Kitabı oku: «Panteón», sayfa 2

Yazı tipi:

Mirar al pasado desde el punto de vista del presente y detectar las huellas de estos acontecimientos no es una tarea sencilla. Debemos tener los ojos y los oídos abiertos. Una historia religiosa del mundo mediterráneo antiguo debe usar enfoques múltiples y consultar un amplio abanico de fuentes. Desenterrar una antigua religión vivida exige que prestemos atención a las voces de los testigos individuales, a sus experiencias y prácticas, a sus maneras diferentes de apropiarse de las tradiciones, a la manera que comunican e innovan. Por ejemplo, el uso del nombre de un dios en una situación concreta no quiere decir que haya un «panteón» estructurado con nombres y roles fijos, aunque, por supuesto, tenemos que rastrear minuciosamente si hay otras ocurrencias semejantes que haya podido escuchar nuestro testigo particular, si hay ocurrencias comparables que él haya podido conocer, y tenemos que buscar las imitaciones o las variaciones posteriores. Esa información puede recolectarse en historias, poesías, memorias y obras antiguas; a menudo puede incluir creaciones o inferencias personales de los antiguos autores, en vez de las deposiciones directas de los pensamientos de otras personas. La religión antigua se arraigaba también en la experiencia y en la agencia individual. Al mismo tiempo, estaba sujeta a un constante cambio, en un constante estado de ser otra cosa. A pesar de las huellas impresionantes que nos ha legado, bajo la forma de textos o monumentos, y a pesar de toda la información sobre las instituciones religiosas, elude testarudamente los intentos de congelarla, de fijarla como un sistema ritual con un panteón estable de dioses y un rígido sistema de creencias. Esta antigua religión mediterránea solo puede convocarse mediante la narración y solo así se le puede dar forma.

Antes de la llegada del judaísmo y, especialmente, antes del cristianismo, religiones ambas que están fuertemente orientadas a lo individual[16], el concepto de una religión individual era algo tan ajeno que se impone que hagamos unas aclaraciones más[17]. La religión antigua consiste en lo que se ha dicho de ella, en lo que vayamos a decir de ella. No está ahí, sencillamente, a nuestro alcance, entre los desechos de las excavaciones arqueológicas o en las inscripciones y los textos literarios, esperando pacientemente a ser expuesta y revisada[18]. En el capítulo II comenzaremos con una descripción del aspecto que tendría esa religión vivida de la Antigüedad y hasta donde abarcaría. Quizá haya lectores que prefieran pasar directamente a ese debate.

3. FACETAS DE LA COMPETENCIA RELIGIOSA

Es difícil percibir a un individuo a una distancia de 2.000 años. Solo podemos, con mucha dificultad, sondear el alma más íntima de alguien que sigue vivo, incluso aunque tengamos a nuestra disposición sus entrevistas y diarios. Los restos que han sobrevivido de una vida cotidiana antigua y de sus intentos de comunicación nos ofrecen unos desafíos muchos más grandes. Lo más importante aquí es desarrollar al menos una concepción modelo de cómo los pueblos del Mediterráneo antiguo empezaron a desarrollar estrategias de comportamiento religioso en sus interacciones constantes y mutuas, para determinar qué facetas de ese proceso tenían una importancia especial, y cómo estas acabaron por definir la religión en los últimos siglos del primer milenio a.C. y los primeros siglos del primer milenio d.C. Examinaré con más detalle las tres facetas de la «competencia religiosa», es decir, la experiencia y el conocimiento necesarios para una acción religiosa lograda y la autoridad que aquí se atribuye a otros. Estas facetas –la agencia religiosa; la identidad religiosa y las técnicas y los medios para la comunicación religiosa– a la vez que están estrechamente vinculadas, nos permiten abrir tres perspectivas diferentes desde las que analizar lo que se nos aparece como familiar y lo que nos parece ajeno en la religión antigua.

