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Roma, 18 de agosto del año del Señor de 1492
Miguel Corella, quien sirve como guardaespaldas al obispo César Borgia, es llamado al Vaticano por Rodrigo Borgia, padre de César y nuevo pontífice con el nombre de Alejandro VI
Había entrado en Roma por Porta Angelica, luego de haber cabalgado desde Spoletto y cubierto las veinticinco leguas que enlazaban las dos ciudades en poco más de cinco horas, para lo que había dispuesto de dos caballos, el que montó a la salida, de origen bereber, negro zaino y bragado, y el que llevaba de reata, un semental español, alazano y careto, de abundante hueso y alzada pronunciada. Cuando a la altura de Terni advirtió que a su primera montura empezaba a faltarle el resuello y estaba a pique de reventar, se deshizo de ella y sin perder un minuto se pasó a la segunda, que cubrió el tramo restante.
Si al partir camino de Roma estaba destacado en aquella ciudad de Umbría en la que no se le había perdido nada y que Cicerón había calificado de colonia latina in primis firma et illustris, no era fruto del azar, sino porque así lo había ordenado el obispo de Pamplona César Borgia, a quien servía como guardaespaldas, desde que dos años atrás su ilustrísima se hubo instalado en Pisa con el empeño de cursar los estudios de Teología. Aunque en honor a la verdad, tenía que reconocer que el jovencísimo prelado no había hecho sino acatar la voluntad de su padre, el nuevo pontífice, quien, para evitar habladurías, le había recomendado encarecidamente se abstuviese de asistir a su coronación en Roma y se desviase a Spoletto en unión de su séquito.
Con la carta para su hijo en la que le prohibía su presencia en Roma había llegado otra para él, igualmente cerrada con lacre y con el sello del anillo papal, en la que su santidad le pedía, por supuesto encarecidamente, que a la mayor urgencia hiciese acto de presencia en las dependencias del Vaticano, donde, una vez recibiese instrucciones del maestro de ceremonias Johann Burchard, pasaría a la sala de audiencias para mantener con él una entrevista privada.
A lo largo del camino que lo conducía a Roma, había dispuesto de tiempo para hacerse cábalas acerca de la razón que habría impulsado a Alejandro VI a convocarlo. Hasta donde a él se le alcanzaba, no le constaba que el papa lo conociera, al menos en persona, a lo sumo estaría al corriente del servicio que prestaba a su hijo César, y poco más. Entonces, ¿a qué venía citarlo y con tanta premura? Como no fuese para reprenderlo por acompañar al joven, a quien las putas se lo disputaban como un tierno bocado, a cubiles de los que salía la mayoría de las ocasiones sin un ducado y apestando a vino…
Aunque tampoco ese comportamiento se le antojaba tan desvergonzado como para censurarlo. Todos los estudiantes lo hacían y el joven obispo no iba a constituir la excepción. Tenía la sangre caliente, era apuesto y simpático, vestía de seda, tafetán o terciopelo con joyas y piedras preciosas al modo de un príncipe, el dinero lo manejaba a manos llenas, e iba seguido de una corte de españoles que le reían las gracias. Si se adentraba con él en aquellas tabernuchas era porque entre las obligaciones que había contraído al tomar posesión de su cargo se incluía la de no dejarlo solo ni a sol ni a sombra. De hecho, dormía a los pies de su cama y, por lo que pudiera pasar, ni en sueños se desprendía de la daga.
Que al santo padre le asistía el derecho de reprobarlo por «alentar» los malos hábitos de su señor no iba a ponerlo en entredicho. Pero se le hacía cuesta arriba entender que a un hombre de mundo como el que le había remitido la carta le inquietaran esas minucias, máxime cuando él en sus tiempos de estudiante en Roma y en Bolonia había tomado parte en jolgorios y frecuentado tabernas y prostíbulos.
