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EL INSTITUTO NUEVO

Gabriel acompañó a Clara, visiblemente nervioso, hasta la entrada del IES Carlos Saura, un inmueble de los años treinta, racionalista, con dos alas anexas. Pero la muchacha no veía el momento de separarse de él. «Con la pereza que me da conocer gente nueva —pensaba—, solo me faltaría empezar aquí de pardilla». Tenía claro el plan: en cuanto entrara, iría directa al aula de informática y contactaría con sus compañeros de clase de Madrid. Bueno, sobre todo con Patricia y Lucas.

—Aquí te dejo. —Gabriel la despidió en la puerta. Y antes de marcharse le dio un par de besos con una cierta torpeza—. Que tengas un buen día.

Clara abrió la mochila que le había preparado Óscar. El horario y los libros estaban allí. Óscar, el ordenado. Nunca fallaba. Miró qué aula le correspondía y entró en el edificio.

—Perdone, estoy buscando la clase de cuarto C —preguntó al bedel.

—¿Tú eres la nueva?

—¿Perdón?

—Sí. Ya te acostumbrarás. Aquí nos conocemos todos y enseguida se sabe donde están los buenos. Espera, que cierro la portería y te acompaño.

Subieron por unas escaleras de mármol hasta un rellano con el busto de un señor con gafas, que Clara supuso que era el susodicho Carlos Saura. Allí la escalera se dividía en dos tramos que convergían en el hall del primer piso. Sendos pasillos se abrían a derecha e izquierda. Tomaron el de la derecha y el bedel le indicó una puerta, al fondo. Por las ventanas, a la derecha del pasillo, se veía un jardín bien cuidado con una fuente en el centro.

La penúltima clase era la suya: 4 °C.

Entró en el aula y todos la cartografiaron con la mirada para volver luego a sus conversaciones, esperando al profesor. Según el programa, tocaba Inglés, de primeras y sin anestesia. Sacó el manual de su mochila y buscó con la mirada dónde sentarse.

Una chica de pelo castaño oscuro y sonrisa amplia le hizo señas.

—Aquí —gritó—. Aquí hay un sitio libre.

En cuanto Clara se sentó a su lado, se presentó, hablando a toda velocidad.

—Soy Nuria. Te dejaré los apuntes, no te preocupes. Y te pondré al día de quiénes son de fiar y quiénes más falsos que un billete de ocho euros. La mayoría son buena gente, aunque algunos son un poco pesaditos… Pero luego te cuento, que viene la profesora…

Pasó la primera parte de las clases y llegó el recreo. Nuria y su panda, bastante heterogénea, estaban bombardeándola a preguntas cuando un chico moreno, guapo, con los ojos de un verde intenso, se acercó al grupo.

—Bienvenida al instituto —le dijo a Clara, con una sonrisa de oreja a oreja —. Es bueno comprobar que los estándares van subiendo. Daniel Ramírez, para lo que necesites.

Clara se quedó enganchada en esos ojos y solo acertó a balbucear:

—Clara Caskrauostra.

—¿Cómo?

El maldito amuleto. Tenía que decir su nuevo nombre.

—Clara Sánchez.

—Mira qué bien, tú, Sánch-ez, hija de Sancho y yo, Ramír-ez, hijo de Ramiro, dos reyes de Aragón. Ya decía yo que tenías cara de princesa.

Clara le sonrió, encantada. Pero Nuria lo miraba con cara de pocos amigos:

—Vamos, Daniel, que ya te vale, siempre por ahí de asaltacunas. Vete con las de tu edad, anda. Serás…

Daniel hizo una seña con la cabeza y se retiró, no sin dedicarle a Clara un mohín pícaro que la dejó aún más encandiladita.

—Que tripite cuarto y aquí está, a ver si se enrolla contigo, como eres nueva… —apostilló Nuria, cuando Daniel estuvo lo bastante lejos—. Ni se te ocurra ir con él. Vive solo y dicen que monta de todo en su casa.

—¿Cómo es que vive solo? —preguntó Clara—. ¿Y sus padres?

—Es huérfano. Antes vivía en un pueblo con un pariente, pero para estudiar la ESO se tuvo que venir a Bosca. Y desde entonces… Dicen que una persona va a ayudarle con la casa una vez por semana.

Huérfano. Y había vivido con un pariente… Qué majo. Estaba claro que había sido muchas veces tema de conversación. Demasiadas cosas en común como para hacer caso al «consejo social» del Instituto. Clara tenía que conocerlo más.