Agencia religiosa

Las ciencias interpretativas sociales y culturales han caracterizado la agencia humana como un proceso significativo que debe entenderse en relación con un sentido socialmente creado[19]. La teoría sociopolítica llamada pragmatismo ha refinado estos análisis: defiende que la agencia estaría por encima de todos los procesos de resolución de problemas. El individuo se confronta constantemente con las nuevas situaciones, que trata de superar de maneras que no están totalmente basadas en los conceptos preconcebidos. El sentido de la agencia y de sus fines evoluciona durante el proceso mismo de ejecución de la agencia, experimentando en cierta medida un cambio, a pesar del hecho de que el agente esté restringido por los contextos y las tradiciones sociales. Dentro de este escenario de posibilidades, concreto, pero que se puede cambiar, se hace posible la creatividad en las acciones[20].

La competencia en el ejercicio y en el ámbito de la agencia se desarrolla a medida que se ejercita la agencia[21]. La agencia es, en este sentido, «el compromiso construido temporalmente por parte de actores con diferentes entornos estructurales […] mediante la interacción del hábito, la imaginación y el juicio, tanto para reproducir como para transformar aquellas estructuras en una respuesta interactiva a los problemas planteados por las situaciones históricas cambiantes»[22]. Estas interacciones entre las personas, constantemente renovadas y también repetidas, son las que crean las estructuras y tradiciones que definen y limitan el posterior ejercicio de la agencia, lo que, a su vez, también altera o incluso desafía esas mismas estructuras y tradiciones[23].

Es una característica de la religión el que, mediante la presentación de actores o autoridades «divinas», amplíe el campo de la agencia, ofreciendo un vasto campo a la imaginación y ampliando las posibilidades y maneras de intervenir en una situación dada. Atribuyendo la agencia a los «actores divinos» (o semejantes), la religión permite que el actor humano trascienda su situación y que invente unas estrategias paralelamente creativas para actuar, tal vez iniciando un rito o en tanto persona poseída. Pero también es posible lo contrario. El mismo mecanismo puede también desencadenar una renuncia de la agencia personal, que tenga como resultado la impotencia y la pasividad, de manera que la agencia quede así reservada para los actores «especiales». Con el tiempo, esta agencia acaba por delinearse a lo largo de líneas cada vez más definidas y aumenta su eficacia, de manera que se emprenden «esquematizaciones» cada vez más logradas y sofisticadas. Estas se predican sobre los ejercicios pasados de agencia; así se establecen rutinas que facilitan aún más unas proyecciones de gran alcance para las consecuencias futuras de la agencia. Este proceso se da en el contexto de un marco hipotético y produce unas «contextualizaciones» incluso más aptas, que ayudan a una valoración orientada a la práctica del estado actual de los hechos sobre la base de la experiencia social[24]. No es el actor singular quien «tiene» agencia. Más bien, en su negociación concreta con su entorno estructural, el individuo encuentra espacios para las iniciativas y se ve infundido por otros con la responsabilidad de actuar. Las estructuras y el individuo en tanto actor se configuran recíprocamente[25].

Sobre la base de estas reflexiones podríamos ahora sentir el impulso de filtrar las pruebas en busca de formas de aprendizaje religioso y de los medios de adquirir el conocimiento religioso. ¿Dónde podría la juventud observar la religión y participar en ella?[26]. ¿Cómo aprenderían a interpretar las experiencias como religiosas? ¿Dónde se obtenía la formación en autorreflexión, en la contemplación de un yo autónomo?[27]. ¿Cómo podrían asumirse nuevos roles religiosos o un nombre religioso, para que influyera en nuestras posteriores interacciones?

Estas y otras cuestiones se abordarán en los capítulos siguientes con la vista puesta en abrir nuevas perspectivas para la agencia religiosa.

