Kitabı oku: «Trayectorias y proyectos intelectuales», sayfa 3

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Desde su publicación, el Ariel ha sido tomado como una proclama que se introduce dentro de una genealogía intelectual a conveniencia de la interpretación que se haga del proceso social latinoamericano durante el siglo XX. Para quienes la influencia de los Estados Unidos, o como lo prefieren denominar: la dominación imperialista estadounidense, es uno de los ejes que explican la precaria situación de la inmensa mayoría de la población en América Latina, ven en la crítica de Rodó a la nordomanía un arquetipo de “un planteo antiyanqui” (Fernández Retamar, 2006). Aquellos que piensan que a finales del siglo XIX y comienzos del siglo XX hubo unos pensadores que tuvieron la capacidad de prefigurar la organización social latinoamericana del siglo XX tienen en el Ariel tal vez el principal modelo. Se ve en la obra de Rodó el discurso hegemónico de las élites latinoamericanas que contribuyeron a configurar una sociedad excluyente (Jáuregui, 2004).

En la comprensión de la figura misma del Ariel es donde se puede observar con más claridad la genealogía intelectual en la cual se ha incluido la obra de Rodó. En su ensayo, el pensador uruguayo utiliza las figuras shakesperianas de Próspero, Ariel y Calibán, personajes de La tempestad, para hacer su reflexión sobre el momento histórico. Próspero es el “viejo y venerado maestro” que diserta en la “sala amplia de estudio” frente a sus jóvenes discípulos, luego de un año de tareas, en presencia de un “bronce primoroso” del

Ariel, genio del aire, [que] representa, en el simbolismo de la obra de Shakespeare, la parte alada y noble del espíritu. Ariel es el imperio de la razón y el sentimiento sobre los bajos estímulos de la irracionalidad; es el entusiasmo generoso, el móvil alto y desinteresado en la acción, la espiritualidad de la cultura, la vivacidad y la gracia de la inteligencia, el término ideal a que asciende la selección humana, rectificando en el hombre superior los tenaces vestigios de Calibán, símbolo de sensualidad y de torpeza, con el cincel perseverante de la vida. (Rodó, 1993, p. 3)

En 1971, Roberto Fernández Retamar proclamaba: “Nuestro símbolo no es pues Ariel, como pensó Rodó, sino Calibán” (2006, p. 31). En la genealogía del ensayista cubano en la década de 1960, se da una inversión de la simbología y Calibán pasa a significar el otro, el que no encaja dentro de la tradición occidental, que es como se quiere pensar América Latina. Ariel pasa a representar el intelectual de cuño renacentista que se proclama desinteresado, pero que finalmente está al servicio del orden constituido y, por tanto, es esclavo. Para Fernández Retamar, la verdadera simbología queda organizada de la siguiente manera:

Asumir nuestra condición Calibán implica repensar nuestra historia desde el otro lado, desde el otro protagonista. El otro protagonista de La tempestad no es Ariel, sino Próspero. No hay verdadera polaridad Ariel-Calibán: ambos son siervos en manos de Próspero, el hechicero extranjero. Sólo que Calibán es el rudo e inconquistable dueño de la isla, mientras que Ariel, criatura aérea, aunque hijo también de la isla, es en ella […] el intelectual. (2006, p. 37)

El filósofo colombiano Rafael Gutiérrez Girardot considera que, salvo Pedro Henríquez Ureña, “no hubo un solo pensador hispanoamericano que desarrollara lo que sembró Rodó”9 (2006, p. 160). Las razones para Gutiérrez son fundamentalmente tres: primero, el dogmatismo del siglo XX, que enmascarado en una pretensión de transformación profunda no puede comprender un pensamiento que le apuesta a la comprensión de largo aliento; segundo, las apreciaciones de pensadores, como Rodó, “han sido víctimas de esa sorprendente inquisición moderna que reprocha al pasado (el modernismo, el positivismo) el no haber sido el futuro vago que ella preconiza y del que vive” (Gutiérrez Girardot, 2006, p. 139); y tercero,

cuando llegó la hora de la “normalización filosófica” (Francisco Romero) en Hispanoamérica, quienes la introdujeron no supieron fructificar lo propio con lo ajeno y controlar éste con aquél, de modo que la lección de Rodó y sus planteamientos intelectuales cayeron en el olvido o se los consideró como simple literatura. (2006, p. 160)

