Kitabı oku: «Nelson Mandela», sayfa 2
I
Nosekeni Fanny
(1918-1941)
Mandela tuvo su primer traje a los siete años. En realidad, no fue un traje, sino un pantalón de su padre que su propio progenitor recortó por las rodillas y ató a su cintura con un cordel para que no se le cayera. El tajo que el padre ejecutó sobre la prenda acertó con el largo, lo justo para cubrir las todavía enclenques piernas de Rolihlahla. Para el ancho tuvo que tirar del rudimentario cinturón. Todo ello ocurrió la víspera de su primer día de colegio. Todo ello ocurrió 24 horas antes de que comenzaran a llamarle Nelson.
Su padre ingenió aquella solución de compromiso porque no concebía que su hijo acudiera a la escuela como si fuera un desarrapado. Faltaba mucho por llover para que vistiera su primer traje, que tuvo también una percha académica, su ingreso en la Universidad de Fort Hare.
Mandela no nació como Nelson. Aquel fue el nombre que le asignaron en el colegio, el día que estrenó aquel improvisado atuendo confeccionado a base de tijeretazos. El pequeño Mandela vino al mundo en la localidad de Mvezo con el nombre de Rolihlahla el 18 de julio de 1918, hijo de Nosekeni Fanny y Nkosi Mphakanyiswa Gadla Mandela. Era jueves.
Mvezo, un pequeño pueblo donde cambiaban más las personas que las cosas, estaba en el Transkei, un sitio demasiado alejado de cualquier lugar con cierto renombre en la Sudáfrica de aquel tiempo: 1.200 kilómetros le separaban, por el este, de Ciudad del Cabo. La distancia con Johannesburgo también era sideral: cerca de 900 kilómetros al sur. El Transkei, en el sudeste sudafricano, era una de las mayores divisiones administrativas del país. El pueblo thembu, al que pertenecía Mandela, formaba parte de la nación xhosa. Cada pueblo y cada ciudadano xhosa estaban enraizados, asimismo, en un clan. En el caso de Mandela, descendía del clan Madiba, un jefe thembu que vivió en el Transkei dos siglos antes del nacimiento del futuro presidente de Sudáfrica. Así, Madiba, el sobrenombre cariñoso con el que también fue conocido era, en realidad, una herencia recibida. Le llamaban como hacían con uno de sus ancestros en el siglo XVIII. Aunque miembro de la casa real por la rama paterna de la familia, Rolihlahla no se encontraba en la línea sucesoria de la corona. Su participación en aquella dinastía, de no haberse cruzado por el camino la lucha contra el apartheid, se habría circunscrito a la del equipo de consejeros de aquellos que debían regir los designios de la comunidad.
El Transkei. La tierra donde vivían unos tres millones de xhosas. La tierra de los thembus, un pueblo heroico con un gran sentido de la justicia, una carga genética que pasaba de generación en generación. Eran la tierra y la familia de aquel niño que vino al mundo cuando la simiente del apartheid ya estaba sembrada. En la segunda década del siglo XX, en Sudáfrica ya regía la Ley de tierras, suscrita en 1913, que concedía el 87% del territorio a los blancos, y dejaba para los negros y para el resto de minorías el 13% restante. Con alguna variación, esos porcentajes se invertían para hablar de la población. Poco más del 10% de los sudafricanos eran blancos, y el 90% restante se dividía entre la mayoría negra y las comunidades india y mestiza. En el Transkei la población negra no era ni siquiera propietaria del terreno que pisaba y sobre el que vivía. Eran inquilinos en sus tierras ancestrales.
Rolihlahla. Nelson. O Madiba. Aquel chico, otro más del fértil y oprimido Transkei, nació seis años después de que lo hiciera el partido que lideraría años después, el Congreso Nacional Africano (CNA). El año del nacimiento de Rolihlahla Mandela, el CNA, que durante años esgrimió una política poco impulsiva y de mucha mano izquierda, participó en la Conferencia de Paz de Versalles para defender los derechos de la población negra sudafricana. El día de su nacimiento, el 18 de julio de 1918, Mandela se unió a una causa ya existente, la de la lucha contra una forma de discriminación que, años más tarde, sería conocida en el mundo entero como apartheid.
