Kitabı oku: «La Biblioteca de Ismara», sayfa 9
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Natalia vio su propio medallón brillar un segundo y apagarse de nuevo. Luchó por reprimir su ira y no destrozar el mapa que tenía frente a sí. «A todos —pensó —, los estamos perdiendo a todos».
Pero no había tiempo para lamentaciones. Se dirigió a la calle Berta de Aragón, junto a la catedral de Bosca. Entró en el portal de una vieja casa y subió hasta el tercer piso. Desde allí se tenía una visión envidiable de los arbotantes del gótico tardío que coronaban la iglesia, pero no era el momento de reparar en el paisaje. Recogió todo lo que pudiera revelar algo de las prácticas secretas de Bruno, contuvo unas lágrimas de rabia y acto seguido salió del edificio, dejando una vela incendiaria autoextinguible en el centro del salón. Sabía que el fuego lo consumiría todo, pero se limitaría solo al departamento que acababa de visitar; no obstante, por si acaso, llamó a los bomberos y no se movió de los alrededores hasta asegurarse de que habían llegado. Luego bajó por unas viejas escaleras de piedra y allí, en un recoveco protegido de las miradas de la calle inferior y la superior, apoyó su medallón sobre uno de los sillares.
Una parte del muro se venció, mostrando una oquedad del tamaño de una pequeña puerta de la que partían unos escalones. Natalia inició el descenso. La pared se cerró tras ella y las junturas de la puerta se solidificaron y desaparecieron como si allí nunca hubiera habido una abertura.
3
Al día siguiente la noticia se comentaba en bares, oficinas, escuelas e institutos de Bosca: Bruno Candial, el panadero, había aparecido decapitado en Zaragoza, junto al río, muy cerca de la Lonja.
Clara se quedó de piedra al enterarse. Su tío había pasado todo el día en esa ciudad, supuestamente por asuntos de trabajo.
—¿Decapitado? ¿Cómo? —se atrevió a preguntar, aunque ya imaginaba la respuesta.
—Con una espada, de un tajo —contestó Ana, retorciendo nerviosa un mechón de su pelo castaño.
—¿No pasó algo parecido en un instituto de Madrid? —dijo alguien.
Y empezó una lluvia de comentarios, algunos de bastante mal gusto. Clara no podía dejar de pensar. Dos muertos en Madrid. Y ahora… Su tío podía soltarle miles de discursos sobre amistad y fraternidad, el destino de su familia o lo que quisiera: estaba en Zaragoza mientras decapitaban a un hombre. No podía negar la relación. Cada vez estaba más claro. No habían huido de Madrid para alejarla de los asesinos, sino para que no detuvieran a Gabriel. Tal vez fuera alquimista o tal vez no; lo único evidente es que era culpable. Clara tenía que alejarse de allí.
4
—Fíjate en el borde de la herida —señaló el forense frente al cadáver de Bruno.
—Venga, Ricardo, que no tengo estómago para detalles —replicó el inspector—. Dime lo que quieres decirme y ahórrame arcadas.
—Que es como si la víctima hubiera llevado la cabeza cortada por los bordes y unida al centro unos dos meses antes de que se la cortaran del todo. Que la herida externa está cicatrizada. Pero eso es imposible; tendría que haber sobrevivido dos meses sin recibir sangre a través de la yugular. No. Este tío cicatrizaba a una velocidad de vértigo. Más rápido que nada que haya visto nunca. Esto es raro, Mariano, raro de verdad.
El móvil de Mariano Melendo, el inspector jefe de la Brigada de Homicidios de la Policía Nacional en Zaragoza, empezó a sonar. Contestó, asintió varias veces en la conversación y colgó por fin, visiblemente cabreado.
—Los de Madrid —dijo, con un mal disimulado desprecio—, que vienen de visita. Están esperándome en comisaría. Una forense y una inspectora. A enseñarles oficio a los de la periferia. Si alguna vez montan la policía autonómica, me voy allí de cabeza.
