Kitabı oku: «Nelson Mandela», sayfa 3

Yazı tipi:

De lunes a viernes la rutina de estudio, trabajo y deporte completaba casi todas las horas del día que no estaban dedicadas a dormir. Sin embargo, los pocos ratos libres de que disponían a diario, más los fines de semana, las camarillas, los grupos y los corrillos se organizaban de acuerdo a la procedencia de cada alumno. Los xhosas gastaban su ocio con los xhosas. Los sothos, con los sothos. La lengua, las tradiciones y también una rivalidad no siempre bien entendida con sus convecinos, convertían el tiempo de descanso en un archipiélago de alumnos y alumnas a través del cual se podía trazar el mapa de las comunidades negras del país.

Mandela comenzó a abrirse al mundo y a la igualdad en Healdtown. Su pertenencia a la familia real thembu había sido clave y, en ocasiones, casi hasta excluyente con el resto de las realidades que coexistían en el país. Sin embargo, ahora tenía amigos sothos, como Zachariah Molete, o su profesor de zoología, Frank Lebentele. Este último se casó con una joven xhosa de Umtata. El mundo de las identidades en Sudáfrica, que parecía monolítico en el ideal de Mandela, se comportaba ahora como una utopía con un sinfín de fisuras. Una de ellas fue la unión del propio Lebentele. Si quería conocer al pueblo sudafricano debía pensarlo en su globalidad, y no a través del microcosmos que personificaba cada una de sus etnias. Sudáfrica era mucho más que aquellas comunidades orgullosas pero fragmentadas.

Su paso por la casa del regente le había permitido crecer en muchos aspectos, pero en otros seguía siendo el chico criado en el Transkei. En lo intelectual se abría paso a marchas forzadas a un mundo más cosmopolita y en el que convivían compañeros de diferentes procedencias y formación, pero en los usos occidentales en los que tanto se esmeraban en Fort Beaufort todavía andaba muy lejos de buena parte de sus compañeros. Eso provocó que no pocos domingos saliera del comedor hambriento y malhumorado ya que no sabía manejar bien la cuchara, el tenedor y el cuchillo. No pensaba autoinfligirse el severo castigo de mostrar a sus compañeros, y especialmente a sus compañeras, que no sabía manejar con la soltura necesaria los cubiertos. Prefería el hambre a la humillación.

El rugir de las tripas no impedía, sin embargo, que el sentido de la justicia se alojara, poco a poco, en su interior. El reverendo Mokitimi y el doctor Wellington, dos de los responsables de Fort Beaufort, le nombraron prefecto durante el segundo curso, un cargo que tenía que ver con el mantenimiento del orden entre el alumnado. Uno de los cometidos de los prefectos era controlar que por la noche los chicos no orinaran fuera de las letrinas. Una noche no solo pilló a 15 compañeros cumpliendo con sus necesidades fisiológicas debajo de un porche, sino que junto a ellos estaba otro prefecto. Tuvo el dilema de delatar lo de unos, los alumnos, y callar lo del otro, el prefecto. Al final, no quiso romper la norma no escrita de mantener el respeto entre iguales, entre los prefectos, pero tampoco quiso señalar a los más débiles, a los alumnos. Muchos años después, Mandela reconocería que aquella injusticia le rascaba todavía la conciencia.

Durante el segundo curso que Mandela estuvo en Fort Beaufort recibió un impacto similar al que provocaron las ya lejanas palabras de Meligqili el día de su circuncisión. Algo similar ocurrió en Healdtown cuando se presentó en el comedor el poeta xhosa Krune Mqhayi. Aquel hombre, uno de los grandes custodios de la tradición oral de la comunidad en la que se había criado Mandela, apareció ante los alumnos vestido con un karoos de piel de leopardo y una lanza en cada mano. La imponente puesta en escena de aquel hombre dejó boquiabiertos a todos. Poco elocuente y torpe en la elección de las palabras, generó un sentimiento de frustración entre los jóvenes que le escuchaban. Pero en una de sus idas y venidas encima del escenario golpeó con la punta de su lanza un cable del telón. Y ahí, en ese anecdótico tropezón durante la dramatización del discurso, cambió todo. Él calló. Los demás callaron, más expectantes que curiosos, hasta que retomó un discurso que ya nunca fue igual. Arrancó con una metáfora, para acabar con la realidad: «La azagaya (punta de la lanza) representa toda la gloria y la verdad de la historia africana; es un símbolo del africano como guerrero y como artista. Este cable metálico es un ejemplo de la industria occidental, competente pero fría, inteligente pero sin alma. Hablo no del contacto entre un trozo de hueso y otro de metal, ni siquiera del solapamiento de dos culturas; de lo que hablo es del choque brutal entre lo que es nativo y bueno, y lo que es foráneo y malo. No podemos permitir que estos extranjeros a quienes no les preocupa nuestra cultura se apoderen de nuestra nación. Predigo que algún día las fuerzas de la sociedad africana lograrán una histórica victoria sobre el intruso. Hace demasiado tiempo que hemos sucumbido ante los falsos dioses del hombre blanco. Pero algún día emergeremos de entre las sombras y desecharemos esas ideas venidas de fuera»8.