—Pues a mí me ha parecido simpático —comentó—. Y dice cosas muy divertidas.

—Lengua de oro, pero corazón de hielo —soltó Nuria, encantada de haber encontrado una sentencia tan rotunda—. Vaya, esto sí que es una frase de culebrón.

Todas se echaron a reír.

Cuando acabaron las clases, Clara preguntó dónde estaba el aula de informática, o la biblioteca, o cualquier sitio con internet.

—Pues está allí —Nuria le indicó un aula al final de un largo pasillo, pero añadió—: Aunque si quieres conectarte al Facebook, lo tienes crudo. Está bloqueado para que no podamos entrar en redes sociales. De hecho, te deja meterte en muchas páginas, pero no puedes enviar nada. Es de una sola dirección. Te deja recoger datos, grabártelos en un pen y eso, pero si quieres chatear o enviar correo, olvídate; solo los profesores pueden hacerlo.

—Los profesores o yo. —Daniel se metió en la conversación con una sonrisa. Clara estaba encantada de verle otra vez, pero no Nuria.

—No estamos interesadas en nada que puedas hacer tú.

—¿Puedes conectarte a internet aquí? —interrumpió Clara, bastante ansiosa. Nuria la miró un poco molesta.

—Y donde quiera —contestó Daniel, enseñando un smartphone.

A Clara se le iluminaron los ojos:

—¿Me lo dejas? Solo tengo que enviar un mensaje.

—Los que haga falta —replicó él, agitando el teléfono.

Clara fue a por el móvil, pero él se lo apartó.

—Eh, eh, eh… —soltó, con una media sonrisa—. No hemos hablado del precio.

En ese momento, viendo la sonrisita estúpida de Daniel, su interés se desvaneció. Le pareció un cerdo prepotente, chulo y asqueroso.

—Que te den —dijo. Se colgó del brazo de Nuria y las dos juntas, después de hacerle la burla a dúo, bajaron por las escaleras del instituto.

Al llegar a la calle se echaron a reír a carcajadas.

—«¡Que te den!…» —se burló Nuria, cuando consiguieron parar de reír—. Eso es lo que tendrían que decirle todas, pero lo que pasa es que está muy mal acostumbrado. Se cree que con estar bueno ya lo tiene todo hecho.

—Pues con nosotras va listo —y se miraron cómplices.

Apenas un día en el nuevo instituto y ya hablaba con otra chica en plural. A lo mejor su vida en Bosca no sería tan mala, después de todo. Hoy se abría una nueva etapa en la vida de Clara Cslkjostt. Perdón: Sánchez.

XI
LA FIESTA DE BOSCA
1

Era un espejismo. La semana empezó y pasó, y la excitación del primer día se convirtió en monotonía. Al fin y al cabo, era otro instituto más, con las mismas estructuras, las mismas divisiones absurdas y los mismos clanes que los demás institutos. Y Clara se iba dando cuenta de que, aunque Nuria le caía bien, su clan era el de las «niñatas-que-no-causan-problemas», extremo que se confirmó en cuanto intentó pedirle que le dejara conectarse a internet en su casa y ella le contestó que tenía el ordenador en el salón para que sus padres supieran en todo momento con quién chateaba. Muy bueno para esquivar pederastas, pero malo para alguien que quiere navegar sin que le pregunten demasiadas cosas.

Y por otro lado, la ingeniería social imponía una serie de temas «neutros» para conversar a los que Clara no estaba acostumbrada. Cuando llegó el viernes y constató que llevaba varios días hablando de programas de cotilleo y famosos de medio pelo, decidió que tenía que encontrar más amigas, o podía empezar a elegir instrumental de suicidio.

Inés, catorce años, de mirada dulce y acuosa, fue su salvación. La encontró en el gimnasio del instituto, practicando ballet, y congeniaron enseguida. Al menos con ella podía hablar de algo que no fueran exnovias de toreros.

—Arantxa Argüelles en el Lago de los cisnes… —La cara se le iluminaba cuando hablaba de vídeos de danza—. ¡Veintidós doble fuetés! Tienes que venir a mi casa para verlo.

Inés podía invitar a gente a visitar su casa. Clara no.

