Kitabı oku: «La Biblioteca de Ismara», sayfa 8
4
—No me has invitado —dijo Daniel, molesto. Clara no contestó. Su fiesta era la comidilla del instituto y ella aún no había decidido si le gustaba o no ser el centro de atención hasta ese punto.
—No —le contestó Nuria—. Ni lo hará. No queremos imbéciles que solo buscan una cosa.
—Vale —replicó Daniel, despectivo—, pero ¿por qué no dejas que me conteste ella? No me gusta tu voz.
—Ya la has oído. —Esta vez sí era Clara—. No te he invitado porque no quiero que vengas.
Daniel acusó el golpe.
—Te equivocas conmigo —alegó—. Entendiste mal lo que te dije. Me gustaría que me dieras la oportunidad de probarte que no soy el capullo que todos creéis que soy. Lástima. Pensé que tú y yo teníamos mucho en común.
—Sí, el instituto y un cromosoma X —se burló Nuria, emocionada por poder meter «cromosoma X» en una frase.
Clara sonrió; Daniel también esbozó una mueca amarga y se dio media vuelta, resignado. A Clara le podían los cachorrillos mojados con mirada triste y estuvo a punto de pararle, pero Nuria la agarró del brazo y musitó: «Ni se te ocurra».
Clara se lo agradeció. Aunque a veces Nuria podía ser un poco dictadora, lo cierto es que sin ella no hubiera podido sobrevivir en Bosca. Sin ella y sin Inés. Eran como mosqueteras, todas para una y una para todas. Y en la preparación de la fiesta se encontraron con su D’Artagnan: Ana, una chica de la edad de Clara que estaba en el equipo local de Gimnasia Rítmica. Inés la había conocido en los ensayos de la función de Navidad, y cuando la presentó en el grupo, congeniaron enseguida. Las tres le ayudaban en lo que podían (o en lo que Gabriel les dejaba, porque no tenían permitido entrar en el local) y gracias a ellas Clara estaba consiguiendo disfrutar un poco de los preliminares.
La semana se convirtió en un no parar de imprimir invitaciones, elegir decoraciones y hacer collares, esto último a cargo de Óscar y Gabriel. Con tanto movimiento, a Clara casi se le había olvidado que quería conectarse a internet.
Casi.
Durante los desplazamientos al salón donde se iba a celebrar la fiesta, había localizado un cibercafé en una calle cercana. Como Gabriel se negaba a que los amigos de Clara le ayudaran dentro del local, siempre iba allí sola. Y en uno de los viajes, aprovechando que ni Gabriel ni Óscar venían con ella, entró en el establecimiento, pagó la tarifa mínima y se sentó, al fondo, frente a un ordenador. Suspiró un momento antes de entrar en su cuenta de Facebook. Introdujo su email: ccarrasco789@hotmail.es…
O lo intentó, porque cuando intentaba escribir «Carrasco», en la pantalla aparecían otros caracteres. Menuda mierda el amuleto ese.
Se lo quitó; nada. Lo guardó en el bolsillo; nada. Le pidió a la chica que atendía el Cíber que se lo guardara…; nada. Debía tener un radio de acción enorme.
Tendría que abrir una nueva cuenta de correo.
Al cabo de un rato la tenía configurada: csanchez789@hotmail.es (cuanto más se pareciera a su correo antiguo, más fácil sería que supieran quién era). Ya podía crear una cuenta de Facebook con su nuevo nombre. Intentó usar la cámara del ordenador para hacerse una foto, pero solo obtuvo una masa de colores remotamente humanos en donde debía estar la cara. Lo intentó un par de veces más, sin éxito. La computadora debía estar estropeada. Pues sin foto, qué demonios. Abrió su cuaderno de notas, dispuesta a enviarle un correo a Adolfo… Y entonces se dio cuenta de que con el apellido cambiado y sin una foto iba a ser difícil que la reconocieran.
Cuando estaba dándole vueltas a la solución del problema, miró por la ventana y vio a su tío dirigirse al local del cumpleaños. Se levantó a toda prisa y salió corriendo; tenía que llegar antes que él o se acabarían las escapadas sorpresa. Evitó el recorrido que seguía Gabriel, metiéndose por calles secundarias, y logró entrar en el local segundos antes de que su tío llegara.
Al menos ya tenía configurada la cuenta. La próxima vez, la usaría.