—Paciencia, Mariano, que dan la vara un par de veces al año y luego te dejan en paz. No esperarías que le dejaran una decapitación ritual a un inspector de provincias, ¿verdad?
El inspector jefe Melendo gruñó un monosílabo ininteligible y salió del hospital.
El teniente lo recibió en la comisaría, nervioso y alterado. Lo puso al día:
—Que dicen que es un asesino en serie, jefe. Ya ha matado dos veces en Madrid.
Dos mujeres esperaban junto a su despacho.
—Silvia García Flores, de la Sección de Análisis de Conducta —se presentó la más joven. Tendría unos treinta años y un rictus severo en el rostro.
—Mariano Melendo, Inspector jefe.
—Noelia Rodríguez, forense, pero llámeme Noe.
—Bien —dijo el inspector—¿qué quieren hacer?
La forense habló primero.
—Me gustaría ver el cadáver.
—Aunque antes deberíamos visitar el lugar de los hechos —interrumpió Silvia—. Es un caso muy atípico. En España no se suelen dar los asesinatos en serie. Y normalmente las víctimas tienen alguna relación. Pero aquí no coincide ni el sexo, ni la ocupación: dos profesores del mismo instituto y un panadero.
—Ah, ¿ya saben a qué se dedicaba el muerto…? —el inspector no podía evitar que sus palabras destilaran cierta socarronería—. Muy impresionante. La comunicación fluye, desde luego. Hay algo muy raro en su cadáver, pero estoy seguro de que, con su experiencia, encontrarán enseguida una explicación. ¿Vamos?
5
En el recreo, Clara buscó con la mirada a alguien que estuviera utilizando un smartphone. Ahí estaba Juan. Si hubiera querido dedicarse a reflexiones, habría pensado que estaba bastante bueno, pero eso no era lo que le interesaba, sino su móvil.
—No sé si te acuerdas de mí, Juan.
—Claro que me acuerdo… Clara, amiga de Ana; la nueva de Toledo.
«La nueva de Toledo». Sonaba a villancico tradicional o a marca de mazapán.
—Bueno, pues mejor. Necesito que me dejes mandar un email con tu móvil.
—Eh… vale. Toma. Pero no lo uses mucho, que tengo una tarifa de las malas.
Clara tomó el móvil de manos de Juan y entró en internet. Sacó la libreta, buscó la dirección de Adolfo y envió un mensaje. «Hola, Adolfo, soy Clara…».
No lograría poner su apellido. El amuleto no se lo iba a permitir. Pero no quería dejar nada al azar. ¿Cómo podía hacer que la reconociera…?
—«Nos vimos en Andorra. Estoy en Bosca y ha habido otro asesinato. Dale este teléfono a Lucas y dile…».
Y entonces se dio cuenta de que no echaba de menos a Lucas, que no lo había echado de menos desde hacía dos semanas. Que recordaba más a Patricia que a él. Que incluso le costaba esfuerzo ponerle cara y que cuando intentaba recordar su rostro, los rasgos que veía eran los de Daniel.
Borró la última parte y el mensaje quedó así:
«Hola, Adolfo, soy Clara. Nos vimos en Andorra. Estoy en Bosca y ha habido otro asesinato. Mi nuevo correo es csanchez789@hotmail.es. Por favor, escríbeme. Gracias».
Esperaría su respuesta. O, mejor, le pediría a Nuria que le dejara quedarse en su casa a dormir, y luego… Luego ya se vería.
—Gracias, Juan.
—De nada, Clara. Por cierto, muy buena tu fiesta. Y feliz cumpleaños otra vez.
Desde el día de las guirnaldas todos la felicitaban por su cumpleaños. Se habían quedado con la idea de que por eso habían montado el evento. Aunque siendo Juan el novio de Ana, Clara hubiera esperado que al menos supiese la verdad. ¿La verdad? ¿Cuál era la verdad? ¿Que celebraban el solsticio de invierno? ¿Una puesta de largo? ¿O que era una fiesta para catalogar a los asistentes como inofensivos o peligrosos para una pareja gay de asesinos en serie?
