Kitabı oku: «Psiquiatría de la elipse», sayfa 8

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RESISTENCIAS Y PROYECTO

La terapia no es un hecho exclusivo del cuidante; lo es ante todo de la persona sometida a cuidados, a la que aquel acompaña. El cuidante debe saber cómo ponerla en marcha, lo cual es primordial; luego, cómo favorecer que se dé cuenta de aquello que lo constituye como sujeto, utilizando lo más adecuadamente sus posibilidades, a partir de sus propias fuerzas para transformar los datos actuales en un enriquecimiento de su identidad. La persona llegará así a aprovechar sus sufrimientos y sus males, puesto que están allí para ponerlos al servicio de su propio avance. En breve, «de la mierda hacer abono»…

Ese trabajo se lleva a cabo tanto en cuidante como en cuidando contra la destrucción, o contra la inercia, forma particularmente sutil y tenaz de la destrucción. Contra ella y a su pesar actúa también el atendido. El equilibrio al cual, mal que bien, llega la persona proporciona no pocas satisfacciones, o más bien evita tal cantidad de dolores que el atendido resiste a pesar de todo. Todas sus defensas se movilizan cuando uno más se acerca a ellas, o con más violencia, lo cual no impide que la práctica psicoanalítica o psiquiátrica, y lo mismo la psicológica, la psicomotriz, la psicopedagógica, la psicorreeducativa, la psicoquímica y otras, sean con frecuencia psicorrígidas y salvajes: el proceder debe tender a la inclusión del cuidando en el proyecto del terapeuta para el bienestar, supuesto, del enfermo.

HETERONOMÍA, AUTONOMÍA

Porque las resistencias y las destrucciones se encuentran igualmente en el cuidante que quiere «curar al otro» a fin de asentar su poder sobre él, en lugar de dejar que ese otro se cure por sí mismo, gracias al acompañamiento terapéutico. Este oficio, como se sabe, atrae a individuos irrisoriamente ávidos de repetir diariamente su dominio nada irrisorio sobre otro, facilitado por su fragilidad y por su vulnerabilidad. Con frecuencia, uno se siente desalentado y se pregunta si el conjunto de la práctica psicoterapéutica se justifica, dado que permite semejantes alienaciones.

Colocar al otro en posición heterónoma (situación totalmente contraria a la autonomía) no tiene salida, porque no resuelve nada; tiene que acudir siempre a la persuasión o a la fuerza directa por medio de la conversión ideológica o del encierro en asilo. Por lo demás, uno de los criterios más seguros para medir el valor de un terapeuta consiste simplemente en evaluar su facilidad o su incapacidad para declarar una terapia terminada y disolver el estado de dependencia del atendido en relación con el terapeuta. El que está para ayudar es considerado, de entrada, competente como «sujeto que puede participar en el proceso de un cambio positivo».

LAS BUENAS PREGUNTAS

Resulta ventajoso, no obstante, precisar un poco más el proyecto, intentando plantear «las buenas preguntas».

Una mujer que se preguntaba si «amaba la vida» fue conducida a plantearse la pregunta aparentemente inversa: ¿piensa que ella es amada por la vida? Ante un niño cuyos rasgos de comportamiento reproducen los de un padre enfermo mental, la mala pregunta es la que indaga por la herencia genética; la buena es la que parte de la creencia en esa herencia. La patomimia que el niño presenta es una manera de plantear la pregunta acerca de la presencia de la «tara» en él. Para un adolescente que ha sufrido un episodio de coma traumático, la pregunta puede ser: ¿cómo puede reanimar (devolver el alma a) su cuerpo que ha estado «muerto vivo» en una experiencia irrepresentable por no estar integrada a su memoria? Al contrario de ese proceso de metabolización de lo «demasiado poco», los niños víctimas de abusos sexuales son apremiados a plantear la pregunta acerca de la inserción de esos horrores en la constitución de sí mismos como sujetos de su vida afecto-sexual.

Esas preguntas son, todas, versiones más o menos afines de la búsqueda de identidad en la recreación permanente de sí mismo que representa la aventura terapéutica.

La paradoja de la terapia: dentro de una situación que plantea claramente una finalidad («estar mejor»), se apela a la noción de creación, que como sabemos después del Kant de La crítica del juicio, se define como una ausencia de «fin» (nosotros diríamos de «meta»).

