Kitabı oku: «Panteón», sayfa 3

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Con estas observaciones preliminares no he pretendido dar respuestas a la pregunta acerca de las grandes transformaciones religiosas, sino más bien indicar las preguntas que aún hay que plantearse, las observaciones que hay que extraer de las fuentes materiales que, a menudo, son demasiado escasas. He apuntado también a las interdependencias y a los mecanismos de refuerzo en el campo de desarrollo religioso: la adquisición de competencias tanto refuerza la comunicación como reduce los umbrales que la confrontan[45], y una red de comunicaciones más densa intensifica la necesidad por parte del actor individual de desarrollar unas identidades colectivas más complejas[46].

Esto no quiere decir que este modelo describa un camino estable, una trayectoria definida y evolutiva o un sistema en equilibro. Más bien, a lo largo del tiempo, en muchas de las zonas que tenemos que estudiar, es posible observar movimientos en direcciones diferentes e incluso contradictorias. Todos los procesos que observamos –individualización, mediatización e institucionalización– se consideran habitualmente como indicadores de la modernización, más que como facetas de la historia religiosa del mediterráneo antiguo. Pero, si observamos estos procesos, y si utilizamos el concepto de religión que acabo de definir, podremos cumplir nuestra meta; es decir, observar y explicar el fenómeno enormemente inestable que es la religión en el mundo mediterráneo antiguo en todos sus aspectos: el Panteón completo[47]. Una y otra vez, en los capítulos siguientes, veremos cómo cada una de esas facetas se convierten en un proceso que marca una época.

Nos concentraremos primero desde el Mediterráneo e Italia hasta algunas localizaciones en Italia central y Etruria (capítulos II-IV), donde se han encontrado pruebas que facilitarán nuestra comprensión de las prácticas religiosas de la Edad de Hierro. Solamente entonces el relato se centrará en Roma bajo la República media y tardía (capítulos V y VI) y la época de Augusto (capítulo VII). Pero Roma nunca estuvo aislada, que es algo que quedará claro una y otra vez a lo largo de estos capítulos. Se relacionaba, mediante la competencia y el intercambio, con otros focos de Italia central y con otros actores en torno al Mediterráneo. Por lo tanto, nos fijaremos cada vez más en este escenario más amplio a medida que entremos a estudiar el Imperio, empezando con las prácticas religiosas durante la primera parte de ese periodo (capítulo VIII). Muchos acontecimientos, que afectan tanto a las provisiones disponibles de signos religiosos (capítulo IX) como a la evolución del conocimiento experto religioso y de la autoridad, solamente pueden entenderse en el contexto de la región mediterránea en su conjunto, y del intercambio de personas, mercancías y conocimientos al que el Imperio romano dio un impulso suplementario (capítulo X). Este mismo contexto amplio también se vuelve crucial e importante cuando abordamos la autodefinición y las orientaciones de los individuos y de los grupos locales, y continúa afectando a sus concepciones y prácticas religiosas durante la Antigüedad Tardía (capítulos XI-XIII). Mi relato termina a mediados del siglo IV: no con el final de la religión romana, ni con el estatus privilegiado de los grupos cristianos, ni con la expansión del islam. Más bien, el punto final, la culminación de todos los cambios de largo alcance que se han producido en el curso de la historia por las prácticas, concepciones e instituciones que aquí se estudian, consiste en el fenómeno que ahora se asocia a escala mundial con el concepto de «religión». Y así mi epílogo (capítulo XIII) busca demostrar lo abierta que aún estaba esa situación en el siglo IV y lo contingente que ha sido el curso histórico adoptado desde entonces.

[1] Para un tratamiento detallado del fenómeno misionero y sus consecuencias: Fuchs, Linkenbach y Reinhard, 2015. Habermas, 2008, expone el concepto de red en este contexto. Sobre las consecuencias, a menudo a corto plazo, de otras aventuras imperialistas (excepto América Central y América del Sur) véase Reinhard, 2014.