5
Bruno Candial había dormido en Ismara. Desde los ataques de la Hermandad, cada vez lo hacía más a menudo. Siempre se había sentido más seguro en Ismara que en la superficie, pero ahora no era una cuestión de percepción. La superficie era peligrosa. Bruno era de la vieja guardia, de los pocos que aún se negaban a rodearse de electromagnetismo, módems, routers y todos esos aparatos modernos. Que le dieran un buen par de legajos, oliendo a polvo y ácaros, algo tangible, y lo verían disfrutar.
A las cinco encendía el fuego en su tahona, una de las pocas panaderías con horno de leña que quedaban en Bosca, y allí se dirigía cuando vio a Antoine salir de la Biblioteca de Ismara. Bruno observó cómo miraba a uno y otro lado antes de dirigirse a una de las salidas. Le pareció que no quería ser visto, y él mismo se ocultó. No era una hora habitual y ese comportamiento era sospechoso. Habían empezado a correr rumores insistentes sobre la presencia de un topo en la Societas, y no tenía ninguna intención de acabar con la cabeza separada del cuerpo. Esperó a que Antoine saliera de Ismara y, minutos después, hizo lo mismo.
Cuando Natalia acudió, como todos los días, a comprarle el pan, lo comentó con ella. Pero Natalia le restó importancia. Antoine estaba investigando la historia de los Riglos y su relación con Ramyr. Era normal que estuviera en la Biblioteca. Y en cuanto a la hora… ¿cuántas veces no se habían quedado ellos estudiando o leyendo hasta la madrugada?
Mientras Natalia salía de la panadería, Bruno se preguntó si no sería oportuno hablarle a Antoine de los libros del reservorio, que Gabriel descubrió y sirvieron para deducir que su sobrina podía ser el instrumento que estaban esperando. ¿Quién los tenía ahora? Había sido una investigación complicada, trabajando cada uno por su lado, unos en Ismara, otros en Bosca, o en Francia… ¿Seguían los libros en la Biblioteca o se los había quedado alguno de los investigadores? Natalia, Gabriel, Sophie… Sophie era como una madre para Antoine. Si los tenía ella, Antoine habría podido consultarlos. ¿Óscar…? Tal vez. O Mónica, aunque, desde que era alcaldesa, sus trabajos como investigadora estaban un poco estancados. Los libros se habían repartido entre ellos, de eso estaba seguro, pero juraría que se devolvieron al reservorio. Cuando volviera a ver a Antoine, se lo comentaría.
6
—Estás pillando fama de pija —dijo Nuria, en tono confidencial.
Clara casi se atragantó con la manzana. Acababan de terminar el primer bloque de clases y estaban almorzando en el patio. Miró a su amiga, atónita.
—¿Qué?
—Es lo que comentan todos. Por lo de la fiesta —añadió—. Todos la llaman ya Sweet Sixteen.
—No me fastidies —se quejó Clara, mirando suspicaz a su alrededor. Le pareció ver caras que la miraban con expresiones de desaprobación. ¿O es que se estaba emparanoiando?
—Sí. Y todos esperan que te regalen una moto, un apartamento en la playa o cualquier otra historia de esas; que salgas a cantar Mamma Mia o algo así con un coro de bailarines profesionales y que invites al Dani Martín o algún famoso. Como si fueras yanqui.
—¡Venga ya!
—Pues sí —confirmó Nuria, y luego, conciliadora, añadió—. Pero no hace falta que hagas nada de eso. Con las piñatas, alguna bebida y patatas fritas, a mí me parece que ya está bien.
—Pero es que ni siquiera es mi cumpleaños, que es en febrero… Eso ha sido idea de mi tío, que quiere… —No; mejor que no le contara a Nuria las paranoias de su familia, porque si se daba cuenta de lo grillados que estaban todos, ya la podía dar por perdida—. …bueno, tonterías suyas.
—Que a mí me gusta la fiesta, de verdad. Yo solo te cuento lo que hay. Y oye, si tú y yo sabemos que no eres ni pija ni rara, lo que piensen los demás da lo mismo, ¿no?
Sí, claro que daba lo mismo… Que te marcaran como la frikie-pija al mes de llegar a un instituto era lo mejor que te podía pasar… Si buscaba argumentos para un cuento costumbrista, ya tenía uno, con ella de personaje principal.
A cada segundo odiaba más esa maldita fiesta.