Tenemos que pasar por formas creadoras con «intencionalidad cero» (J. Duvignaud)6 para ponerlas al servicio del proyecto terapéutico. Por el hecho de que la terapia se desarrolla sin meta aparente en su cuerpo, puede dar lugar a repercusiones diversas en la vida real. Toda terapia, incluso aquella que trabaja en la búsqueda de elucidaciones, debe moverse en ese campo de gratuidad aparente. Una terapia se inscribe siempre en un horizonte, pero no debe perseguir objetivos parciales: toda terapia que se fija objetivos parciales se reduce a una reeducación.

LA CLARIDAD NO ES FORZOSAMENTE LA MEJOR VÍA HACIA LA LUZ

Si la terapia consiste en el acompañamiento de la búsqueda de una persona, el problema de la metodología que conduce a la indicación de la configuración terapéutica que se propone es capital. Se trata, ante todo, de establecer el marco, las reglas del juego y el soporte para que pueda efectuarse la transformación del sujeto con, de un lado a otro, desvelamientos de sentido no tanto buscados activamente con la aplicación de esquemas preexistentes, sino porque se imponen gracias a ese dispositivo. Si la aproximación psicoterapéutica tradicional pasa por la vía real de la «concientización», por nuestra parte, no estamos seguros de que la conciencia sea la principal instancia de la transformación de la persona.

«Hacer tomar conciencia» es un acto de transmisión del saber por el cuidante que piensa que conoce mejor los interiores del atendido y, en último término, es un intento de controlarlos, dentro de una concepción que nos recuerda las tentativas de «psicocinesis», ensayos de mover los objetos a distancia. La búsqueda cognitiva forzada y laboriosa es siempre racionalización al servicio de las resistencias: «La lucidez es la gran enemiga de la revelación» (André Breton)7. En cambio, el proceder que nosotros preconizamos consiste menos en «hacer tomar conciencia» que en permitir que el paciente sea tomado por la conciencia (o por el preconsciente) en los desvelamientos que se producen en el lenguaje —y no solamente en el lenguaje verbal— según una formulación polisémica condensada: «Experimento cierto malestar al ver que la categoría del lenguaje ocupa todo el lugar»8.

La psiquiatría infanto-juvenil, esa práctica original que sigue felizmente al encuentro de sí misma, se halla cada vez menos atraída por la búsqueda exhaustiva, en el pasado, de las causas de las perturbaciones presentes del niño. Ha aprendido a preocuparse más bien de las condiciones de arranque del proceso terapéutico, el cual permite una mejor comprensión, una adecuada captación de las producciones formales, «morfologías inestables», a medida que avanza el proceso que uno de nosotros ha denominado «metapsicoterapia»9.

Asimismo, la terapia no elige ya como medio privilegiado (que casi siempre termina siendo único) la toma de conciencia por el otro de la explicación de sus dificultades actuales, según una construcción que el terapeuta habría elaborado a partir de un balance previo. ¡Mayéutica singular! Eso es lo que se llama generalmente «trabajar» tal problemática, lo cual nos lleva irresistiblemente a pensar en el «trabajo» que hace el ácido sobre la placa de cobre.

La psiquiatría que nosotros defendemos abandona la ilusión de las búsquedas de las significaciones como «vía real» de la terapia: pretende más bien «dar sentido» (fonéticamente puede oírse como «de nacimiento»*) presente a lo que ayude a la asunción de una persona como «sujeto de aquello que la atraviesa y la recorre».

Resumiendo, el problema por ahora consiste en saber ante todo qué puesta en escena conviene proponer para que el proyecto se desarrolle de la mejor manera posible.

PUESTA EN ELIPSIS

La elipsis**, cuya etimología griega y latina significa «carencia», «ausencia», consiste en la «omisión sintáctica o estilística de una o varias palabras que la mente suple de manera más o menos espontánea» (Robert). Es, por extensión, el arte de lo abreviado y de lo sobreentendido. La «psicoterapia de la elipse» transforma en cierto modo la carencia en lo sobreentendido dentro de una trama narrativa. La carencia no tiene que ser demostrada como tal. Se presenta como el elemento estructurante del programa del sujeto de búsqueda que entra en terapia. Ya se sabe que es la carencia la que hace que arranque la búsqueda del héroe de los cuentos populares.