[2] Esto suscita el tema de nuestro uso de la división de épocas antes y después del nacimiento de Cristo [a.C./d.C.]. Aunque reconocemos la existencia de otras divisiones de uso generalizado, no podemos usar en este caso expresiones como la «era común», puesto que tras esas expresiones esconderíamos su origen específicamente cristiano.

[3] P.e., Meena, 2013.

[4] Durkheim, 2007. También Pickering, 2008 y Rosati, 2009.

[5] Asad, 1993; McCutcheon, 1997; Masuzawa, 2000, 2005. Para un estudio detallado de lo siguiente, véase Rüpke, 2015e.

[6] Véase Nongbri, 2013.

[7] Luckmann, 1991; también Dobbelaere, 2011, p. 198 y Rüpke, 2016d.

[8] Sobre la crítica de la visión limitada asociada con las teorías modernizadoras véase Rüpke, 2012h; para un análisis detallado véase Rüpke, 2013d.

[9] Sobre el concepto de apropiación véase de Certeau y Voullié, 1988, también Füssel, 2006; el aspecto fragmentario es algo fundamental para de Certeau, 2009.

[10] Rüpke, 2012d, con referencia a McGuire, 2008.

[11] Sobre las redes religiosas antiguas véase Rutherford, 2007, Eidinow, 2011, Rüpke, 2013e, y Collar, 2014.

[12] Sobre los dioses como «actores», véase también Latour, 2005b, p. 48.

[13] Boyer, 1994.

[14] Archer, 1996, pp. 225-226.

[15] Véase, por ejemplo, Kippenberg, Rüpke y von Stuckrad, 2009; sobre el siglo XIX, Nipperdey, 1988, Hölscher, 2005.

[16] Para un ejemplo de una historiografía religiosa que parte de los actores individuales, Lane Fox, 1988.

[17] Sobre la búsqueda de la individualización religiosa más allá del cristianismo y de la denominada modernidad véase Rüpke, 2012h, Rüpke y Spickermann, 2012, Rüpke, 2013d, Fuchs y Rüpke, 2015; y Fuchs, Linkenbach y Reinhard, 2015.

[18] Véase Rüsen, 1990 y de Certeau, 1991.

[19] P.e. en la obra de Weber, 1985 y Schütz, 1981; más recientemente, Geertz, 1973.

[20] Véase Joas, 1996.

[21] Emirbayer y Mische, 1998, también en lo que viene a continuación.

[22] Ibid., p. 970.

[23] Es fundamental aquí Emirbayer y Mische 1998; continuado por Hitlin y Elder, 2007, Dépelteau, 2008, Campbell, 2009, Noland, 2009, Small, 2011, y Silver, 2011.

[24] Emirbayer y Mische, 1998, pp. 975, 983, 993.

[25] Ibid., p. 1004.

[26] Véase p.e., Brelich, 1969, Cancik, 1973.

[27] Véase Gill, 2008, 2009b; Setaioli, 2013; Rüpke y Woolf, 2013b.

[28] Véase Rüpke, 1995a, 2006f.

[29] Véase Gordon, 2013d.

[30] Véase p.e., Belayche et al., 2005, Santangelo, 2013.

[31] Rebillard, 2012, pp. 2-5, sobre la «identidad destacada».

[32] Una obra pionera de la «teoría de la identidad social» fue la de Tajfel y Turner; véase Tajfel, 1974, p. 69. Sobre la definición de grupo: Turner, 1975. Resumido en Ellemers, Spears, y Doosje, 1999.

[33] Ashmore, Deaux, y McLaughlin-Volpe, 2004, p. 83, con una tabla ilustrativa.

[34] Beard, 1991, cfr. Woolf ,2012a.

[35] Ashmore, Deaux y McLaughlin-Volpe, 2004, p. 84.

[36] Van Dommelen, Gerritsen y Knapp, 2005, p. 56.

[37] Vásquez, 2008, p. 167, con referencias a Appadurai, 2000.

