Kitabı oku: «El asesino del cordón de seda», sayfa 5
7
Roma, 25 de agosto del año del Señor de 1492
Stéfano, el labriego caído en un agujero, es detenido cuando intenta salir de Roma
Las providencias habían sido lo suficientemente explícitas y tajantes, como para que los guardias que custodiaban las puertas de acceso a la ciudad las cumpliesen a rajatabla. El nuevo capitán que, desde que Alejandro VI se hubiera sentado en la silla de Pedro, los mandaba, no se andaba con minucias a la hora de exigir el acatamiento de las mismas. En la semana escasa que llevaba al frente de las fuerzas de seguridad de Roma había dejado traslucir un rigor, que derivaba en crueldad al ir a tomar medidas contra aquellos que las infringían.
Michelotto había impartido órdenes de que patrullaran día y noche por los barrios más inseguros de la ciudad, se detuviera sin la menor consideración a cuantos presentaran una actitud sospechosa y se vigilara el paso por las puertas que, a través de las murallas, enlazaban la sede de los Estados Pontificios con el exterior. Inserta en la tarea encomendada iba el registro concienzudo de carros, carruajes y cabalgaduras, que hasta entonces habían entrado y salido como si nada y aprovechado para traficar con armas, oro o dinero, que en no pocas ocasiones se desviaban con la voluntad de financiar revueltas.
Porta San Paolo recibía a una ola de campesinos que, procedentes de los predios que prolongaban la ciudad, traían sus productos extraídos de la tierra o arrancados a los árboles para venderlos o intercambiarlos por otros productos en el mercado, que al romper la mañana se abría en Campo dei Fiori. Por más que la férrea vigilancia de los centinelas y los registros a la entrada los incomodasen y retardasen el arranque de su actividad, aquellos hombres del campo no ocultaban su contento porque, merced a estas medidas, se estaba ganando en seguridad, lo que traía aparejado un incremento de las ventas. Eran medidas penosas, pero eficaces.
De ahí que no comulgaran con la postura de aquel individuo mal encarado y desabrido que, cuando la tarde ya moría, se manifestaba reacio a que le registraran el carro unos pasos antes de salir por Porta San Paolo que, junto a Porta San Sebastiano, ponía en comunicación la ciudad con las tierras del sur. Como tampoco entendieran el revuelo que, instantes después de que uno de los vigilantes se introdujera en el interior del vehículo, se formó alrededor y concitó la atención de sus compañeros del puesto de guardia. Que se habían tropezado con algo que no esperaban se palpaba en el ambiente. Y la presencia al cabo de un rato de Michelotto, el hombre al que ya empezaban a respetar y llamar su excelencia, vino a corroborar tal suposición.
—Tú y yo tenemos que hablar —fueron las primeras palabras que escaparon de los labios de su excelencia. Su mandíbula se tensó y sus ojos taladraron los de aquel pobre diablo, que no sabía con quién se la estaba jugando.
—Yo no he hecho nada malo —el propietario del carro que acababan de registrar no quitaba ojo de la cicatriz que cruzaba la cara de Michelotto.
—¿Y lo que mis guardias han descubierto debajo de la manta? —Michelotto se empinó sobre las punteras de sus botas de cuero—.
—El primer sorprendido he sido yo. Alguien lo ha colocado en el interior del carro cuando yo no estaba —el hombre del carro puso cara de no haber roto un plato en su vida.
—Ya. Suena muy convincente. Empecemos por el principio. ¿Qué hacías en Roma? —mientras Michelotto lo interrogaba, los guardias se apuraban en agilizar la salida de cabalgaduras y carros, cuyos dueños volvían la cabeza para examinar al recortado capitán de veintitantos años, que se apoyaba en el muro a la izquierda de la puerta.
—Vender mis melones, mis sandías, mis melocotones. Labro unas tierras que pertenecen a su eminencia el cardenal Riario y conforme a la temporada traigo unos productos u otros. De aquí a nada le tocará a la uva y a continuación a la aceituna.
—Por lo que me estás contando, eres un hombre rico. Empiezo a comprender por qué nos querías ocultar el cofre — Michelotto escoró la mirada hacia el carro.
—¿Rico? Si tomáis por rico a quien trabaja de sol a sol, vive en una casucha de muros de adobe y techo de paja, duerme en la misma pieza que los animales y, cuando la cosecha se viene abajo, no puede hacer frente al pago del arrendamiento y pasa hambre, soy ciertamente rico.