El pequeño Rolihlahla fue el único hijo varón del matrimonio formado por Nkosi Mphakanyiswa Gadla Mandela y Nosekeni Fanny, la tercera de las cuatro mujeres que tenía Nkosi y a las que visitaba esporádicamente, una vez al mes, semana arriba o abajo. Cada una tenía su propio kraal, una especie de granja donde practicaban una economía de subsistencia para ellas y para los hijos que iban teniendo con Nkosi.
A pesar de las necesidades económicas que precisaba la manutención de cuatro esposas y trece hijos, Nkosi mantenía cierto estatus, ya que era el máximo responsable de Mvezo. Sin embargo, una disputa por cuestiones de ganado enfrentó al padre de Mandela con la administración colonial inglesa, lo que provocó su inmediata destitución y la pérdida de la jefatura de la familia Mandela. «Mi padre –recordaría años más tarde el propio Nelson– que era un noble adinerado según los baremos de la época, perdió tanto su fortuna como su título. Le fueron arrebatadas la mayor parte de su rebaño y de sus tierras, y perdió los ingresos que de ellas obtenía. Debido a nuestra difícil situación económica, mi madre se mudó a Qunu, una aldea algo más grande que había al norte de Mvezo, donde gozaría del apoyo de amigos y parientes. En Qunu no vivíamos tan bien, pero fue en aquella aldea cerca de Umtata donde pasé los años más felices de mi infancia»1.
Qunu era un lugar casi fantasmal. Sin estadísticas ni censos de los que fiarse, aquella pequeña aldea a la que se tuvo que trasladar Nosekeni Fanny con Rolihlahla no tenía más de 200 o 300 habitantes. En realidad, para ser más precisos, habría que decir que en Qunu no vivían más de 200 o 300 mujeres y niños. Aquello parecía un enclave de viudas y huérfanos, a pesar de lo cual en la memoria de Mandela no había ni atisbo de rencor o pena. El traslado le trajo nuevos amigos, con los que cuidaba del ganado y disfrutaba del paisaje único de la sabana. A pesar de las apreturas económicas, Qunu le permitió crecer en un ambiente idílico para un niño. Mientras, la mayoría de los hombres de aquel lugar, emigrantes forzosos en busca de trabajo y de salario, pasaban largas temporadas en las ya famosas minas de oro sudafricanas.
Las viviendas en aquella aldea eran simples cabañas construidas en barro. Como suelo, los vecinos utilizaban el barro de los termiteros. Nosekeni Fanny tenía tres de estas chozas. Utilizaba una de ellas como cocina, otra como dormitorio y la última como despensa.
Lejos de Qunu se seguía escribiendo la historia de Sudáfrica, la historia de la discriminación. En 1923 se aprobó la Ley de áreas urbanas, a través de la cual se promovía la creación de suburbios alrededor de las grandes ciudades, los llamados townships. Estos asentamientos pretendían nutrir de mano de obra negra y barata a partes iguales a las florecientes industrias urbanas. Esto fue especialmente significativo en el entorno de Johannesburgo y de aquellos enclaves donde el oro manaba de entre la tierra con solo rascarla. La Ley, que tenía como principal objetivo que las explotaciones mineras no pararan ni un momento de destilar la riqueza del subsuelo, generó un movimiento migratorio protagonizado mayoritariamente por hombres. De todas partes fluyeron trabajadores en busca de un éxito y un salario que casi siempre se demostró exiguo.
La infancia del pequeño Rolihlahla, ajeno a la agonía por la pérdida de la estabilidad económica de su familia, la falta de infraestructuras e inconsciente de lo que significaba la ausencia de un colegio donde aprender los rudimentos de la lengua o las matemáticas, fue feliz. Aprendió lo que cualquier niño de aquella época y en aquel contexto. El ganado, cualquier árbol o un arroyo eran motivos para el juego y la ausencia de preocupaciones. Aprendió a montar a lomos de los terneros que pastaban por el entorno de las cabañas. Rolihlahla, junto al resto de niños de Qunu, jugaba al ndize, la versión xhosa del escondite y, de vuelta al hogar, era partícipe de la tradición oral de su pueblo. Su padre le emboscaba con historias de guerreros, de luchas, de las batallas que habían hecho grande y digno a aquel pueblo, mientras que su madre recitaba de memoria las fábulas xhosas, esas que habían pasado como el humo de padres a hijos. De hijos a nietos. De nietos a bisnietos. Y así desde el origen de los tiempos.
