y le deseamos una pronta recuperación.

El grupo formado por Rosa, Lourdes, Yolanda, Pepa y Leticia, junto con Gabriel y el alcalde, sería el que se encargase de llevar a cabo la recogida de datos y fotografías de cien niños para los apadrinamientos en España, lo que llevaría más tiempo y necesitaría el apoyo de todos cuantos estuvieran disponibles.

El grupo sanitario debía seguir con la organización del CSCOM y aclarar en lo posible la futura actitud del médico y la capacidad del enfermero y las matronas a fin de tomar una decisión sobre el primero, ya que éramos nosotros quienes pagábamos su sueldo. El enfermero y las matronas eran los considerados «funcionarios» del centro y les pagaba el Gobierno.

Nosotros debíamos ver cómo marchaban las obras. Nos encontramos con que el número de voluntarios se había incrementado y estaban sacando de la habitación que utilizaban para estancia de los enfermos todo lo inservible, todo aquello que solo ocupaba espacio y no era más que insalubre y peligroso para los niños. Cuando terminasen, los albañiles repararían las paredes y al suelo le podrían echar un firme nuevo para adecentarlo.

Continuando con los pozos, nos llevaron hasta Dougouni, un pueblo muy alejado, a más de una hora por caminos rotos y polvorientos. Cuando llegamos nos estaban esperando en el centro del pueblo, bajo una jaima, el jefe y su traductor (el jefe solo hablaba árabe y el traductor le era necesario para poderse entender con el pueblo, que hablaba otros dialectos), además de toda la comitiva propia del lugar. Hechas las presentaciones y expuesto el objeto de nuestro viaje, nos ofrecieron agua, leche de camella y maní tostado al sol. A continuación el jefe nos dio la bienvenida por medio de su traductor. Acto seguido nos acompañó con algunos vecinos hasta un pozo profundo con un buen nivel freático, una caseta hecha de bloques de adobe y una bomba eléctrica que funcionaba con placa solar en el techo. Sería perfecto si no fuera porque el agua era venenosa en una determinada época del año, lo cual nos dejó desconcertados y preguntamos por el motivo. No sabían qué contestar; lo detectaron por los animales que morían durante esa época. Tomamos nota para averiguar las causas de tal situación y ver si en Bamako pudieran analizar el agua, bien llevándola en un recipiente o desplazando a un técnico hasta el mismo pozo.

Nos llevaron hasta otro pozo, alejado del pueblo dos o tres kilómetros. Tenía un brocal ancho y una estructura metálica fuerte, donde se sujetaba la polea. Contaba con un buen nivel de agua, que llegaba a pocos metros de la superficie. Las mujeres se desplazaban diariamente a él para llevar el agua a la casa. Los hombres se quejaban de la situación por la que estas debían pasar cada día, pero nosotros ya estábamos advertidos y sabíamos que las mujeres nunca se habían quejado por este motivo; al contrario, esto lo utilizaban como asueto para liberarse de tareas domésticas y de los propios maridos, siendo el lugar preferido donde entablar conversaciones entre amigas y vecinas, así que preferimos hablar del otro pozo y analizarle el agua.

Se nos hizo tarde y volvimos al campamento. Ya en Goumbou, vimos que frente al ayuntamiento había un camión aparcado y paramos. Se nos acercó el chófer, que acababa de llegar, y nos avisó de que traía el arroz. Como era casi de noche quedamos en descargarlo por la mañana; así podríamos entregarlo directamente a las doscientas familias, parte de las cuales serían de niños censados para su apadrinamiento.

Estaban todos en el campamento, éramos los últimos. Avisamos de que el arroz había llegado y la alegría se apoderó del lugar. «¡Bien! Mañana lo repartiremos». Teníamos cierto recelo de que llegara después de marcharnos. El alcalde aún seguía allí y se mostró muy contento con la noticia. Por nuestra parte, hablamos con Mussa, el jefe de los guardas, para que nos buscase un buen número de personas que ayudasen en la descarga. «¡No problema!». Entre la ducha y la cena, el tiempo volaba… Mussa se acercó para avisar de que ya tenía a los voluntarios que iban a descargar preparados. Estaban dentro, en la entrada, y al menos había diez o doce, a los que saludamos y agradecimos su gesto, quedando con ellos a la mañana siguiente junto al camión.