Después de haber efectuado el cambio de caballo, como si el semental español que ahora montaba le hubiese insuflado una bocanada de optimismo, se había puesto a barajar que lo mismo la razón de tan inesperada citación se debía al deseo de su santidad de hacerle patente su felicitación por el trabajo desarrollado en Pisa. Y de modo especial por el arrojo exhibido la noche en que, a la salida de un burdel, por poco si pierde la vida al defender a César de la embestida de cuatro o cinco maleantes, que al revolver una esquina lo acechaban espada en mano y exigían su capa bordada en oro de la que colgaban piedras preciosas.
De Alejandro VI, más allá de lo que de él se rumoreaba, sabía lo que en contadas ocasiones le había revelado su hijo César cuando el vino lo volvía más parlanchín, a lo que venían a sumarse las informaciones que a cuentagotas le suministraban los dos preceptores del joven, Romolino de Ilerda y Vera de Ercilla, quienes no se tapaban de él a la hora de verter comentarios concernientes al antaño cardenal y ahora pontífice de la cristiandad.
Rodrigo Borgia acababa de cumplir los treinta cuando emprendió una relación con Giovanna Cattanei, a quien en Roma llamaban madonna Vannozza, una bella cortesana once años más joven, por la que el entonces cardenal Borgia perdió la cabeza, hasta el extremo de decidirse a formar con ella una familia tan estable como otra cualquiera, en cuyo seno fueron naciendo Juan, César, Lucrecia y Jofré. El cardenal, a fin de cubrir las apariencias y mirar por la honorabilidad de la cortesana, le fue procurando a lo largo de su vida en común tres maridos, uno tras otro, quienes, siempre y cuando se llenasen la bolsa de ducados, no ponían impedimento a aceptar de buen grado tan infamante situación: el primero, un empleado del Vaticano al que Rodrigo había recomendado para un puesto de escribano y que falleció relativamente pronto; el segundo, un preceptor que, por encima de calentarle el lecho a Vannozza, se prestó a educar a sus hijos, quien también desapareció; y un tercero del que Romolino y Vera no le habían dado razón alguna.
Por más que la relación se hubiese enfriado hasta acabar por romperse, la pareja continuaba respetándose y guardaban un inmejorable recuerdo el uno del otro. El cardenal había convivido con una mujer singular a la que dio unos hijos por los que se desvivía y cuyo porvenir no iba a consentir que se le fuera de las manos. La cortesana, por su parte, había mudado radicalmente de vida y prosperado lo indecible. De habitar una casa de pisos en la que tenía por vecinos a dos zapateros remendones, dos lavanderas, un carpintero, un herrador y una puta vieja española, a la que frecuentaba un canónigo, había pasado a ser dueña de un palacio en el barrio de Regola, así como de una viña extramuros, unas cuantas casas de huéspedes y alguna que otra taberna que le rendían jugosos dividendos.
Al cumplir César once años, Lucrecia, seis y Jofré, cinco, su padre juzgó acertado prescindir de los cuidados de madonna Vannozza y su compañía, y trasladarlos al palacio de los Orsini, en Monte Giordano, con idea de que fueran educados bajo la tutela de Adriana, una prima a la que Rodrigo dispensaba un cariño sincero y a la que hacía depositaria de sus cuitas y secretos más íntimos. Y sería en el palacio en cuestión donde, en una de las visitas con que sorprendía a su prole, iba a sus casi sesenta años a perder la cordura y el sentido del ridículo por culpa de Giulia Farnese, una jovencita de quince, que desde Capodimonte había recalado en Roma con el propósito de contraer matrimonio con el hijo de Adriana. El enlace entre la bella y virginal Giulia y Orso Orsini, «el Tuerto», se celebró en el exuberante palacio de su eminencia el cardenal Rodrigo Borgia, quien, en calidad de regalo de bodas, no tuvo inconveniente en cederlo a la feliz pareja para que se casasen como Dios manda.