Cuando volvió a clase le pareció ver a Daniel observándola a distancia. Después de la escena delante de su casa no habían vuelto a hablar. Por un lado a Clara le daba pena: le había dicho que la quería y se había puesto un poco en ridículo, pero por otro le fastidiaba que fuera por la vida pensando que con ser guapete ya tenía a todas las chicas detrás de él. Y le gustaba no ser una de esas. Si eso le fastidiaba, pues a aguantarse. Pero era tan mono…
Juan la siguió un momento con la mirada. Guardó el móvil y volvió al corrillo que planeaba la fiesta de nochevieja. Algunos ya tenían dieciocho y se planeaba beber alcohol en cantidades no recomendadas por el Ministerio de Sanidad. El único con carné de conducir y que estaba dispuesto a no beber sería el encargado de llevarlos de vuelta a casa. A Juan aún le faltaban dos años para poder sacarse el carné y tampoco pensaba beber, pero no le importaba, porque Ana estaría allí. Y se lo iban a pasar de miedo.
6
Ahora estaban todos rodeando al cadáver. El forense de Zaragoza, la de Madrid, el inspector, la psicóloga y el teniente.
—¿No encontraron una cápsula? —Noe Rodríguez, la forense, tomaba fotos con su smartophone.
—¿Espacial? ¿Con hombrecicos verdes? —El inspector no se cortaba con la socarronería. Le habían mareado toda la mañana y estaban retrasando su hora de comer. Y eso le enfadaba aún más. Pero el humor aragonés aparentaba no hacer mella en las dos meseteñas, que no parecían advertir el tenso ambiente de la sala.
—No. Como esta. —Silvia, la psicóloga, mostró en su tablet la pequeña cápsula de vidrio hallada en los multicines de Príncipe Pío.
—Ah, como esa, sí. —El forense les presentó una bolsa de plástico donde se veían los restos de una igual, hallada en el estómago del cadáver—. ¿Qué es?
—Pues al parecer, como dijo un compañero, algo para contener bótox a lo bestia. Una especie de regenerador olímpico. Analizamos los restos y debe tratarse de un compuesto muy volátil que no deja residuos, porque solo encontramos agua. Agua pura. Absolutamente pura. Sin la más mínima huella de residuo, sal o resto mineral. H2O. —Noe se quitó las gafas que había usado para estudiar el cuerpo—. Lo que está claro es que al menos dos de los tres crímenes están relacionados y que, cualquiera que sea la secta o sociedad secreta a la que pertenecían los muertos, los están exterminando.
XIII
LAS DUDAS DE CLARA
A media tarde, Clara se pasó por el cibercafé para comprobar si Adolfo le había contestado. Entró en su nuevo correo, pero no tenía más que spam y propaganda gentileza de MSN. Maldita sea, necesitaba una respuesta ya.
Se levantó, enfadada. Estaba cerca del barrio donde vivía Nuria, así que se acercó a su casa y le preguntó si podía quedarse a dormir esa noche.
—No puedo seguir ni un minuto más en la casa de mi tío.
—¿Por qué? ¿Tienes miedo de que tu tío sea el asesino? —Nuria, la lista, más intuitiva de lo que Clara pensaba.
—¿De dónde has sacado esa idea? —No podía sincerarse con ella. Ya era demasiado difícil para la propia Clara, como para poner en peligro a su amiga. Si su tío era un criminal, le tocaba a su sobrina denunciarlo.
—No sé. Llegáis a mitad de curso, venís de Madrid…
—De Toledo.
—Bueno, de al lado de Madrid, donde han decapitado a dos personas. Y encima os vais a vivir a la Casa de la Bruja, que llevaba tres años vacía. Y no ha pasado ni un mes y decapitan a un panadero mientras tu tío estaba en Zaragoza.
Clara dio un respingo. ¿Cómo era posible que Nuria supiera eso?
—No me mires así —se defendió Nuria—; me lo dijiste tú. Con menos de esto vas a la silla eléctrica en Estados Unidos.
—Solo si eres negro —intentó ironizar Clara, para quitarle hierro al asunto.
