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1. SIGNO Y SIGNIFICACIÓN
1.1 Diversidad de aproximaciones al sentido
1.1.1 Sentido, significación, significancia

Disponemos de tres términos para designar los fenómenos semióticos en general: sentido, significación, significancia.

a— El sentido

El sentido es, ante todo, una dirección: decir que un objeto o una si tuación tienen un sentido es, en efecto, decir que tienden hacia alguna cosa. Esta “tensión hacia” y esta “dirección” han sido con frecuencia in terpretadas, injustamente, como referencia. La referencia, en efecto, no es más que una de las direcciones del sentido; otras son posibles: por ejemplo, un texto puede tender hacia su propia coherencia y es eso lo que nos hace presentir su sentido; o también, una forma cualquiera pue de tender hacia otra forma típica ya conocida y eso es lo que nos per mitirá reconocerle un sentido. El sentido designa, entonces, un efecto de dirección y de tensión, más o menos cognoscible, producido por un objeto, una práctica o una situación cual quiera.

El sentido es, finalmente, la materia informe de la que se ocupa la se miótica, la materia que se esfuerza por organizar y por hacer inteligible. Esta “materia” (purport en Hjelmslev) puede ser de naturaleza física, psicológica, social o cultural. Pero esta materia no es ni inerte ni solamente sometida a las leyes de los mundos físico, psicológico o social, pues to que está atravesada por tensiones y por direcciones. La condición mínima para que una materia cualquiera produzca un efecto de sen tido identificable es, entonces, que esté sometida a lo que llamaremos en adelante una intencionalidad.

b— La significación

La significación es el producto organizado por el análisis; por ejemplo, el contenido de sentido vinculado a una expresión, una vez que es ta ex presión ha sido aislada (por segmentación) y que se ha verificado (por con mutación) que ese contenido le está específicamente asociado. La sig ni ficación está, pues, ligada a una unidad, cualquiera que sea el ta ma ño de esa unidad —la unidad óptima, para nosotros, es el discurso—, y des can sa sobre la relación entre un elemento de la expresión y un elemento del contenido: por eso se habla siempre de la “significación de… alguna cosa”.

Se dirá, en consecuencia, que la significación, por oposición al sen tido, está siempre articulada. En efecto, puesto que no es reconocible más que por segmentación y conmutación, sólo se le puede captar a tra vés de las relaciones que la unidad aislada mantiene con otras uni da des, o que su significación mantiene con otras significaciones dis po ni bles pa ra la misma unidad. Tal como la noción de “dirección” es indi s o ciable del sentido, la de articulación está, por definición, ligada a la de sig ni ficación.

Hace mucho tiempo que la noción de articulación ha sido reducida a la de diferencia, y aun a la de diferencia entre unidades discontinuas. Ése no es, sin embargo, más que un caso entre otros posibles. Por ejemplo, una categoría semántica como la de calor es una categoría gradual y sus diferentes grados (cf. frío/helado) se distinguen sin opo nerse forzosamente; más aún, si el gradiente es orientado, la significación de al gunos de sus grados, por ejemplo /tibio/, será diferente según que el gradiente sea orientado positivamente al calor (tibio es entonces peyorativo) o positivamente hacia el frío (tibio es entonces mejorativo); la significación depende, entonces, de la polarización de un gradiente. Además, según las culturas y las lenguas, a veces hasta según el discurso, la posición relativa de los grados cambia; así, el grado /tibio/ aparecerá más próximo del polo frío o del polo caliente: si se recorre el gradiente en el sentido de su polaridad, del negativo hacia el positivo, se encuentra un umbral que determina la aparición del grado /tibio/. Los tipos de articulaciones significantes son, por tanto, muy diversos: opo siciones, jerarquías, grados, umbrales y polarizaciones.

c— La significancia

La significancia designa la globalidad de efectos de sentido en un con junto estruc tu ra do, efectos que no pueden ser reducidos a los de las unidades que componen ese conjunto; la significancia no es, por consiguiente, la suma de las significaciones. Este término ha conocido numerosas acepciones, particularmente psicoanalíticas, cuyo valor operatorio es difícilmente controlable. Pero plantea principalmente una cuestión de mé todo: ¿hay que conducir el análisis desde las unidades más pequeñas hacia las más grandes o a la inversa? El concepto de significación, en sen tido estricto, correspondería a la primera opción y el de significancia a la segunda opción.