Michelotto, a quien las reivindicaciones del individuo del carro le importaban poco, no estaba por apresurarse, tiempo le sobraba. Y le divertía observar la manera en que la seguridad y el aplomo que al inicio del interrogatorio delataban todos, iba debilitándose a medida que avanzaba y les apretaba lo justo.
—¿Y la manta? ¿En agosto?
—Hay jornadas en que se me echa la noche encima y, como a esas horas las puertas de la muralla ya están cerradas, no me queda otra que dormir en el carro. Y de madrugada el relente aprieta —el labriego se guardó de apuntalar su respuesta, con el detalle de que si pernoctaba en Roma era por mor de las cogorzas que agarraba.
—Hay dos cosas de las que no me has hecho mención y que mi curiosidad me impulsa a preguntar: ¿cómo te llamas y por qué andas renqueante? —los ojos verdes de Michelotto viajaron por la pierna derecha del campesino.
—Vos no me lo habíais preguntado, excelencia. Mi nombre es Stéfano y si ando medio cojo es porque tropecé con una piedra, caí al suelo y a consecuencia del porrazo me destrocé la pierna. Espero recuperarme de aquí a poco y volver a andar con normalidad. Malamente un tullido podría cumplir con las labores que el campo requiere —replicó el que decía llamarse Stéfano.
—Ya vamos avanzando —ironizó Michelotto, que si había propuesto interrogantes tan simples era para que el tal Stéfano se confiase.
La bofetada que le propinó en la mejilla derecha por poco si le vuelve la cara. En décimas de segundos, a la bofetada siguió un puñetazo en la mandíbula, que más parecía la coz de una mula.
—Hasta aquí hemos llegado. Bastante paciencia estoy teniendo contigo. Te lo preguntaré otra vez. ¿Dónde has encontrado el cofre? O, te lo diré de otra forma, ¿a quién has desvalijado? —los ojos de Michelotto echaban fuego y la morenez de su rostro había dado paso al color de las amapolas.
—Si lo supiera, os lo diría. Os repito que quienquiera que fuese lo escondió debajo de la manta en mi ausencia, cuando dejé el carro con el mulo atado al abrevadero de Campo dei Fiori —Stéfano continuaba más entero de lo que cabía esperar, después de los dos sopapos que Michelotto le había endilgado.
Un rodillazo en los testículos que lo forzó a replegarse sobre sí mismo, fue la evidencia palmaria de que Michelotto estaba lejos de creer a Stéfano, se le habían hinchado las narices y estaba rumiando tomar medidas de más largo alcance. Esperó unos segundos a que se recuperase del rodillazo y volvió a insistir, no sin antes obsequiarlo con otro puñetazo, esta vez en la nariz, que empezó a sangrar.
—¿De dónde has sacado el cofre? —los brazos de Michelotto se cruzaron delante de su pecho y la puntera de su pie izquierdo se puso a tamborilear sobre el suelo.
—Por más golpes que me deis, no voy a faltar a la verdad. Alguien lo ocultó debajo de la manta —Stéfano sacó un pañuelo y con él presionó la nariz, que no dejaba de sangrar.
Michelotto hurgó por debajo de su camisa a la altura del cuello y extrajo un cordón de seda, lo tensó cuanto daba de sí y lo puso ante los ojos del sorprendido Stéfano.
—¿Sabes lo que es? —el acre aliento de Michelotto se expandió por la cara de Stéfano.
—Un cordón —lo que Stéfano no sabía era que el cordón encarnaba el arma favorita de Michelotto que, con su descomunal fuerza, lo empleaba para triturar la tráquea de cuantos lo incordiaban.
Michelotto anduvo unos pasos, se plantó a la espalda de Stéfano, le enlazó el cuello con el cordón y apretó hasta que notó cómo su cuerpo entero temblaba y de su garganta salían estertores que presagiaban un desenlace más rápido del que cabía esperar. Lo aflojó y, sin desprenderlo del cuello, volvió a preguntar acerca de la procedencia del cofre.
—Si lo supiera, os lo diría —articuló con dificultad Stéfano, al tiempo que, sin dejar de toser, se llevaba las manos al cuello.
Ante la capacidad de aguante de Stéfano y su contumacia en la respuesta, a Michelotto se le planteó la eventualidad de que no estuviera mintiendo. Alguien, con la evidente voluntad de recuperarlo más adelante, había ocultado bajo la manta el cofre, al objeto de que fuese Stéfano y no él quien corriera el riesgo de pasarlo por delante del puesto de centinelas. No obstante sus sospechas, el capitán de la guardia resolvió intentarlo por última vez, recurriendo a un procedimiento más sutil y retorcido.