Tras descabalgar y confiar el semental español a un palafrenero encajado en una librea del Vaticano, que al instante se evaporaba, y cuando se disponía a sacudirse el polvo de la vestimenta y a secarse el sudor del rostro con un pañuelo que había sacado de debajo de la camisa, notó a la altura del hombro la presión de una mano, que le hizo darse la vuelta.
—Vos debéis de ser Miguel Corella, el guardaespaldas de su ilustrísima César Borgia, obispo de Pamplona —el acento de Johann Burchard se evidenciaba de lo más peculiar y chocante, arrastraba las erres y un punto de rigidez le hacía parecer distante.
—Y vos, el maestro de ceremonias del santo padre —salió al paso Miguel, al tiempo que devolvía el pañuelo al sitio donde lo guardaba. Si no había saludado por su nombre al hombre alto y enjuto que lo había recibido, que iba admirablemente aseado, vestía jubón de seda azulón y calzas a juego y llevaba la cabeza destocada, era porque no estaba convencido de acertar a pronunciarlo con corrección.
—En poco más de una hora os recibirá en audiencia privada el pontífice. Hasta entonces nos queda mucho por hacer —Johann Burchard lo repasó de arriba abajo y no escatimó un aspaviento de disgusto, que subrayó con un movimiento de cabeza—. No pretenderéis presentaros de esa guisa. Seguidme.
Al rato Miguel Corella era otro hombre. Dos criados de Burchard lo habían metido en una tinaja de madera mediada de agua tibia y perfumada con pétalos de flores y ramas de plantas aromáticas, le habían frotado el cuerpo hasta despellejarlo con un jabón que olía a aceite de oliva y lo habían secado antes de pasarlo a una sala, donde, en vista de la abismal diferencia de altura entre el señor y su huésped, se habían puesto a revolver en el arcón en el que se guardaba ropa de todas las tallas.
—Esto ya es otra cosa —comentó el puntilloso Burchard, a quien faltó tiempo para escrutar el zuparello beige de tafetán con mangas rasgadas por las que asomaba una camisa blanca, y las calzas acuchilladas en rojo y ceñidas por un cinturón de cuero con filos bordados en blanco—. Ahora nos queda lo más engorroso.
Miguel Corella ajustó una mueca de extrañeza con la que venía a significar que ya estaba en disposición de presentarse ante su santidad Alejandro VI, con las máximas garantías para no dejar en mal lugar a su interlocutor, que qué otra cosa se vería en la obligación de hacer.
—A su debido tiempo se personará un sacerdote para conduciros a la sala de audiencias y os dejará a solas con el santo padre. A partir de ahí, todo dependerá de vos. No obstante, he de informaros que entre mis competencias está la de procurar que cualquiera que acuda a rendirle visita al papa, lo haga con el debido respeto y según unas normas de comportamiento, o, para expresarlo con un término más adecuado, de protocolo. Ni por asomo debéis olvidar que vais a estar frente al jefe del Estado de la Iglesia y representante de Cristo en la tierra.
Miguel Corella estaba empezando a ponerse nervioso y a sentirse más pequeño de lo que era, si es que eso fuese posible. Que le hubiera encantado crecer unas cuantas pulgadas estaba fuera de toda discusión, pero en ese aspecto la naturaleza se había mostrado cicatera con él, hasta el punto de que más de uno giraba la cabeza cuando pasaba por su lado y profería en voz baja comentarios que suponía ofensivos para su persona. Para compensarlo, esa misma naturaleza lo había dotado de la fuerza de un toro, de un valor que rayaba en la temeridad, de una inteligencia portentosa y de una sangre tan fría como la de un reptil.
—Al entrar os acercaréis al trono en que está sentado, os arrodillaréis ante él y le besaréis los pies y las manos. En cuanto os lo ordene, os pondréis de pie y así permaneceréis hasta que concluya la entrevista. Bajo ninguna circunstancia se os ocurra hablarle si no os lo ha pedido antes, ni contradecirlo. Y para dirigiros a él, debéis serviros del tratamiento de santidad o santo padre.
