Kitabı oku: «Trayectorias y proyectos intelectuales», sayfa 2
La trasformación conceptual puede entenderse como un paulatino desarrollo del pensamiento, en virtud del cual las interpretaciones idealizadas como modelo de explicación del orden social ceden espacio a otro modelo donde se le da preponderancia a la relación inherente entre los acontecimientos sociales. El estudio de las condiciones con las cuales los grupos de humanos pudieron elaborar o no tales conceptos resulta crucial para entender la labor del científico social ante la realidad del subcontinente. Es el compromiso con este horizonte de indagación y la apuesta por contribuir a la comprensión y explicación de los cambios que caracterizan el desarrollo del pensamiento y de la reflexión sobre lo social en el espacio intelectual latinoamericano, más allá de los diagnósticos de manual, lo que otorga unidad de propósito a los trabajos que conforman esta sección del libro.
Los cuatro ensayos consideran procesos sociales de resignificación y cambio conceptual en el largo plazo. El escrito de María Isabel Zapata explora, por ejemplo, los cambios en el ideario republicano impulsados a partir de 1910; el artículo de Diana Mora estudia la manera como es pensado el pueblo por parte de las élites en el contexto de la república liberal hacia los años treinta del siglo pasado, y el trabajo realizado por Julián Gómez destaca el significado de la labor investigativa de la Misión de Economía y Humanismo, a mediados de los años cincuenta del siglo XX en Colombia, como antecedente insoslayable del oficio riguroso y metódico del sociólogo profesional, tanto por las técnicas empleadas como por la hondura de la perspectiva sociológica desde la que, desafiando el economicismo reinante y el compromiso político, se piensa el problema del desarrollo en el país en la coyuntura histórica definida por una particular correlación de fuerzas constitutiva del entramado sociopolítico nacional de mediados los años cincuenta.
V
Una consideración procesual de lo humano, una atención a la lógica del cambio social en el largo plazo, una forma de entender el proceso social como horizonte abierto en el cual los cursos de acción no se hallan prefigurados, ni existen entidades todopoderosas, ni modelos sociales prestablecidos hacia los que orientarse, constituyen un patrimonio común de principios e ideas que permitió a los pensadores latinoamericanos en la primera mitad del siglo XX afirmar con sus desarrollos intelectuales el valor de la cultura propia y proyectar horizontes de futuro en los que las sociedades del subcontinente podían aspirar a ganar control sobre sus destinos y jugar un papel activo en el porvenir humano. Una superación del etnocentrismo característico de la ciencia social clásica europea y norteamericana mediante la elaboración de una visión, en ese sentido, más realista del proceso histórico-social sería clave para entender cómo la obra de estos pensadores consigue ser importante en función del desarrollo e incremento de una consciencia de la propia singularidad histórico-cultural en Latinoamérica.
El problema del desarrollo de una conciencia de la singularidad histórica y cultural se ha planteado, sin embargo, en el ámbito latinoamericano, más con arreglo a la necesidad de emanciparse de unas formas impuestas de pensamiento y menos como un resultado que tiene en su base el incremento de la competencia para captar el mundo social en su propia lógica. Las lecturas que se hacen en esta compilación de diferentes obras y trayectorias intelectuales permiten, justamente, llamar la atención sobre este aspecto que tiende a perderse de vista cuando la crítica del “colonialismo intelectual” se lleva a cabo en el marco de una visión relativista del conocimiento que deja sin asidero la posibilidad de juzgarlo a propósito de una mayor o menor adecuación con un mundo que tiene su propia lógica. Los artículos compilados en este volumen toman distancia frente a una mirada que en correspondencia con su perspectiva relativista plantea el problema del desarrollo de la conciencia de la propia historicidad latinoamericana en el plano de la confrontación ideológica, de la lucha política y vislumbra la salida en el plano de la militancia intelectual o más recientemente en la resistencia epistemológica. Si los pensadores sociales latinoamericanos de la primera mitad del siglo XX consiguen producir un conocimiento relevante en el horizonte de la emancipación cultural, es en la medida en que, más allá de su convencimiento ideológico, del compromiso político o de la actitud militante más o menos marcada en sus trayectorias vitales, comparten un ámbito intelectual, en cuyo seno participan del proceso creativo y tienen acceso a un caudal de ideas y miradas que les permite avanzar en línea de un aumento de la competencia para captar la lógica procesual-constructiva del ser humano.