A cambio, su nueva vivienda era fascinante: tres pisos, con las paredes pintadas en colores claros, sobrios y luminosos; dos grandes salones, uno en la planta primera y otro en la tercera; una enorme biblioteca, con miles de libros colocados en altas estanterías que llegaban hasta el techo, y un sótano tortuoso con una amplia bodega de origen medieval. El sueño de cualquier escritor.

Su tío le explicó que esa bodega era en realidad el final de un pasadizo que cruzaba por debajo la muralla de Bosca, usado en la Edad Media para escapar de los asedios a la ciudad. Formaba parte de una red de corredores que conectaban la casa con la Abadía del Temple, el castillo de Loarre o los numerosos alcázares y castillos de la comarca.

—O con Pau —apuntó Clara.

—No —replicó Gabriel—. Ese paso pertenece a otra red de comunicación. Solo nosotros podemos usarlo.

—¿Nosotros? ¿Quiénes sois «nosotros»? —se interesó la muchacha, y creyó ver cómo Óscar miraba a Gabriel con una cierta insistencia—. ¿Esa es la famosa información que aún estoy esperando que me cuentes?

—Ya te hablé de por qué teníamos que irnos de Madrid.

—No fuiste tú. Fue Sophie.

—Bueno —concedió Gabriel—, pero, fuera quien fuera, ya lo sabes.

—No me vale —insistió Clara—. Siempre que hablamos, llega un punto en que te callas y cambias de tema. Siempre parece que estés a punto de contarme algo importante de verdad y nunca lo haces.

—No hay nada más que debas saber. En cuanto lo necesites, no tendrás ni que preguntarlo, porque yo mismo te diré lo que haga falta. Pero, por favor, confía en mí. En este momento ya sabes todo lo necesario.

—Y, claro, tengo que confiar en ti porque no te había visto en la vida, pero eres mi tutor y el hermano de mi padre —hizo una pausa antes de añadir—, o eso dices.

—Sí.

—Pues no cuentes con ello. No soy una niña y tengo derecho a saber quién soy, quienes somos los Riglos y de qué va todo este asunto del ocultamiento. Por qué vuestros abuelos se cambiaron el nombre y quiénes nos persiguen. Si tengo o no más tíos o parientes sorpresa, si tendré que quedarme en Bosca el resto de mi vida o, en fin, si voy a acabar con la cabeza a dos metros del cuerpo antes de cumplir los dieciséis.

Óscar evitó que Gabriel tuviera una reacción desmesurada.

—Clara, no insistas —pidió Óscar.

—Es que es absurdo —le espetó Clara—. Cuando hablo con Sophie me dice que tal cosa y tal otra me la tiene que contar mi tío y cuando hablo con él no puede contarme nada.

Se volvió a Gabriel.

—Pues al menos deja que me lo cuente ella… —pidió—. O tú, Óscar.

Gabriel le lanzó una mirada disuasoria y en ese punto acabó la conversación.


Era frustrante. El relato de Sophie, que en realidad no aclaraba nada, era la única explicación con la que Clara podía contar; la difusa historia de una familia perseguida, sin saber muy bien por quién ni por qué, aunque, eso sí, por razones trascendentales para la raza humana. Pocas explicaciones podían ser menos satisfactorias que eso. ¿A dónde o a quién podría preguntar? Óscar parecía el más accesible de los dos, pero desde que habían empezado las clases, no había espacio para investigaciones, ni explicaciones ni nada que terminara en «ones». Óscar la recibía por las tardes y su tío la despedía por la mañana. Los dos trabajaban hasta tarde, porque siempre que Clara se despertaba había alguna luz encendida y oía conversaciones apagadas, pero no sabía en qué, ni cuánto durarían esos trabajos.

Por otro lado, su cuarto era muy guay y todo un éxito en el instituto: «¿Que vives en la Casa de la Bruja? ¿Y duermes en la torre? ¡Tienes que invitarme a tu habitación pero ya!». Pero su tío siempre se negaba a darle permiso.

—Nadie entrará en esta casa hasta que sepamos si son o no tus amigos de verdad y puedes fiarte de ellos. Óscar o yo tenemos que conocerlos antes.

—¿Por qué?

—Es mejor que no sepas los detalles.

Estaba harta de esa contestación. Y además, qué más daba. En cuanto llegaran y vieran que no había internet, solo libros y discos, seguro que ya no les molaba tanto.

2

Pero no todo era malo. Una de las consecuencias de vivir sin internet y apenas sin televisión era que Clara no había leído tanto en su vida. Ya no solo libros de fantasía: libros de literatura «de verdad».