La mirada de Gutiérrez Girardot es sugerente, porque saca la obra de Rodó del foco de ser prefigurador del proceso social latinoamericano o de corrientes de pensamiento a lo largo del siglo XX y obliga a ubicar el Ariel en el entramado social de su momento histórico, para comprender cómo una obra, que tuvo un reconocido impacto en el pensamiento latinoamericano de la primera mitad del siglo pasado, es indicio de cuáles fueron los problemas elaborados como respuesta a los cambios sucedidos a causa del despegue del capitalismo en la región.

Se indicaba atrás que, en principio, hay similitud entre la “originalidad” del capitalismo latinoamericano y la respuesta elaborada por intelectuales latinoamericanos de final del siglo XIX. Tal vez la conexión entre la situación socioproductiva y política de la región y el pensamiento que se produjo sea las profundas contradicciones que encierra cada una de estas esferas. La vinculación a través de productos con baja cantidad de trabajo incorporado no conllevó una transformación radical de las estructuras de poder que posibilitara una amplia movilización social; o para decirlo en lenguaje clásico, el nacimiento del capitalismo en América Latina no estuvo acompañado de una revolución burguesa, sino que, en algunos países más que en otros, repotenció relaciones estamentales que generaron exclusión subordinada de amplias capas de población.10 Cuando se observa el Ariel, se podría llegar fácilmente a la conclusión de que es un simple reflejo de la situación socioproductiva y política esbozada para las sociedades latinoamericanas de comienzos del siglo pasado. Está escrito en el lenguaje finisecular latinoamericano que se expresa a través de figuras clásicas, sobre todo de tradición europea occidental, y tiene el “aire de familia” del pensamiento decadente que veía en las muchedumbres la amenaza de los “grandes valores” de la “humanidad”, que no había conseguido terminar de arrasar el utilitarismo engendrado por el capitalismo. Sin embargo, también se respira un optimismo por el futuro de América Latina, se confía en que la ciencia y la democracia permitirán a la región alcanzar el ideal del Ariel. Esta contradicción, lejos de ser un simple reflejo de las condiciones de su momento, es la expresión de los dilemas a los que se enfrentaba una región que no estaba pudiendo desplegar con la misma intensidad que Europa y los Estados Unidos las fuerzas que desencadenaron las transformaciones socioproductivas. Además, es la lectura de un momento del proceso histórico en el que en la misma Europa se sentía que el proyecto ilustrado tenía limitaciones que no le permitían cumplir las promesas de bienestar universal (Burrow, 2001). Asimismo, hacía parte de ese momento el ya evidente despliegue de la sociedad estadounidense como abanderada de la segunda revolución industrial, y que llevaría al espíritu del capitalismo a desprenderse definitivamente del aura religiosa que Weber analizaría en Ética protestante y espíritu del capitalismo, dejando al desnudo el espíritu utilitario.

Su carácter contradictorio no es posible reducirlo a un ideario de la naciente burguesía latinoamericana ni a las aspiraciones de un sector tradicionalista de las élites que se negaban a abandonar privilegios de filiación aristocrática. Antes, por el contrario, el Ariel puede ser tomado como una crítica a la burguesía en ascenso y a los sectores de las élites tradicionales, que no estaban siendo capaces de construir una nueva visión del mundo y se aferraban a un pasado que no tenía fundamento. A los primeros les critica su nordomanía y a los segundos, su restringida idea de democracia y su precaria comprensión de la ciencia.

A través del Ariel, Rodó realizó la lectura de su momento histórico; no es la simple añoranza romántica de un pasado que se está viendo amenazado por grupos, fuerzas o entelequias, pero tampoco es un programa de acción para algún grupo en especial. Es, más bien, el insumo, por negación, para construir su visión de una América Latina que diera un salto cualitativo e hiciera, así, su contribución al proceso de desarrollo de la humanidad. La lectura de Rodó es una excepción dentro de las principales corrientes de pensamiento en América Latina; para el pensador uruguayo la transformación del presente y la construcción del futuro no se hacía teniendo como modelo una sociedad realmente existente, ni en el pasado ni en el presente. Los cambios del presente y el futuro se hacían comprendiendo el pasado por parte de unos individuos no atados al accionar instrumental, sino dispuestos a desarrollar toda su humanidad. La búsqueda de Rodó era la construcción de una visión del mundo que superara la encrucijada en la que había caído el proyecto ilustrado europeo, cuya expresión deformada, pero con tendencia dominante, se estaba desarrollando en los Estados Unidos. Gutiérrez Girardot captó una buena parte de esta dimensión cuando, al ir finalizando su ensayo sobre Rodó, señala:

Su pasión americana no solamente “hispanoamericanizó” el modernismo, ni solamente lo culminó con su ensayo que equilibra la belleza con la moral y con el pensamiento, sino que señaló caminos concretos para llegar a la gran meta de la “Magna Patria”: el dominio de la ciencia mediante el pensamiento libre, la perfección moral de sí mismo, la esperanza y el amor. (Gutiérrez Girardot, 2006, p. 162)

En el momento histórico de Rodó no existía la “Magna Patria”, la ciencia marcaba el ritmo y, a su vez, se desarrollaba al compás de la “segunda revolución industrial”, cuya patria era el utilitarismo estadounidense. Patria de la que Weber, sin el optimismo de Rodó, diría cinco años después:

En el país donde tuvo mayor arraigo, los Estados Unidos de América del Norte, el afán de lucro, ya hoy exento de su sentido ético-religioso, propende a asociarse con pasiones puramente agonales, que muy a menudo le dan un carácter en todo semejante al de un deporte. Nadie sabe quién ocupará en el futuro la jaula de hierro, y si al término de ese monstruoso desarrollo surgirán nuevos profetas y se asistirá a un pujante renacimiento de antiguas ideas e ideales, o si por el contrario, lo envolverá toda una ola de petrificación mecanizada y una convulsa lucha de todos contra todos. En este caso, los “últimos hombres” de esta fase de la civilización podrán aplicarse esta frase: “Especialistas sin espíritu, gozadores sin corazón: estas nulidades se imaginan haber ascendido a una nueva fase de la humanidad jamás alcanzada anteriormente”. (2008, p. 287)11

Si bien el diagnóstico de Rodó había sido similar, la respuesta que dio no está dada desde la vieja Europa, sino desde la que él gustaba considerar joven América, y por eso destila optimismo al decir:

En tal sentido, se ha dicho bien que hay pesimismos que tienen la significación de un optimismo paradójico. Muy lejos de suponer la renuncia y la condenación de la existencia, ellos propagan, con su descontento de lo actual, la necesidad de renovarla. Lo que a la humanidad importa salvar contra toda negación pesimista, es, no tanto la idea de la relativa bondad de lo presente, sino la posibilidad de llegar a un término mejor por el desenvolvimiento de la vida, apresurado y orientado mediante el esfuerzo de los hombres. La fe en el porvenir, la confianza en la eficacia del esfuerzo humano, son el antecedente necesario de toda acción energética y de todo propósito fecundo. Tal es la razón por la que he querido comenzar encareciéndoos la inmortal excelencia de esa fe que, siendo en la juventud un instinto, no debe necesitar seros impuesta por ninguna enseñanza, puesto que la encontrareis indefectiblemente dejando actuar en el fondo de vuestro ser la sugestión divina de la Naturaleza. (1993, p. 9)

El optimismo paradójico del que habla Rodó es la mejor expresión de lo contradictorio que, en un primer momento, se puede encontrar en el pensamiento latinoamericano de final del siglo XIX y comienzos del XX.12 Sin embargo, en esa “contradicción” es donde radica la riqueza de la lectura del momento histórico que se puede observar a través de la obra de Rodó: no es la del decadentismo y el pesimismo europeo del momento, sino el esbozo de una potente creatividad que entiende que lo humano es resultado de un proceso de largo aliento y que no es posible atarse a un presente para medir lo que fue y lo que vendrá. Esta “visión a largo plazo” permite salirse de una búsqueda esencialista y no caer en el pesimismo del final de los días de Bolívar, cuando se preguntaba por quiénes somos, de los positivistas o de los frustrados modernizadores del siglo XX. No obstante, también da una salida para no desembocar en el optimismo ingenuo de quienes buscan en rasgos locales la fuente de salvación frente a una modernidad-modernización que se considera la fuente de todos los males.