—O latino.
—Matices.
—Si te vienes a casa ya sabes lo que va a pasar, ¿no? —advirtió Nuria.
—¿Qué? —A Clara no le parecía que irse a casa de Nuria fuera a suponer ningún cambio para nadie excepto para sí misma.
—Pues que todos pensarán que sabes que tu tío es el asesino e intentas escapar de él.
Clara se quedó de piedra. O sea, que si se iba de casa de su tío por precaución, todos pensarían que esa era una prueba de culpabilidad.
Necesitaba pensar. ¿Estaba tan segura de que su tío era el asesino como para implicarle? No lo tenía claro. Lo único que sabía era que si seguía dándole vueltas a solas se volvería loca. ¿Con quién podía compartir sus sospechas? ¿Óscar? No. O no tenía ni idea o era su cómplice, así que no la sacaría de dudas. Adolfo era una buena opción; siempre la había apoyado. Si hubiera aceptado su ofrecimiento ahora estaría en Madrid, lejos de los asesinatos que parecían perseguirle. Pero ella estaba en Bosca, y Adolfo no.
¿Sophie? Tal vez. Era también del club de los paranoicos, pero eso no significaba que fuera una asesina. La miraría a los ojos mientras le contaba sus sospechas y con lo que viera, tomaría una decisión.
Aunque quizá en el fondo solo le apeteciera volverla a ver.
Hacía ya bastante frío. La ciudad estaba engalanada con luces de colores y una megafonía repetía villancicos con insistencia a lo largo del Coso. Había belenes en algunos escaparates y la gente paseaba, Coso arriba, Coso abajo, mirando, conversando y haciendo compras.
Clara entró por la Plaza de la Constitución, pasó junto al Teatro Principal y llegó hasta la calle de Ramón y Cajal, la suya, que corría paralela al parque. Entró en el número 26; parecía una broma que su casa fuera conocida en Bosca como la Casa de la Bruja. «A partir de ahora la llamarán “La Casa de los Asesinos”», pensó, mientras abría la puerta y saludaba. No contestó nadie. Volvió a insistir; nada.
Ni Óscar ni su tío estaban en casa. «Si en coche tardas cinco minutos en llegar a Pau por el pasadizo —razonó—, ¿qué puedes tardar andando?». Salió al patio dispuesta a hacer el recorrido a pie. «Como máximo serán dos horas, digo yo». En la puerta le sobrecogió una ráfaga de aire frío. En cuanto el sol se retiraba, las temperaturas descendían rápidamente. Entró de nuevo para ponerse ropa de más abrigo, tomar unas cuantas barritas energéticas y una linterna. Volvió a salir y se dirigió resuelta al cobertizo. Con un poco de suerte, llegaría antes de las nueve. Luego Sophie siempre podría traerla de vuelta para no perder las últimas clases antes de las navidades.
Abrió el cobertizo. Era una construcción normal, con cuatro paredes y un techo. Sin túneles, ni puertas extra, ni aberturas de más. ¿Cómo era posible? Habían llegado hasta allí desde Pau, con lo que por narices tenía que haber un túnel.
Pero no lo había. Golpeó la pared, como había visto hacer en muchas películas. Se suponía que lo hueco tenía que sonar distinto. ¿Con eco? ¿Como una guitarra? ¿Como el pladur? Todo sonaba a piedra. Si había una puerta oculta, estaba muy bien oculta. O estábamos de nuevo con las magias, o las alquimias o lo que fuera que hacía su familia.
Salió del cobertizo, bastante decepcionada. Adiós al viaje nocturno.
Subió a su habitación, pensando qué podía hacer para ponerse en contacto con Sophie, y entonces vio que su medallón se iluminaba. Débilmente, como si reflejara una luz verdosa, pero brillaba. Lo frotó. A lo mejor lo del genio y la lámpara también funcionaba con eso. Pero no cambió nada. Ni brilló, ni se apagó, ni salió nadie del medallón.