Para nosotros, lo «sobreentendido es un esbozo» en el proyecto terapéutico (al contrario de los objetivos de concientización habituales). Si es cierto que el proyecto es definido por las buenas preguntas, hay que dejarlas, sin embargo, de lado sin intentar responderlas de inmediato. Ya se sabe que las respuestas inmediatas no son más que formulaciones de resistencias, evasiones, lugares comunes, banalizaciones y racionalizaciones. Citaremos como ejemplos de malas preguntas aquellas que se dirigen a obtener la eliminación de los síntomas.

Las buenas preguntas, una vez planteadas (y las malas eliminadas), hay que dejarlas de lado, reprimirlas en cierto modo, y crear un segundo centro para trazar la figura de la elipse (de la que se nos ha enseñado que el cálculo del perímetro no ha podido aún ser formulado matemáticamente). Recrearse pasa por una creación a partir de sí mismo que permitirá ante todo una transformación en el campo de lo simbólico, ya sea que se trate del simulacro que representa la evolución de la neurosis de transferencia considerada como construcción creativa en la representación, o de la sucesión de dibujos imaginarios, poco importa.

LA ANOREXIA MENTAL

Antes de precisar cuál es nuestra estrategia de desembrague, nos vamos a detener en la manera general de tratar a los jóvenes anoréxicos mentales, perturbación mayor de la personalidad y una de las más profundas. Lo que vamos a describir no deja de ser caricatural, tomado por lo demás de los manuales de psiquiatría en curso.

Recordemos ante todo que la alimentación consiste en destruir los alimentos para construirse a sí mismo, en /comer para vivir/. Ahora bien, la joven anoréxica rechaza aumentar la carne, y particularmente la carne sexuada: sus reglas se retrasan o no vienen más, detiene el dinamismo de su evolución. /No come/ para /no vivir/. Puede llegar incluso a /no comer/ para /morir/ cuando la caquexia se instala y los círculos viciosos metabólicos ponen en riesgo el pronóstico vital. Todo eso, con frecuencia, es «justificado» por fantasmas delirantes de envenenamiento, es decir de /no comer/ para /no morir/.

¿Cuál es la respuesta habitual que se le da a la anoréxica?

No se sitúa en la relación de la alimentación con la vida o con los cambios corporales, sexuales, por tanto, que es la buena pregunta que hay que plantear, sino en la relación de las calorías con el peso, en una suerte de desacondicionamiento-reacondicionamiento de la anoréxica.


Se trata, en primer lugar, de aislarla de manera absoluta en el hospital: nada de visitas, nada de correo, nada de luz (las ventanas se cubren con cortinas negras), eventualmente, ni levantarse de la cama (ni siquiera para las necesidades elementales). La «reeducación alimenticia», como es costumbre decir, se pone en marcha esencialmente por medio de alimentación forzada («el atracón»). El tratamiento medicamentoso se completaba antes con electrochoques y con estados de coma insulínicos (cura de Sakel, choques húmedos), que actualmente son excepcionales. El régimen pasa de 1500 a 4000 calorías diarias. La «psicoterapia» asociada se denomina «de persuasión». Un baremo estricto pone en correspondencia la adquisición de peso con el «régimen» de vida del «sujeto» (?), el cual es autorizado a levantarse para ir al baño y luego ver televisión, recibir cartas de sus parientes, recibir la visita de su madre, etc., hasta la apoteosis del permiso de la tarde.

Se ha pasado así de síntomas de la esfera oral a una terapia de la esfera anal: una obsesionalización contable de la ingesta calórica y de los kilos ganados, juego ritual sádico, metódico, que recuerda el filme de Kubrick: La naranja mecánica, aislamiento de los síntomas, que es preciso reducir violentamente.

La habitación se convierte en metonimia/metáfora del cuerpo de la anoréxica, las ingestas se hacen a base de sustancias nutritivas y los resultados se miden por el peso. El resto se desarrolla a oscuras, y la relación con el ganso por el lenguaje utilizado (el «atracón») no deja de evocar la devoración ulterior del ave cebada (suponemos que el acceso a una sexualidad exterior debe de significar algo equivalente). De ese modo, oralidad y genitalidad figuran también en sus versiones sádicas.