En su visión a largo plazo, la que va a llevar a Rodó a la Antigüedad, no elige las sociedades europea o estadounidense como modelos, antes, por el contrario, las ve como estadios que hay que superar. Al igual que los pensadores del Renacimiento europeo, recurre a la Antigüedad griega para repensar el presente y el futuro. Este recurso podría ser interpretado como un dejo aristocratizante mediante el cual se deja traslucir una mirada conservadora de parte de alguien que se está dirigiendo a una élite. No obstante, si la explicación de este recurso se hace teniendo en cuenta cuál es el objetivo perseguido por Rodó, el sentido cambia radicalmente. De los griegos retoma lo que él considera el “florecimiento de la plenitud de nuestra naturaleza”, resultado de la “eterna juventud” griega. De esta plenitud “nacieron el arte, la filosofía, el pensamiento libre, la curiosidad de la investigación, la conciencia de la dignidad humana, todos esos estímulos de Dios que son aún nuestra inspiración y nuestro orgullo” (Rodó, 1993, p. 6). La “conciencia de la dignidad humana”, que es el rasgo que interesa destacar aquí del rescate que hace Rodó de la Grecia antigua, está relacionada a lo largo del Ariel con el papel activo del individuo en la construcción de sí mismo y, por tanto, de la sociedad.

De la Antigüedad griega retoma Rodó que el ser humano es sujeto activo de la construcción del mundo social. No la busca en el ideal ilustrado, porque considera que no se trata del simple uso de la razón, vacía de contenido, la que va a permitir dar el salto cualitativo que juzga se requiere para salir de la encrucijada a la que llegó la modernidad europea occidental. La razón ilustrada aparece vacía de contenido, porque hizo una escisión en el ser humano entre conciencia y obligación, que, a su vez, se tradujo en la separación de verdad, belleza y bondad. Para Rodó, esta separación está consagrada en el mismo Kant. Dice en un pasaje del Ariel:

Cuando la severidad estoica de Kant inspira, simbolizando el espíritu de ética, las austeras palabras “Dormía, y soñé que la vida era belleza; desperté, y advertí que ella es deber”, desconoce que, si el deber es la realidad suprema, en ella puede hallar realidad el objeto de su sueño, porque la conciencia del deber le dará, con la visión clara de lo bueno, la complacencia de lo hermoso. (1993, p. 18)

Ir a la Antigüedad no es un simple recurso de un escritor que ha sido calificado de “idealista”, por su crítica al utilitarismo del siglo XIX, sino que tiene todo el sentido de quien observa con claridad que, en la construcción del ser humano, han existido puntos de quiebre significativos que es necesario repensar para adquirir perspectiva frente a una construcción de futuro. La socióloga mexicana Laura Ibarra ha señalado cómo en la Grecia antigua “se adquiere la conciencia de que el orden en el mundo es un orden sobre el que se puede disponer” (2011, p. 172). La remontada más allá de la Ilustración le sirve para pensar no solo América Latina, sino repensar la misma tradición europea occidental. Un “individuo activo” en vez de un “individuo ilustrado” es lo que permite a Rodó concebir un proceso social abierto que se va configurando a la par que se van haciendo quienes lo conforman, y no un proceso con una razón ilustrada como meta predeterminada y que los individuos con valor deben alcanzar para llegar a la mayoría de edad, como en el ideal kantiano. En esta medida, ni Europa ni los Estados Unidos son puntos por alcanzar, a lo sumo como cualquier logro humano, referencias por las que hay que pasar para seguir de largo.

La idea de que del orden del mundo social se puede disponer en pleno sentido, y no en el restringido de la Ilustración que Rodó ve a través de Kant, es la que sustenta su concepción del papel activo del individuo en el proceso social y su recurso a la juventud como fundamento de transformación. Sobre la dedicatoria que tiene el Ariel, “A la juventud de América”, se pueden hacer distintas interpretaciones: que está dirigido a una generación en especial (Gutiérrez Girardot, 2006; Alvarado, 2003), que es el uso de un símbolo de una “renovación apocalíptica” al estilo de las que se dieron a lo largo del siglo XIX en Europa (Burrow, 2001). Sin embargo, en clave de entender el papel activo del individuo, un camino más adecuado es atenerse a la misma simbología de Rodó: “Yo os digo con Renán: ‘La juventud es el descubrimiento de un horizonte inmenso, que es la Vida’”.