La actividad religiosa estaba también íntimamente conectada con la estructuración del tiempo mediante calendarios, nombres de los meses y listas de días feriados, una estructura basada en «hipótesis» que designan días concretos como especialmente adecuados para la comunicación con los dioses y la reflexión en los asuntos de la comunidad. Contrariamente a las suposiciones habituales, veremos que nada de esto estaba grabado sobre piedra; más bien era siempre susceptible de innovación y ajuste[28]. Los profetas y los movimientos proféticos fueron capaces de ejercer una influencia enorme sobre las expectativas futuras, tanto sobre las individuales como sobre las colectivas. Pero es también cierto que las «contextualizaciones» en el aquí y el ahora proporcionaban un campo considerable para el ejercicio creativo de la agencia religiosa. El carácter del espacio y del tiempo podía ser modificado mediante los actos de sacralización; los actores distantes, igualmente, los enemigos extramuros, los ladrones a la fuga, los viajeros, podían ser alcanzados remotamente mediante ritos, juramentos y maldiciones o clavando agujas a un muñeco[29]. Mediante la transferencia de las capacidades y la autoridad religiosa a la invocación de los oráculos, se podían dar instrucciones nuevas a los procesos de toma de decisiones políticas[30].

Identidad religiosa

El individuo pocas veces actúa solo. Lo habitual es que tenga la idea de estar actuando como miembro de un grupo particular: una familia, una aldea, un grupo de intereses especiales, o incluso un «pueblo» o una «nación»; una idea que puede ser muy dependiente de la situación, donde se enfatiza bien una identidad o bien otra, como madre, como devota de Bona Dea, como partidaria de la Biblia o de la filosofía estoica[31]. Estas ideas, incluso cuando no están claramente formadas, pueden influir en el comportamiento individual[32]. Pero debemos siempre tener claro que estas son las nociones primeras y principales de pertenencia, que a menudo no acaban de tener en cuenta si el grupo en cuestión existe en las ideas de los demás, o de si los demás nos clasifican como parte del grupo. Es, por lo tanto, una cuestión de autoclasificación, de la valoración por parte de cada individuo de su membresía y de la importancia que le asigna a esta, y que se pone en común con el resto en la medida en la que dicha membresía es discernible por ellos. Es una identidad forjada a partir de una conexión emocional sentida y de una dependencia (hasta el punto de que hay un solapamiento importante de la identidad personal y de esta identidad colectiva) y su importancia reside en el grado en el cual esta membresía se integra en la práctica cotidiana y caracteriza el comportamiento personal. Finalmente, esta identidad consiste en las narraciones asociadas con estas ideas y se asocia a un conocimiento de los valores, de las características definitorias y de la historia del grupo[33]. Atendiendo especialmente al carácter gradual del desarrollo de las religiones en la Antigüedad, hay que subrayar que el término «grupo» no implica una asociación establecida. Basta con que sea una agrupación, en función de sus circunstancias, de varios actores (¡no solamente humanos!) entre los cuales el individuo en cuestión se cuenta o no. Las muchas inscripciones antiguas que registran las relaciones familiares, la ciudadanía o el lugar de origen pueden también leerse como declaraciones de membresía[34]. Para muchas personas, por supuesto, esto podía conducir a unas identidades colectivas complejas, que implicaban diversas afiliaciones (y también disociaciones)[35].

Es precisamente cuando nuestra evidencia de la «religión» se reduce a unos pocos restos arqueológicos, a una estatuilla por aquí, unos fragmentos de una vasija por allá, a huesos de perro o al hueco de los cimientos de un supuesto templo, cuando más alerta tenemos que estar ante la tentación de reificar y esencializar a estos grupos y comunidades. No se definen sencillamente por la distribución en un espacio cercano a sus casas, por las prácticas idénticas, por un mismo lenguaje o por los dioses o las ofrendas votivas semejantes. «La comunidad es […] algo que hacer» y son los individuos quienes la hacen: «[…] cómo se siente la gente vinculada a los lugares concretos, así como quiénes creen que son e igualmente quiénes no son, determina cómo se asocian con los demás en el espacio y a lo largo del tiempo, durante generaciones, en memorias compartidas o en olvidos pactados»[36]. La aparente estabilidad arcaica del contexto social, de la localidad, es a menudo engañosa; es únicamente una instantánea de una realidad que fluye[37]. La historia de las religiones antiguas no puede describirse como un proceso que transforma las «religiones tribales» en «religiones mundiales», como decían hasta hace muy poco los libros de texto.

Comunicación religiosa

El tema de la competencia comunicativa nos proporciona una tercera manera de ver cómo un individuo pone en juego la «religión» en su interacción con otras personas[38]. Pero el hecho de que la religión pueda al mismo tiempo entenderse como si fuera una comunicación nos permite asociar posibilidades aumentadas para la comunicación con la creciente variedad de prácticas religiosas que existieron en la Antigüedad.