[38] El tema de la comunicación religiosa se desarrolla en Rüpke, 2014e.

[39] Sperber y Wilson, 1987; Wilson y Sperber, 2002, 2012.

[40] Véase p.e., para Esparta, Richer, 2012, cap. 5. Sobre la ausencia de sacerdotes en los santuarios púnicos rurales, López-Bertrán, 2011, p. 57.

[41] Véase p.e., Fögen, 1993 y Sear, 2006.

[42] Ampliamente debatida en Otto, 2011; para un examen de la investigación al respecto, Otto y Stausberg, 2013.

[43] Sobre este concepto dinámico de sacralización y para una crítica del uso académico del concepto de lo sacral véase Rüpke, 2013m. Sobre las definiciones de la religión que dependen de «lo sagrado», véase brevemente Dobbelaere, 2011; Taves, 2009 lo sustituye por «lo especial».

[44] Cfr. Cameron, 2004, p. 257 (sin hacer referencia a la religión).

[45] Punyanunt-Carter et al., 2008.

[46] Véase Onorato y Turner, 2004, Verkuyten y Martinovic, 2012.

[47] Taves, 2011, remite correctamente este desafío a los estudios religiosos.

2. Las revoluciones en los medios de comunicación religiosa en la Italia de la Edad de Hierro. Entre los siglos IX y VI a.C.

1. LO ESPECIAL

En el inicio fue la casa. Y la casa estaba habitada: no por un dios, sino por personas; y no por muchas personas. En el centro de Italia, al inicio del primer milenio a.C., la casa o, mejor dicho, la cabaña que podemos vislumbrar a través de la lente de aumento de la investigación arqueológica es pequeña. Las casas comunales más antiguas, que podían albergar a docenas de personas, han pasado de moda.

¿Qué es religión en esta casa? Enfocamos mejor, pero aún no vemos religión. Ni altar doméstico, ni estatuillas, ni pozo sacrificial. Una mujer entra en nuestro campo de visión. Tiene unos veintipicos años, por lo que no le queda mucha vida que vivir. Probablemente muera al dar a luz. Para nosotros no tiene nombre; por supuesto, tiene un nombre, pero no lo conocemos. Sin escritura, la historia queda sin nombres, y seguiremos así en esta región durante unos doscientos años más. Pero, a medida que hablamos de la mujer, esta empieza a adoptar una forma, sentimientos, acciones, una voluntad propia; así que, ¿por qué no darle un nombre, uno que bien pudiera haber llevado aquí en las colinas de la costa occidental del centro de Italia? Llamémosla Rhea.

No vamos a preguntarle a Rhea sobre la religión, sino más bien sobre lo que la maravilla, lo que va más allá, lo que transciende su vida cotidiana, lo que siente como «especial». Probablemente empiece hablando del telar. Es donde se fabrica la ropa de abrigo y de adorno a partir de la lana de las ovejas. Los saberes se transmiten de generación en generación, pero los patrones que surgen son siempre nuevos, varían de una aldea a otra, a menudo de una familia a otra y son siempre el producto de la inventiva individual. Es alta tecnología de la cabaña, y es especial[1]. Rhea señalará probablemente también a la vajilla: unos pocos recipientes de madera, pero sobre todo de cerámica. La cerámica fabricada por especialistas no estará disponible para su adquisición en el mercado hasta el siglo VII a.C., una división del trabajo que resultará crucial. Como en el caso del telar, el riesgo técnico es considerable. De la misma forma que puede desgarrarse una prenda cuando está tensa en el telar, así las paredes de una olla pueden ser demasiado finas, o la temperatura de cocción demasiado baja, o el tiempo de cocción demasiado prolongado. Las impurezas de la arcilla pueden dañar no solamente el aspecto externo del recipiente, sino también afectar a su solidez, y los defectos en el horneado pueden reducir su atractivo estético.