Oyó un coche en el patio. Miró por la ventana, creyendo que Óscar y Gabriel estaban de vuelta, pero en su lugar vio, aparcando en la gravilla del jardín, el viejo Citroën de Sophie.
—Con el tiempo entenderás cómo es que funciona el medallón —explicaba Sophie a una sorprendida Clara mientras le preparaba un té afrutado—. Pero digamos que los medallones son como un lector de ondas cerebrales. Captan emociones y pensamientos y están conectados entre sí. Has pensado en mí con la intensidad suficiente y tu medallón le ha enviado una señal al mío.
—¿Qué tipo de señal? —preguntó Clara—. Quiero decir, ¿qué sentiste cuando yo…? ¿cómo supiste que estaba pensando en ti?
—Bueno —contestó. De su acento francés solo quedaban unas erres algo guturales—. Es como un presentimiento. Como cuando el corazón te da un vuelco al pensar en un ser querido. —Sirvió la infusión y tapó las tazas con un platito para que macerara.
—¿Entonces cómo sabes que es cosa del medallón y no algo que estás sintiendo de verdad?
—Al principio es difícil —concedió Sophie—. Pero con el tiempo aprendes a distinguir las dos cosas.
—Con el tiempo… —Nada parecía poderse hacer al momento en esta familia. Cada nueva cosa que conocía, la entendería con el tiempo, la podría hacer con el tiempo, la disfrutaría con el tiempo… ¿Cuándo llegaría ese famoso «tiempo» en el que podría llevar una vida sin secretos?
—Y como bijouterie también es bonito, ¿no? —Sophie tomó el azucarero, se sirvió y luego le ofreció—. ¿Quieres?
Clara asintió y la francesa le puso un par de terrones mientras continuaba:
—El medallón es como un DNI. Nos identifica a cada uno de nosotros y también puede servir como localizador. Se impregna con nuestras características y nos mantiene unidos al resto hasta la muerte. Entonces, el medallón se apaga y todos los demás brillan durante unos segundos.
—Por eso el mío era liso cuando me lo dio mi tío y luego le salieron los dibujitos… —observó Clara educadamente, aunque los detalles del funcionamiento de las medallitas no le interesaran demasiado. Estaba tan contenta de ver de nuevo a Sophie que no le importaba escuchar lo que fuera con tal de tenerla cerca.
—Eso es —confirmó—. Los medallones pueden mantenerse activos cientos, tal vez miles de años, y transferirse a otra persona, pero solo en tanto el poseedor original siga vivo. Mais si es robado con violencia, también se «desactiva», si puede decirse así. De este modo se evita en lo posible que pueda utilizarse en contra de la Societas.
Clara oyó el sonido de la puerta de entrada y recordó la razón por la que había llamado a Sophie. Tenía que hacerle la pregunta que le torturaba:
—¿Quién está matando a la gente? ¿Tiene algo que ver con mi tío? ¿O con vosotros?
Gabriel y Óscar entraron en la cocina y las preguntas quedaron sin respuesta. Con ellos delante, no había posibilidad de saber la verdad.
—¡Sophie! —se sorprendió Óscar al verla—, bienvenida… ¿Qué cosa que has venido…?
—Clara me llamó —contestó ella, mostrando el medallón octogonal.
—¿Ya sabes usarlo? —Gabriel estaba sorprendido.
—No será porque me lo hayas explicado tú… —replicó Clara, hostil.
—No voy a empezar otra vez con el tema —sentenció Gabriel con firmeza—. Te contaré lo que debas saber cuando debas saberlo, y ni un segundo antes. Punto final.
Clara fue a responder, pero cerró la boca y, con un enfado descomunal, se dirigió a su cuarto. Cuando iba a salir de la sala, cambió de idea. Se volvió, con los ojos húmedos y estalló:
—Pensaba pedirte permiso, pero no lo voy a hacer. No quiero seguir aquí, haciendo cosas sin saber por qué, viendo como la gente muere a mi alrededor y sin respuestas. La única persona que parece tener ganas de hablarme como a una adulta es Sophie, y de cada dos frases que me dice una es «Esto te lo tiene que contar tu tío». Pues ya no puedo más. Si no me cuentas de que va todo ahora mismo, me iré y no volverás a verme.