No sabemos cómo ni con cuánta frecuenta hablaban con sus dioses o con su Dios la mayoría de los habitantes del Imperio romano, o de qué hablaban. Pero tenemos un número considerable de textos antiguos que describen dichas comunicaciones y decenas o, más bien, cientos de miles de testigos directos de ello, en la forma de restos de ofrendas, así como documentación visible, que pretendía ser permanente, en forma de inscripciones votivas y dedicatorias. Esto apunta al carácter dual de buena parte de las comunicaciones con lo divino, aunque no necesariamente de todas ellas: el acto religioso es también un mensaje a los congéneres humanos del actor, para que su público o sus lectores sean testigos, oculares o auditivos. Clamar O Iuppiter, audi («Oh, Júpiter, escucha») también significa: «Mirad. Soy piadoso. Estoy compinchado con los dioses. Júpiter me escucha. Quien esté contra mí está también en contra del dios y del orden divino».

Volveremos más tarde a las funciones interpersonales de la comunicación religiosa. Por el momento basta con entender que este gesto de convocar lo divino por parte de los participantes de una acción atrae la atención y crea relevancia. En este último término reside la clave para entender la comunicación. Para que una comunicación sea lograda, hay que suscitar atención mediante la promesa de una información relevante. Esto debe ser proporcionado de manera creíble y audible por el hablante, y su público debe indicarle que ha aprehendido y ha creído la promesa antes de que se pueda proceder a la comunicación. En el tumulto y jaleo de los asuntos cotidianos, solamente la promesa de la relevancia (adopte la forma que adopte esta promesa) puede atraer la atención hacia una comunicación que, entonces, modifica a quienes va dirigida (de maneras que no son nunca predecibles) y, en este sentido, tiene éxito[39]. No es sorprendente que los seres humanos amplíen estas reglas básicas del éxito comunicativo a sus comunicaciones con los no humanos.

Para alcanzar a los dioses, entonces, es necesario atraerlos y conservar su atención. La historia religiosa de la Antigüedad es también la historia de cómo se desarrollaron y emplearon estrategias formales en el mundo mediterráneo, en Italia y en Roma, para lograr ese objetivo y cómo después se refinaron e incluso se cuestionaron radicalmente. No obstante, para entender estas prácticas y las alteraciones que sufrieron, debemos tener una regla básica siempre presente: «eh, tú…» es más eficaz que «me gustaría decir…». La clave del éxito no reside en hacer la selección correcta dentro de un catálogo de oraciones, votos, ofrendas, sacrificios de sangre, tipos de procesiones y juegos circenses (todo esto según el tamaño de la fortuna de cada cual) sino que radica en la eficacia de la combinación de las técnicas comunicativas que se adopten. Aquí las categorizaciones en los textos clásicos de estudios religiosos dan una impresión bastante equivocada. Dirigirse a una deidad casi nunca implicaba solamente una plegaria, o solamente un sacrificio.

La primerísima consideración parece haber sido la localización. Un santuario ya establecido es un testimonio del éxito de otras personas a la hora de comunicar. Apunta a la proximidad de una deidad, que habitaría en aquel lugar o que, al menos, lo visitaría con frecuencia. La confianza ingenua en la presencia de la deidad podría haber sido rápidamente sustituida por consideraciones filosóficas acerca de qué condiciones podían conducir a la presencia de una deidad omnipotente: la multiplicidad de informes que hablaran de estatuas reconociendo a un solicitante no implicaba que, en las conversaciones fuera del templo, se entendiera que la deidad y la estatua fueran equivalentes. Era habitual que una deidad se invocara en el santuario de otra deidad, y no se consideraba impensable documentar ese acto logrado de comunicación mediante, por ejemplo, una imagen del dios ajeno en ese mismo lugar. Por otra parte, hay que señalar que la elección de un momento establecido, tal vez el día festivo en ese santuario o de ese dios concreto, era un asunto mucho menos importante. Las consideraciones importantes eran la urgencia de la necesidad, cuándo se podía físicamente acceder al lugar de culto y si este estaba disponible. En muchas ciudades, por ejemplo, los espacios de culto dedicados a Mitra no eran accesibles para la devoción individual, o sin duda no lo eran todo el tiempo; si alguien, a pesar de todo, quería recurrir a este dios, había otros santuarios públicos disponibles, como lo demuestran las dedicatorias a Mitra que se han depositado en ellos.