El riesgo acecha en esos recipientes, sin embargo perfectos, y en la ruta que emprenden los alimentos hasta acabar en ellos. Este es probablemente el tercer ámbito al que Rhea se referiría. ¡Cuántas cosas pueden salir mal! Los cuadrúpedos que pastan y las aves picoteando pueden frustrar la germinación; la lluvia y el viento, el frío, la sequía y el calor pueden dañar a toda una variedad de cultivos, reduciendo la cosecha de manera dramática, amenazando la subsistencia. La necesidad de apartar una parte importante de la cosecha de este año para que sea la semilla del alimento del año que viene no deja mucho margen de error en el caso de los cereales como la escanda. Lo mismo se puede decir de los muchos cultivos de huerta. Si hablamos de la cría de animales, la trashumancia (la transferencia entre los pastos de invierno y los de verano) puede complicarse y suponer pérdidas; y puede que retenga al compañero de Rhea lejos de la cabaña durante semanas seguidas. La vida está siempre amenazada, pero no sienta bien regodearse en esos pensamientos.

Cuando Rhea vuelva a mirar a su alrededor, puede que se detenga en el espacio mismo, en la arquitectura, en la cabaña. Este tipo de morada, que ofrece espacio únicamente para una familia nuclear bastante pequeña y sus posesiones, no solo es una alternativa pragmática a la vida en una casa comunal, en una estructura tipo tienda de campaña o en una cueva (un modo de vida muy extendido allí donde la roca volcánica, que se trabaja con facilidad, hace posible ese tipo de morada, o más bien esa negación de su forma arquitectónica). Las muchas descripciones de las que hablaré a continuación apuntan a que la cabaña también tiene un potente sentido emocional para Rhea, representando tanto el refugio más sólido de su incierta vida como, al mismo tiempo, un milagro tecnológico que ha convertido el ensamblaje sistemático de componentes frágiles en un conjunto estable, aunque aún precario.

¿A quién debería Rhea agradecerle todo esto? Es posible que no entendiera la pregunta. Ella ha visto cómo se ha construido la cabaña, cómo se ha reparado una y otra vez; sabe qué tareas deben hacer en el campo, ella y el resto, es consciente de las dificultades que implica tejer, hacer cerámica y cocinar, transformar lo incomible e inservible en comestible y útil. Pero también podría decirnos que hay vecinos que piensan que el éxito no depende únicamente de sus propios esfuerzos, que hay otros seres, que tienen nombres pero que no pueden ser vistos, cuya ayuda o, al menos, cuya buena voluntad, es importante o incluso vital. Muchos de estos vecinos incluso se toman la molestia de separar una parte de su cosecha, de la misma forma que hacen con las semillas, para estos ayudantes y auxiliares invisibles, y llevan esos regalos a lugares especiales donde aunque no se pueda aún ver a esos «otros» (o eso dicen la mayoría de quienes se ocupan de esas cosas) al menos pueden ser contactados y apelados: en las cuevas o en los manantiales hediondos en los márgenes del asentamiento. Las palabras de Rhea no nos dicen demasiado acerca de lo que ella piensa de todo esto; pero podemos imaginar que, si los tiempos llegaran a ser verdaderamente duros, es posible que decidiera preguntar a quienes tienen más experiencia por los nombres y por las acciones que debe efectuar.

La religión en la primera Edad del Hierro: reflexiones metodológicas

La historia de Rhea nos da acceso a una época en la que las fuentes están muy escasamente distribuidas, esparcidas y, sobre todo, no están recopiladas en relatos escritos contemporáneos. Mi relato ha sido, por supuesto, una ficción. Es mi interpretación de las evidencias arqueológicas, mi intento de desarrollar un modelo para una religión que encarne la acción según las circunstancias, que sea optativa por naturaleza y, por encima de todo –y este es el factor principal que la hace tan aprehensible–, represente una forma particular e intensa de comunicación. La historia nos presenta el «asombro» de Rhea y, sin duda, las prácticas religiosas tienen la capacidad de suscitar asombro. Nuestra primera tarea, sin embargo, es descubrir estas prácticas religiosas.