De acuerdo con este planteamiento, lo crucial sería la posibilidad de subrayar el hecho de que el proceso, a través del cual se va elaborando socialmente una comprensión más fundamentada y realista de la propia especificidad histórica y del valor cultural, muestra en su decurso una estrecha relación, una interdependencia, con el incremento (o decremento) de la capacidad para entender la lógica intrínseca del proceso humano-social. La forma y la dinámica concreta de esta relación en el curso del proceso social latinoamericano sería, en esta ruta, el problema sociológico a considerar; en los trabajos aquí realizados apenas si podrían encontrarse algunas pistas de la existencia de esa conexión. Con todo, el problema de la emancipación cultural se ve de un modo diferente si se reconoce su inscripción en el proceso de desarrollo cognitivo de los seres humanos en el largo plazo. Desde este modo de entender, la clave para la producción de una ciencia propia no estaría en la apuesta por un particularismo científico o epistemológico, o en la búsqueda de una ciencia o una razón latinoamericanas, sino en el desarrollo de la competencia para pensarnos en la lógica de la constructividad humana. Si se reconoce la ciencia social moderna como una actitud mental ligada históricamente en su desarrollo al incremento de la consciencia de esa constructividad, más allá de un legado occidentalizante constituye la expresión histórica de un proceso humano abierto de cuyo desarrollo el pensamiento y la ciencia social elaborada en el subcontinente han sido y son parte constitutiva.
Wilson Lara Bernal
Julián Ramírez Daza
Referencias
Jaramillo, J. y Osorio, D. (2011). Gino Germani y la historia de la sociología en Argentina. Entrevista al sociólogo Alejandro Blanco. Revista Colombiana de Sociología, 34 (2), 155-165.
Weinberg, L. (coord.) (2010). Estrategias del pensar. Ensayo y prosa de ideas en América Latina, siglo XX. México: Universidad Nacional Autónoma de México.
El Ariel de Rodó, el esbozo de un proyecto para el “crecimiento de la conciencia social”
Samuel Vanegas Mahecha
Pontificia Universidad Javeriana
Para la sociología, tal como la conocemos hoy, la década de 1940 provoca una división de aguas que consagró el canon clásico sobre el cual se establecieron los límites de lo que debía ser la disciplina. Si bien es cierto que la historia del análisis sociológico se puede remontar hasta la protosociología de los pensadores de la Ilustración, es con los balances de la década de 1930 —el más conocido y de más impacto es el de Parsons en 1937— que se empezará a establecer de manera organizada cuál es el corpus de la sociología (Turner, 1989).
Que la sociología en ninguna parte del mundo fuera una disciplina establecida antes de la década de 1940 es algo que se olvida cuando se hacen las reconstrucciones de la sociología en América Latina (Blanco, 2006). Todos los balances se hacen acerca de lo que se produjo en la región hasta la primera mitad del siglo XX,
[…] la época en que los abogados, los filósofos, los historiadores y hasta los médicos se convierten en profesores y especialistas en la naciente especialidad, ya fuera por vocación, por perentorias necesidades de trabajo o por la búsqueda de prestigio para sus aspiraciones políticas o el desempeño de cargos públicos. Un escenario en que la improvisación cubrió con derroche de imaginación y talento la falta de capacitación profesional existente, lo que no estuvo exento de severas e injustas críticas. (Herrera, 2006, p. 18)
Las “severas e injustas” críticas a las que se refiere Herrera se deben, en lo fundamental, a Gino Germani, quien para afirmar su obra hizo algo muy propio de la tradición latinoamericana: enterrar con una descalificación todo lo que se había producido hasta ese momento. Germani sepultó para el análisis sociológico el pensamiento social y sociológico de la primera mitad del siglo XX, bajo el rótulo de pensamiento especulativo. Este hecho ha sido muy poco cuestionado por las distintas corrientes que han guiado los derroteros de la sociología en América Latina. A través de una reflexión del Ariel, de Rodó, en este artículo se quiere ir a los años previos a la década de 1950, con el propósito de iniciar una exploración de los análisis realizados por pensadores sociales latinoamericanos de comienzos del siglo XX; olvidados por la tradición sociológica de la región, no por su incapacidad para decir algo sobre la realidad social, sino por una sociología profesional que, con la pretensión de ser “ciencia universal”, hizo tabula rasa del aprendizaje social de la región.