La reacción de Mandela no fue la misma que un par de años atrás en la orilla del río Mbashe. No había nada malo en reconocer el valor de lo propio, nada malo en poner en entredicho los presuntos beneficios de los principios impuestos por los colonos blancos. No había rubor en intentar alcanzar las mismas metas, sentarse en los mismos sillones y optar a disputar la hegemonía a aquellos que ahora manejaban los designios del país, como si solo ellos pisaran aquella tierra.

Esa percepción era algo que los hechos y un carácter dúctil moldearon con el tiempo en Mandela. No solo no establecería diferencias con el resto de comunidades negras sudafricanas, sino que con ellos, mestizos, indios o, incluso, blancos, logró derribar el muro de la vergüenza que se había levantado en Sudáfrica.

A Fort Beaufort le siguió Fort Hare, la universidad en la que ingresó en 1939. Era la única para negros en Sudáfrica y donde completó dos cursos del grado de Historia. Tenía 21 años y comenzó a llevar esos trajes cruzados característicos del Mandela joven. Ostentaba ya ese porte alto, elegante y orgulloso. El primero de ellos, color gris y chaqueta cruzada, fue un regalo del regente antes de su ingreso en la universidad.

Primero un pantalón recortado.

Luego unas botas nuevas.

Ahora un traje.

La vanidad, de algún modo, había llegado al corazón de Mandela, que se sentía el más elegante y pulcro de todo el campus. Pero para eso, tuvo que pulir algunas de las lagunas que todavía acarreaba desde el lejano Qunu. Desde los tiempos de su aldea natal utilizaba ceniza para blanquearse los dientes. Eso quedaría atrás y comenzaría a usar pasta de dientes y cepillo. Supo, a través de la práctica, lo que eran un inodoro y una ducha. Las pastillas de jabón sustituyeron al detergente de color azul que había utilizado hasta entonces.

Sin embargo, no todo iban a ser renuncias del pasado, de su infancia, de sus gustos y de las tradiciones del Transkei. A pesar de todas las comodidades y expectativas de las que era sujeto y objeto directo, echaba de menos su tierra y algunas de sus costumbres. Así, junto a varios compañeros, algunas noches protagonizaba escarceos que les llevaban a robar mazorcas de maíz para asarlas y comérselas a la luz de una buena lumbre. Aunque la transformación era evidente, seguía siendo el joven travieso de Qunu.

Los nuevos hábitos adquiridos le ayudaron a avanzar en el camino de la sofisticación y la elegancia, un campo en el que en Fort Hare tenía menos competencia que en Healdtown. Si aquí eran cerca de un millar los alumnos que asistían a clase, Fort Hare era más elitista y estaba menos masificada. Coincidiendo con su llegada, cursaban allí sus estudios unos 150 jóvenes. Uno de ellos, K. D. Matanzima, fue su padrino y cicerone. Y no solo eso. Como el regente no les atribuía una asignación para sus gastos, de no haber sido por su primer amigo en Fort Hare no se hubiera podido permitir ningún dispendio. Gracias a la generosidad de su mentor, Mandela podía acompañar a algunos compañeros en una excursión gastronómica que se repetía casi cada domingo. El destino era un restaurante de la localidad de Alice al que aquellos jóvenes universitarios negros debían acceder por la puerta de atrás, y solo hasta la cocina, para poder degustar algunas de las viandas que allí se servían. Sin ser demasiado conscientes de ello, o sin darle demasiada importancia porque la edad y las ansias de divertirse sobrepasaban cualquier atisbo de crítica, aquellos mozos que apuntaban alto dentro de la juventud negra sudafricana estaban siendo víctimas de un sistema de discriminación que todavía no había alcanzado su cénit. La puerta de atrás de aquel restaurante era también la puerta de servicio que daba entrada a una sociedad desigual.