A través de la figura de la juventud, como disposición frente a la vida, es que Rodó plantea que el individuo es sujeto activo en el proceso social. No hay en el Ariel “esencialismos”, el futuro es abierto a la construcción por parte de individuos que, si bien pueden estar atados a una tradición, no significa una determinación absoluta. En su pensamiento hay claridad sobre que en la sociedad humana no había una determinación ni intrínseca ni extrínseca, y, en este sentido, los cursos de acción no estaban predeterminados. En un pasaje del Ariel, se lee:

Sed, pues, conscientes poseedores de la fuerza bendita que lleváis dentro de vosotros mismos. No creáis, sin embargo, que ella esté exenta de malograrse y desvanecerse, como un impulso sin objeto, en la realidad. De la Naturaleza es la dádiva del precioso tesoro; pero es de las ideas, que él sea fecundo, o se prodigue vanamente, o fraccionando y disperso en las conciencias personales, no se manifieste en la vida de las sociedades humanas como fuerza bienhechora. (Rodó, 1993, p. 7)

A renglón seguido, recurriendo a la Antigüedad griega, se pregunta Rodó:

¿No nos será lícito, a lo menos, soñar con la aparición de generaciones humanas que devuelvan a la vida un sentimiento ideal, un grande entusiasmo; en las que sea un poder el sentimiento; en las que una vigorosa resurrección de las energías de la voluntad ahuyente, con heroico clamor, del fondo de las almas, todas las cobardías morales que se nutren a los pechos de la decepción y de la duda? ¿Será de nuevo la juventud una realidad de la vida colectiva, como lo es de la vida individual? (1993, p. 8)

El acento en el individuo no aparece en Rodó como simple ingenuidad voluntarista. La educación, espacio privilegiado para el ensayista uruguayo en la construcción del futuro, era necesario hacerla en relación con otros y en la confrontación permanente. “Ninguna firme educación de la inteligencia puede fundarse en el aislamiento candoroso o en la ignorancia voluntaria” (1993, p. 9). No se trata de individuos que mediante su acción prefiguren el mundo social futuro, sino del lento proceso de transformación que se opera a través de la educación. Por esto, el Próspero del Ariel hablando de la humanidad del futuro les dice a sus discípulos:

No seréis sus fundadores, quizá; seréis los precursores que inmediatamente la precedan. En las sanciones glorificadoras del futuro, hay también palmas para el recuerdo de los precursores. Edgar Quinet, que tan profundamente ha penetrado en las armonías de la historia y la naturaleza, observa que para preparar el advenimiento de un nuevo tipo humano, de una nueva unidad social, de una personificación nueva de la civilización, suele precederles de lejos un grupo disperso y prematuro, cuyo papel es análogo en la vida de las sociedades al de las especies proféticas de que a propósito de la evolución biológica habla Héer. El tipo nuevo empieza por significar, apenas, diferencias individuales y aisladas; los individualismos se organizan más tarde en “variedad”; y por último, la variedad encuentra para propagarse un medio que la favorece, y entonces ella asciende quizá al rango específico: entonces —digámoslo con las palabras de Quinet— el grupo se hace muchedumbre, y reina. (1993, p. 50)

Asimismo, para no generar la ilusión de que una acción bien intencionada de individuos genera de inmediato las transformaciones que se desean, Próspero les dice a sus discípulos:

Acaso sea atrevida y candorosa esperanza creer en un aceleramiento tan continuo y dichoso de la evolución, en una eficacia tal de vuestro esfuerzo, que baste el tiempo concedido a la duración de una generación humana para llevar en América las condiciones de la vida intelectual, desde la insipiencia en que las tenemos ahora, a la categoría de un verdadero interés social y a una cumbre que de veras domine. Pero, donde no cabe la transformación total, cabe el progreso; y aun cuando supierais que las primicias del suelo penosamente trabajado, no habrían de servirse en vuestra mesa jamás, ello sería, si sois generosos, si sois fuertes, un nuevo estímulo en la intimidad de vuestra conciencia. La obra mejor es la que se realiza sin las impaciencias del éxito inmediato; y el más glorioso esfuerzo es el que pone la esperanza más allá del horizonte visible; y la abnegación más pura es la que se niega en lo presente no ya la compensación del lauro y el honor ruidoso, sino aun la voluptuosidad moral que se solaza en la contemplación de la obra consumada y el término seguro. (1993, p. 52)