El conocimiento sobre lo social en América Latina, durante las cuatro primeras décadas del siglo XX, estuvo bajo el signo de un ideario latinoamericanista que permeó toda la producción intelectual a lo largo y ancho de la región. Este ideario ha sido explorado de distintas maneras, sin embargo, todas tienden a reconocer el impacto que tuvo en su desarrollo el pequeño opúsculo Ariel, que el joven ensayista uruguayo José Enrique Rodó publicó por su cuenta en 1900. Según Carlos Altamirano, el Ariel quizá ha sido la única obra en la historia intelectual latinoamericana en alcanzar el rango de “simbolizador privilegiado” de la intelectualidad de la región (Altamirano, 2010). Al poco tiempo de estar en circulación, la obra empezó a generar impacto, sobre todo entre jóvenes intelectuales, hasta llegar a desencadenar una especie de actitud ante la existencia recogida bajo la designación arielismo:
Cierta orientación del espíritu de esos años: una actitud, también denominada idealista, de descontento frente a la unilateralidad cientificista y utilitaria de la civilización moderna, la reivindicación de la identidad latina de la cultura de las sociedades hispanoamericanas, frente a la América anglosajona, y el rechazo de la nordomanía. (Altamirano, 2010, p. 10)
Como ideas movilizadoras para la intelectualidad de las primeras décadas del siglo XX, lo señalado por Altamirano resume muy bien el ideario latinoamericanista orientador de los pensadores latinoamericanos hasta la segunda mitad de la década de 1940, cuando emergieron las visiones modernizantes del proceso social en la región. Sin tener como centro la proclama que quiso transmitir Rodó, y por la cual generó el impacto ideológico que tuvo, en el presente artículo se propone observar a través del Ariel cómo el pensamiento latinoamericano hizo un balance de la primera oleada de modernización que había dejado instalados los países de la región en los mercados internacionales. La hipótesis sostenida es que en la obra del ensayista uruguayo es posible leer los trazos de problemas sociológicos importantes, que, como principios generales, fueron recogidos por algunos pensadores de la región en las primeras cuatro décadas del siglo XX. Se dejarán planteados estos problemas y apenas enunciado cómo se recogieron por parte de tres pensadores: José Carlos Mariátegui, Gilberto Freyre y Fernando Ortiz.1
El problema sociológico que aparece esbozado en el Ariel, de Rodó, apenas delineado en unos trazos muy generales, es el de la concepción de lo humano como proceso de construcción a largo plazo, que tiene como punto de inflexión el incremento de la conciencia de esa constructividad. La prolífica crítica sobre la obra del ensayista uruguayo ha encontrado en sus argumentos planteamientos afines con diversos autores que han venido después de él, influencias de autores que leyó, expresiones de la élite blanca, de la burguesía en ascenso, de aires aristocratizantes y, en fin, todo lo que se asocia a un miembro de la ciudad letrada. Aunque estas rutas han generado planteamientos interesantes, en este escrito se ha querido tomar el Ariel como un documento que recoge las elaboraciones intelectuales, no la simple expresión como se ampliará más adelante, sobre la transformación socioproductiva operada por la vinculación a los mercados internacionales como productores de materias primas de los países latinoamericanos. Tomar como documento el texto del ensayista uruguayo significa que su autor no será tenido en cuenta como una totalidad consciente2 que plasmó su pensamiento en su obra, sino que el texto será entendido como el resultado del entretejido en que se desenvolvió Rodó y, por tanto, es una ventana a través de la cual se pueden descifrar problemas que preocupaban a los latinoamericanos de su momento. Los autores que leyó, los intereses sociales y políticos que representa como individuo, las intenciones que tuvo el autor y la recepción e influencia sobre otros autores cuentan a la hora de situar a Rodó como miembro de la ciudad letrada, pero de poco sirven a la hora de entender las visiones del mundo elaboradas en la región que han contribuido a acelerar o retardar el inevitable cambio social en el que toda sociedad humana discurre.3