Pero llegó el día. Gabriel tenía preparadas cientos de guirnaldas, una para cada invitado, que brillarían en la oscuridad. Primero en blanco, pero un par de minutos después de ser colocadas, se colorearían en tonalidades que irían del verde lima al azul eléctrico y del rosa chicle al ámbar. Gabriel le explicó el código: azules y verdes podían ser invitados a su casa sin problemas; del rosa al amarillo, con reservas (solo si una exhaustiva investigación los identificaba como no peligrosos). Pero las que brillaran en ámbar marcarían a alguien peligroso y esa persona debería ser neutralizada de inmediato.
—¿Asesinada? —preguntó Clara, entre asustada y esperanzada—. Porque tengo un par de nombres en mente…
—No —remarcó Óscar, riendo—. Neutralizada. Hay compuestos que producen pérdidas selectivas de memoria. Recordarán entrar en la fiesta, pero nada más. Y luego tendrán muchas dificultades para memorizar cualquier dato que se refiera a ti.
—¿Y cuándo me enseñaréis a hacer esos conjuros? —preguntó Clara. Si algo se le estaba haciendo evidente era que los aparatos que construía la secta de su tío funcionaban. ¿Habría parte de verdad en lo que le habían contado? Tal vez. Claro que de ahí a tragarse lo de la conspiración contra su familia había un mundo.
—Ni un segundo antes de que dejes de llamarlos conjuros —concluyó Gabriel—. Te lo repito; esto no es magia. Es como si llamaras poción al jarabe contra la tos, o maleficio a la quimioterapia.
—Bueno —ironizó—, pues cuándo aprenderé quimioterapia.
Gabriel y Óscar se rieron, a su pesar. Pero debían darse prisa, porque la fiesta empezaba a las siete y ya eran las cinco y media.
—Corbata… bueno. Pajarita no —opinó Clara, viendo que su tío se estaba probando lazos por encima de la camisa —. No vayas a parecer un viejo.
—Cada uno parece lo que es… Vale, llevaré pajarita —Clara le clavó la mirada—. Era broma, era broma. Corbata. ¿Lunares, rayas…, paramecios…?
Eligieron una verde oscuro con dibujitos para Gabriel y otra mostaza con rayas muy finas verde esmeralda para Óscar.
Estaban muy guapos, pensó Clara, «para ser tan mayores».
Se pusieron en la puerta, dando guirnaldas a tutiplén, desbordados por la cantidad de gente que había acudido. No solo los alumnos, sino sus padres, los profesores… media Bosca estaba allí… bueno, tal vez solo parte, pero sí casi todo el instituto. Y el verde y el azul eran los colores predominantes en la sala, iluminada con una luz suave que permitía ver las caras y las guirnaldas. Inés llevaba una azul celeste, Nuria, otra de un verde eléctrico, la de Ana, violeta… y se le veía bastante acaramelada con un chico que se había dado dos vueltas al cuello con una de color verdeazulado. Algún amarillo ocasional, pero ningún rosa o ámbar.
—¿Con quién está Ana? —le preguntó Clara a Inés.
—Con Juan —respondió esta—. Ya llevan unos días tonteando.
Juan. Clara recordó haberle visto por el instituto. Un chaval guapete, alto, que jugaba al baloncesto y hacía teatro. Le hizo gracia que esos dos se juntaran. Nuria se acercó.
—Venid —dijo, riendo—, que nos hacemos un selfie.
Las tres se abrazaron, divertidas y se hicieron la foto.
—Clara, tú siempre igual —se quejó Nuria, mirando el móvil—. No sé cómo lo haces, pero siempre sales borrosa…
Clara se hizo la loca, pero entendió qué pasaba: no era culpa del ordenador ni de la cámara; el amuleto impedía que se le viera en las fotos. Vaya con los alquimistas.
—Por cierto —añadió Nuria—; Pablo quiere preguntarte algo. Dice que es privado y que no quiere que te lo tomes a mal.
—¿Y por qué me lo preguntas tú?
—Porque él dice que no quiere que le cojas manía por hacer preguntas raras y que como soy tu mejor amiga y blablablablablá…
—Si puedo contestárselo —Clara suspiró—, adelante.
—Seguro que quiere preguntarte si los colores de las guirnaldas tienen que ver con la orientación sexual —se burló Nuria—. Desde que salió del armario, ve gays por todas partes.
—Vamos, dile que venga antes de que le dé un yuyu por comerse la cabeza.