Se puede comprender fácilmente que las estadísticas de los éxitos del tratamiento de los anoréxicos sean tan bajas, y que su evolución se oriente generalmente hacia las recaídas, hacia las fobias alimentarias o hacia las bulimias mentales y «transformaciones psicosomáticas».

LA ESTRATEGIA DEL RODEO

Esta metodología reposa en una serie de afirmaciones negativas sobre el cuidado: el «cuidado» no consiste ni en una reeducación sintomática (como en esa lucha a brazo partido con el síntoma anoréxico) ni en una conversión del cuidando a las elaboraciones previas del cuidante, ni en una búsqueda cognitiva de la etiología de las perturbaciones, ni en un refuerzo de las defensas patológicas.

Hay que evitar siempre abordar de frente las dificultades del enfermo («ni el sol ni la muerte se pueden mirar de frente», escribía La Rochefoucault); el respeto de las defensas es la regla, pero no por eso es necesario proponer una seguidilla desprovista de sentido. Respetar las defensas no significa ir en el sentido de las sustancias que las acompañan: dar oportunidad a todos, incluido el enfermo, para no cambiar nada y salvaguardar el statu quo. Con frecuencia, la primera propuesta de cuidados que se impone al espíritu del cuidante en el primer encuentro con el paciente es de ese orden.

Para ilustrar nuestro propósito, usaremos un ejemplo más general que el problema de la anorexia: un paciente que presenta síntomas en la esfera corporal a partir de desórdenes en el registro oralalimentario, en la torpeza motriz, en el control de los esfínteres y hasta en enfermedades psicosomáticas.

La «estrategia del rodeo» contraindica una respuesta terapéutica demasiado directa en la esfera en la que se manifiestan las perturbaciones, al contrario de lo que hace el tratamiento reeducativo. En tal sentido, debe proscribirse una psicomotricidad demasiado incisiva (o una sofrología demasiado insistente, lo que antes se llamaba trabajo «a lo abrelatas» [«à l’ouvre-boîte»], que aprieta enérgicamente allí donde más duele). Eso no significa forzosamente que el psicomotricista quede excluido de la terapia. Todo lo que él hace lo hace en nombre del cuerpo; por eso mismo, debería no tocarlo, o apenas (pues una insinuación de roce es a veces demasiado ofensiva).

Se trata, en efecto, de evitar trabajar allí donde la persona ha localizado, ha materializado, ha figurado eventualmente sus dificultades, sus conflictos y sus dolores, de cualquier origen que ellos sean. No haríamos con eso más que brutalizar el síntoma y colocarnos en el origen del sufrimiento y de la resistencia, y provocar de ese modo el abandono de la terapia. Las tentaciones de salvajismo acechan en todo momento a los cuidantes, que se imaginan fácilmente cumpliendo el rol de san Miguel, lanza en ristre, en trance de derribar al dragón.

Partamos de la siguiente hipótesis: esa misma persona se encuentra «a gusto», demasiado a gusto con un lenguaje aunque sea superficial, o bien, trampa más terrible, en el «falso profundo», es decir, en la explicitación demasiado fácil de los orígenes psicológicos de sus dificultades. Esa trampa seduce de inmediato al cuidante, el cual reconoce ahí su sistema conceptual habitual. Ese puede ser, en particular, el caso de un niño en posición «histérica», que se podría esquematizar así: un «parecer según el deseo del otro» junto a un «no-ser según su propio deseo». El niño siente muy bien que el cuidante desea aplicar una psicoterapia clásica, y se comporta en consecuencia tanto en la forma (verbal) como en el contenido (introspectivo psicologizante).

La «estrategia del rodeo» proscribirá entonces una aproximación psicoterapéutica tradicional con lenguaje en primera persona, porque eso sería trabajar allí donde la persona ha centrado sus resistencias, conciliando el deseo real de progresar con la resistencia al cambio. Se corre el riesgo, en tales casos, de embragar una psicoterapia interminable, ya por evitamiento, ya, más sutilmente, porque el acopio de materiales sumamente ricos para trabajarlos, año tras año, nos conduciría a fin de cuentas a la conclusión de que nada ha cambiado. Eso tiene el agravante de que, con frecuencia, hay que llevarlo adelante con dos personas: las madres de los psicóticos sobresalen en ese ejercicio; se ofrecen en sacrificio e invaden la terapia de su hijo. Ofrecen, sesión tras sesión, sus problemáticas personales legítimas, sin duda, y hacen gastar saliva al cuidante con la ilusión de avanzar en la terapia del niño por medio de la terapia de la madre. Ninguna otra cosa se aborda que no sea en el ámbito mental; el cuerpo del niño, oculto tras el cuerpo de la madre, desaparece por completo, y el cuadro permanece intacto.