Entre la tradición y la influencia de los misioneros presentes en la zona, Nosekeni Fanny se convirtió al cristianismo e hizo que bautizaran al pequeño Mandela en la Iglesia metodista, conocida también como Iglesia wesleyana. Fue el paso previo a su matriculación en el colegio. Un amigo de Nosekeni, George Mbekela, le propuso que su hijo comenzara a estudiar. Aunque nadie de la familia había pisado nunca una escuela, los padres de Rolihlahla aceptaron de inmediato que se formara en aquella escuela metodista compuesta por una única clase bajo una cubierta a dos aguas. Mandela tenía siete años y, entonces sí, se produjo el episodio de su primer traje. Después de ajustar el largo de aquellos pantalones a base de tijera, su padre le pidió que se los pusiera. Mandela dejó atrás, para aquel día solemne, la tradicional túnica xhosa.
Su primer traje. Su primera escuela. Su primera profesora, la señorita Mdingane. El día del estreno la maestra rebautizó a aquellos chavales con nombres occidentales. Y a él le tocó Nelson.
A la par que el hijo de Nkosi y Nosekeni se formaba en materias desconocidas para la gran mayoría de los chavales de su entorno, el goteo del futuro apartheid iba calando el cuerpo legal del país como si fuera un orvallo silencioso y tenaz. En 1926 se aprobó la Ley de restricción por el color, que determinaba qué profesiones podían desempeñar los sudafricanos dependiendo de la tonalidad de su piel. Era evidente que los trabajos mejor cualificados y remunerados nunca estaban destinados a los sudafricanos negros. Ni a los mestizos. Ni a los indios. Un año más tarde, la que entró en vigor fue la Ley de administración de los nativos, por la que la Corona británica, y no los jefes tribales, se convertía en la autoridad suprema en todo el país. Era un proceso del que, por cuestiones obvias, el pequeño Nelson vivía completamente ajeno pero que, al final, determinaría buena parte de su vida.
El traslado a Qunu supuso una metamorfosis en muchos aspectos, pero en otros la vida continuó siendo la misma. Su padre visitaba a sus esposas e hijos por turnos.
Una noche, cuando Nelson tenía 9 años, se encontró a Nkosi tumbado en la cabaña. Tosía y tosía. Acostado, no hacía nada más que toser. Nosekeni y otra de las esposas de su padre, Nodaymani, cuidaron de él varios días y varias noches. Aquejado, aunque nunca diagnosticado, de una enfermedad pulmonar, el padre de Nelson murió como vivió, fumando. Todavía muy pequeño para asumir la magnitud de lo que se le escapaba entre los eternos cigarrillos, el pequeño Nelson sintió la orfandad como el náufrago la soledad del mar. Allí estaba él, solo frente a la inmensidad de la vida. En el momento de fallecer Nkosi, su descendencia era de trece hijos, nueve chicas y cuatro chicos, de los que Nelson era el más joven de los varones.
Después de unos días, su madre decidió enviarlo a Mqhekezeweni para ser criado por Jongintaba Dalindyebo, el rey de los thembus, que quería que Nelson fuera consejero de su hijo cuando este se convirtiera en rey. Justice, que así se llamaba el chaval, fue su mejor amigo de infancia y juventud. De algún modo, tanto Jongintaba como Justice asumieron el rol de la figura paterna que Nelson acababa de perder.
Sin padre, ahora le tocaba despedirse de su madre. Esta ni le besó, ni le aconsejó. Hablaron poco, como siempre. Más que por frialdad fue una opción de Nosekeni para que el hijo, de 9 años, no se sintiera desamparado. Solo le dijo «Sé fuerte, hijo mío»2.
Falta le iba a hacer a aquel niño, que pasaba de un rincón perdido del Transkei, Qunu, al centro de poder de los thembus. Todo era nuevo. La vida, pero también las aspiraciones. Con 9 años no era consciente de lo que quería para su futuro. Hasta ahora, los sueños personales no iban más allá de los juegos colectivos y las historias regaladas por sus progenitores. Todo un sistema de valores que podía entrar en crisis con el cambio de vida. No obstante, a pesar de la edad, también fue consciente de que aquella podía ser una puerta a oportunidades impensables hasta ese momento.