El término significancia apenas es utilizado, pues presupone una jerarquía que ya no es pertinente hoy en día; en efecto, se justificaría sólo en un contexto científico donde se pudiera aún creer que el sentido de las unidades determina el de los conjuntos más vastos que las engloban.

La opción que hemos tomado, es decir, la de una semiótica del discurso, nos impone considerar que la significación global, la del discurso, comanda la significación local, la de las unidades que la componen; mos traremos, por ejemplo, cómo la orientación discursiva se impone a la sintaxis misma de las frases. Esto no significa, sin embargo, que el microanálisis no sea ya pertinente; debe, simplemente, quedar bajo el control del macroanálisis.

Como ya no se encuentran razones para creer que lo “local” determina lo “global”, el término de significación ha tomado frecuentemente una acepción genérica que engloba la de significancia. Y así lo usaremos en adelante.

1.1.2 Semiótica y semántica

Benveniste proponía distinguir dos órdenes de la significación: el de las unidades de la lengua, de tipo convencional, fijado en el uso o en el sis tema lingüístico; y el del discurso, es decir el de las realizaciones lingüísticas concretas, el de conjuntos significantes producidos por un ac to de enunciación. El orden semiótico correspondería, según él, a esa relación convencional que une el sentido de las unidades de la lengua y su expresión morfológica o lexical, y el orden semántico, a la signifi ca ción de enunciaciones concretas tomadas a cargo por “sujetos de discurso”.

Esta distinción no ha sido adoptada por la comunidad de lingüistas, que reservan la de nominación de semántica al estudio de los contenidos de sentido en sí mismos, particularmente en el dominio lingüístico, y la denominación de semiótica al de los procesos sig nificantes en general. Pero, la cuestión planteada es siempre de actualidad: más allá de las relaciones entre lo “local” y lo “global” (cf. supra), surge, ahora, la cuestión de los dos mo dos de aproximación a los lenguajes: de un lado, una aproximación es tá tica, que só lo concierne a las unidades instituidas, almacenadas en una memoria co lec tiva bajo la forma de un sistema virtual, y del otro, una aproximación dinámica, es de cir, sensible, a los actos y a las operaciones, y que concierne a la significación “viviente” pro ducida por los discursos concretos.

La semiótica surgida de los trabajos de Peirce también ha propuesto dis tinguir la semántica (la significación de las unidades), la sintaxis (las re glas de disposición de las unidades) y la pragmática (la manipulación de las unidades y de su organización por sujetos y para sujetos individuales y colectivos, en situación de comunicación). La solución es diferente, mas la cuestión tratada, idéntica: ¿el discurso es simplemente una “puesta en marcha”, una “apropiación individual” de unidades instituidas y organizadas en sistemas, o bien comporta sus propias reglas y sus pro pios efectos de sentido? Pero si adoptamos el punto de vista del discurso en acto, la distinción entre semántica, sintaxis y pragmática se re vela poco pertinente desde la perspectiva del método. En efecto, si to mamos en cuenta las operaciones de enunciación, es necesario que po damos medir las consecuencias que esta actitud produce en la sintaxis y en la semántica del discurso. Por consiguiente, en esta perspectiva, ellas no pueden ser tratadas aparte.

1.1.3 ¿Por qué optar?