Volviendo a nuestro /sujeto/ corporal, que se expresa «demasiado fácilmente» con la separación y el aislamiento de los afectos, la prescripción de la terapia podría introducirse, por ejemplo, con una representación por medio de marionetas, como veremos más adelante; esa sería una manera de tratar del cuerpo con un lenguaje que lo resume casi totalmente, lenguaje en tercera persona con la invención de un personaje en acción y en interacción. Si el sujeto tiene más edad, otra manera de abordar el cuerpo (en particular, el femenino) podría ser un trabajo en torno al collage a través de sus representaciones. Pueden proponerse otras fórmulas adaptadas a cada persona. En los casos en que el niño exprese dificultades de relación, se evitará proponer una secuencia en grupo (terapéutico), ocasión de todos sus dolores. Asimismo, las fobias escolares no tendrán fácil solución en un clima análogo, pretendidamente más atractivo; las perturbaciones de lenguaje no deben ser tratadas forzosamente por medio de una reeducación ortofónica, etc.

Si bien el rodeo en las elaboraciones imaginarias puede indicarse siempre, eso no significa en absoluto que no pueda figurar una psicoterapia en primera persona dentro del abanico de soluciones posibles. Puede indicarse, por ejemplo, en el caso en que alguien se refugie cómodamente en sus fantasmagorías por no implicarse directamente. Una musicoterapia puede prescribirse cuando se desea el tránsito progresivo de una actitud pasiva a una actitud receptiva y, finalmente, más activa.

Para el convaleciente de un coma, en lugar de la palabra para tratar vanamente de llenar el vacío, será preferible evocar el cuerpo y la re-creación de sí-mismo, eligiendo un proceder metafórico: por ejemplo, ofreciendo retrospectivamente a ese «negro» que es el coma, colores, formas, materias de creaciones pictóricas y escultóricas, las cuales, antes que provocar recuerdos inalcanzables, actualizarán reminiscencias de sensaciones cinestésicas y coloreadas, y ayudarán a crear formas enigmáticas, de tal suerte que el coma adquiera sentido de etapa en una existencia, etapa que para algunos puede incluso convertirse en iniciación.

La «estrategia del rodeo» propone, pues, en cada caso, actuar en la conducción de las defensas a media distancia entre la expresión de los síntomas y la expresión de las resistencias, evocándolas indirectamente: se trata de proscribir un registro tabú inaccesible a la persona (trabajo en el imaginario mientras que la persona se encuentra en el paso al acto, por ejemplo, o en el lenguaje verbal mientras ella se siente incapaz de manejarlo), de respetar las defensas y dar vueltas en torno a las resistencias. Las defensas se reelaborarán ulteriormente sin mayor preocupación.

Veremos en los casos desarrollados más adelante cómo por desdeñar la estrategia del rodeo y recaer en los automatismos profesionales nos hemos visto obligados a suscitar secundariamente desplazamientos a fin de trabajar con más autenticidad. Pensamos en particular en la historia de Beatriz (capítulo IV).

A la pregunta sobre la naturaleza del cuidado, responderemos esta vez con afirmaciones positivas: el «cuidado» consiste en una representación, en el sentido teatral del término, que pone en escena las problemáticas del sujeto, permitiendo por «repetición» una escapada. La evolución de las formas así creadas produce una superación resolutiva de sus problemáticas: los cuidados se inscriben siempre en el orden de lo simbólico, aun cuando se apoyen en la realidad. Deben ser individualizados, por tanto, incontables, gracias a la búsqueda del mejor método para lograr el «cuidado» y para que haga sentido; cada respuesta terapéutica debe constituir una verdadera búsqueda-acción adaptada al caso particular. Con los niños (aunque también alguna psiquiatría de adultos se inspira en esto) el recurso a la producción imaginaria y a los lenguajes no verbales constituye una de las indicaciones más valiosas.

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