En pos de un sacerdote que marchaba como si le hubiesen metido fuego o estuviese huyendo de alguien, Miguel fue discurriendo a través de salas y más salas de suelos brillantes tal que armas recién bruñidas, de paredes cubiertas de tapices, colgaduras y maderas taraceadas, y de techos con pinturas que representaban temas religiosos y paganos, en su mayor parte inspirados en mitos griegos o en la historia de Roma. Los rincones que iba dejando atrás los invadían candelabros de varios brazos cuyos cirios estaban apagados, arcones de madera tallada que guardarían ropa, vitrinas en las que se exponían paños cubre cálices, mangas de cruces procesionales, un frontal de la Pasión bordado en oro, arquetas de tejadillo en madera y libros de pergamino, encuadernados con cuero estampado sobre madera con herrajes, esmaltes y piedras preciosas. Por entre las vitrinas se erguían atriles con pie de mármol y de metal, en los que no se resistió a echar un vistazo a códices abiertos por la mitad, cuyas hojas las iluminaban miniaturas coloreadas. Una mesa baja de mármol veteado sostenía el libro más voluminoso que sus ojos hubieran jamás contemplado, que de tan inmenso y pesado iba provisto de ruedas para trasladarlo. Y a la mesa la encerraba un corro de sillas de tijera, con asiento y respaldar de cuero en que reposar después de tanto trasiego o hacer tiempo hasta que llegara la hora de Dios sabe qué.
De donde quiera que fuese le venían aromas de cera, de incienso, de cirio encendido, que estimulaban a la meditación y al recogimiento, y a unos tramos del recorrido en que caminaban solos y en silencio sacerdote y guardaespaldas, sucedían otros en que se cruzaban con otros sacerdotes, en su mayoría jovenzuelos sonrientes, con dominicos y franciscanos de semblante entristecido, que dialogaban como si murmurasen, con funcionarios que a su paso dejaban la estela de un perfume mareante, con camareros, mayordomos y personal de limpieza que, como buenos italianos, discutían a voz en grito, y con otros que, vista su elegancia y apostura, la energía con que pisaban el suelo y el aire de importancia que se daban, serían miembros de alguna embajada extranjera con representación en la capital de los Estados Pontificios.
Quince o veinte pasos antes de que el largo corredor llegase a su fin, el sacerdote que le servía de guía se detuvo, torció la mirada a la derecha y su mano le señaló una puerta ceñida a media altura por dos espejos venecianos que circundaban marcos de cristal de roca. Tras llamar, la empujó, se volvió hacia Miguel Corella y le puso en su conocimiento que en su interior lo estaba esperando su santidad. Y fue en ese instante cuando por la mente del guardaespaldas resbalaron las últimas palabras de la breve, pero provechosa lección con que Johann Burchard acababa de obsequiarlo: «En cuanto el santo padre haga sonar la campanilla deberéis retiraros sin perderle la cara, no sin antes tener la deferencia de agradecerle mediante una reverencia la gentileza que ha mostrado al recibiros en audiencia».
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Roma, 18 de agosto del año del Señor de 1492
Encuentro entre Miguel Corella (Michelotto) y el santo padre
Fue entrar en la sala de audiencias en la que había sido citado y su atención la absorbió la imponente figura del hombre que al fondo descansaba su humanidad, en un trono de oro que se elevaba por encima de un podio recubierto de terciopelo rojo. Según avanzaba sobre la alfombra del suelo y se iba aproximando a él, como si un impulso lo arrastrara a ello, se puso a observar con el rabillo del ojo las facciones del santo padre que, en una primera impresión, le remitieron a las de su hijo, el ilustrísimo obispo de Pamplona César Borgia, y caviló que dentro de cuarenta y tantos años el hombre al que servía como guardaespaldas vendría a ser el vivo retrato de su padre: sus mismos penetrantes ojos negros, su misma nariz ganchuda y sus mismos labios generosos y sensuales.