El Ariel, como cualquier producción de conocimiento, está necesariamente relacionado con el momento sociohistórico en el que se produce. El problema por indagar es la forma en que se relacionan, las vías y mecanismos a través de los cuales es posible comprender y explicar que una obra literaria, un ensayo, una obra de arte o una teoría científica están imbricados en el entramado social de un espacio sociogeográfico delimitado en un tiempo determinado. Desde una perspectiva sociológica, una pista que se ha tendido a seguir es la reconstrucción de las redes en las cuales se desenvolvió el autor o el creador con el supuesto de que no existe el genio individual aislado, sino que el conocimiento producido tiene que ser visto como producto de una red de interacciones. Así, los problemas abordados y la forma en la que son planteados y desarrollados por cada obra producida deben ser entendidos como el resultado de una red de personas que están enlazadas no tan solo como productores culturales, sino también como individuos en sus dimensiones políticas y afectivas.4 Otra pista que se ha seguido tiene su origen en la noción de campo de Pierre Bourdieu, desde esta mirada se ha preguntado por el momento en que las formas de producción cultural —arte, literatura, ciencia— se constituyen como campos autónomos de producción. A quienes han tomado esta ruta les ha permitido entender cuáles son las disputas que constituyen la “materia prima” que elaboran los productores culturales y, por esa vía, establecer la relación que existe entre su producción y la posición que ocupan dentro del campo en el que se desempeñan.5
Para el análisis del Ariel, se ha querido tomar una ruta diferente de las esbozadas en el párrafo anterior. A lo largo del proceso social, no solo en América Latina, sino en todas las culturas humanas, es posible constatar que los seres humanos que, en determinado momento histórico y espacial, comparten una figuración social, también comparten elementos básicos de visión del mundo que hace posible encuadrar aquello que es fundamental para su existencia social.
Autores de distinta inspiración teórica, como Reinhart Koselleck y Günter Dux, han indicado, de dos formas diferentes, que, si bien el pensamiento está situado espacial, social y temporalmente, no significa que se pueda reducir su producción a un reflejo determinado por las circunstancias en las que se genera. Koselleck, por ejemplo, mostró cómo la idea del futuro, es decir, de un tiempo lineal y no cíclico, no fue un simple desarrollo de la Ilustración, sino que se gestó en la confluencia de visiones e intereses de personas y grupos que en su momento podrían tenerse por contradictorias: Iglesia defensora de la idea del tiempo como circularidad, astrólogos, filósofos ilustrados y el naciente Estado absolutista (Koselleck, 1993). Por su parte, Dux ha dejado establecido que el pensamiento se construye como un proceso histórico y se desarrolla de acuerdo con su propia lógica en relación con las demandas del mundo natural y social. Aunque los intereses de clase o de grupos particulares, incluidos los intelectuales, están presentes en la producción y circulación de pensamiento, su generación solo es posible si hay unos mínimos compartidos por parte de quienes se disputan su hegemonía o la imponen. Históricamente, los