—Cuando me han hecho venir para interrogarte, estaba a la orilla del Tíber, en Torre di Nona, adonde me desplacé con idea de conocer de primera mano la prisión en que encierran a delincuentes y herejes. Nada más ser recibido por su carcelero, indagué si había algún desgraciado en su interior y para mi regocijo me respondió que sí, que había una bruja a la que se la había condenado por haberse entregado a demonios y a íncubos y, con sus hechizos y encantamientos, haber provocado la muerte de un niño que estaba todavía en el útero materno. Había atormentado asimismo a hombres y mujeres con terribles dolores, y mediante conjuros había impedido a varones realizar el acto sexual y a mujeres concebir. A la bruja la había denunciado otra bruja, con quien había intimado en frecuentes aquelarres, que no había aguantado la tortura y había acabado por confesar. Personados en la casa de la bruja ahora encerrada, los guardias se habían tropezado en un armario del sótano con pruebas que la incriminaban y daban la razón a la que se había ido de la lengua: desde cordones de nudos para la venganza, cráneos, costillas, dientes, ojos y pelo de cadáveres, hasta suelas de zapatos y tiras de ropa desenterradas de las tumbas.
Stéfano estaba empezando a barajar si, más allá de violento, su excelencia no andaría mal de la cabeza. No entendía a qué venía sacar ahora a colación Torre di Nona, al carcelero y a la bruja que habían encerrado en las mazmorras por el chivatazo de otra bruja. Por lo demás, estaba encantado de que la conversación entre ambos —si es que la paliza que había recibido cabía catalogarse de esa manera— hubiera tomado otra deriva, en vista de que al menos gozaría de un rato de calma, que falta le venía haciendo.
—Ordené al carcelero que me condujera cuanto antes donde estaba la bruja, no por el capricho de admirar su continente ni someterla a un interrogatorio, sino para tener ocasión de examinar los instrumentos con los que la habrían torturado y sopesar la conveniencia de reemplazarlos por otros o mandar adquirir alguno del que estuvieran necesitados para llevar a cabo su encomiable labor. Junto a la bruja, y con el ánimo de que confesara sus crímenes y se arrepintiera de ellos, aun cuando al final iba a acabar de todas maneras en la hoguera, se hallaba un monje que al enterarse de quién era yo se me acercó y me suplicó medio llorando que mandara a mis hombres salir tras la pista de un hermano suyo del convento, que con él compartía las tareas espirituales de la cárcel y proporcionaba consuelo a los condenados, y que había desaparecido misteriosamente. Y me recalcó, a fin de facilitar la búsqueda, que el tal monje era gordo, sonrosado y bien parecido.
Que a Torre di Nona, al carcelero y a la bruja, su excelencia viniese a agregar ahora a un monje que andaba angustiado por la desaparición de otro monje, con el que seguro mantenía una relación pecaminosa, ratificó a Stéfano en la tesis de que el tal Michelotto estaba loco de atar. Y siguió rezando para que persistiera en ese camino y no reparara en las partes de su cuerpo, que aún no se había dignado marcar con sus golpes.
—Los instrumentos de tortura que el carcelero me fue mostrando, y que ya había sufrido en carne propia la bruja, los juzgué sencillamente insuperables, dignos de una cárcel de tal renombre y muy bien cuidados, halago este último que caló hondo en el ánimo de aquel hombre, que me lo agradeció con unos lagrimones y pasó a pormenorizar su funcionamiento y los efectos que sobre los delincuentes y herejes ejercían.
La calma que durante un rato se había reflejado en el semblante de Stéfano fue poco a poco desvaneciéndose, hasta degenerar en un destello de desasosiego que a Michelotto le provocó una sonrisilla de ida y vuelta. Las cosas pintaban mal, de un momento a otro fijo que el capitán se descolgaba con la descripción de los instrumentos de tortura. Y el labriego no erró en su suposición.