Cuando quiso darse cuenta, ya se había puesto e rodillas y le había besado los pies y el anillo del pescador que adornaba uno de los dedos de la mano. A una señal de Alejandro VI, se incorporó y sin darle la espalda retrocedió unos pasos. Fue cuando aprovechó para apreciar en toda su dimensión a aquel hombre, a quien los atributos de su cargo ayudaban a agrandarlo todavía más: en torno a su cuerpo, una túnica blanca que apretaba un cíngulo del mismo color, sobre su poderosa cabeza un solideo igualmente blanco, y unos zapatos rojos envolviendo sus pies, que reposaban encima de un escabel.
—Así que tú eres Michelotto. A tu padre, el conde de Cocentaina, nos cupo la dicha de conocerlo en Valencia hace ya demasiado —la voz del papa sonó fuerte y rotunda, su entonación era amable y ayudó a que los nervios de Miguel Corella se templasen un tanto. Sus dedos jugueteaban con la cruz pectoral de oro macizo.
El santo padre imponía, pero no se comía a nadie. Y la sensación de calma que emanaba de las paredes profusamente decoradas de aquella sala, de techos elevados hasta el cielo, acabó por obrar el milagro. O tal vez fuera más acertado conceder esa impresión a la cercanía que transmitía su santidad, al empeño que gastaba para que cuantos estuvieran frente a él no se notaran envarados. Que le habían dado razón acerca de su persona resultaba palmario por los datos que acababa de procurarle: desde su arribo a Italia, y por aquello de su corta estatura, se le conocía por Michelotto y no por Miguelito, y su padre era en efecto conde de Cocentaina. Y del hecho de que el santo padre hubiese descuidado mencionar su condición de bastardo cabía inferir que, en consonancia con un hombre de su talla y prestigio, lo identificaba un exquisito tacto.
—Cuanta información obra en nuestro poder acerca de tu persona, hemos de agradecérsela a nuestro hijo el ilustrísimo obispo de Pamplona y a los dos preceptores que para él contratamos, mientras se prolongaba su estancia en Pisa, los señores Romolino de Ilerda y Vera de Ercilla. En las misivas que nos han remitido, los tres se hacen lenguas de tu profesionalidad, de tu entrega y de tu valor. Y nuestro hijo nos refirió en su momento el encontronazo con aquellos delincuentes que en plena noche pretendían robarle la capa. De no haber sido por tu intervención, por haberte cruzado delante de uno de los mandobles que estaban destinados a él, por arriesgar tu vida por salvar la suya, ahora estaríamos llorando su muerte.
El rostro aceitunado de Michelotto enrojeció y sus ojos del color de las esmeraldas se humillaron en la alfombra sobre la que apoyaba los pies. Los informes que habían dado al santo padre estaban en lo cierto, de no haber sido por él su ilustrísima el obispo de Pamplona no lo habría contado. Y para refrescarle la memoria ahí estaba la cicatriz que a consecuencia de una estocada le había quedado, que le cruzaba la mejilla derecha desde la nariz a la oreja y le confería un punto de fiereza.
—Ser papa conlleva un sinfín de envidias, de odios, de rencores, que un hombre solo, por fuerte que sea, es incapaz de arrostrar, ni con la ayuda del Altísimo. Esta mañana, desde las primeras luces del alba y hasta la hora del ángelus, hemos celebrado nuestro primer consistorio, al que han asistido los cardenales que acudieron al cónclave en cuyo transcurso el Espíritu Santo los iluminó para que Nos saliéramos elegido representante de Cristo en la tierra. A lo largo del antedicho consistorio nos hemos visto en la situación de enfrentarnos a hombres que han puesto el grito en el cielo, ante nuestro anuncio de reformar el Colegio Cardenalicio y sanearlo del pecado de simonía, la compra y venta de cargos eclesiásticos. Son hombres que hasta ayer mismo estaban en un plano de igualdad con Nos y que a día de hoy se ven inferiores, algo hasta cierto punto no fácil de digerir. Unos lo aceptan con resignación cristiana, pero otros, los que se creían con más derecho que Nos a ser elegidos, jamás lo van a perdonar. Y harán todo lo que en sus manos esté para poner reparos a nuestras decisiones, agriarnos la vida y golpearnos donde más pueda dolernos. De recursos para hacerlo no andan escasos. Son ricos, poderosos y por lo general proceden de familias más que influyentes, que los secundarán en lo que emprendan. Cuentan con aliados de prestigio en la misma Roma —su santidad estaba pensando en los Colonna o los Orsini—, así como en Venecia, Milán, Florencia o Nápoles y en los Estados que configuran el mosaico de Italia. Igualmente, las grandes potencias de Europa saben de la conveniencia de procurarse amigos entre sus eminencias y con tal de disfrutar de ese privilegio están dispuestos a pagar una fortuna.