La situación en la última parte de la Edad del Bronce, aproximadamente en los siglos XII y XI a.C. en el Mediterráneo occidental, difiere muy poco del escenario que podríamos reconstruir para la Grecia posmicénica: ambas son culturas sin imágenes de dioses, sin templos ni sacerdocio. En ausencia de la escritura y de los relatos contemporáneos procedentes de las culturas alfabetizadas de Oriente, cualquier reconstrucción depende por completo de las fuentes arqueológicas. Las pruebas que estas aportan son, no obstante, bastante limitadas. Podemos percibir una actividad religiosa intensificada o más institucionalizada en prácticas que difieren del comer habitual, en depósitos que difieren de la manera habitual de depositar los restos y en las señales de que había lugares a los que se les daba un uso que no encaja con los patrones del asentamiento cotidiano. Pero, ¿qué hay en esos rasgos que los haga religiosos? ¿Qué podemos defender que sea seriamente comparable con algo de lo que hoy, bajo el ropaje de la religión, constituye un elemento tan importante y dramático de nuestra experiencia vital, ya sea en las Américas, en la India o en Europa? La visión clásica apenas reconoce nada de esto como incuestionablemente «religioso», excepto los depósitos, que podrían interpretarse como «sacrificios». Y dichos depósitos, tanto debido a los límites de la tecnología arqueológica como debido al hecho de que buena parte de lo que nos podría ayudar es perecedero, se limitan a una estrecha serie de ofrendas[2]. Es complicado identificar las ofrendas animales como «religiosas», a no ser que los huesos se hayan encontrado en un contexto que ya haya sido interpretado como tal según la forma de sus restos arquitectónicos[3]. Es igualmente difícil reconocer las ofrendas enterradas o los depósitos votivos si su localización no se ha identificado previamente como un lugar ritual. Los depósitos en cuevas y manantiales, a lo largo de cursos de agua o en masas de agua estancada, dominan por lo tanto las pruebas arqueológicas hasta la primera Edad de Hierro, hasta el siglo X (y muy entrado el IX) a.C.

Lo que encontramos en estos contextos son los mismos objetos que hemos visto en la historia de Rhea. Predominan los artículos de la vida cotidiana, algunos de ellos en forma miniaturizada. Solo ocasionalmente encontramos acumulaciones de objetos de prestigio, como las armas. Esta circunstancia frustra los intentos (y ha habido muchos) de identificar a los interlocutores divinos mediante las cualidades específicas de los objetos o de los lugares: las ruecas no señalan a los dioses del tejer, ni tampoco las cerámicas a los dioses de la alfarería. No se trata de que las pruebas sean inadecuadas, sino de que la pregunta que se ha planteado es falsa. El discurso arqueológico nos ha enseñado a ver los objetos de manera diferente, especialmente en el contexto de la historia de la religión[4]. Los leemos como instrumentos de un ritual, pero también como objetos que suscitan experiencias, como la del asombro, por encontrarse con una forma no familiar; o como desafíos para la acción, como en el caso de una jarra que «quiere» que se le llene con un líquido. Las personas se encariñan con los objetos, les asocian recuerdos y sentimientos; su producción y mantenimiento exigen esfuerzos, hay procesos de intercambio implicados, incluso tal vez requisitos para la movilidad; las biografías de los humanos y de los objetos se enredan. Bajo la perspectiva de la religión, podemos ver cómo se adscriben distintas actividades, potencias y personalidades a los objetos. Si bajo circunstancias normales percibimos los objetos como especiales únicamente en virtud de sus formas o materiales extraordinarios, es decir como un reflejo de los excepcionales medios financieros y tal vez de los contactos culturales de su donante, debemos no obstante suponer que la individuación[5], o la subjetivación de lo individual, ocurre siempre en contextos específicos, según el grado de sensibilidad adquirido por un determinado individuo a la hora de relacionarse con los objetos[6]. De esta manera, también seremos capaces de reconstruir la antigua religión en tanto «religión vivida»[7].