Nuria se marchó riendo y al poco volvió con Pablo.
—Los colores no tienen nada que ver con lo sexual —se adelantó Clara.
—No es eso. —Pablo se estaba poniendo colorado—. No, déjalo, que seguro que te cabreas.
—Pues entonces no me lo preguntes.
—Es que no lo sé. A lo mejor ni te molesta ni nada. Pero a mí me gustaría mucho saberlo.
—Pablo: escupe.
—¿Tus tíos están casados?
Vaya pregunta. ¿Y para eso tanta parafernalia?
—No. O sea, no lo sé. Desde luego, yo no he conocido a sus mujeres.
—No. Digo entre ellos. Que si son pareja, vamos.
—¿Cómo? —La verdad es que no se le había ocurrido pensarlo. Pero dos hombres adultos, viviendo juntos… ¿Óscar y Gabriel eran matrimonio? Los miró e intentó verlos de la manera en que los veía Pablo. Tendría que preguntárselo.
—Pues ni idea. Aunque también puede ser que tengas estropeado el radar gay y veas solo lo que quieres ver.
—Me encantaría que lo fueran. Hacen una pareja tan mona. Y serían el primer matrimonio gay que conozco en Bosca.
—¿Aquí no hay ninguno?
—Alguno habrá, supongo. Pero desde luego no van de la mano por la calle. O yo no los he visto. Y si le presento a mi madre uno que no sea de famosos que se tiran los trastos a la cabeza, a lo mejor deja de sufrir un poco por mí.
—Haré lo que pueda.
La fiesta fue acabándose. La gente empezó a retirarse a eso de las once y hacia las doce ya no quedaba nadie en la sala. Clara buscaba el instante oportuno para hacerles la pregunta. «Que luego no es todo tan sencillo. ¿Y cómo se lo dices? ¿De sopetón? ¿Con preámbulos? ¿Y si se lo toman a mal? ¿Y si me dicen que qué me importa a mí?».
Y entonces llegó Daniel. Iba algo achispado y Óscar, que en ese momento hacía las veces de portero, le impidió el paso.
—Solo quiero hablar con Clara —dijo, con la lengua espesa.
—Pero sin entrar. —Óscar intentó ponerle una guirnalda alrededor del cuello, pero Daniel se zafó y entonces vio a Clara.
—¡Claraaa! —gritó, arrastrando la erre.
La muchacha se volvió, extrañada.
—No estás invitado y encima vas borracho —le dijo—. ¿Qué es lo que quieres?
—No puedo dejar de pensar en ti —balbuceó Daniel y empezó a llorar.
«Vaya, la ha pillado llorona» —pensó Clara, e inmediatamente se arrepintió por esa crueldad.
—¿Qué haces bebiendo? —acabó preguntando, y el tono de la pregunta le salió agresivo, tal vez demasiado, casi como un interrogatorio.
—Cumpliré dieciocho dentro de seis meses —respondió él, casi infantil.
—Ya. Pues seis meses son medio año. O sea, que no los tienes. —¿De verdad estaba echándole la bronca? ¿a qué venía esa conversación? ¿por qué tenía que importarle que Daniel bebiera o dejara de beber? No tenía respuesta. Ni siquiera sabía por qué estaban hablando, pero continuó:
—Y aunque fueras mayor de edad, ¿qué haces bebiendo?
—Necesitaba valor para hablar contigo —contestó Daniel e hizo un movimiento absurdo intentando besarla.
Clara se apartó, rechazándole.
—Mira, Daniel, no me seas pulpo —dijo—. Que serás muy guapo y todo lo que tu quieras pero no me interesas, ¿vale? Y menos borracho.
—No te intereso….
—Vete a casa, duerme y mañana, sereno, hablas conmigo, ¿eh?
Óscar, que no se había movido esperando ver el cariz que tomaban las cosas, acercó una guirnalda. Clara la recogió.
—Pónsela —le pidió Óscar.
Lo intentó como pudo, pero Daniel se la quitó de las manos y empezó a jugar con ella.
—Me la pongo si me dices que me quieres, aunque sea un poquito —masculló, inclinándose de nuevo hacia Clara—. Me gustas mucho. De verdad.
—Ya vale, Daniel —respondió la muchacha, esquivándolo otra vez—. Vete a dormir. Si te quieres poner la guirnalda, te la pones y si no, no. Pero no voy a hablar contigo tal y como vas.