La solución que consiste en separar la cuestión del sentido en dos o tres órdenes de significación sólo puede ser una solución provisoria, una solución históricamente necesaria, pero que choca pronto con cues tiones que vale la pena resolver. Por ejemplo, todo el mundo se pone de acuerdo en distinguir el “sentido en lengua” de una unidad y su “sen tido en discurso”; la distinción no plantea problemas insuperables en cuanto a que el “sentido en discurso” es una de las acepciones posibles del “sentido en lengua”: se dirá entonces que el discurso selecciona una de las acepciones de la palabra; pero ¿qué sucede cuando las dos sig nificaciones no se superponen? Es cierto que un “sentido en discurso”, que no está previsto “en lengua”, exige un esfuerzo suplementario de interpretación y una gestión de la interpretación diferente de la que con siste solamente en sacar elementos de un stock de formas virtuales, pe ro ésa otra gestión es posible y legítima. De modo muy frecuente, aun que no necesariamente, esta nueva acepción es producida por una fi gura de retórica. Sucede lo mismo cuando algunas de esas acepciones imprevisibles aparecen en la lengua, por ejemplo, bajo la forma de catacresis (un trombón, o un ala de edificio).

Esta última acotación indica claramente el nivel de pertinencia de las dis tinciones que hemos mencionado hasta ahora: se trata de procedimientos de codificación y de decodificación de los lenguajes, codificación facilitada o trabada, automatizada o más elaborada, según que el sen tido de las unidades sea o no sea ya conocido. Pero esas distinciones en tre las muchas modalidades de codificación y de decodificación de los lenguajes no nos dicen nada del proceso de significación mismo, tal co mo es puesto en marcha por los actos de discurso.

Además, el razonamiento no debe, en esta consideración, apoyarse so lamente en el lenguaje verbal, que dispone de un stock muy extendido de formas codificadas, pues, cuando se abordan los lenguajes no ver bales —gestuales, visuales, etc.—, estamos obligados a admitir que el lugar de la invención, por el discurso, de expresiones y de su significación es mucho más importante. Porque, desde el punto de vista de la organización de las unidades en sistema, los lenguajes están lejos de ser homogéneos. Si podemos establecer las “lenguas” de un lenguaje ver bal, estamos muy lejos de ello en lo que concierne a la pintura, la ópe ra o la gestualidad en general, que, sin embargo, son igualmente prác ticas significantes; nos preguntaremos incluso si la empresa que con sistiría en establecer el sistema de unidades provistas de sentido tiene alguna pertinencia en el caso de los lenguajes no verbales. Y, si tuvie se alguna, deberíamos, tal como en los lenguajes verbales, esperar to davía algunos siglos, si no algunos milenios, antes de que la necesidad de una traducción entre sistemas —como se ha dado entre el sistema de lo oral y el sistema de lo escrito— dé lugar a un recorte estable de unidades y a la producción de gramáticas aceptables.

La aproximación a los fenómenos de significación por la vía de los signos (las unidades) ha persistido por tiempo: pero se revela poco operatoria pues, una vez establecidas las unidades—signos, habría que inventar sus articulaciones y particularmente la aso ciación entre canales sensoriales extraños los unos a los otros; ello ha conducido al ato mismo, hasta a clasificaciones vertiginosas (en una carta a Lady Welby, Peirce se felicita de poder reducir (!) las 59.049 clases de signos aritméticamente calculables a 66 cla ses realmente pertinentes). Además, esta aproximación es un factor de balcani zación de la disciplina y de sus métodos, puesto que la integración de todas las clases de sig nos en un solo discurso, al momento del análisis, es particularmente ardua, y los estudios semióticos en esos casos tienden a especializarse por clases de signos (semiótica literaria, semiótica pictórica, semiótica del cine, etc.).

De otro lado, las ciencias del lenguaje en su conjunto se orientan hacia una formalización de las operaciones y de los procesos y la semióti ca participa de ese movimiento: la semiótica peirceana pone hoy el acen to sobre el “recorrido interpretativo” más que sobre la clasificación de los signos; la semiótica del discurso se dirige hacia una exploración de los actos fundamentales, particularmente la predicación y la asunción más que hacia una clasificación, cualitativa o estadística, de los predicados y de los sustantivos correspondientes. Globalmente, esta nueva preo cupación se interesa por la praxis, praxis semiótica o praxis enunciativa.