Madame Bovary le resultó demasiado duro, así que lo dejó. Aunque podía entender a esa mujer muriéndose de asco en una ciudad pequeña. Ojeó el Ulises de Joyce y al cabo de un rato se dio cuenta de que no entendía ni una palabra. «Léetelo en inglés», le dijo su tío. Solo faltaría eso. Bastante tenía con comerse la cabeza en castellano para ponerse con un libro de 600 páginas y un diccionario al lado.

Pero en cambio le encantó Borges. El Aleph era un cuento genial. Fantástico y real y, al mismo tiempo… ¿no le estaba pasando a ella algo parecido? Vivía rodeada por cosas increíbles y sabía que los demás no las reconocerían aunque pudieran verlas. Por supuesto, en el cuento el aleph era auténtico, y lo de los Riglos y la secta… bueno, Clara aún tenía sus dudas.

Cuando terminó, le pidió otros libros de Borges a su tío, que le pasó las obras completas, pero a Clara no le hicieron mucha gracia los poemas. Prefería al Borges cuentista.

De modo que se estaba volviendo una chica superculta. Una frikie, vamos. Pero frikie con clase, no de los Klingon y eso. Frikie de premios Nobel. Borges era premio Nobel, ¿no?

Claro que un chateo insustancial de cuando en cuando, algún comentario borde en internet o un SMS con mala baba entre amigos… eso se echaba de menos. Incluso un golpe de serie cutre, para desculturizarse un rato.

Sorprendentemente, la segunda semana sin tele ni redes sociales todo empezó a resultar mucho más interesante. Tenía tiempo para hacer los deberes, leer y dibujar y, sin conexión a internet, el tiempo en el ordenador lo utilizaba para escribir. Estaba empezando a llevar una especie de diario y eso cada vez la llenaba más. De pronto tenía ganas de volver a su torre a imaginar universos y escribir reflexiones. Su lenguaje se estaba volviendo más rico y el Word le corregía faltas de ortografía que ahora se le estaban haciendo evidentes. Eliminar la escritura taquigráfica de los SMS empezaba a ser un placer.

Pero Nuria e Inés eran las dos únicas amigas que tenía. Los padres de Nuria estaban siempre delante e Inés era aún demasiado pequeña para tratar ciertos temas. Si pudieran utilizar su habitación, ese refugio perfecto, con maravillosas vistas y aislado por completo, donde hablar de lo que quisieran sin ser molestadas, sería genial.

Esa tarde se plantó delante de su tío y le dio un ultimátum.

—Necesito que dejéis a mis amigos venir aquí. Me da igual que creas que nos van a delatar o que su visita provocará la tercera guerra mundial. En esta casa hace falta alguien que tenga menos de cincuenta años.

—Óscar tiene treinta y yo, cuarenta y dos.

—Bueno, que sea todavía joven.

—No ahondaré en la humillación —Gabriel vaciló unos segundos antes de decir—. Pero te comprendo. Quieres amigos de tu edad en casa. Bien. Haremos una fiesta en algún local de la ciudad y así sabremos a quién puedes invitar y a quién no. Es todo lo que te puedo ofrecer. La excusa, el solsticio de invierno, las vacaciones de navidad o lo que te dé la gana. O también puedes dejarnos asistir al festival del instituto y allí…

—No hacemos «festivales» —se indignó Clara—. Eso es en primaria.

—Pues seguro que algún curso organiza algo para recaudar fondos para viajes de estudios, o tenéis semana cultural… Lo que sea. Óscar y yo iremos y nos presentarás a tus candidatos. Luego te diremos quiénes son los que hemos elegido y esos serán los que podrán entrar en tu habitación. No hay más opciones.

—Ya te vale. Seguro que no te gusta ninguno.

—Bueno. No voy a considerar si me caen bien o mal. Solo si son o no peligrosos. Eso es todo.

Y antes de que Clara pudiera protestar, se apresuró a añadir.

—Pero solo podrán entrar a tu habitación y nunca, nunca, podrán visitar ninguna otra parte de la casa a no ser que lo programemos con suficiente antelación.

—Ni que esto fuera el Palacio Real —ironizó Clara.

—Hay peligro.

—Pero tú puedes dar cuatro pasos de tus polvos mágicos y ya está.

—Clara, no frivolices.