En conexión con el activo papel del individuo en el proceso social, está la crítica que hace Rodó del utilitarismo. En esta forma de ver y hacer el mundo, ve apenas un estadio en el curso de construir un ser humano apropiado de todo su ser, como era su utopía. La crítica de Rodó al utilitarismo no es la de cuño conservador que se hiciera, por ejemplo, en Colombia, en la que se lamentaba una reducción de lo humano a un sensualismo superficial y, ante todo, anticatólico (Parra, 2002). El utilitarismo en el Ariel es objeto de crítica, porque no le permite al ser humano desarrollar plenamente todas sus capacidades, lo limita a lo presente e inmediato y no le deja visualizar un futuro que no esté atado a la acción presente. Esta crítica la enlaza Rodó al propósito que para él debe tener la educación: no es la preparación para el presente, para las demandas del mercado se diría hoy, sino para el porvenir, es decir, para lo que está por construirse como superación del presente. La educación para el hoy está soportada en un concepto “falsísimo y vulgarizado” que

la imagina subordinada exclusivamente al fin utilitario, se empeña en mutilar, por medio de ese utilitarismo y de una especialización prematura, la integridad natural de los espíritus, y anhela proscribir de la enseñanza todo elemento desinteresado e ideal, no repara suficientemente en el peligro de preparar para el porvenir espíritus estrechos que, incapaces de considerar más que el único aspecto de la realidad con que estén inmediatamente en contacto, vivirán separados por helados desiertos de los espíritus que, dentro de la misma sociedad, se hayan adherido a otras manifestaciones de la vida. (Rodó, 1993, p. 11)

La queja contra el utilitarismo de la fragmentación del ser humano no estaba inspirada en una nostalgia por una totalidad perdida por culpa del desarrollo moderno. Antes, por el contrario, reconoce en el utilitarismo un paso adelante en el proceso humano, porque ha permitido el incremento del control de las fuerzas de la naturaleza, y que en un futuro puede ser posible reconciliar con la totalidad del ser humano. En palabras de Rodó:

La inculpación de utilitarismo estrecho que suele dirigirse al espíritu de nuestro siglo, en nombre del ideal, y con riesgos de anatema, se funda, en parte, sobre el desconocimiento de que sus tiránicos esfuerzos por la subordinación de las fuerzas de la naturaleza a la voluntad humana y por la extensión del bienestar material, son un trabajo necesario que preparará, como el laborioso enriquecimiento de una tierra agotada, la florescencia de idealismos futuros. La transitoria predominancia de esa función de utilidad que ha absorbido a la vida agitada y febril de estos cien años sus más potentes energías, explica, sin embargo, ya que no las justifique, muchas nostalgias dolorosas, muchos descontentos y agravios de la inteligencia, que se traducen, bien por una melancólica y exaltada idealización del pasado, bien por una desesperanza cruel del porvenir. Hay, por ello, un fecundísimo, un bienaventurado pensamiento, en el propósito de cierto grupo de pensadores de las últimas generaciones, entre los cuales sólo quiero citar una vez más la noble figura de Guyau, que han intentado sellar la reconciliación definitiva de las conquistas del siglo con la renovación de muchas viejas devociones humanas, y que han invertido de esa obra bendita estos tesoros de amor con genio. [El subrayado es mío] (1993, p. 23)

La superación del utilitarismo conduciría a un ser humano con capacidad de explorar todas las áreas se su propia construcción. En su tono de optimismo paradójico, por ser expresado a partir de la crítica a un momento que a la vez que se consideraba nefasto se tenía la esperanza que era la base de la futura sociedad, Rodó se expresa prácticamente en los mismos términos que usara medio siglo antes otro optimista paradójico. Dice Rodó:

Los unos seréis hombres de ciencia; los otros seréis hombres de arte; los otros hombres de acción. Pero por encima de los afectos que hayan de vincularos individualmente a distintas aplicaciones y distintos modos de la vida, debe velar, en lo íntimo de vuestra alma, la conciencia de la unidad fundamental de nuestra naturaleza, que exige que cada individuo humano sea, ante todo y sobre toda otra cosa, un ejemplar no mutilado de la humanidad, en el que ninguna noble facultad del espíritu quede obliterada y ningún alto interés de todos pierda su virtud comunicativa. Antes que las modificaciones de profesión y de cultura está el cumplimiento del destino común de los seres racionales. “Hay una profesión universal, que es la de hombre”, ha dicho admirablemente Guyau. Y Renán, recordando, a propósito de las civilizaciones desequilibradas y parciales, que el fin de la criatura humana no puede ser exclusivamente saber, ni sentir, ni imaginar, sino ser real y enteramente humana, define el ideal de perfección a que ella debe encaminar sus energías como la posibilidad de ofrecer en un tipo individual un cuadro abreviado de la especie. (1993, p. 10)

Marx, el otro optimista paradójico, dijo medio siglo antes en la Ideología alemana:

En efecto, a partir del momento en que comienza a dividirse el trabajo, cada cual se mueve en un determinado círculo exclusivo de actividades, que le es impuesto y del que no puede salirse; el hombre es cazador, pescador, pastor o crítico, y no tiene más remedio que seguirlo siendo, si no quiere verse privado de los medios de vida; al paso que en la sociedad comunista, donde cada individuo no tiene acotado un círculo exclusivo de actividades, sino que puede desarrollar sus aptitudes en la rama que mejor le parezca, la sociedad se encarga de regular la producción general, con lo que hace cabalmente posible que yo pueda dedicarme hoy a esto y mañana a aquello, que pueda por la mañana cazar, por la tarde pescar y por la noche apacentar el ganado, y después de comer, si me place, dedicarme a criticar, sin necesidad de ser exclusivamente cazador, pescador, pastor o crítico, según los casos. (1973, p. 34)

Para entender un poco más la visión que tenía Rodó sobre el utilitarismo, vale la pena detenerse un momento y hacer la comparación con las reflexiones citadas de Weber y Marx.13 En la cita de Weber, se evidencia cómo ante una misma situación —el utilitarismo de la sociedad estadounidense al desnudo— la elaboración de Rodó es totalmente diferente de la del sociólogo alemán. La cita de Marx, por lo contrario, muestra una afinidad entre Rodó y el pensador alemán. La comparación entre las dos citas y la elaboración de Rodó permite destacar tres aspectos importantes. Primero, la lectura hecha por Rodó de su momento histórico no es un simple reflejo de la situación material, sino la elaboración de un individuo que logra vislumbrar la constructividad del proceso social. La reflexión weberiana es fruto de su visión pesimista de la modernidad, que a su vez está arraigada en una concepción “ingenuamente evolutiva” del proceso social, muy en la tónica de final del siglo XIX europeo, que ubica en línea ineluctable de desenvolvimiento la sociedad estadounidense, concebida como extensión de la sociedad europea, como cabeza de la historia de la humanidad. Aunque Rodó también entiende la sociedad estadounidense como prolongación de la europea, se diferencia del planteamiento de Weber en el sentido de no concebir la ruta estadounidense como inevitable destino de la humanidad. Segundo, para Rodó el gran problema que se tenía en ese momento era la consagración del utilitarismo como principio absoluto de desarrollo, es decir, sin posibilidades de concebirlo como construcción humana y, por tanto, evitable. La amenaza que veía el pensador uruguayo en los Estados Unidos no era el poder que podía desplegar su organización social sobre América Latina, sino el espíritu utilitarista que la soportaba y ya había permeado, por lo menos, a las élites latinoamericanas.14 Tercero, la reflexión sobre el utilitarismo en América Latina que se puede leer en Rodó constituyó, al igual que la europea, un balance de lo ocurrido con el desarrollo del capitalismo como forma de organización social. El optimismo paradójico que emparenta a Rodó con Marx tiene su base en que en los dos hay una concepción a largo plazo del proceso social que les permite entender el presente como un momento del desarrollo histórico, así como una visión del ser humano como productor de sí mismo; aunque el pensador uruguayo es más consecuente con su concepción de proceso en la medida en que el futuro lo entiende abierto y no predeterminado por ningún sujeto individual o colectivo.

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