Por consiguiente, presentaremos ahora brevemente las dos principales teorías del signo, la de Saussure y la de Peirce, en la perspectiva que he mos escogido, la de una teoría del discurso, a fin de llegar a una teoría de la significación sintética que habría superado el mero recorte de los signos.

1.2 Las teorías del signo
1.2.1 El signo saussuriano

El signo está compuesto, según Saussure, de dos caras, el significante y el significado; el significante es definido como una “imagen acústica”, y el significado, como una “imagen conceptual”; uno adquiere forma, en cuanto expresión, a partir de una sustancia sensorial y física, y el otro, en cuanto contenido, a partir de una sustancia psíquica. Pero, una vez que están reunidos en un solo signo, no tienen otro status que no sea semiótico, y sus propiedades sensoriales, físicas y psíquicas no son ya tomadas en consideración.

La relación entre las dos caras del signo es calificada de “necesaria” y “convencional”, es decir fundada por una presuposición recíproca que no debe nada a sus propiedades sustanciales de origen. Además, esa relación está enteramente determinada por el “valor” del signo, es decir por las diferentes oposiciones que su significante y su significado mantienen con los otros significantes y con los otros significados de la misma lengua; en sincronía —entendamos: en un estado de lengua dado— ese valor es inmutable; en cambio, en diacronía, es decir, en la historia de los diferentes estados de lengua, ese valor evoluciona; el lazo que une las dos caras del signo puede asimismo, en el curso de esa evolución, deshacerse completamente.

La noción de sistema procede directamente de la definición de “valor” lin güístico, puesto que si el valor de un signo depende de una red de opo siciones y si esa red de oposiciones debe ser, para cada signo, es table en sincronía, entonces el conjunto de la red de oposiciones de to dos los sig nos forma un sistema estable. No tiene más que una existen cia vir tual, salvo en las gramáticas y en los diccionarios, pero está dis ponible en todo mo mento para los usuarios de la lengua. La lingüística tiene entonces por tarea, según Saussure, el estudio de ese sistema de valores.

Las nociones de sistema y de valor, de las que se puede desprender la cuestión del signo en Saussure, imponen la exclusión del “referente”: la cosa, real o imaginaria, a la cual el signo remite no es cognoscible lingüísticamente. Dicho de otra manera, el conocimiento del sistema en el cual el signo toma lugar no nos suministra ninguna información sobre la realidad designada. Esta exclusión, la mayor parte del tiempo, es presentada como una decisión metodológica y epistemológica: excluir el referente mundano es pro curar a la lingüística su propio objeto en cuanto ciencia y su autonomía en cuanto dis ciplina. Pero la posición de Saussure con respecto al referente es, de hecho, una con secuencia de su definición de signo, porque se da lo mismo para todas las pro piedades sustanciales de las dos caras del signo que sin depender del referente son, no obs tante, excluidas de la misma manera; en efecto, el sistema de valores no puede de ci rnos nada de ellas. El lazo entre el signo y el referente es calificado de arbitrario—se hu biera podido decir también contingente—, es decir que el sistema de valores no pro cu ra ninguna explicación satisfactoria de él: un lazo considerado ininteligible es declarado arbitrario. Notemos, no obstante, que ese lazo no es intrínsecamente ininteligible, ar bi trario y contingente; y que es el punto de vista adoptado, el del signo y del valor, el que hace la referencia incognoscible.

Examinando luego la ampliación de la reflexión a otros tipos de signos diferentes de las lenguas naturales, Saussure diseñó el proyecto de una semiología que englobaría la lingüística propiamente dicha: allí se en contrarían no solamente significantes en los que la sustancia física sería diferente de la del lenguaje verbal, sino también signos en los que la relación fundadora no sería “necesaria” o “convencional”; por ejemplo, los sistemas de signos visuales.