Casi todas las elecciones de un lugar estaban precedidas por la cuestión de cómo se iba a llevar a la divinidad hasta ese lugar. Sistematizadores como Fabio Píctor en el siglo II a.C. y el posteriormente mucho más citado Marco Terencio Varrón a mediados del siglo I a.C. pretendieron asignar una deidad especializada para cubrir todas las posibles fuentes de peligro, a veces tal vez inventándoselas a propósito (o tal vez, dicho de manera más precisa, inventando nombres para divinidades que pudieran invocarse rápidamente) pero, en la realidad de todos los días, se recurría a un número gestionable de deidades populares que estaban presentes bien en los lugares de culto o bien bajo la forma de imágenes. La situación seguiría siendo incluso más amorfa, especialmente en las zonas rurales y en las provincias europeas del noroeste y el oeste, donde se podía apelar a la divinidad siempre en plural, como a un conjunto de figuras relacionadas (Iunones, Matres, Fata) descritas en una idiosincrática combinación de figuraciones iconográficamente estandarizadas (y solo así reconocibles para nosotros como «idénticas»)[40]. Acceder a la divinidad en un santuario arquitectónico, además, no era la única opción, pues un manantial o un altar casero pintado dentro de los cuatro muros de una casa era aún una vía posible y, en algunas situaciones, preferida.

La invocación al dios o a la diosa no era únicamente uno de los diversos elementos dentro de la plegaria, sino más bien el fundamento mismo del acto comunicativo. Requería de una intensificación y podía ampliarse de varias maneras para conseguir despertar una atención adicional y dotar al acto de aún más relevancia. Entre todos los métodos el más destacado era la intensidad acústica. La invocación se aislaba del bullicio de la vida cotidiana mediante el silencio. No se hacía en el lenguaje cotidiano. El lenguaje formal contribuía a ritualizar el acto comunicativo, elevándolo por encima de lo ordinario. El efecto se amplificaba cantando en lugar de limitarse a hablar y añadiendo música instrumental. Mediante la elección de los instrumentos se posibilitaba la conexión con tradiciones particulares, se atraía la atención de una deidad en concreto y se señalaba esa conexión especial con las presentes. A menudo nos encontramos con la tibia de doble caña; pero se usaban también instrumentos como trompetas, órganos e instrumentos de percusión. Parece que había temas musicales que estaban relacionados con determinados santuarios.

Se cuidaba la elección del vestuario, especialmente cuando el acto de comunicación implicaba un alto grado de visibilidad pública. Lo más importante podía ser el color de la ropa, como, por ejemplo, vestir de blanco en las procesiones dedicadas a Isis; o el tipo de corte elegido, como la toga que vestían los funcionarios romanos en la República tardía y en el primer Imperio y probablemente los ciudadanos romanos en general en las ocasiones festivas. Estos ejemplos muestran que no se trataba tanto de señalar una afinidad específica como de apuntar sencillamente que se estaba produciendo un tipo especial de comunicación ritualizada; la toga era, de hecho, habitualmente blanca. Pero, por otro lado, incluso la elección de las hojas para las coronas que se llevaban en la cabeza era algo que podía expresar sutiles distinciones.

La atención, tanto de la deidad como de cualquiera que pasara por allí, se podía atraer también mediante el movimiento coordinado. Las procesiones, ya fueran grandes o pequeñas, o el caminar acompasado, eran muy habituales. En las ciudades más grandes apenas había otra manera de atraer amplias multitudes, tanto de participantes como de observadores. Los bailes en distintos grados de exuberancia, como los bailes «de tres pasos» de los salii (saliari, saltadores) romanos, y los bailes con mayor abandono dedicados a Isis que se describen en los relieves del Lazio, también tenían su papel. La autoflagelación, a veces en público, fue practicada por primera vez por los monjes del Mediterráneo oriental; y hay escritos que informan de la castración de los sacerdotes de Cibeles; aunque sin duda este no era un rito público abierto a observadores.