—Pues te la pones tú. —Daniel tiró la guirnalda, se dio la vuelta y se alejó tambaleándose.
Clara quiso ir detrás, pero Óscar se lo impidió:
—Deja que le dé el aire. No va tan borracho como para tener problemas. Solo necesita dormir y aclararse las ideas.
—Vale.
—Clara…
—¿Sí?
—Ten cuidado con él. Ha tirado el collar sin ponérselo. No sabemos si es de fiar.
7
Esa noche Clara tuvo un sueño extraño. Su tío tenía un laboratorio como el del doctor Frankenstein, lleno de retortas, probetas, jaulas de Leyden y rayos cruzándolo de lado a lado. Guardaba en cajas de cristal los cadáveres verdosos de María y Fernando, los profesores asesinados del IES Lope de Vega, con tornillos en el cuello. Óscar y él bailaban un frenético vals y terminaban en un beso apasionado. Mientras, Daniel observaba la escena. Llevaba una guirnalda que relucía con un ámbar intenso, casi rojo, mientras repetía:
—Eres el amor de mi vida, eres el amor de mi vida, eres el amor de mi vida.
Su tío dejó de besarse con Óscar y se lanzó contra Daniel blandiendo una espada. Lo atravesó de una precisa estocada y el ámbar del collar y el rojo de la herida se juntaron en un surtidor que atravesó la estancia formando arabescos mientras una voz repetía: «Oterkes le se ese, oterkes le se ese».
Clara se despertó, sudando. Durante unos instantes no supo dónde estaba. Un perro ladraba en el parque y ella se asomó a la ventana. Bajo una farola, en la calle, le pareció ver a alguien de pie, mirando hacia la torre. ¿Daniel, quizá? No pudo verlo con más detalle; en un parpadeo, había desaparecido.
«Como en el tanatorio» —pensó.
Fue como si atravesaran su estómago con una lanza. Revivió una vez más la muerte de sus padres con la misma intensidad que si se hubiera producido ayer. El dolor era agudo, penetrante, se abría hueco desde su vientre hasta la garganta. Todos los reproches, todas las justificaciones, toda la culpa, todas las excusas viajaban con él, hendiendo sus entrañas, destrozándola por dentro. No pudo más. Se aferró al alféizar unos segundos, luchando contra el vértigo que le incitaba a saltar y terminar con todo. Luego se apartó de la ventana y se dejó caer, llorando, sobre la cama.
XII
LA HERMANDAD SE ACERCA
1
Bruno no era un hombre valiente. Sabía cuál era su sitio dentro de la Societas y asumía la necesidad de tomar parte en la lucha, pero no estaba hecho para afrontar peligros. Lo suyo era el estudio y la investigación, sumergirse en antiguos manuscritos. Era realmente bueno en eso. Pero el enfrentamiento directo no era cosa suya. Prefería cumplir con su deber en la retaguardia, lejos de luchas desequilibradas o temerarios hechos de armas de los que tanto disfrutaban sus compañeros. Bruno era un hombre sensato.
Y sin embargo allí estaba, en la orilla izquierda del Ebro, a la altura de la basílica del Pilar, esperando que vinieran a entregarle el encargo más peligroso de las últimas décadas. Él, que jamás lo hubiera querido, tenía que hacer el trabajo en persona.
Los hombres de la Hermandad habían atacado en Madrid hacía un mes y, dos noches atrás, en Lyon, aunque sin víctimas. Y había habido encuentros desafortunados en Graz y Boston. Él no habría aceptado la tarea. No soportaba el dolor, ni la presión. Era un hombre de paz. Tal vez un cobarde para otros estándares, aunque a él le gustaba definirse como prudente. No le gustaba la guerra; ¿qué había de valioso en una generación de muertos?
Ya pasaban de las cuatro y nadie acudía. No solo no era valiente; tampoco toleraba la impuntualidad. Tenía que poner en marcha su tahona. Si a las cinco y media no había empezado a cocer la masa sus clientes de Bosca no tendrían pan. Pero estaba en Zaragoza, soportando que el húmedo frío de la madrugada le calara los huesos.
El retraso de hoy podía significar otra cosa, pero prefería no pensarlo. Miró de nuevo a su alrededor y se puso en contacto con Natalia. Tener un móvil era la única concesión que estaba dispuesto a hacerle a las nuevas tecnologías, pero solo por necesidad, y a regañadientes.