mínimos hacen referencia al proceso de construcción de las estructuras cognitivas que hacen posible la generación de pensamiento, y que se han movido desde una “lógica subjetivista”, que concibe el mundo, natural y humano, como simple proyección de una voluntad consciente, hacia una “lógica procesual”, que busca entender el proceso evolutivo, para el mundo natural, y el proceso histórico, para el mundo humano, como el desenvolvimiento de fuerzas ciegas que no obedecen a un plan preestablecido por alguna voluntad. El paso de una “lógica subjetivista” a una “lógica procesual” no se explica por el simple despliegue de intereses de un grupo social en particular, la gestación de la idea del tiempo como futuro, por ejemplo, no se debió al plan de algún grupo social en especial, pero tampoco el decurso que ha tomado después, porque, como se sabe, el futuro ha estado en la base de proyectos de la más diversa índole ideológica en las sociedades contemporáneas. El tránsito de una lógica a la otra se explica en virtud del cambio de las estructuras cognitivas que ya ha sido ampliamente documentado tanto en su dimensión filogenética, como proceso histórico, como en su dimensión ontogenética, como proceso de cada ser humano.6
De lo planteado en el párrafo anterior, se derivan dos consecuencias importantes: por un lado, sin negar las diferencias entre los distintos grupos sociales que se disputan o buscan imponer el pensamiento que más se adecúa a sus intereses, es posible “ir detrás” de lo formulado, implícita o explícitamente, a partir de ellos; por otro lado, lo que hace posible “ir detrás” de los intereses es la constatación de que la lógica que soporta la generación de pensamiento es resultado de una construcción histórica que obedece a un proceso que no se configura al calor de la disputa por los intereses políticos y económicos. Ahora bien, decir que el desarrollo de la lógica que soporta la generación de pensamiento no está determinado por los intereses políticos y económicos no significa que estos no tengan nada que ver con su desenvolvimiento. La relación entre el desenvolvimiento de los intereses políticos y económicos y la producción de pensamiento ha sido documentada por la tradición sociológica desde los clásicos planteamientos de Marx y Engels. Sin embargo, como lo señaló Elias, desde el punto en que estos dos autores lo dejaron, en sentido estricto, no se ha tenido un real avance. En términos generales, el debate sigue partiendo del supuesto de que los intereses materiales en cualquiera de sus expresiones, sociales, políticas o económicas, serían los que explicarían el pensamiento. Scheler, Mannheim, Merton y el Programa Fuerte de la Sociología del Conocimiento, y las corrientes a las que da origen, son variantes de este planteamiento inicial. Elias escoge una ruta diferente y muestra que Marx y Engels vislumbraron que la esfera de la conciencia7 tenía autonomía y no era un simple reflejo de la esfera de lo económico. Asimismo, y esto es lo más importante, Elias indica que si Marx y Engels hicieron hincapié en la esfera de lo económico no era porque lo consideraran determinante de la conciencia, sino porque el conocimiento que existía en su momento sobre lo “material” brindaba la posibilidad de entender la regularidad que tiene su desenvolvimiento. No ocurría lo mismo con el estado del conocimiento de cómo se desenvolvía históricamente la conciencia, apenas se intuía su existencia como una esfera que también tiene regularidades en su desarrollo. El estado en que se encontraba el conocimiento de una y otra esfera es lo que explica para Elias la cambiante relación de determinación entre la conciencia y lo económico que se puede encontrar en algunos pasajes de obras de Marx y Engels (Elias, 2009).