2. LA TRANSICIÓN DE LA EDAD DEL BRONCE A LA EDAD DEL HIERRO EN LA REGIÓN MEDITERRÁNEA

El espacio

Italia, Sicilia y Malta, junto con Túnez, forman una cadena central que atraviesa el Mediterráneo y que, en algunas épocas, fue más un puente que una línea divisoria[8]. Ese puente se extiende muy al norte: el arco de los Alpes se podía atravesar de múltiples maneras, canalizando, más que impidiendo, el intercambio cultural y económico. Esta cadena no es única, por supuesto: el Adriático es una estrecha masa de agua y poco podía hacer para impedir los contactos, a menudo permanentes, en el segundo y tercer milenios a.C.[9], mientras que, al mismo tiempo, la costa oriental de Italia era inhóspita para la navegación y ofrecía pocos puertos[10]. Al principio del segundo milenio a.C., las principales rutas marítimas que partían del Egeo, entre lo que ahora es Grecia y Turquía, y desde Levante, en el Mediterráneo oriental, alcanzaban únicamente unos pocos lugares de la costa sur de Italia, a través de los estrechos hasta las islas del Eolo, hasta Sicilia y, desde allí, hasta Cerdeña o Malta. Desde ese punto, el transporte era indirecto y las mercancías se llevaban mediante la navegación costera. El grado de facilidad de acceso a las regiones influía en el grado de su integración cultural dentro de la región mediterránea en su conjunto. Las grandes islas de Sicilia y Cerdeña[11] presentan un cuadro muy diferente del resto de la costa occidental italiana, de la que solamente algunos puntos son fácilmente navegables (el golfo de Nápoles y después, más al norte, la región central del Lazio y la Toscana).

Las rutas y destinos podían cambiar si lo permitían los vientos y las corrientes. La implicación de Malta y las islas eólicas en el flujo del tráfico a través del Mediterráneo claramente había declinado en la última parte de la Edad del Bronce, a finales del segundo milenio a.C., mientras que el acceso al norte del Adriático y también al estuario del Po era más sencillo[12]. Después de que los minoicos abandonaran el lugar cuando ese milenio llegaba a su fin, los mercaderes y artesanos chipriotas, fenicios y (especialmente a partir del siglo VIII) griegos las adoptaron y se extendieron hasta el sur de España y el valle del Guadalquivir (Tartessos)[13] y, por supuesto, hasta la costa tunecina (¡Cartago!) y su interior. Hacia finales del segundo milenio a.C. y en épocas posteriores, el tráfico, tanto cultural como material, a lo largo de esas rutas parecía descompensado, en general fluyendo más intensamente en una dirección este-oeste que desde el oeste hasta el este. La medida del intercambio cultural en cada localidad concreta dependía mucho del grado en el que las mercancías extranjeras fueran aceptadas por los grupos locales y del nivel de iniciativa mostrado por estos grupos, especialmente por sus elites. Con la excepción de las relaciones dentro del ámbito de la Magna Grecia, el grado de conectividad entre el Levante y Grecia no tenía parangón[14].

Las rutas aquí esbozadas eran importantes atendiendo a las distancias más bien cortas que implicaban en el caso de Italia: una situación muy semejante a la de Grecia y la costa de Asia Menor. Estas rutas producían una multitud de acontecimientos dispares; especialmente trascendentales fueron los cambios que acarrearon en las pocas grandes esferas culturales y políticas. Dentro del ámbito italiano, además de Sicilia y Cerdeña, hay que destacar la llanura del Po y la región etrusca del centro de Italia; y, en la península Ibérica, el sector más al sur (lo que más tarde sería Bética). El sur de Francia estaba implicado solo de manera indirecta, mediante los contactos regionales a lo largo de la línea costera, pero sí jugó un papel muy importante en los intercambios con las regiones más lejanas de la Europa del noroeste. En torno al año 1200 a.C.[15] se puede detectar una fase de extrema fragmentación regional, donde no hubo grandes formaciones políticas ni monumentos correspondientes. Las culturas megalíticas, con sus enormes círculos y estructuras de piedra, habían desaparecido, al igual que los grupos sociales asociados con ellas. Esto se puede demostrar en el caso de Malta, en el sur, y de las islas británicas en el norte[16]. La persistencia de un santuario megalítico (ilustración 1) como Tas-Silġ en Malta es algo excepcional. Al mismo tiempo, la dedicatoria que luce, una importación ligeramente más antigua procedente de Mesopotamia, una dorada luna creciente con una inscripción cuneiforme, muestra que no puede subestimarse fácilmente la influencia extrarregional en las localidades concretas.