—Clara, no seas cabezota —intervino Óscar.
Clara hizo como si no lo hubiera oído y siguió mirando a su tío.
—¿Me lo vas a contar o no?
Gabriel dudó un segundo antes de responder:
—Ya sabes todo lo que necesitas saber.
—Buenas noches —masculló Clara, y salió de la casa dando un portazo.
Aún llevaba puesto el anorak, pero había caído una niebla espesa y la humedad empezó a calarle hasta los huesos. Se cubrió la boca con la bufanda y se encaminó a casa de Nuria. De ninguna manera conseguiría su tío que volviera. Jamás. Si tenía que pedir la patria potestad, pues la pediría.
Había llegado a la casa que se alzaba sobre la antigua estación de autobuses, detrás del Gran Hotel Casino, cuando oyó unos pasos. Se paró y las pisadas también se detuvieron. Aceleró un poco y los pasos (¿un hombre, un animal?) se acoplaron a su ritmo. Clara aumentó la velocidad y lo mismo hicieron las pisadas.
Ahora sí que estaba asustada.
«¿Ves, tío? —pensó—. Para eso sirven los móviles. Ahora llamaría y alguien se enteraría de que me están persiguiendo, pero sin móvil, lo único que sabrán es a qué distancia ha acabado mi cabeza».
Ese pensamiento le sobrecogió. No podía volver a casa de su tío, porque los que la seguían (sí, eso estaba claro) venían de allí. Apresuró más el paso y entonces las pisadas se hicieron más nítidas. Las había de dos tipos; metálicas unas y las otras de animal, como de un perro grande. Recordó los mordiscos que habían aparecido en el cuerpo del profesor de Lengua y echó a correr. Tenía que llegar a algún sitio con gente donde pudiera entrar a refugiarse.
Atravesó la plaza de las Musas a toda velocidad, hacia los Porches de Torrijos. Llegar a las estrechas callejas donde se agrupaban la mayoría de los bares nocturnos de Bosca, detrás del arco central, parecía lo más oportuno. Si quedaba algún sitio abierto, tenía que ser allí. Sus perseguidores estaban cada vez más cerca. Intentó protegerse bajo las arcadas y una sombra la agarró por un brazo y la arrastró con ella. Clara se revolvió, asustada, dispuesta a gritar, pero la sombra le puso un dedo sobre los labios para pedir silencio. Daniel. Antes de que ella pudiese replicar, ya cruzaban bajo el arco del Café Universal y llegaban a la trasera de la casa. A la izquierda estaba el viejo portal de servicio. Daniel forzó la puerta y entraron en el patio, cerrando tras de sí. Corrió el pestillo, apoyó su espalda contra la puerta y usó su cuerpo como puntal, indicándole a Clara que hiciera lo mismo. Ella, con la boca reseca, intentaba controlar sus palpitaciones.
Oyeron al perseguidor detenerse junto a la puerta. Al menos dos animales que olisqueaban, inquietos, lo acompañaban y, a juzgar por los jadeos, debían ser unos perros enormes.
Daniel se incorporó y le pidió a Clara, por señas, que lo siguiera. Ella lo hizo, aterrada. Nunca había sentido tanto miedo.
Subieron cuatro pisos por una escalera tortuosa hasta salir a una azotea cubierta, un antiguo tendedero en desuso, orientada hacia los Porches de Torrijos. Desde allí se adivinaba la Plaza de las Musas, perdida entre la niebla. Clara se detuvo un segundo a recuperar el aliento.
—Vamos, no nos podemos parar —apremió Daniel—. No pasará mucho tiempo sin que se den cuenta que has subido por aquí.
—¿Quiénes…? ¿Quiénes son? —preguntó, jadeante, Clara.
—Esperaba que me lo dijeras tú. Todo lo que sé es que detrás de ti iba un encapuchado con una capa gris y los perros más grandes que he visto en mi vida.