Se ve que, si se pone entre paréntesis la delimitación de unidades, la cuestión tratada por Saussure puede ser reducida a dos puntos esenciales:

(1) La relación entre la percepción y la significación

A partir de nuestras percepciones emergen significaciones; nuestras per cepciones del mundo “exterior”, de sus formas físicas y biológicas, pro curan los significantes; a partir de nuestra percepción del mundo “interior”, conceptos, impresiones y sentimientos, se forman los signifi ca dos;

(2) La formación de un sistema de valores

Estos dos tipos de percepción entran en interacción, y esta interacción define un sistema de posiciones diferenciales; cada posición está ca racterizada según los dos regímenes de percepción; el conjunto es enton ces llamado sistema de valores.

Subyacente a la teoría del signo, aparece en Saussure una teoría de la significación; y esta teoría, particularmente a través de la noción de “ima gen” (imágenes acústicas, visuales, imágenes mentales, psíquicas), es tá enraizada en la percepción.

1.2.2 El signo peirceano

Mientras que Saussure concebía el signo como la presuposición recíproca entre dos caras distintas, Peirce lo define de inmediato por una relación disimétrica: alguna cosa que, para alguien, toma el lugar de cualquier otra cosa bajo cualquier correspondencia o bajo cualquier as pec to. Se dice generalmente que el signo saussuriano es diádico (dos ca ras: un sig nificante y un significado) y el signo peirceano, triádico. Pero si se obser va atentamente la definición propuesta por el mismo Peirce, se constata que comporta, de hecho, cuatro elementos: (1) “alguna co sa” que toma el lugar (2) de “otra cosa” (3) para “alguien”, y (4) bajo “cual quier co rrespondencia” o bajo “cualquier aspecto”. Se dice también co rrien temente que Saussure ha excluido el referente de la definición del sig no, y, en consecuencia, de la lingüística y de la semiología, mientras que Peir ce lo tendría en cuenta. Esta mención tan breve no permite juz gar so bre el asunto. Observemos más bien el conjunto de la definición:

Un signo o representamen es alguna cosa que, para alguien, to ma el lu gar de otra cosa bajo cualquier correspondencia o ba jo cualquier as pec to. Al dirigirse a alguien crea en su es pí ri tu un signo equivalente o tal vez un signo más desarrollado. Ese signo que crea, lo llamo el interpre tan te del primer signo. Ese signo toma el lugar de cualquier cosa: de su ob jeto. Toma el lugar de ese objeto no bajo todas las conexiones sino por re ferencia a una suerte de idea, que he llamado alguna vez el fundamento del representamen.

Contemos: (1) representamen, (2) objeto, (3) interpretante, (4) fundamento; esto hace cuatro. A lo que se añade a veces la distinción entre ob jeto dinámico (el objeto enfocado por el representamen) y objeto inmediato (lo que es seleccionado en el objeto por el interpretante); o sea, cinco elementos.

El funcionamiento del signo puede ser resumido así: un objeto di námi co —objeto o situación percibidos en toda su complejidad— es puesto en relación con un representamen—eso que lo representa—, pero solamente bajo un punto de vista (bajo cualquier correspondencia o ba jo cual quier aspecto), designado aquí como el fundamento; este punto de vis ta, o fundamento, selecciona en el objeto dinámico un aspecto pertinente de él, llamado objeto inmediato, y la reunión del representamen y del objeto inmediato se hace “en nombre de”, o “por”, o “gracias a” un quin to elemento: el interpretante.