—¿Ya? —preguntó Natalia, decidida, apenas descolgó el teléfono. Era una mujer enérgica, de rizos castaños y sonrisa perpetua. Pero ahora sonaba preocupada.
—No ha venido nadie. Yo no puedo esperar mucho más, así que, si no viene en diez minutos, no habrá entrega.
—Imposible. Algo le ha tenido que pasar. Es casi tan puntual como tú. Si fuera a retrasarse, habría avisado.
—Solo hay dos explicaciones. —Bruno odiaba subrayar lo obvio—. Ha sufrido un accidente y no puede comunicarse o…
—O la han detenido. —La voz de Natalia tembló levemente.
—¿Te ha llegado…? —preguntó él, con un nudo en la voz. No había sentido nada, pero quería asegurarse.
—No. —Natalia consultó el mapa que tenía delante. Dos octógonos minúsculos parpadeaban en Zaragoza, en los alrededores del Puente de Piedra. Lamentó para sus adentros no tener un pergamino más preciso—. Su medallón sigue intacto. Está viva y a unos cincuenta o cien metros de ti, por lo que veo.
Bruno respiró aliviado. Vio entonces cómo algo se movía entre la niebla.
—Viene alguien. Debe de ser…
Natalia vio en el mapa que las dos señales se separaban.
—No, Bruno; no es ella —urgió—. Sal de ahí ahora mismo.
Bruno colgó intentando no hacer ruido. La sombra ganó en definición. Era grande, flanqueada por dos bestias, y se le estaba acercando por la ribera del Ebro.
Tenía que huir.
Con cautela, se acercó a las escaleras que subían desde la orilla del río. En el segundo tramo de escalones había una entrada, pero llevaría un par de minutos hacerla practicable. Tenía que hacerlo sin que el Hermano o las bestias lo localizaran. Por fortuna, la brisa que soplaba desde el cauce alejaba su olor de los lykos.
Contó los escalones mientras ascendía. En el decimosexto estaba la entrada oculta. Un jadeo animal lo sobresaltó; el sonido de una bestia que husmeaba al pie de las escaleras. No podían verle, pero aún así se arrimó a la pared mientras palpaba el peldaño buscando un relieve octogonal. Cuando lo encontró, insertó en él el emblema de la Societas. Una oquedad empezó a materializarse, mostrando unos escalones descendentes. Cuando se disponía a entrar en ella, oyó que los pasos se acercaban. Si se apresuraba tal vez consiguiera desaparecer antes de que lo alcanzaran, pero lo verían entrar y eso inutilizaría para siempre esa entrada secreta. No podía arriesgarse. Extrajo el medallón y la oquedad volvió a desaparecer. Solo quedó roca sólida donde un segundo antes se estaba abriendo un pasadizo.
Su móvil vibró. Un SMS. Bruno se sobresaltó y contuvo la respiración, esperando que no lo hubieran oído. Y luego se sorprendían de que odiara la tecnología inalámbrica. Se pegó aún más al parapeto de la escalera, cobijándose en las sombras. Sacó el teléfono, cubriéndolo con cuidado para que la luz no lo delatara y leyó el mensaje de Natalia: «El contacto ha visto peligro y se ha ido. Vete de ahí. No hay entrega». Menuda noticia.
Un encapuchado gris salió de la bruma acompañado de una segunda bestia. Bruno se giró con lentitud, intentando evitar ser descubierto y comenzó a subir, pegado al murete de mampostería que servía de baranda, pero su medallón rozó con la pared haciendo un leve ruido metálico.
El Hermano lo vio; lanzó un grito y las bestias comenzaron a subir las escaleras. Bruno empezó a correr con todas sus fuerzas. Desde los ataques de Madrid, todos los miembros de la Societas llevaban un silbato de ultrasonidos para alejar a las bestias. Bruno lo sacó de su bolsillo e intentó soplar. Sus jadeos no le permitieron extraer un sonido lo bastante continuado y potente. Emitió una breve nota entrecortada, pero fue suficiente para que las bestias se detuvieran, desorientadas. Bruno siguió corriendo y atravesó el Puente de Piedra, dirigiéndose hacia la catedral de La Seo. Había aparcado el coche en la calle San Vicente de Paul, junto al conservatorio, pero el pasadizo bajo el Arco del Deán estaba más cerca. Si lograba despistarles, en apenas cinco minutos se pondría a salvo.