Para Elias, el avance respecto del punto en que Marx y Engels dejaron la discusión requiere, antes que nada, entender cómo la conciencia tiene regularidades en su desarrollo que no pueden ser reducidas a las presentadas en la esfera de los intereses (económicos, políticos, sociales). En este sentido, consideró Elias que su propio trabajo contribuía a este avance en la medida en que mostró que existía un proceso de desarrollo de las estructuras emotivas y que era posible seguirlo en su propia lógica sin tener que reducirlo a ninguna esfera en particular. Por su parte, Günter Dux ha indicado que la relación entre los intereses y el pensamiento se puede entender históricamente como resultado del incremento de la reflexividad del ser humano sobre los medios disponibles para su supervivencia. Es posible constatar que el incremento de la densidad de las interdependencias entre los seres humanos lleva a que las posibilidades de generar los medios de supervivencia dependan más de las formas de organización social que se van configurando y menos del medio físico. En las sociedades primigenias, aquellas que están expuestas directamente a los medios físicos de supervivencia, la presión por generar elaboraciones sobre la situación humana proviene principalmente de la “naturaleza no humana”; en las sociedades contemporáneas la presión proviene, en lo fundamental, de la organización social. La organización social de los “intereses materiales” opera como condición de posibilidad para la producción de conocimiento, no como determinante; en este sentido, el incremento de la reflexividad en las sociedades modernas es la respuesta a una compleja construcción social que ha ampliado la cadena de mediaciones entre los seres humanos y entre ellos y la naturaleza. La reflexividad no necesariamente se da hacia una conciencia de la propia constructividad del ser humano; esto es, la ampliación del rango de distanciamiento para entender que en las sociedades contemporáneas el bienestar o el malestar depende, en buena medida, de lo que los seres humanos mismos han creado. No existe una relación de determinación entre el incremento de la constructividad humana, mayor complejidad de la organización social y la conciencia de esa constructividad, comprensión que conduce a entender que, en las sociedades contemporáneas, los males y bienes provienen de la organización social que se ha construido. Luego de esta sucinta reflexión sobre la relación entre los intereses materiales y la conciencia, se puede volver a la situación latinoamericana de finales del siglo XIX, escenario en el que se produjo el Ariel, de Rodó.
Al detenerse en las reconstrucciones sobre lo ocurrido en América Latina hacia el final del siglo XIX y comienzos del XX, se evidencia una región en la que la gran mayoría de los países “habían encontrado” uno o dos productos, con bajos niveles de trabajo incorporado, que ingleses, franceses y alemanes, principalmente, empezaron a comprar con regularidad. Se operó de esta manera la vinculación de las sociedades latinoamericanas al capitalismo internacional, de la mano de las élites instaladas en el poder luego de las luchas más o menos violentas, dependiendo de cada país, del periodo posindependencia. Por supuesto, la movilización de productos para venderles a los europeos también era la de personas, de dispositivos de poder, de “naturaleza no humana”, de símbolos y, en general, de todos los recursos de organización social con los que se contaba. Si bien es cierto que esta movilización no tuvo un impacto uniforme a lo largo y ancho de la estructura social de los países latinoamericanos, sí implicó la transformación de las formas organizativas heredadas de la Colonia. La vinculación como vendedores de productos con bajo trabajo incorporado configuró el take off del capitalismo de los países latinoamericanos y marcó el derrotero dependiente que ha sido ampliamente documentado por la historiografía y las ciencias sociales latinoamericanas. El resultado de las transformaciones operadas en la organización social de América Latina hacia el final del siglo XIX y comienzos del XX puede ser sintetizado, utilizando el sentido y la expresión acuñada por Tulio Halperin Dongui, como la “madurez del pacto neocolonial” (Halperin, 2005), lo cual significa, en otros términos, que los intereses económicos, políticos y sociales jalonados por las élites latinoamericanas configuraron una forma dependiente del desarrollo del capitalismo en estos países que terminaron por constituir un “capitalismo a la latinoamericana”.
La forma como despegó el capitalismo en América Latina y la consecuente configuración socioproductiva y política constituyeron el desafío al cual se enfrentó el pensamiento latinoamericano de comienzos del siglo XX. Así como la organización social generada tenía un “sello latinoamericano” y no fue el traslado de la forma organizativa del capitalismo europeo a la región, también la respuesta dada por quienes se ocuparon de hacer la reflexión sobre ella produjo un pensamiento que no fue simple réplica del europeo. Sin embargo, hasta su carácter de no réplica llega la semejanza, porque en la esfera del pensamiento hubo, por lo menos, el intento de hacer una elaboración de lo ocurrido respecto de ser una región enfrentada a dar cuenta de sí misma. Por esta vía se puede empezar a entender cómo al final del siglo XIX surge desde la región un movimiento como el modernismo que tuvo reconocimiento más allá de las fronteras regionales. Los intelectuales latinoamericanos de la primera mitad del siglo XX desarrollaron su obra en medio de unas sociedades, cuyas élites se vieron abocadas a un balance de las transformaciones socioproductivas y políticas que habían realizado por su cuenta, pero en estrecha dependencia con los parámetros europeos. Si, como ha indicado Leopoldo Zea, el positivismo fue el instrumento del cual se valieron las élites de final del siglo XIX para adelantar su proyecto modernizador, el americanismo fue la “forma de pensamiento” de la cual intentaron “echar mano” para tomar las riendas de las sociedades latinoamericanas. En este sentido, el Ariel, de Rodó, es una especie de boceto del americanismo en el que quedaron expuestas ideas que por el momento histórico terminaron teniendo “aire de familia”, con pensares y sentires que recorrían la región en la primera mitad del siglo XX y que fueron la materia prima para las elaboraciones intelectuales del periodo.