Su paso por la escuela metodista de la señorita Mdingane preludió el ingreso en otro colegio de la misión metodista de Mqhekezweni, situado junto al palacio del jefe thembu. Además de la lengua xhosa, Nelson Mandela comenzó a estudiar inglés, geografía e historia. Por aquel entonces, la historia que se impartía en las aulas estaba muy vinculada al pasado colonial de Sudáfrica. El nacimiento de la nación estaba fechado en 1652, cuando Jan van Riebeeck llegó al Cabo de Buena Esperanza. Solo la tradición oral, especialmente a través de Zwelibhangile Joyi, uno de los ancianos que frecuentaban la casa real de los thembus, le hizo conocer, con matices, los orígenes de su pueblo. Ahí, entre humos y humores, a la sombra de los libros y de las tradiciones, Nelson Mandela se abrió a la historia de su tierra. La versión oficial, la que se enseñaba en los colegios, estaba en tinta de color blanco.
Aunque Jongintaba Dalindyebo trataba a Nelson del mismo modo que a sus dos hijos, Justice y Nomafu, su vida no estaba exenta de responsabilidades adecuadas a su edad. Nelson ocupaba en la casa real una figura parecida a la de un recadero, aunque también realizaba otras labores que, de forma sorprendente, agradaban a un chico de pocos años. Entre estos trabajos estaba el de planchar los elegantes trajes que solía llevar el regente. Puede que aquí estuviera germinando la pasión por el bien vestir que acompañó años después, y hasta su fallecimiento, a Nelson Mandela. En poco tiempo pasó de cuidar rebaños a planchar trajes.
Estudio. Trabajo. Y vida religiosa. Desde el día de su bautismo, Mandela no había vuelto a pisar una iglesia. Ese absentismo duró hasta que llegó a Mqhekezweni. El regente, hombre riguroso con su fe, iba a la iglesia todas las semanas, y aquella cercanía con la comunidad metodista hizo que el ahijado de Jongintaba Dalindyebo pusiera en valor el trabajo que los misioneros estaban realizando en la zona. Funcionarios y agentes de policía, oficios por los que suspiraban los negros del Transkei, se formaban en la misión de Mqhekezweni.
Sin embargo, aquella proximidad con lo sagrado le llevó a recibir la primera y única paliza que le infligió el regente. Un domingo Nelson decidió, como cualquier chiquillo, sustituir el oficio religioso por una buena pelea con los chicos de un pueblo vecino. Cuando el regente y su esposa se enteraron, le propinaron un severo castigo que hizo entrar en razón a Nelson, para quien la fe pasó a ser insustituible..., al menos los domingos.
Aquellos escarceos con ambientes poco propicios para el estudio y el aprendizaje hicieron que Jongintaba Dalindyebo tomara ciertas precauciones. Lo hacía por el propio Nelson, pero también por su hijo Justice. Si el primero debía ser uno de los consejeros del futuro rey de los thembus, tenía que preocuparse de que aquel no se deslizara por la pendiente equivocada, por eso evitaba en lo posible que se alejara de su zona de influencia. En lugar de enviarle a Qunu para que viera a su madre, hacía que Nosekeni Fanny viniera a Mqhekezweni a visitar a su hijo. Aquellas restricciones privaron a Nelson de la compañía de su primo, Alexander Mandela. Pronto se acostumbró a que la vida era una constante ruleta en la que toca elegir y descartar. Optar para fallar o acertar.
En el crecimiento de Nelson Mandela tuvieron cierta importancia los sermones dominicales del reverendo Matyolo que, además de poner rostro a las enseñanzas sobre la fe, era también el padre de Winnie, su primer gran amor preadolescente. Pero la hermana de la chica, Nomampondo, hizo lo posible y lo imposible por convertir al imberbe Nelson en un gañán a ojos de su hermana. Aunque Winnie le había dado un juvenil «sí, quiero», aquella relación no pasó de un amor efímero que terminó cuando la joven cambió de escuela.
La formación en la capital de Thembulandia no se limitaba a lo aprendido en la escuela, sino que el regente le hizo partícipe de numerosas reuniones de su corte: «Mandela adquirió a una corta edad muchos de los peculiares hábitos que lo caracterizan. Uno de los más importantes, derivado de su educación tradicional en Thembulandia, era escuchar con atención a los mayores y a todo aquel que hablara en las reuniones tribales, y observar cómo se llegaba poco a poco a un consenso bajo la dirección del rey, el jefe tribal o jeque. Tanto las autoridades convencionales como las instituciones educativas en las que estudió Mandela exigían esos hábitos de disciplina, orden, autocontrol y respeto por los demás»3.