Unos doscientos metros más allá se dio cuenta de que no lo seguían. Durante un segundo, Bruno se sintió orgulloso de su forma física. De algo servía usar la bicicleta para moverse por Bosca. No obstante, se metió la cápsula en la boca, por si acaso lo alcanzaban, y volvió a correr. El aire le ardía en los pulmones. Lanzaba a cada espiración una bocanada de vapor tan espeso que casi le impedía ver.
Entonces un aullido aterrador cruzó la noche. Delante de él. Y otro le contestó detrás, sobre el Puente de Piedra. A su izquierda, surgiendo de las sombras, apareció un encapuchado blandiendo una espada. Hacia la derecha parecía su única salida. Pero su coche y la entrada estaban a su izquierda… Decidió jugársela. Se dio la vuelta y corrió hacia atrás, hacia el puente, torciendo de inmediato para tomar el Paseo Echegaray y Caballero en dirección a la calle San Vicente de Paul. Si lograba llegar a su coche, tal vez allí…
El monje pareció vacilar un segundo antes de perseguirle. Un automóvil venía hacia ellos. Bruno respiró, aliviado y se dirigió hacia el vehículo. El monje preferiría desaparecer antes que ser visto. Aquí no había excusas para un disfraz y la Hermandad había llamado demasiado la atención en Madrid. El coche lo vio y frenó. Bruno llegó hasta la ventanilla del conductor, que la bajó con parsimonia. Vestía un hábito gris.
El hábito de la Hermandad.
Bruno se giró para huir y allí estaban el otro hermano y sus dos bestias, cerrándole el paso. Él no era un valiente y tampoco amaba las armas. No llevaba espada, ni dagas, ni pistola. Solo una sepia de racimo. La soltó. Humo negro y denso se esparció a su alrededor, multiplicándose y dificultando la visión. Pero la mano enguantada del conductor del coche alcanzó su brazo y lo atenazó con una fuerza sobrehumana. Sintió la primera estocada en el costado derecho. Mordió la cápsula y notó como la herida se cerraba casi al instante. El segundo golpe le alcanzó los riñones y el efecto de la cápsula también lo curó. Bruno tomo impulso y lanzó un puñetazo hacia la cara del cruzado al volante del coche. El monje recibió el impacto y aflojó la presión sobre el brazo de Bruno, momento que este aprovechó para zafarse y echar a correr. En cuanto salió de la cobertura protectora del humo, las dos bestias se le abalanzaron, mordiéndole con saña en piernas y brazos, y lo tiraron al suelo. El monje se acercó y le colocó la espada en la garganta.
—¿Quién es y dónde está?
Bruno calló. El encapuchado golpeó el suelo con el tacón y una hoja afilada salió de la puntera de su bota metálica. Se la clavó en el muslo de una patada. Bruno gritó de dolor.
—Dime quién es y dónde está.
—No sé de qué me hablas.
—El Señor sabe que os estáis moviendo mucho, por todos lados. Y eso solo quiere decir que ya ha aparecido y lo estáis protegiendo.
—Tu señor es un paranoico. Siempre lo ha sido.
El cruzado retorció la puntera en el muslo de Bruno, haciéndole gritar de dolor.
—¿¡Dónde está!?
Bruno no era un valiente. Pero sabía lo que estaba en juego. Si seguían con el interrogatorio, tal vez no pudiera resistir el dolor. Intentó incorporarse.
—Tu señor lo sabrá cuando sea demasiado tarde —dijo, desafiante—. Sus delirios acabarán pronto y él desaparecerá para siempre. Y todos vosotros, traidores a todo lo humano, peleles de un monstruo, sombras infames de lo que una vez fue un hombre, moriréis con él. Muerte a Ram…
Diciendo esto, se lanzó contra la espada del encapuchado. La hoja abrió su garganta como una flor para cerrarse inmediatamente después envolviendo el arma. El encapuchado retiró la espada y Bruno cayó al suelo. El encapuchado permitió que se incorporara para segar su cuello de un tajo.
La cabeza rodó a dos metros del cuerpo mientras las heridas de ambas partes seguían cicatrizándose, hasta que la vida escapó del cadáver y el efecto del elixir cesó.
Un tenue humo verdoso abandonó el medallón de Bruno Candial y sus filigranas se fueron desvaneciendo hasta desaparecer por completo, como si nunca hubieran estado allí.