—Entre las dos planchas de hierro de la empulguera pones los dedos y esperas a que el torturador, dando vueltas a una manivela, los vaya apretando y apretando hasta que termina por aplastarte las uñas, las falanges y los nudillos; la pera veneciana, de metal y revestida de púas, te la introducen por el ano y girando un tornillo la van ensanchando y ensanchando, hasta que te desgarra por dentro; en la bota española, te colocan las dos piernas entre dos tablones de madera que golpean con un martillo, y a cada martillazo te van destrozando el hueso de la espinilla, hasta que se desgajan fragmentos que van a parar a la piel que hace de bolsa para contenerlos; el potro y la rueda te serán de sobra conocidos como para que malgaste mi tiempo y mi saliva en describírtelos, y otro tanto sucede con el tormento del embudo y el agua.
Stéfano se había puesto blanco como la cal, el labio de abajo le temblaba y un río de lágrimas corría mejillas abajo, hasta desembocar en los labios.
—Así que, como ya te supongo bien informado de lo que te espera, cuando lo estimes oportuno, amigo Stéfano, salimos para Torre di Nona, donde el verdugo se muere de ganas de empezar contigo.
8
Roma, 25 de agosto del año del Señor de 1492
Stéfano acaba por confesar la verdad a Michelotto, nuevo capitán del cuerpo de guardia de Roma y mano derecha del papa
—Hará cosa de quince o veinte días enganché el mulo al carro que la noche de antes había cargado de melocotones, sandías y melones y, dejando atrás las tierras que cultivo, me encaminé en dirección a Roma. Estaba amaneciendo cuando llegué a Porta San Paolo, por la que crucé sin que nadie me molestara, a lo mejor porque a esas horas los guardias suelen estar medio dormidos y lo que menos les apetece es interrogar a alguien o fisgonear. Las tiendas y talleres de las calles por las que iba circulando estaban abriendo sus puertas, y los patrones y aprendices se aprestaban a exponer al público sus productos; los banqueros pesaban, cambiaban monedas y vendían mentiras; los tejedores extendían sobre bancos de madera sus telas y madejas de lana; de las tintorerías escapaba un insufrible olor a lejía y alumbre; niños y no tan niños, con sus bártulos a cuestas, iban camino de sus clases; más de un carruaje tirado por caballos engalanados anunciaba la presencia de alguien importante, y de casas de relumbrón emergían criados con sus cestos rumbo al mercado, lo que me hizo arrear al mulo para llegar cuanto antes. Nada más pisar Campo dei Fiori, en medio de dos campesinas que vendían conejos, pollos y gallinas de sus granjas, ocupé mi sitio de costumbre y en un ora pro nobis monté el puesto y vacié el carro de su carga. Antes de que se me adelantaran, me apresuré hacia el abrevadero y en una de las argollas de sus bordes amarré el mulo con el carro detrás. Sin pérdida de tiempo, regresé al puesto y me puse a pregonar a gritos mis mercancías. Aun cuando a esas horas tan tempranas todavía se pueda respirar y el sol no aprieta con el ensañamiento de después del rezo del ángelus, la mayoría de los que iban o venían protegían sus cabezas con sombreros y se daban aire con abanicos de paja y espejitos incrustados. Por delante de mi puesto desfilaban músicos, danzarines, comediantes, sacamuelas, vendedores de remedios milagrosos, buhoneros, mendigos y patrullas de soldados, que no perdían detalle para que no se cobrara más de lo estipulado, no se salieran con la suya los ladronzuelos y no estallaran altercados.
—Te estás yendo por las ramas Stéfano. Todo lo que me estás contando me lo conozco mejor que tú. Al grano —por un instante a Michelotto le dio la impresión de que aquel redomado embustero le estaba tomando el pelo.
—Disculpad, excelencia. Procuraré ceñirme a los hechos — declaró Stéfano, que mientras estuviese en posesión de la palabra no iba a recibir más golpes—. La jornada no se me dio mal, no bien quise darme cuenta lo había vendido casi todo y lo que me había quedado lo cambié por semillas de trigo, cebada y centeno. Con el anhelo de celebrarlo y refrescarme un poco, me dirigí a una casa de comidas de Vía Recta, a unos pasos del Panteón. Con el último bocado regresé adonde el mulo y el carro, me dejé caer en su interior y descabecé un sueño bajo un sol que amenazaba con derretir el toldo, y el chirrido de las cigarras y el chapoteo de unos niños en el agua del abrevadero como música de fondo. Apenas me desperté, ya la tarde más que avanzada, el sabor amargo que se me había instalado en la boca y la sequedad de la misma me hicieron desistir de mi intención de volver sobre mis pasos, trasponer las murallas por Porta San Paolo y tomar el camino de mi casa. Y sin explicarme muy bien por qué, me vi en el interior de una taberna del Trastévere en la que había estado otras veces, donde llegué a perder la noción del tiempo.