Buena parte de todo eso lo aprendió de la mano de Jongintaba Dalindyebo, quien mostraba una gran capacidad de escucha, incluso ante los mayores agravios de los jefes tribales que se daban cita en aquellas reuniones, en las que al final prevalecían la síntesis y el consenso. Fueron las primeras lecciones prácticas de democracia que recibió el joven Nelson, muy lejos todavía del liderazgo que se habría de ganar y mantener en el Gobierno de Pretoria y, antes, en el Congreso Nacional Africano. Pero las bases se sentaron en Mqhekezweni.
Justice y Nelson crecieron a la par. Y los procesos vitales también caminaron por el mismo sendero. Cuando a los 16 años llegó el momento de la circuncisión, también. Aquel proceso, en la tradición xhosa, no era tanto un procedimiento quirúrgico como el tránsito a la edad adulta. Justice y 26 jóvenes más formaban aquel grupo de chavales que, al término de aquel paso, serían considerados como adultos por el resto de la comunidad.
Tyhalarha, un valle a orillas del río Mbashe, fue el lugar elegido para instalar las chozas donde conviviría la muchachada hasta que llegara el momento. Las noches se fueron sucediendo en un ambiente de camaradería en el que destacó Banabakhe Blayi que, «aunque no sabía leer ni escribir, era uno de los más inteligentes entre todos nosotros. Regalaba nuestros oídos con historias de sus viajes a Johannesburgo, lugar que ninguno habíamos visitado. Nos emocionó tanto con sus relatos de las minas, que estuvo a punto de persuadirme de que ser minero era más atractivo que ser monarca. Los mineros tenían su propia mística: ser minero significaba ser fuerte y audaz, el ideal de la hombría. [...] En aquellos tiempos, trabajar en las minas era un rito de paso casi tan importante como la circuncisión, un mito que beneficiaba a los propietarios de las minas más de lo que ayudaba a mi pueblo»4.
El día amaneció temprano para los 27 jóvenes, que se bañaron en el río. Después, cubiertos con túnicas impolutas, fueron circuncidados. Uno a uno, aquellos jóvenes pasaron por la mano del anciano, que ejecutó con precisión una ceremonia repetida, repetida y repetida con cada hornada de jóvenes xhosas. Los chicos solo tenían que aguardar su turno y aguantar el dolor. Como respuesta apenas debían gritar «Ndiyindoda!», algo así como «¡Ya soy un hombre!». Mandela recordaba con cierta aprensión aquel momento. No por el escalofrío que le produjo el corte, sino porque tuvo la impresión de que tardó más que sus compañeros en pronunciar aquella frase ritual, porque se había quedado paralizado por la rapidez en la ejecución por parte del ingcibi, o simplemente porque creyó que no había estado a la altura de las circunstancias.
Miedos y frustraciones aparte, después del trance el joven Nelson ya era un xhosa adulto. Igual que al nacer o al ingresar en el colegio, la circuncisión otorgaba un nuevo nombre a cada uno de ellos. El de Nelson fue Dalibunga, algo así como «persona fundadora del gobierno tradicional xhosa».
Pero la ceremonia no acababa ahí. Debían pintarse el cuerpo de blanco y correr en medio de la oscuridad para enterrar sus prepucios. Aquel acto nocturno y simbólico era el paso definitivo a la madurez. Lo que enterraban, según la tradición xhosa, eran su infancia y juventud, la tierra del nunca jamás. Después de quitarse la capa blanca que cubría su cuerpo, los embadurnaban con una pasta rojiza. Esa noche los circundados debían dormir con una mujer que sería la encargada de dejar su cuerpo limpio. Nelson se tuvo que quitar él mismo aquella costra rojiza que le cubría por completo.
Los nuevos adultos xhosas recibían una pequeña dote que variaba según su estatus social. A Justice le correspondió un rebaño. A Nelson, cuatro pequeños novillos y cuatro ovejas. A pesar de la diferencia en la remuneración no sintió celos. Sabía dónde estaba y a qué estaba predestinado. Sabía cuál era el futuro que les esperaba a él y a su amigo. Aquellas cuatro cabezas de ganado le convirtieron en el hombre más rico del mundo.