Umberto Eco llega incluso a seis elementos: (1) el fundamento procura, de un lado, un punto de vista sobre el objeto dinámico, pero delimita, de otra parte, el contenido de un significado; (2) el objeto inmediato es, de un lado, seleccionado en el objeto dinámico por el fundamento, e interpretado, del otro lado, por el interpretante; (3) el objeto dinámico motiva la elección del representamen, que, asociado él mismo al interpretante, per mite desprender de ahí el significado. Eco termina reduciendo todo a tres elementos, decretando que fundamento, significado e interpretante son ¡una sola y misma co sa!

Estas observaciones deben incitar a la prudencia: (1) el signo peir ceano sólo comporta tres elementos para aquellos exégetas que han de ci dido que así sea; (2) la obra de Peirce es tan vasta y diversa que mu chas glosas e interpretaciones pueden cohabitar; unos se satisfacen en ge neral con algunas soluciones simples que otros recusan con el mismo de recho.

Al menos queda claro que el “referente”, en el sentido en el que se le entiende habitualmente, es decir, la realidad a la cual el signo remite, es tá aquí fuera de alcance: el objeto dinámico es ya del orden de la percepción, y el objeto inmediato, su aspecto pertinente, sólo existe bajo una condición semiótica, el “punto de vista” que impone el “fundamento”. El objeto no es más que un puro artefacto suscitado en el es pí ritu de un sujeto por el representamen; y, como lo precisa U. Eco, el ob jeto di námico es sólo un conjunto de posibles sometido a una instrucción semántica. En cuanto al objeto inmediato, no es más que una imagen men tal del precedente, y una imagen empobrecida, en el sentido de que solamente una parte de los posibles son retenidos y presentados al es píritu. El mundo encarado, en la concepción peirceana del sig no, es un conjunto virtual de posibles, o un mundo percibido, o aún una parte ex traída de un mundo categorizado: es decir, que el referente, si es que hay referente, es ya un universo semiótico sometido a concep ciones mo dales, perceptivas y categoriales. La teoría del signo no nos re lata la emer gencia de una nueva significación sino que sólo capta un mo mento en una vasta semiosis infinita.

En consecuencia, si se pone entre paréntesis la cuestión del recorte en unidades, se advierte inmediatamente que la concepción peirceana del signo plantea también la cuestión de las relaciones entre la percepción y la significación, pero considerándolas de alguna manera “en el mo vimiento” que suscita la segunda a partir de la primera y no como ins tancias bien delimitadas. En efecto, dos elementos sensibles, el representamen y el objeto dinámico, están sometidos a un principio de selección recíproca: el representamen sólo puede ser asociado al objeto bajo el control de un interpretante y el objeto sólo puede ser asociado al representamen bajo un cierto punto de vista, el fundamento.

En los dos casos, esta selección de relaciones pertinentes se presenta como una guía del flujo de atención. En el primer caso, el interpretan te —lo que es finalmente enfocado por el conjunto del proceso— indica en qué dirección la elección del representamen debe conducir la sig ni ficación; en el segundo, el fundamento —aquello a partir de lo cual el objeto es captado— indica lo que debe retenerse del objeto dinámico.

Esta guía del flujo de atención puede ser comprendida (1) de una par te, como la indicación de una dirección y de una tensión que ya hemos definido como una intencionalidad, y, (2) de otra parte, como la de finición de un dominio de pertinencia.

Estas operaciones de guía semiótica, corresponden, la primera, la ten sión intencional, a la mira, y la segunda, la delimitación del dominio de per tinencia, a la captación; la mira concierne aquí al eje [representamen-objeto inmediato-interpretante], mientras que la captación con cierne al eje [objeto dinámico-fundamento-objeto inmediato]. La mira y la cap ta ción, independientemente de toda perspectiva peirceana, y des de un pun to de vista más generalmente fenomenológico, son las dos operaciones elementales gracias a las cuales la significación puede emer ger de la per cepción.

Pero aún faltan dos condiciones esenciales para que se pueda hablar de significación discursiva: de un lado el cuerpo, sede de percepciones y de emociones, y centro del discurso; y de otra parte el valor, los sistemas de valor, sin los cuales la significación no tiene nada de inteligible.

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