A Michelotto se le pasaba por alto adónde quería llegar el papa, a qué venía hacerlo partícipe de asuntos que no alcanzaba a entender. Y mientras el santo padre tomaba un vaso de agua de una bandeja de plata de la mesita de al lado y se lo acercaba a los labios, se entretuvo en contar los botones de su túnica y refrendar si, como había aprendido de niño, la cerraban treinta y tres, tantos como años tenía Jesucristo al dar la vida por la humanidad.
—Como habrás comprobado, Michelotto, un panorama de lo más desgarrador. Y Nos, ¿con quién contamos Nos para plantar cara a esta jauría, que no cejará hasta hacernos daño o eliminarnos? ¿En quién podemos confiar, que no nos venda por un puñado de ducados o nos traicione por unas migajas de poder? La respuesta a esta interrogativa que podría pasar por retórica, por más que te cueste creerlo, es clara y contundente.
Alejandro VI guardó un instante de silencio y estampó los ojos en los de Michelotto, como si esperase una réplica de sus labios.
—Los únicos que nos merecen confianza —prosiguió su santidad—, y que sabemos colaborarán con Nos, son los miembros de nuestra familia, los hijos que hemos engendrado. Ellos son carne de nuestra carne, por sus venas corre nuestra sangre y llegada la ocasión no dudarán en jugarse la vida por Nos. Por esa razón nos cuesta encajar que el pueblo llano y ciertos clérigos se escandalicen por el hecho de que un papa engendre hijos y no caigan en la cuenta de que si los engendra es para que en edad adulta colaboren con él en el gobierno de los Estados Pontificios, ora mediante casamientos que procuren alianzas ventajosas para sus intereses, ora en calidad de consejeros en la administración, ora como gonfaloneros, al frente de sus ejércitos, en situaciones en que las armas se hacen precisas para defender la integridad de sus dominios o extenderlos.
Lo único que hasta este punto del monólogo de Alejandro VI había sacado en claro Michelotto era que no había sido citado al Vaticano para ser reprendido por acompañar a lugares poco recomendables a su ilustrísima el obispo de Pamplona César Borgia. Bueno, e igualmente empezaba a temerse que, de continuar la entrevista en el mismo tono, no se le iba a dar la oportunidad de pronunciar palabra.
—Habrás deducido, Michelotto, que nuestras esperanzas las tenemos depositadas en nuestro hijo Juan, quien, como no ignoras, se halla en España, en César, a la sazón en Spoletto, y en Lucrecia y Jofré, en la actualidad en Roma, en casa de nuestra prima Adriana. Pero, lo que son las cosas, los cuatro constituyen al mismo tiempo nuestra principal fuente de preocupación. ¿Que por qué decimos esto? La influencia de un papa dura en tanto en cuanto continúe con vida y en pleno disfrute de sus facultades, con su muerte muere también el poder de su familia. Que vamos a morir es algo que está fuera de toda duda, pero ya pondremos los medios a nuestro alcance para que nuestros hijos queden perfectamente situados y nadie maniobre en su contra. ¿Cómo? Procurándoles un futuro digno, colmándolos de dádivas y riquezas que perduren en el tiempo, haciéndoles emparentar, a través de alianzas matrimoniales, con familias de abolengo. Que nos van a acusar de nepotismo lo tenemos aceptado y que nos van a denigrar esos fariseos, que de estar en nuestra piel actuarían lo mismo que Nos, tampoco es algo que nos quite el sueño.