Pero, aunque en aquel momento no lo entendiera, uno de los tesoros escondidos que recibió a orillas del Mbashe vino del jefe Meligqili, quien tomó la palabra y se dirigió a los nuevos hombres de la comunidad para hablarles de la hombría que, en teoría, acababan de alcanzar. Más allá de un discurso sobre la virilidad y su futuro como adultos xhosas, las palabras de Meligqili se deslizaron por una brecha que para Mandela no se había abierto todavía. La hombría, les dijo «no es más que una promesa vacía e ilusoria. Es una promesa que jamás podrá ser cumplida, porque nosotros los xhosas, y todos los sudafricanos negros, somos un pueblo conquistado. Somos esclavos en nuestro propio país. Somos arrendatarios de nuestra propia tierra. Carecemos de fuerza, de poder, de control sobre nuestro propio destino en la tierra que nos vio nacer. Se irán a ciudades donde vivirán en chamizos y beberán alcohol barato, y todo porque carecemos de tierras para ofrecerles donde puedan prosperar y multiplicarse. Toserán hasta escupir los pulmones en las entrañas de las minas del hombre blanco, destruyendo su salud, sin ver jamás el sol, para que el blanco pueda vivir una vida de prosperidad sin precedentes. Entre estos jóvenes hay jefes que jamás gobernarán, porque carecemos de poder para gobernarnos a nosotros mismos; soldados que jamás combatirán, porque carecemos de armas con las que luchar; maestros que jamás enseñarán porque no tenemos lugar para que estudien. La capacidad, la inteligencia, el potencial de estos jóvenes se desperdiciarán en su lucha por malvivir realizando las tareas más simples y rutinarias en beneficio del hombre blanco. Estos dones son hoy en día lo mismo que nada, ya que no podemos darles el mayor de los dones, la libertad y la independencia»5.
Habían ido a una fiesta y se encontraron con un funeral.
Las palabras de Meligqili no difirieron demasiado del mensaje que Nelson pronunciaría tantas y tantas veces. Sin embargo, aquello que después abrazaría con un fervor casi enfermizo, al principio le provocó repulsa y rechazo. El joven Dalibunga no era capaz de entender una crítica tan despiadada hacia el hombre blanco. Había aprendido los fundamentos del conocimiento de la mano de aquellos misioneros. Había ampliado el horizonte de sus expectativas gracias a aquellos hombres. Si ahora tenía ante sí un porvenir, era por ellos. Meligqili se había excedido en el fondo y en la forma. Convirtió en un drama lo que debía ser un jolgorio.
A la circuncisión no le siguió el traslado de aquellos 27 jóvenes al entorno de Johannesburgo a trabajar en las minas de oro, tal y como pretendía haberles embaucado días atrás Banabakhe Blayi. El regente tenía otros planes para él, y estos pasaban por continuar con su formación en el Instituto Clarkebury, en Engcobo, fundado en 1825 por misioneros metodistas y que se había convertido en una de las instituciones educativas para negros más importantes de Thembulandia.
Su padre le engalanó, cuando tenía apenas siete años, con un traje compuesto por un pantalón recortado para ir a su primer colegio. Ahora, en ausencia de la figura paterna, el regente le obsequió con un par de botas, su primer par de botas, y con una fiesta antes de su ingreso en Clarkebury. Era la primera celebración que se organizaba específicamente para él.
El propio regente fue quien llevó a Nelson en su imponente Ford hasta el instituto. En el trayecto su mentor no se explayó en consideraciones ni en consejos farragosos. Solo le pidió que su comportamiento fuera un orgullo para él y para su esposa. Nelson le prometió que cumpliría con aquella petición.
Clarkebury era un lugar donde formarse académicamente. Pero para aquel joven del Transkei fue mucho más. Fue el contacto directo con un mundo que hasta ahora no conocía más que de oídas, más que a través de referencias de otros, nada más que por los libros de historia que había comenzado a manejar en Mqhekezweni: el mundo de los blancos. «Mandela creció siendo un hombre fuerte y seguro. Eso no era muy habitual en la Sudáfrica de principios del siglo XX. El colonialismo y después el apartheid se idearon para despojar de sus derechos a los sudafricanos negros. Desde muy temprana edad, Mandela tuvo un porte aristocrático. En parte, lo llevaba en el ADN, pero fundamentalmente le venía de su educación en una corte real africana. Criado en un mundo tribal decimonónico en el que los blancos apenas se dejaban ver, la discriminación no hizo mella en él como en tantos negros sudafricanos de su generación. Los blancos eran una presencia lejana que no afectaba a su vida cotidiana [...]. Su mundo estaba aparte y no era igualitario, pero, a pesar de sus privaciones, esa separación le permitió crecer sin contagiarse del veneno del racismo y las bajas expectativas. La confianza en sí mismo fue la clave de su éxito»6.