Además de permitirle ciertos gastos extraordinarios, K. D. cuidaba de que el crecimiento académico de Nelson fuera el adecuado. Le recomendó estudiar Derecho, aunque Mandela en aquel tiempo consideraba que su futuro pasaba por el Departamento de Asuntos Nativos. El sueño de las minas, de momento, se había esfumado. Ahora, el anhelo pasaba por ser funcionario del Gobierno sudafricano. Otro de sus compañeros de fatigas en aquella pequeña universidad fue un hombre que le acompañaría durante toda su vida: Oliver Tambo.

En la universidad completó un proceso que se había desarrollado íntegramente en instituciones metodistas: Clarkebury, Healdtown y el propio Fort Hare. Aquí, incluso, llegó a ser catequista por los pueblos cercanos a la universidad. Los domingos era habitual verle en las celebraciones y se incorporó, incluso, a la Asociación de estudiantes cristianos.

Cuando llegó a Fort Hare pensó que la formación y el título que allí obtendría le servirían para convertirse en líder de su comunidad. En cierto sentido, el prestigio y el rigor formaban parte de la imagen que aquella institución ofrecía a sus alumnos, y que ellos asumían como un valor añadido en relación a las universidades públicas, en las que la segregación era ya algo más que una posibilidad futura. Muchos de los que de allí salían ocupaban puestos relevantes, con un salario y unas condiciones laborales muy interesantes para los jóvenes de entonces. En aquel momento, eso era suficiente para ellos. Con el tiempo, Nelson Mandela entendió que, aunque importante, la formación en Fort Hare no les preparó para derribar el muro de la injusticia que se interponía entre ellos y la igualdad entre las razas: «Sin embargo, mi experiencia fue bastante distinta. Me movía en círculos en los que eran importantes el sentido común y la experiencia práctica, y en los que no era necesariamente determinante tener altas calificaciones académicas. Casi nada de lo que me habían enseñado en la universidad parecía directamente relevante en mi nuevo entorno –reconocería Mandela–. Los profesores, por lo general, habían eludido temas como la opresión racial, la falta de oportunidades para los negros y los numerosos ultrajes a los que se enfrentaban en su vida diaria. Nadie me había enseñado cómo acabaríamos finalmente con los males de los prejuicios raciales, los libros que debería leer al respecto y las organizaciones políticas a las que tenía que afiliarme si quería formar parte de un movimiento por la libertad disciplinado. Tuve que aprender todo eso por pura casualidad y por el método de ensayo y error»9.

Casi como cualquier estudiante, el aprendizaje que se produce fuera de las aulas, el que se recibe a través de las amistades, fue fundamental. Ahí Mandela no sería diferente.

Lo que sí adquirió en Fort Hare fue mayor disciplina y diligencia en los deportes. Destacó en la carrera campo a través, no porque fuera un gran atleta, sino porque siempre gozó del empecinamiento de los constantes. También se aficionó al teatro y llegó a interpretar a John Wilkes Booth, el asesino de Lincoln, en una representación organizada por estudiantes, aunque en realidad le hubiera gustado asumir el papel del Presidente norteamericano. Richard Stengel explicó que, «Mandela era consciente de que Lincoln había nombrado miembros de su gabinete a algunos de sus más encarnizados rivales; y, de la misma manera, Mandela introdujo a miembros de la oposición en su primer gabinete. Le impresionaba la forma en que Lincoln usó la persuasión en lugar de la fuerza para dirigir su Gobierno»10. Pero, en Fort Hare, se trataba de una simple representación teatral, en la que era el malo de la película.

La llegada de Nelson Mandela a la universidad coincidió con el inicio de la II Guerra mundial, durante la que se convirtió en acérrimo defensor de la posición británica. En ese contexto, se organizó en el campus una conferencia del que posteriormente se convertiría en primer ministro sudafricano, Jan Smuts. Más allá de las palabras de Smuts a aquel alumnado probritánico que escuchaba de noche, a través de la BBC, los discursos encendidos de Winston Churchill, sería el debate posterior el que enriquecería aquella presencia relevante. En ese contexto, destacó Nyathi Khongisa. Hasta ese momento no dejaba de ser un alumno más, uno de los 150 compañeros de Mandela en Fort Hare. Sin embargo, su particularidad radicaba en su afiliación política. Era miembro del Congreso Nacional Africano, el CNA, el partido al que Nelson entregaría su vida y también la de su familia. Pero en este momento, cuando el único deseo que tenía era ser funcionario y no era capaz de ver discriminación en el hecho de tener que comer en la cocina de un restaurante, o en no poder cursar sus estudios en una universidad con jóvenes blancos, o en no percibir que el Gobierno de su país ya apuntaba maneras autoritarias y discriminatorias, tomó la palabra Khongisa y comenzó a disparar por igual contra las dos comunidades europeas que pugnaban por hacerse con el control del país. Aquella alocución eclipsó al propio Smuts. Se trataba, sencillamente, de un discurso transgresor en boca de un joven negro.