—¿Por quién me tomas? Me estás sacando de quicio. O abrevias o te muelo a golpes. O si lo prefieres, nos apresuramos a Torre di Nona —Michelotto estaba al borde del colapso.
—¡A Torre di Nona no! —Stéfano ya se estaba viendo enfrentado a empulgueras, peras venecianas y botas españolas.
—Te lo estás ganando a pulso —Michelotto volvió a hacer gala de su habitual flema.
Una vez hubo oído de labios de Stéfano el resto de su historia, por fin en sus justos términos y con la brevedad demandada, a lo que contribuyó de modo sustancial la daga que uno de los guardias le había puesto al cuello, Michelotto se interesó por que le revelara la suerte de prendas que lo adornaban, como para que un desconocido se hubiera prestado a ofrecerle ayuda así como así, después de haberse precipitado por una grieta del monte Opio.
—En el cielo escucharían los rezos que ofrecí al Altísimo y mi promesa de que, si alguien acudía a socorrerme y me sacaba de aquel agujero, llevaría al altar de la iglesia de San Clemente ramilletes de flores, cirios de los más caros, dos candelabros de oro macizo, una casulla para el sacerdote y una dalmática para el diácono.
—Y ¿cómo se desarrolló el rescate? ¿Resultó muy complicado?
—A la vuelta de lo que calculé serían dos o tres horas desde que me había prometido socorrerme, el buen samaritano regresaba, desuncía el mulo del carro, fijaba la cuerda en el gancho de los arreos y la arrojaba agujero abajo. Al verla descender, mis ojos no distinguieron una cuerda, sino la imagen de Nuestro Señor Jesucristo, que con los brazos abiertos venía a rescatarme. La cogí, me la até en torno a la cintura, la apreté con las dos manos y grité al buen samaritano que arrease al mulo y tirase del ronzal con todas sus fuerzas.
—¿Y qué pasó con tu buen samaritano?
—Al salir al aire libre y advertir cómo el sol quemaba mi piel y me forzaba a entrecerrar los ojos, me puse a llorar como un niño y abracé hasta por poco asfixiarlo al hombre que Dios había puesto en mi camino y me había salvado la vida. Me deshice en elogios a su bondad, le indiqué que mientras viviese estaría en deuda con él y me ofrecí a recompensarlo, ofrecimiento que rechazó, pues la única recompensa que interesaba a aquel bendito era la que Dios le tenía reservada en el cielo. Y ahí nos despedimos, él por su camino y yo por el mío.
—Tu relato ofrece tantos puntos débiles, que me impulsa a reconsiderar la conveniencia de seguir con el plan que tenía trazado: llevarte a Torre di Nona para que recuperes la memoria.
Las palabras de Michelotto fueron rubricadas por otro tremendo puñetazo asestado, en esta oportunidad, en el hígado de Stéfano.
—Os he contado las cosas tal y como sucedieron. Allá vos si no confiáis en mi palabra —se lamentó Stéfano, todavía doblado por el efecto del golpe.
—¿Cuál es el nombre de ese ángel y en qué barrio vive? — indagó Michelotto.
—Me quedé con las ganas de que me lo dijera. Prefería quedar en el anonimato más absoluto. Me aseguró que así su acción adquiría más mérito a los ojos de Dios.
—¿Por qué, una vez liberado del hoyo, no agarraste las riendas de tu mulo para regresar de inmediato al campo? ¿Por qué has esperado tanto tiempo para cruzar por Porta San Paolo? —preguntó Michelotto.
—De resultas de la caída en el agujero un hueso se me había desplazado de su sitio. Cada vez que daba un paso veía estrellas. A la pierna le eran precisos cuidados que solo me podían prestar en la ciudad. Y ya medio restablecido, por recomendación del curandero que me la recompuso, hube de quedarme tendido en el interior del carro sin moverme. Por fortuna, uno tiene amigos y gracias a ellos, que me llevaban alimentos y efectuaban curas, logré sobrevivir — alegó Stéfano, quien en realidad había retardado la salida por miedo a sufrir un asalto a lo largo del camino, dado que por esas fechas, en que la sede papal se hallaba vacante, se perpetraban frecuentes delitos.