—¿Una… capa gris? —Clara se estremeció. ¿Era, pues, el asesino de Madrid que había venido a Bosca para perseguirla?
—Ven. —Daniel la guio hacia el pretil de la azotea—. Pasaremos por el tejado hasta el otro edificio.
Señaló otro tendedero a unos cuarenta metros y empezó a avanzar, con calma, asentándose con firmeza sobre las tejas antes de cada paso.
—Pon los pies donde yo los ponga —le dijo, volviendo apenas la cabeza.
Clara tenía bastante respeto a las alturas y todo eso le pareció demasiado peligroso. Deberían esperar a que… no lo sabía, pero no podía decidirse a dar el primer paso. Allí estaba, encaramada al murete que le separaba del tejado, temblando.
Un portazo a sus espaldas le obligó a reaccionar. Apoyó con aprensión los pies sobre las tejas. Parecían más o menos estables, pero tintineaban al pisarlas. Un nuevo ruido en las escaleras le hizo ponerse en marcha. Daniel llegaba ya al otro tendedero y, una vez alcanzó el nuevo pretil, se agarró a él con fuerza. Clara avanzó por la cumbrera con los zapatos resbalando sobre las tejas heladas. Dio un traspiés y a punto estuvo de caer al vacío. Se tumbó sobre el tejado, aterrada, y colocó las piernas a ambos lados de la cumbrera. Así, a gatas, logró moverse con más seguridad, hasta alcanzar la mano que le tendía Daniel.
Se incorporó para entrar en el segundo tendedero y entonces el perseguidor irrumpió en el primero. Una de las bestias saltó sobre el parapeto para llegar hasta ellos, pero sus enormes zarpas patinaron y se deslizó por el tejado pataleando con desesperación. Sus patas traseras se toparon con el canalón que recorría el borde y el animal frenó su caída. El monje se lanzó a por la bestia, la atrapó por la garra izquierda y tiró de ella hasta subirla de nuevo al vértice del tejado.
—¡Ve por las escaleras! —Daniel le señaló a Clara la puerta de la azotea.
Clara corrió hacia ella, pero estaba cerrada.
—¡No puedo! —gritó, tirando de la manija.
Daniel acudió en su ayuda, le dio una patada a la puerta y la reventó.
—Corre —dijo, señalando los escalones.
—Pero tú…
—¡Corre!
Clara bajó a toda prisa por la escalera. Llegó al portal y encontró la puerta cerrada; buscó un pestillo, o el botón de apertura automática. Inútil. Estaba cerrada con llave. Tendría que subir, piso por piso, buscando algún lugar donde esconderse.
—¿Quién anda ahí? —gritó un vecino, a través de una puerta—. Le aviso que he llamado a la policía y están viniendo.
—¡Ábrame, por favor, que me persiguen!
La mirilla se abrió y el rostro ajado de un hombre apareció en ella.
—¿Quién te persigue, muchacha? —dijo, asustado.
—Un encapuchado con dos perros, un monje asesino que…
La mirilla se volvió a cerrar con un golpe.
—¡Gamberros! —La voz se alejó de la puerta, rezongando…—. Os creeréis que hace mucha gracia molestar a la gente de madrugada, ¿verdad? Más os vale iros de aquí antes de que llegue la policía, o veréis lo divertido que es pasar la noche en comisaría…
Estupendo. Perseguidores arriba, «amables» vecinos en el medio, la policía llegando… Tendría que explicar demasiadas cosas si la descubrían dentro de esa casa. No podía retroceder, ni avanzar. Había que esconderse. Miró a su alrededor. Vio una especie de cuartucho bajo los escalones, con la puerta cerrada a presión y un agujero donde debería estar la cerradura. La abrió y entró. Era un espacio estrecho para los contadores de la luz y el agua, donde guardaban una bicicleta. Utilizó el vehículo para trabar la puerta.
La escalera quedó de nuevo en silencio. Clara se refugió en un rincón, tratando de que no se le oyera, esperando que algún vecino abriese la puerta de la calle. Al poco, escuchó un sonido leve, discontinuo; suaves crujidos sobre su cabeza. Alguien bajaba por la escalera intentando no hacer ruido. Oyó que recorrían al tacto la pared del patio y luego trasteaban en la cerradura de la entrada y aún se acurrucó más en el fondo del cuartucho.