Los edificios de estilo colonial que albergaban las aulas, los dormitorios, la biblioteca... Todo era nuevo para un chico que se había criado en la corte del regente. Este mundo era diferente a todo lo conocido hasta ahora.
En Clarkebury estrechó, por primera vez, la mano a un blanco, el reverendo C. Harris, director de la escuela. Este le dio un billete de una libra para sus gastos personales, la mayor cantidad de dinero que había tenido jamás, y le asignó la tarea de cuidar su huerto. Además del estudio, todos los internos de Clarkebury debían realizar algún trabajo, y aquel encargo fue más importante de lo que jamás pudiera pensar Nelson Mandela. Durante sus años de la cárcel, tanto en Robben Island como en Pollsmoor, la horticultura fue una de las actividades con las que obtuvo mayor placer y recompensas personales. A pesar de hablar poco con el reverendo, este se convirtió en un referente para el nuevo alumno. Con la mujer de Harris sí mantenía largas conversaciones, después de las cuales, ya por la tarde, muchas veces le obsequiaba con pasteles calientes por el trabajo, por la conversación o por simple agradecimiento.
La de Clarkebury fue la época en la que descubrió algunos resortes del modo de vida occidental. Conoció sus usos y costumbres. Aprendió a ir calzado, como el hombre blanco. En aquel lugar, los alumnos se formaban de acuerdo al estilo británico. El blanco era, por tanto, el referente, pero también fue descubriendo el valor del hombre negro, algo que hizo a través de algunos de sus formadores. Gertrude Ntlabathi, una de las profesoras que tuvo Mandela en aquella escuela, fue la primera sudafricana en obtener una licenciatura. Otro de sus profesores, Ben Majlasela, era de los pocos que se atrevía a tratar de igual a igual al hombre blanco. Ni siquiera la equiparación académica igualaba a los hombres. Con los mismos méritos, blancos y negros formaban una pareja de desiguales. Pero Majlasela no era así. Aunque causaba extrañeza, e incluso en ocasiones no era comprendido por su actitud que, en cierto modo, parecía altiva, aquella semilla se unió a la que sembró Meligqili el día de su circuncisión. Tardarían en germinar. Pero lo harían.
Una compañera de Clarkebury, Mathona, fue, posiblemente, la primera mujer en la vida de Mandela, aunque no lo fuera en el plano estrictamente sentimental. Fue la primera mujer en la que confió, con la que se sinceró y con la que trabó una profunda amistad. Al final, Mathona, que no vivía interna en el centro, tuvo que abandonar los estudios por la falta de posibilidades económicas de sus padres.
La frustración en carne ajena que experimentó Mandela no le descentró y obtuvo el certificado que expedía Clarkebury en apenas dos años, en lugar de los tres que contemplaba el programa normal. Más que a sus capacidades innatas, Nelson Mandela consiguió aquel logro gracias a su tenacidad y a su capacidad de trabajo.
Todavía faltaba mucho para que sus horizontes se abrieran de manera definitiva. El paso por Clarkebury no le había hecho tomar conciencia de la existencia de un mundo más allá de su trabajo al servicio del rey de los thembus.
Ya con 19 años, Nelson Mandela se trasladó a Healdtown para estudiar en el colegio metodista de Fort Beaufort. Allí coincidió con Justice. Después de dos cursos en Clarkebury, se reunía de nuevo con el hijo de su mentor.
Fort Beaufort era el más importante centro educativo del África austral, con cerca de 1.000 estudiantes, chicos y chicas, procedentes de todo el país. A pesar de ser una institución amparada por la comunidad xhosa, y en la que confraternizaban chicos de todas las comunidades autóctonas sudafricanas, la formación era típicamente inglesa: «El inglés culto era nuestro modelo; aspirábamos a ser “ingleses negros”, como a veces nos llamaban despectivamente. Nos enseñaban –y nosotros lo creíamos– que las mejores ideas eran inglesas, que el mejor gobierno era el gobierno inglés y que no había hombres mejores que los hombres ingleses»7. Uno de ellos, el rey Jorge VI, presidía, con un gran retrato, el comedor del colegio metodista.