La costumbre, que se había tomado prestada del ámbito interpersonal, de hacer regalos que, por su valor material, podían incrementar la relevancia del mensaje oral proporcionaba también un amplio margen para la comunicación. Estas ofrendas se elegían según la intención de la comunicación (el cumplimiento de una petición, una demostración de gratitud y alabanza, la armonía permanente con la divinidad) y tenían la capacidad de garantizar ese mensaje en una forma duradera, al menos hasta que se retirara de allí el objeto. Tanto el aspecto estético como el material podía jugar un papel en la elección de la ofrenda, pero era habitual usar miniaturizaciones producidas en serie y, aparentemente, bastaba con eso para atraer la atención divina. Pero no era necesaria una visibilidad duradera. Las pequeñas ofrendas (acompañando la emisión de un voto o documentando su éxito) podían depositarse directamente en los pozos, sumergirse en los ríos o arrojarse al fuego y así quedar destruidas o fundidas. Estas prácticas se discutirán en el próximo capítulo sobre el periodo temprano. A diferencia de las inscripciones, de los mensajes escritos (sobre piedra o sobre tabletas de madera), en esos casos ya no serían legibles para nadie excepto las deidades. Sobre la base de un juicio específicamente teológico sobre lo que debería ser la religión, las investigaciones modernas han postulado erróneamente que el término «magia» podría aplicarse a estas variantes de las prácticas.

La ofrenda no tenía por qué ser duradera. Quemar incienso, ofrecer alimentos selectos (muchos tipos diferentes de pasteles, por ejemplo), el olor procedente de la preparación de los animales que habían sido sacrificados y dedicados a la deidad: todas estas cosas eran representaciones que subrayaban la importancia del intento de comunicación. Las representaciones teatrales como ofrendas a las deidades eran una especialidad de los griegos y después de los romanos a partir del siglo V a.C. Se volvieron bastante elaboradas, pero no dejan de tener sus paralelismos en las culturas de América Central y en el Sudeste Asiático. Además del baile y el canto, debemos mencionar el fenómeno que en latín se llama ludi (juegos). Eran competiciones que se dedicaban a los dioses, normalmente a grupos enteros de dioses, cuyos bustos se paseaban en procesión hasta el circo y se colocaban en asientos de preferencia. Los juegos escenificados (ludi scaenici) eran producciones dramáticas que se representaban para los dioses; primero en Grecia y poco después también en Roma. Incluso encontramos estructuras especialmente erigidas para estas ocasiones.

Tenemos que tener siempre en cuenta que estos enormes proyectos arquitectónicos (y, por supuesto, financieros) no estaban financiados por las organizaciones religiosas, sino que, por regla general, procedían de la iniciativa de individuos que deseaban, mediante su consecución, ofrecer una prueba de su excepcional gratitud e intimidad con una deidad. Las autoridades, como por ejemplo los consejos municipales, tenían que apoyar estos proyectos y se debatía en público sobre la localización de su construcción, pero eran los individuos quienes asumían la donación de parte de sus botines de guerra o del resto de sus ganancias para cubrir los gastos y eran quienes decidían sobre la forma arquitectónica que debían adoptar esas estructuras y a qué deidad en particular se consagrarían. Así establecían la infraestructura religiosa y así sus elecciones conformaron el culto y decidieron qué dioses serían más accesibles. En una palabra, definieron el «panteón». Debemos investigar también las reglas sociales que determinaron qué formas concretas de comunicación debían usarse. ¿Quién tenía acceso a esos modos de comunicación? ¿Dependía ese acceso de la etnia, del cargo que tuviera un individuo, del prestigio o simplemente de las posibilidades financieras? ¿Qué fuerzas monopolizadoras operaban aquí, desde la quema de los oráculos no autorizados hasta las decisiones que concernían a la arquitectura de los anfiteatros?[41]. No podemos olvidar que el amplio espectro de prácticas religiosas que hemos cartografiado ofrecía un amplio campo en el que los individuos podían obtener éxito, autoridad, respecto o sencillamente un estilo de vida al que no hubieran podido acceder en otras áreas de la actividad social, política o simplemente doméstica.