—Clara —oyó susurrar al otro lado. ¿Daniel? ¿Había logrado librarse de…? No, era imposible. El encapuchado mediría como dos metros y los dos perros eran enormes.
—Clara, ¿dónde estás? —era él, sin duda. Clara apoyó la oreja en la puerta, intentando distinguir si estaba solo o había alguien más, otros ruidos, pisadas…, algo, pero no captó nada. Solo su propia sangre latiéndole dentro del cráneo.
—Clara. —La voz se hizo más nítida. Se estaba acercando—. Puedes salir; se han ido.
Clara iba a contestar, pero el sentido común le decía que Daniel no podía haber ahuyentado a semejantes bestias. Seguro que le estaban obligando a decirle eso. Seguro que el asesino estaba detrás de Daniel, esperando que ella saliera para matarlos a los dos.
—Hice que uno de los perros se desequilibrara y cayera al vacío —susurró la voz—. Y el de la capa desapareció con el otro perro en cuanto oyeron al vecino. Se fueron, sin más. Yo me quedé alucinado.
¿El monje no quería problemas? ¿Después de haber matado a alguien en un centro comercial? No. No era razonable. Eso sonaba aún más sospechoso.
—La puerta de la calle está abierta —continuó Daniel—. No hay nadie más, de verdad. Puedes salir.
Clara oyó cómo se abría la puerta de entrada. Se sintió tentada de hacer caso a Daniel, pero si era una trampa, no tendría escapatoria.
Una sirena de policía sonó muy cerca. Eso le dio esperanzas. Tal vez sí podría escapar corriendo y llegar hasta ese coche. Con infinito cuidado apartó la bicicleta que bloqueaba la puerta del cuartucho. Tomo aire, contó mentalmente hasta tres, empujó la puerta y salió a la carrera.
Daniel estaba solo, sujetando el portón de la entrada para que no se cerrara. La vio, le sonrió y le indicó que se acercara en silencio. Clara miró a todos lados, asombrada. Esperaba que en cualquier momento saltará alguno de los animales, o el cruzado, o todos juntos. Pero no había nadie más.
—Un perro se me abalanzó —explicó Daniel—, resbaló y empujó al otro al vacío. Entonces el encapuchado agarró al primero y lo azuzó contra mí. El vecino gritó en la escalera. Y, sin más, se dieron la vuelta y salieron por donde habían venido. Luego…
Daniel guardó silencio. Por la rendija de la puerta podían ver a los policías que se acercaban a la casa.
—¡Rápido, tenemos que escondernos! —musitó—. ¿Cabremos los dos donde estabas tú?
Clara asintió y lo condujo al cuarto de los contadores. Entraron justo a tiempo. Los policías llamaron al portero automático. El vecino les dijo que la puerta tenía el pestillo puesto y bajó a abrirles.
—Se persiguieron en el tejado —contaba el hombre, alterado—. Unos gamberros, con animales. Y había también una chica. No me atreví a abrir la puerta hasta que han llegado ustedes…
—Llévenos arriba —dijo uno de los agentes—. Tal vez hallemos algún rastro.
Los policías y el vecino subieron por la escalera y ese fue el momento que Clara y Daniel aprovecharon para huir. No se veía ni rastro del encapuchado ni de sus bestias.
—Te acompaño a casa —se ofreció Daniel.
Clara aceptó. Se sentía viva, eufórica. Y además, no le apetecía volver sola. El miedo estaba allí, pero el aire sabía casi dulce y Daniel le parecía aún más guapo que antes. Aunque no tenía ni la más mínima intención de demostrárselo.
—¿Qué le vas a decir a tu tío? —preguntó él.
—No lo sé. Si le cuento lo que ha pasado, no me dejará volver a salir sola en la vida. Pero si no se lo cuento… Me parece que esto es muy serio para no decírselo.
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