El cuadro que Alejandro VI le estaba pintando a Michelotto no le cogía de sorpresa. Los planes que para sus hijos tenía pergeñados no se diferenciaban en gran medida de los que pontífices anteriores habían diseñado para los suyos. Hasta cierto punto resultaba de lo más lógico y natural. Lo que ya no le quedaba tan evidente era por qué, sin conocerlo, y por muy meritorios que fueran los informes que de él había recibido, lo hacía confidente de sus intimidades y le desnudaba el alma.
El silencio que siguió a la última intervención del santo padre estuvo en un tris de quebrarse, por el incontenible deseo de Michelotto de inquirir la razón por la que lo había hecho llamar. Pero se le reavivaron las instrucciones del meticuloso Burchard y juzgó más inteligente esperar a ser interpelado para tomar la palabra.
—Amigo Michelotto, te estarás cuestionando para qué te hemos hecho comparecer ante Nos y por qué hemos compartido contigo nuestras cuitas —el pontífice le había leído el pensamiento —. Los servicios que hasta aquí has prestado a plena satisfacción a nuestro hijo César han de pasar a mejor vida, o, expresado de otro modo, han de ampliarse y extenderse a la familia entera. Queremos que te encargues, sin escatimar tiempo ni esfuerzo, de la seguridad de todos nuestros hijos, de proteger sus hogares, de escoltarlos en sus viajes, de garantizar su seguridad ante los peligros que los acechan. Los procedimientos que emplees, por expeditivos que sean, nunca los vamos a poner en cuestión. Y no solo eso, Roma asimismo te necesita. Hemos perdido la fe en los capitanes de cuya integridad, de cuya lealtad depende el orden público, nos asalta la duda de si no se habrán contagiado de la dejadez y apatía del último pontífice, nuestro predecesor Inocencio VIII. Te demandamos, pues, que asumas las riendas y adoptes las medidas que estimes oportunas, por crueles e impopulares que sean, para restablecer el orden, para que esta ciudad vuelva a ser la ciudad que fue. Nuestro apoyo lo tienes garantizado y los medios que precises también. ¿Qué me respondes?
A Michelotto la garganta se le había secado, y no precisamente de hablar, y le costó Dios y ayuda arrancar y dar con las palabras pertinentes para replicar a su santidad. Carraspeó un par de veces y dijo:
—Santo padre, que hayáis reparado en mi humilde persona para tan elevado cometido lo considero un honor inmerecido. Detrás de vuestras palabras, de vuestros deseos, se esconde la voluntad de Nuestro Señor Jesucristo y como tal he de acatarla. No sé si sabré estar a la altura de lo que me pedís, pero tened la seguridad de que me dejaré hasta la última gota de mi sangre por daros satisfacción.
Alejandro VI cogió la campanilla de la mesita que había tomado el vaso de agua y la hizo sonar poniendo así fin a la entrevista con Michelotto, que de ser el guardaespaldas de su hijo César pasaba a convertirse en el responsable de la seguridad de todos los miembros de la familia y el garante del orden en la capital de los Estados Pontificios. A la vez que hacía una reverencia y se dirigía a la puerta de salida sin perderle la cara a su santidad, su mente ya maquinaba el modo de hacer frente a la ardua misión que se le había asignado. Y fue al pasar bajo el dintel y atacar el pasillo por el que había venido, cuando le volvieron dos de las frases que habían salido de los labios del representante de Cristo en la tierra: «Los procedimientos que emplees para conseguirlo, por expeditivos que sean, nunca los vamos a poner en cuestión». «Queremos que tomes las medidas que estimes oportunas, por crueles e impopulares que sean, para restablecer el orden».