A medida que la religión antigua fue incluyendo cada vez más los actos públicos visibles, las comunicaciones religiosas privadas de los individuos empezaron también a atraer a un público, que bien podría estar presente durante el proceso o, si estaba ausente, podía enterarse del acontecimiento por medios metacomunicativos, mediante el discurso sobre el procedimiento transmitido por el boca a boca o por medios de comunicación secundarios (como las inscripciones o los textos). El sacrificio animal requería un comité de fiestas; los votos se hacían en voz alta y muchas formas de adivinación tenían lugar en público. Como resultado, el acto comunicativo de dirigirse a una deidad era recibido por un público que desbordaba al supuesto receptor. El voto pronunciado en alto por el comandante del ejército no solamente llegaba a la deidad, sino que era también la demostración de la competencia religiosa del comandante ante sus soldados, que eran así su público meta.

Pero el carácter público de las comunicaciones religiosas no solamente buscaba el efecto de añadir más niveles de sentido a la comunicación entre los humanos y los dioses. La exposición pública también jugaba un papel de testigo y aportaba un peso extra a una comunicación que, por otro lado, era enormemente asimétrica y tenía muchas posibilidades de fracasar; o al menos la sometía al escrutinio de las reglas socialmente contrastadas de la obligación, la reciprocidad y la deferencia. Cuando el elemento de testimonio público estaba ausente, en el mundo grecorromano hubo desde muy pronto formas escritas disponibles, como lo demuestran las tablillas de maldición y los textos votivos inscritos.

4. LA RELIGIÓN COMO UNA ESTRATEGIA EN EL PLANO INDIVIDUAL

He definido la religión como la ampliación de un entorno particular más allá del medio social inmediato y plausible de los seres humanos vivos; y con frecuencia de los animales. Una ampliación así puede implicar formas de agencia, maneras de estructurar la identidad y medios de comunicación. Lo que se incluye en cualquier medio dado, que esté más allá de lo «inmediatamente plausible», puede variar de maneras que dependen enteramente de cada cultura; la plausibilidad, «lo digno de aplauso», es en sí misma una categoría retórica. En un caso puede aplicarse a los muertos, en otro a los dioses concebidos bajo forma humana, o incluso a lugares cuya localización no se establezca mediante simples términos topográficos, o a los humanos más allá de un mar. Lo que en una cultura concreta puede entenderse como no habitualmente plausible depende de las fronteras que haya trazado el estudioso de la religión que observa esa cultura. Esto es evidente en la concentración de «dioses» que se puede discernir de mis propios ejemplos; pero también se puede observar en circunscripciones como por ejemplo mi rechazo radical de una frontera entre la religión y la magia[42].

Un alto grado de inversión en la construcción de actores inicialmente no plausibles como «socios sociales» produce un correspondiente «exceso» de confianza, de poder o de capacidad de resolución de problemas en la persona que hace esa inversión, un resultado que, a su vez, se vuelve precario atendiendo a la manera en la que desfavorece a otros, que pueden intentar defenderse de ello. La sacralización, es decir, declarar qué objetos o procesos dentro del entorno visible, inmediatamente plausible, son «sagrados», es un elemento de esa estrategia inversora[43]. La metáfora de la inversión puede ilustrarse fácilmente mediante el enorme desembolso que las religiones dedican regularmente a los medios, a las imágenes de culto y a los santuarios, así como a los ritos complejos y a los textos entendidos como estrategias de comunicación, un tema que acabo de abordar bajo el epígrafe «Comunicación religiosa». Debemos pensar también, no obstante, en las maneras en las que toda religión refuerza el estatus de inferioridad. Este es un proceso que algunos de los individuos afectados contrarrestan mediante esfuerzos en pro de un cambio social dentro del contexto religioso, mientras que otros se apartan de la religión para buscar la movilidad social por su cuenta (cuando no eligen el quietismo)[44].

₺565,49