—Es que me siento como la princesa del guisante… Que solo falta que les hagas pasar por pruebas para ser mis amigos. Como en un reality

—¿Un qué?

—Déjalo, tío. Que lo haremos como tú quieras y ya está.


Finalmente se programó la fiesta. Sería el dieciséis. Alquilarían una sala en un local un tanto alternativo que tenía su encanto, y a las doce de la noche habrían acabado.

—Un sitio céntrico al que podrán acudir los padres… —dijo Gabriel. Clara puso los ojos en blanco—. Los padres, he dicho.

—Si van a venir padres será un muermo de fiesta.

—Eso no es negociable —aclaró Gabriel y continuó—. Y allí, con el protocolo y las parafernalias necesarias, te presentaremos en sociedad.

Clara se quedó boquiabierta. ¿Presentación en sociedad? ¿Cómo?

—¿Una puesta de largo? —A Clara se la llevaban los demonios—. ¿Estás loco? ¿Te crees que soy como esas pijas de la tele?

—¿Quiénes?

—Olvídalo. —Clara fue contundente—. Ni hablar. Fiesta de agradecimiento, de bienvenida, o de lo que quieras menos de «presentación en sociedad». O «puesta de largo». O cualquier otra cosa que suene a «mi sobrina ya tiene edad para entrar en el mercado de solteras que buscan marido». No; por encima de mi cadáver.

Óscar y Gabriel se miraron, negando con la cabeza. «¡Adolescentes!».

3

«Es imposible».

Eso se decía Antoine Lachance una y otra vez, como si esperara que lo que había descubierto se desvaneciera si lo repetía suficientes veces. Observaba, desconcertado, los nombres que había extraído de sus notas. Entre esos nombres tenía que encontrarse el del topo al servicio de Ramyr. Pero no podía ser ninguno de ellos. Y sin embargo…

Había pasado meses en la Biblioteca de Ismara investigando sobre la familia Riglos y el Alquimista Oscuro, buceando entre lo poco que la Hermandad no había robado o destruido cuando arrasaron las salas de Genealogía y Heráldica en la última guerra. Miles de ejemplares descritos en el Index habían desaparecido para siempre. Incluso las fichas, que registraban automáticamente fechas y datos de cada consulta, habían sido destruidas.

Pero esa misma mañana había descubierto que una obra sobre Ramyr podía haberse salvado del saqueo. Una reseña indicaba que la habían ocultado en otra sala de la Biblioteca. Sin embargo, no aparecía en el Index correspondiente, y sin esa referencia sería imposible de encontrar entre miles y miles de volúmenes.

Tras buscar sin resultado la ficha del libro u otra referencia en los archivadores, había creído ver un leve resplandor verdoso al fondo del mueble, más intenso cuanto más acercaba el medallón. El tipo de fosforescencia típico de la Societas. El origen de la luz estaba al fondo del cajón, adherido a la pared del mueble; una tarjeta con la nomenclatura de la Biblioteca para indicar situación de un libro: II-16-Bz-α.

Pero allí tampoco encontró La conjura de Ramyr. Parecía una gymkana que no acababa nunca. ¿Gymkana…? ¡Claro, eso era!; ¡una pista más! Buscó resortes, trampas, dobles fondos… nada. Pasó el medallón por el lomo de los volúmenes… y entonces, sí, uno de ellos se iluminó débilmente. Lo abrió.

Estaba hueco, y en su interior encontró una gran cantidad de fichas de libros que hablaban de Ramyr y de los Riglos. Libros que se habían salvado de la guerra y que Antoine había buscado sin éxito durante semanas. Alguien los había ocultado, y ahora conocía su nueva localización: en el Reservorio de la torre donde se restauraban los volúmenes deteriorados.

Tampoco en la torre había rastro de ellos. Alguien con acceso a la Biblioteca los había hecho desaparecer mucho después de la guerra, hacía menos de veinte años; alguien que no quería que fueran encontrados; alguien que era un miserable traidor. Alguien, no obstante, que había pasado por alto un hecho: las fichas se habían conservado y ahora seguían reflejando, tozudas, las últimas personas que habían consultado cada libro y en qué momento. Y Antoine tenía ante sí los nombres de esas personas:

La alcaldesa de Ismara, Sophie, Óscar, Rebeca, Natalia y Gabriel.

Por eso se repetía que era imposible. Habría puesto la mano en el fuego por todos. Y, sin embargo, uno de ellos tenía que ser el topo.

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