—Y el cofre, ¿de dónde ha salido? A este paso acabarás por hacerme creer que te llovió del cielo o te lo regaló el buen samaritano —el vaso de la paciencia de Michelotto había rebosado. Lo agarró del cogote y le espetó—: andando, a Torre di Nona.
—Me lo encontré en la cueva en la que había caído. Estaba cubierto por un montón de tierra y escombros y tropecé con él. Abrirlo me llevó su tiempo y, no más meter las manos en su interior y verificar lo que guardaba, la cabeza empezó a darme vueltas y el corazón por poco se me sale por la boca. Tenía claro que si llegaba a salir con vida del agujero, me esperaba una existencia tan regalada como la del cardenal más rico o el mismo papa. Y nunca más me vería obligado a trabajar. Claro que ahora…
—¿Y tuviste la desfachatez de no hacer partícipe de tu hallazgo al hombre que te salvó? —a Michelotto no le cabía tanta indignidad.
—Le propuse repartirlo con él, pero se opuso a ello. Me dio a entender que los bienes terrenales le traían sin cuidado. ¿Qué podía hacer yo?
Minutos después de haber concluido el interrogatorio, Michelotto, Stéfano y dos de los hombres que hacían guardia en Porta San Paolo y llevaban en sus manos cuerdas y antorchas apagadas, guiaban sus pasos en dirección al monte Opio, en una de cuyas laderas los aguardaba la cueva a la que se descendía por una grieta de la superficie. Luego de unas tentativas fallidas de Stefano para dar con el punto exacto, que a Michelotto le parecieron hechas aposta para ganar tiempo, por fin dieron con lo que buscaban.
—Encended las antorchas y echad las cuerdas. Bajaremos Stéfano y yo —dispuso Michelotto a los dos guardias, que ignoraban la razón por la que estaban allí y lo que se le había perdido a su excelencia en el fondo de la tierra.
La antorcha en una mano y la cuerda en la otra, primero Stéfano y después Michelotto se introdujeron por la grieta medio tapada por hierbajos y fueron descendiendo hasta posar los pies en el suelo. Un olor insufrible, como a bicho muerto, que se propagaba desde el suelo hasta el techo, para quedar flotando en el espeso aire que allí circulaba, los forzó a contener la respiración. El resplandor de la llama iluminaba la pared de delante, que daba la impresión de estar tachonada de pinturas desvaídas cuya temática se le escapaba a Michelotto, quien sin apartar la vista de ellas avanzó con la intención de analizarlas más de cerca. Aunque igual había sido objeto de una ilusión óptica y lo que tenía enfrente de él era un simple muro desconchado.
En esta disyuntiva se hallaba, cuando su pie derecho, al avanzar, fue a tropezar con algo que por poco le hace trastabillarse y caer de bruces al suelo. Bajó la antorcha para averiguar de qué se trataba y al punto descubría que lo que había interceptado su paso era un cuerpo, que vestido con un hábito religioso estaba tendido bocabajo. Se agachó, le dio la vuelta, le limpió la tierra que le ocultaba la cara y constató que era la de un varón grueso, que en su momento habría sido bien parecido, y que tal vez fuera el monje sobre cuya desaparición alertó el otro monje que en Torre di Nona se esforzaba por sonsacar sus pecados a la bruja condenada a la hoguera.
Michelotto se hincó de hinojos y salmodió una plegaria. Sus ojos rastrearon los de Stéfano, que en cuclillas se daba golpes de pecho, lloraba y gritaba su arrepentimiento, por haber empujado por la grieta a aquel hombre cabal al que debía la vida.
—Merezco morir en la horca o en el fuego. Que Dios se apiade de mi alma.
Michelotto no se rebajó a efectuar comentario alguno ni a golpearlo hasta destrozarlo por completo o estrangularlo. Se limitó a despojarlo de la cuerda, atar con ella al monje que en vida tal vez hubiera lucido una tez sonrosada, y vocear a los dos guardias que tiraran con fuerza para arriba. Una vez lo hubieron izado y depositado en tierra firme, se repitió la maniobra, esta vez con Michelotto como protagonista del ascenso. No bien enfrentó sus ojos a los de los dos guardias y echó una última mirada al cadáver, los apremió a que fueran por cuantos materiales y aparejos estimasen precisos para taponar la grieta, por supuesto con Stéfano dentro, y trasladaran al monje al convento al que pertenecía. Hasta tanto el cierre del agujero no hubiera llegado a su término, no tenía intención de retirarse de allí. Había de estar seguro de que ningún otro desgraciado iba a caer por él.