En el briefing organizaríamos el reparto; sabíamos que habría que controlarlo muy bien. Contaríamos con la ayuda del alcalde y algunos representantes municipales, así como con Mussa y sus compañeros. Además, debían asistir los maestros para organizar a los niños, que vendrían con sus padres y debían traer algún medio de transporte, porque los sacos eran de cien kilos.

Día 6

A primera hora el grupo encargado de los niños de apadrinamiento preparaba la documentación cuidadosamente para no duplicar las entregas y dejar a otros sin arroz. En cualquier caso, sabíamos por el alcalde que en esos tiempos tan difíciles existía una gran responsabilidad social entre los vecinos y que aquellos que no lo recibieran, porque no podía haber para todos, tendrían ayuda de los beneficiados y eso nos transmitía tranquilidad.

Mientras terminaban de organizarse, algunos de nosotros nos adelantamos hasta el ayuntamiento a fin de ir preparando el lugar de la manera más idónea posible y contactar con los voluntarios. Ya había llegado la mayoría y le preguntamos al alcalde si tenía una cuerda larga que nos sirviese para crear una zona de aislamiento y evitar así que la gente se agolpase junto al camión. No, no parecía que tuvieran la cuerda, por lo que decidimos descargarlo todo en la parte de atrás del ayuntamiento y desde allí proceder al reparto, dejando a la gente fuera del recinto, llamándolos de uno en uno. Sería lo mejor.

De primeras, dos voluntarios arriba del camión poniendo los sacos y dos abajo, que ayudaban a los que se lo cargaban en la espalda, y así uno tras otro… El primero que se cargó pidió que le echasen dos sacos (doscientos kilos). ¡Qué barbaridad! ¡Estaba fuerte el tío! Recorrió los veinte metros hasta llegar al punto de descarga, donde había otros dos que le ayudaron. Ahora era el turno de los que venían detrás, de uno en uno. De nuevo el «forzudo» se coló entre sus compañeros para no esperar su turno y se volvió a cargar con otros dos sacos. «Bueno, si él lo quiere así antes acabaremos», pensamos nosotros. No obstante, le advertimos del riesgo que corría de sufrir una lesión en la espalda, pero él sacó músculo y sonrió, aunque no era por vanidad… Eran las ganas de ayudar. ¡Bravo!

Conforme disminuía la carga del camión, la distancia de los sacos iba siendo mayor, por lo que subimos a otros dos voluntarios para que no decayese el ritmo. Poco a poco se fue descargando y nos preparamos para el reparto.

Había decenas de familias con los niños a su alrededor. Se había corrido la voz tan rápido que nos habían cogido la vez y allí estaban, esperando para recoger su arroz. Ayudados por los voluntarios para contenerlos y organizados por los maestros (ellos no estaban acostumbrados a hacer filas y casi no sabían qué eran), conseguimos que al ser llamados se acercasen, recogieran su saco y se retirasen de inmediato porque venía el siguiente, y así sucesivamente. Poco a poco, a los encargados de contener a la gente les fue costando más; primero, porque no paraban de llegar, cada vez había más; y segundo, porque el sol ya iba pegando fuerte e intentaban evitarlo achuchándose a la sombra.

Costó, pero mereció la pena. Después de seis o siete horas se terminó el reparto y todos nos felicitamos por cómo se había resuelto y lo contenta que había quedado la gente.

Íbamos a partir hacia el campamento, pero tenía mucha curiosidad por conocer al «forzudo», por lo que me acerqué a él, me presenté y también lo hizo él: «Je suis Kunta Sisokó. Merci, merci!». De inmediato se dirigió a una mujer muy delgada y bajita rodeada de niños, a la cual me presentó haciendo un acto de abrazarse a ella. Era su esposa, que había venido desde el otro lado del «mar», donde vivían, a recoger su saco en un carro y con su borriquillo. Uno de sus nueve hijos había sido elegido para el apadrinamiento y nos estaba muy agradecida. Quedamos para vernos después en el campamento para seguir hablando, aunque casi todo era por señas y algo en francés.