Casualidad o no, el CNA se iría adhiriendo poco a poco a la piel de Mandela. Casi sin darse cuenta. Como por azar. Así, de un modo aleatorio y sutil. Otro de sus amigos en Fort Hare, Paul Mahabane, tenía un vínculo familiar con el histórico movimiento de liberación. Su padre, Zaccheus Mahabane, había presidido en dos períodos el CNA. Y su hijo, en Fort Hare, compartía aulas con Nelson. Como ambos hicieron buenas migas, este invitó a Paul a pasar unos días de vacaciones en el Transkei.

Un día, en Umtata, el comisario local, un hombre blanco con una edad cercana a los 60 años, pidió –casi exigió– a Paul que le comprara unos sellos. En aquellos tiempos, los jóvenes negros eran casi de facto los recaderos de los blancos. Estos tenían un derecho implícito, pero no consensuado, para pedir algún favor o algún pequeño trabajo a cualquier negro con el que se cruzaran por la calle. Estos, aunque podían negarse, solían agachar la cabeza, aceptar y cumplir con el deseo de los dueños del país. Pero Paul no actuó así. Se negó y acusó de holgazanería a aquel hombre, que representaba a la autoridad en la ciudad. «La conducta de Paul me hacía sentir sumamente incómodo. Si bien respetaba su coraje, también me resultaba inquietante. El comisario residente sabía muy bien quién era yo, y que si me hubiera pedido a mí que le hiciera el encargo en vez de a Paul lo habría hecho sin más y me habría olvidado del asunto. Pero admiraba a Paul por lo que acababa de hacer, aunque yo aún no estuviera listo para seguir su ejemplo. Empezaba a comprender que un hombre negro no tenía por qué tolerar las docenas de pequeñas indignidades a las que se ve sometido día tras día»11.

Se sintió falto de valor, como cuando calló esos segundos eternos que fueron desde la circuncisión hasta que pronunció el grito con el que abandonaba la pubertad y pasaba a la edad adulta, pero la contestación de Mahabane no fue estéril. El coraje de su amigo y compañero se unió a la semilla de mostaza que otros habían plantado en él y que, paradójicamente, en la única universidad para negros de todo el país no se habían preocupado de regar.

En Fort Hare no se abordaba el problema de la discriminación que sufría la población negra en el país. Ni dentro de las aulas, ni en los diferentes ambientes que rodeaban el campus se podía debatir sobre el germen de aquella forma concreta de injusticia. Fort Hare era un espacio de formación para adquirir determinados hábitos profesionales; era un semillero de las élites negras. Si hubiera sido un espacio en el que se pudiera debatir sobre la opresión racial, si se hubiera orientado a los alumnos sobre qué lecturas completar, sobre qué camino seguir para acabar con la incipiente discriminación, probablemente Fort Hare no habría existido jamás. Era, a fin de cuentas, y de forma indirecta, una institución al servicio de la minoría blanca.

En su segundo año en la universidad, con las expectativas de la graduación, Nelson entendió que recuperaría para la familia el prestigio que nunca debió perder por aquella lejana discusión de su padre. También el nivel económico. En aquel tiempo, el hecho de que un sudafricano negro alcanzase una graduación, y con ella un puesto funcionarial en algún departamento estatal o local, era lo máximo a lo que se podía aspirar. Nelson Mandela comenzó a escribir su propio cuento de la lechera: junto a la reputación personal y a la vanidad del reconocimiento ajeno, contaba con comprar una casa en Qunu a su madre, los muebles, la decoración y el atrezo que la vivienda de su madre precisara.