Bolívar, en la Carta de Jamaica, “echando una ojeada al pasado” para “presentir la suerte futura del Nuevo Mundo”, dejó planteado un problema sobre el cual ha vuelto una y otra vez el pensamiento social latinoamericano. Se preguntaba cuál era el camino que había que tomar en una región donde sus habitantes no eran ni europeos, ni africanos, ni indígenas, y llegaba a la conclusión: “Es imposible asignar con propiedad a qué familia humana pertenecemos” (Bolívar, 2009, p. 129). Dejó así planteado el interrogante ¿quiénes somos?, del que se va a ocupar el pensamiento social latinoamericano con más intensidad durante periodos en que la región se ha replegado sobre sí misma, en respuesta al agotamiento de oleadas de modernización.
De acuerdo con el filósofo y ensayista chileno Eduardo Devés Valdés, históricamente el pensamiento social latinoamericano se ha movido a través de oleadas en las que en unos momentos predomina lo que él llama lo identitario, y en otros lo modernizador. Para el pensador chileno, en los periodos en los que es prevalente lo identitario, el pensamiento producido se caracteriza por la reivindicación y defensa de lo americano, de lo latino, de lo indígena, de lo propio; la valoración de lo cultural, lo artístico, lo humanista en desmedro de lo tecnológico (sea por olvido o por desprecio); el no intervencionismo de los países más desarrollados en América Latina, la reivindicación de la “independencia” y de la “liberación”; la acentuación de la justicia, de la igualdad, de la libertad; la reivindicación de una manera peculiar de ser, distinta de la de los países más desarrollados, en la cultura y en el tiempo propios; el énfasis en el encuentro consigo mismo, con el país, con el continente (Devés, 2001). Los ciclos modernizadores, por el contrario, predominan: el afán de seguir el ejemplo de los países más desarrollados, acentuación de lo tecnológico y lo mecánico en desmedro de lo cultural, lo artístico y lo humanista; la convicción de que son los países más desarrollados o sus habitantes quienes pueden en mejor forma promover la modernización de nuestros países y, por ello, se propician formas de intervencionismo o de radicación de ciudadanos de dichos países para que importen con ellos sus pautas culturales; el énfasis en ponerse al día y la apertura al mundo; el desprecio de lo popular, lo indígena, lo latino, lo hispánico, lo latinoamericano; y el énfasis en la eficiencia, la productividad, en desmedro de la justicia y la igualdad (Devés, 2001).
Para Devés Valdés, el Ariel, de Rodó, es la ruptura del periodo modernizador de final del siglo XIX, cuya expresión fue el positivismo, e inicio de un ciclo identitario que predomina entre 1910 y 1940. En principio, se puede estar de acuerdo con Devés en que la obra del ensayista uruguayo significa un cambio de rumbo en el pensamiento social latinoamericano y la inauguración de una etapa, en la que se va a expresar lo que por el momento se pueden llamar reivindicaciones identitarias. Sin embargo, en el Ariel “la reivindicación y defensa de lo americano, de lo latino, de lo indígena, de lo propio” no se hace mediante la exaltación de una especificidad que se contraponga, bien a una pretensión de universalidad, proveniente de Europa o los Estados Unidos, bien a otras especificidades. En términos contemporáneos, no es una reivindicación de lo local como resistencia a imposiciones hegemónicas con pretensiones de universalidad.8