Nos habíamos superado. Todo había salido bien y nos congratulamos todos: el alcalde, los maestros y todos los que han colaborado. En el campamento no quedó nadie. A la vuelta nos esperaban con la comida y refrescos «fríos» que nos habían traído. Fue una sorpresa muy agradable. Kudie, que siempre venía acompañada de Ronaldinho, también trajo a su hija Lalla, de once o doce años, para ayudar lavando platos, limpiando o en lo que fuese menester. Era una niña preciosa y encantadora, aunque apenas hablaba, solo sonreía. Parecía tímida, pero era muy activa.

Esa tarde era la despedida y jugaríamos al fútbol. Por primera vez se celebraría un partido de exhibición para conmemorar el inicio del Torneo de la Amistad, cuyo trofeo ya era conocido por todos y estaría en poder del equipo vencedor durante todo un año, mientras se dirimía la «liga». Volveríamos de nuevo para asistir a la final. En el campo los futbolistas irían con la vestimenta oficial del Madrid y del Barcelona y llevarían medias y botas, algunos por primera vez en su vida.

Mientras llegaba la hora del partido observé que Kunta Sisokó ya había llegado. Antonio y yo salimos a recibirlo y charlar con él. Extendió su mano para saludar y siguió dándonos las gracias por lo que estábamos haciendo. Le pregunté a qué se dedicaba y nos dijo que en su juventud fue boxeador del peso medio en Bamako y otras ciudades del país, donde casi siempre ganaba. Incluso durante un tiempo boxeó en Burkina Faso para conseguir puntos y optar a combates más importantes, pero una lesión le hizo volver a su pueblo. Su figura era inequívoca y fácil de identificar en la distancia: 1,85 de alto, de algo más de cuarenta años, complexión atlética y muy fuerte, siempre llevaba una camiseta roja descolorida. Después de nuestra conversación le regalé un sombrero de paja, que ya no se quitaría en todo el día, y le apodamos el Lince de Goumbou.

Todo el material deportivo que trajimos ya se había entregado previamente a los maestros y a grupos de jóvenes para que crearan sus equipos. Ahora debíamos salir para el campo de fútbol. Nos esperaban los jugadores y «todo» el pueblo, que serían nuestros espectadores. Cada equipo estaba preparado y algunos de nosotros nos incorporamos para jugar en el de España. El árbitro era Mussa y los jugadores ya habían sido previamente seleccionados. El motivo, la revancha del año pasado: Malí-España.

Durante la primera parte el resultado era incierto, pero en la segunda cambió la situación gracias a un buen gol de cabeza y otro de penalti a nuestro favor. Resultado final: 0-2 ¡Otra vez habíamos ganado! El trofeo se entregó al equipo vencedor, que era de Goumbou y debería custodiarlo en las mejores condiciones posibles para que cada año siguiera vigente el Torneo de la Amistad. Para dar mayor relevancia al partido y crear expectación entre los jóvenes se eligió al mejor jugador del partido, galardón que recayó en un delantero del equipo de Malí, a quien personalmente le entregué mis botas «especiales» nuevas, con las que había jugado. Digo especiales porque eran diferentes y aquellos que las habían visto las tenían como preferidas y todos las querían.

Después del partido y ya en el campamento, habíamos quedado con los hermanos Traoré, los albañiles, para que nos diesen el presupuesto del costo de las obras que les habíamos encargado en el CSCOM. Se presentaron allí, nos sentamos y sacaron un papel, donde estaba escrito el precio por el trabajo que debían realizar. Después de debatirlo y dejar clara cualquier duda al respecto, se lo aceptamos y acordamos adelantarles dinero para materiales y efectuar el resto del pago cuando lo terminasen. Sería el alcalde quien les pagase, porque nosotros le transferíamos el dinero a su cuenta en Bamako para todos los compromisos que habíamos adquirido. Así nos despedimos hasta el próximo viaje.

También cerramos el acuerdo con el mecánico de los pozos para que reparase aquellos designados durante el censo. La forma de pago sería la misma que la acordada con sus hermanos los albañiles.

Al día siguiente a primera hora partiríamos en dirección a Mopti, por lo que esa noche había que dejarlo todo preparado para salir muy temprano. Debíamos despedirnos de todos los amigos, el alcalde, los maestros… No debíamos perder tiempo porque el viaje era muy largo y las pistas estaban en malas condiciones.

Nos comprometimos a volver antes de fin de año para ver las obras, las cosechas y cuánto cambiaba allí el paisaje en la época de otoño-invierno.

¡Adiós, amigos! ¡Au revoir, mes amis!

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