Pero toda aquella secuencia se descabaló cuando fue nominado para formar parte del Consejo de representación de estudiantes en medio de una protesta de los alumnos, que reclamaban a la universidad una mejora en el rancho diario. La forma de boicotear aquella elección era, precisamente, no elegir a nadie, no votar. La inmensa mayoría de los universitarios secundaron la iniciativa, pero cerca de 25 sí depositaron sus papeletas. Y entre los seis representantes estaba Mandela. Como querían seguir adelante con la protesta, los elegidos presentaron la dimisión. El responsable de Fort Hare la aceptó y acordó unilateralmente que habría una segunda votación la noche siguiente durante la cena, para garantizar el quorum necesario que hiciera válida la elección. Salió elegido, aunque con los votos del mismo número de alumnos. Nelson no se veía legitimado para ser representante de todos sus compañeros, por lo que dimitió por segunda vez. El rector le emplazó a abandonar las aulas hasta el próximo curso. Le expulsó de Fort Hare. Eso sí, si decidía reincorporarse a las aulas, debía hacerlo también al Consejo de representación de los estudiantes. Fue el doctor Kerr quien le comunicó la decisión y quien le emplazó a tomarse un verano de reflexión antes de valorar si se reintegraba a la vida universitaria con ese único requisito. En la toma de aquella decisión, Mandela compartió sus inquietudes con su amigo y compañero K. D. Matanzima, quien le advirtió de que los principios estaban por encima del beneficio o perjuicio que pudiera obtener de aquello. Y decidió no dar marcha atrás: «Aquel joven había renunciado a una ventaja educacional que lo habría convertido en una fuerza más poderosa para luchar contra la discriminación. No todos los principios son iguales. Tienes que sopesar las ventajas relativas. En este caso el principio era intrascendente y el sacrificio fue considerable. El precio superó con creces el beneficio»12. Después de una efímera victoria frente a las autoridades académicas, con la graduación a la vista, obtendría un duro revés. No se puede decir que perdiera la guerra, pero sí que dejó un reguero demasiado evidente.

Volvió a Mqhekezweni expulsado de Fort Hare, y el regente le reprendió por ello, además de recordarle el compromiso que adquirió con él antes de ingresar en aquellas aulas. El regente pensó por él y le obligó a volver a la universidad en otoño. Hasta entonces, retomó algunas de las tareas que había acometido con entusiasmo en los años de la infancia que siguieron a la muerte de su padre. Lo que recuperó también fue su amistad con Justice, el futuro rey de los thembus, del que se habría de convertir en fiel consejero si todo seguía el orden previsto.

Sin embargo, cuando esperaba el regreso a Fort Hare, lo que se encontró fue con una boda pactada. Se lo encontró él, y también Justice. Sus vidas, aunque ocasionalmente separadas, volvían a encontrarse y a transitar de la mano. Justice se tenía que casar con la hija de un miembro de la nobleza thembu, mientras que Rolihlahla, como siempre le llamaba el regente, debería hacer lo propio con la hija de un sacerdote thembu. El regente, con la autoridad que le correspondía por su cargo, dispuso que los enlaces fueran casi inmediatos.

Entre los planes de Mandela no estaba, desde luego, el matrimonio. Tampoco entre los de la joven a la que también habían impuesto la decisión. Intentó frenar el enlace a través de la esposa del regente, pero fue imposible torcer su voluntad. También lo fue quebrar los ideales por los que Mandela comenzaba a pelear. Su paso por aquellos centros educativos había abierto la mente de Nelson. Las tradiciones de su pueblo ya no eran su única referencia. Había compartido aula con chicos y chicas y había dado por amortizados un par de amores juveniles. No era ya el niño modelable que planchaba los trajes del regente. Ahora tenía capacidad para decir «sí» o «no» a aquella propuesta. Y había optado por la segunda opción, aunque tuviera que pagar un peaje demasiado elevado para sus exiguos recursos. De momento, no podían cuestionar la autoridad del regente, por lo que Justice y Nelson decidieron huir. El destino sería Johannesburgo.

Como no tenían dinero, los dos novios –convertidos de repente en prófugos– vendieron furtivamente dos bueyes del regente para coger un taxi hasta la estación de tren más cercana. Pero Jongintaba Dalindyebo se adelantó y dio órdenes para que no dejaran comprar los billetes a los dos jóvenes huidos. Exprimieron un poco más sus bolsillos y pagaron al taxista para que les llevara a la próxima estación, a unos 80 kilómetros de distancia. Allí pudieron tomar un tren que, descubrieron entonces, no les llevaría hasta su Dorado particular, sino que se quedaría en Queenstown.

Las horas que siguieron a su negativa a casarse se convirtieron en una carrera de obstáculos, donde las vallas se sucedían cada vez con menos zancadas de por medio. No solo se tuvieron que enfrentar a la obstinación de Jongintaba Dalindyebo por cumplir con la boda, ni con un tren que no llegaba a su destino. También se tuvieron que enfrentar a las propias leyes que regían en Sudáfrica: «En la década de 1940, viajar era un proceso complicado para un africano. Todos los negros de más de 16 años tenían que llevar obligatoriamente “pases para nativos” emitidos por el Departamento de Asuntos Nativos y debían mostrárselos a cualquier policía, funcionario o empresario blanco que lo solicitara. No hacerlo podía significar un arresto, un juicio, la cárcel o una multa»13.

Justice y Nelson tenían el pase. Pero para cambiar de distrito, como era su caso, necesitaban también documentos que acreditaban que podían viajar, un permiso de trabajo más alguna recomendación de algún empresario. Solo tenían el pase y debían conseguir el resto.

En Queenstown vivía el jefe Mpondombini, un hermano del regente que conocía a los dos jóvenes. Le pidieron que mediara con el comisario local para conseguir la documentación que les permitiera proseguir viaje a Johannesburgo. Cuando lo hizo, este llamó por cortesía a su homólogo de Umtata para darle a conocer la situación de aquellos dos chicos. Por mero azar, en la comisaría de Umtata estaba el padre de Justice, que pidió al comisario que hiciera volver de inmediato a aquellos dos jóvenes. La todavía escasa formación jurídica de Mandela le sirvió, no obstante, para argumentar que con la ley en la mano no podía obligarlos a regresar, ni detener, ni retener. Aunque fuera un jefe local el que se lo pidiera, eran hombres libres que no habían cometido delito alguno.

El comisario reconoció que les amparaba la ley, pero el jefe Mpondombini también les advirtió que se sentía engañado y que, por lo tanto, dejaría de prestar cualquier tipo de soporte a estos dos jóvenes que se habían embarcado en una huida sin retorno a Johannesburgo.

Ahora solo les quedaba completar el trayecto que unía Queenstown con la ciudad del oro. La madre de Sidney Nxu, un amigo de Justice, les ayudaría en aquel viaje largo, muy largo, de más de 700 kilómetros. Esa mujer iba en coche hasta la ciudad de sus sueños. Les cobraría 15 libras, un precio más que elevado para dos individuos sin trabajo y con muy pocos recursos. Pero era su única posibilidad.

Salieron por la mañana y «a eso de las diez de la noche vimos ante nosotros, parpadeando en la distancia, un laberinto de luces que parecía extenderse en todas direcciones. Para mí –reconoció Mandela– la electricidad siempre había sido una novedad y un lujo, y delante tenía un enorme paisaje eléctrico, una ciudad de luz. Estaba terriblemente excitado por ver el lugar del que llevaba oyendo hablar desde que era un niño. Siempre me habían pintado Johannesburgo como una ciudad de ensueño, un sitio en el que uno podía pasar de ser un pobre campesino a ser un hombre rico y sofisticado, una ciudad de peligros y oportunidades»14.

A medida que se adentraban en el corazón de la ciudad, los coches crecían, crecían y crecían. Y a medida que la densidad del tráfico crecía, la velocidad se ralentizaba, se ralentizaba y se ralentizaba. El joven Mandela vivió el primer atasco de su vida.

La madre de Sidney Nxu se dirigió a una vivienda de un barrio residencial, donde el lujo obnubiló las percepciones de los dos pasajeros ocasionales de aquel vehículo. Aunque les condujeron a las dependencias del servicio doméstico, aquel primer dormitorio de Johannesburgo fue el más lujoso en el que había dormido en su vida.

₺476,71

Türler ve etiketler

Yaş sınırı:
0+
Hacim:
664 s. 8 illüstrasyon
ISBN:
9788428561518
Telif hakkı:
Bookwire
İndirme biçimi:
Ses
Ortalama puan 3, 2 oylamaya göre
Metin
Ortalama puan 0, 0 oylamaya göre
Metin
Ortalama puan 0, 0 oylamaya göre
Metin
Ortalama puan 0, 0 oylamaya göre
Metin
Ortalama puan 0, 0 oylamaya göre
Metin
Ortalama puan 0, 0 oylamaya göre