1. Mnajdra (Malta). Complejo de templo neolítico de finales del cuarto milenio a.C. akg-images/Rainer Hackenberg.

Modelos de desarrollo y resultados

Debido a las estructuras sociales regionales y a los niveles de interacción, todos ellos factores muy variables, la transición de la Edad de Bronce a la Edad del Hierro fue también muy variable, tanto en términos de cronología como de intensidad. Quiero centrarme especialmente en dos procesos –la diferenciación social y la urbanización– que han dejado sus huellas en los registros arqueológicos. Una amplia gama de factores determinaba si un enclave particular adquiría el carácter de una ciudad. Puede que los aumentos de población en la región mediterránea hayan sustentado este proceso, y esta expansión demográfica puede a su vez haber sido favorecida por el final de un periodo muy seco en torno al cambio de milenio[17]. En cada periodo, los grandes cambios climáticos tienen unas consecuencias de largo alcance; y las consecuencias enormemente diversas del calentamiento global que hoy observamos bastan para agudizar nuestra conciencia de los problemas que suscita tomar las capas de sedimento de un lago aquí o los anillos de crecimiento de un bosque allá como base para hacer afirmaciones acerca de otras localidades en una zona físicamente tan variada como es la región mediterránea.

Las diferencias, no obstante, no se producen únicamente por la interpretación de los datos climáticos. Junto con las evidencias locales, las tradiciones investigadoras en los campos de estudio concretos también juegan un papel importante en la reconstrucción de los desarrollos sociales y culturales. En el caso de Grecia, la formación de las jerarquías sociales y la fundación de las ciudades se estudian contra el telón de fondo de las épicas de Homero y del concepto de la polis autónoma, que nos es familiar por los textos antiguos sobre teoría política. En Italia, por otro lado, se adscribe un papel central al modelo romano de formación de las ciudades y a la monarquía, que implicaba a una aristocracia organizada en torno a grandes familias y una oposición permanente entre los patricios (gentes) y los plebeyos (clientes, clase media)[18]. Estos tropos de la investigación académica han tenido un impacto que afecta a los detalles de la interpretación arqueológica.

De la misma manera, las prácticas religiosas, y en especial las prácticas funerarias, se leen normalmente como un reflejo o expresión de la diferenciación social. Alternativamente, se pueden entender como respuestas a los dictados de las concepciones y las creencias religiosas, siempre teniendo en cuenta la posición social que ese actor en particular hubiera alcanzado. Habitualmente la religión no se percibe como una dimensión autónoma o, en algunas circunstancias, ni siquiera como un motor de la diferenciación social. Las historias modernas se concentran, como regla general, en los desafíos tecnológicos y en las relaciones de propiedad, junto con las relaciones de dependencia a largo plazo que estas pueden engendrar[19].

Hay que tener en cuenta, sin embargo, que los cambios de organización social en este periodo eran más rápidos que los avances tecnológicos y que, a menudo, no duraban mucho. Hasta el punto que las pruebas arqueológicas nos permiten juzgar, los ritos y la manipulación del espacio y del tiempo (más difícil aún de percibir) relacionados con la religión deben haber estado entre los medios más eficaces para comunicar un mensaje duradero y para garantizar la persistencia de una disposición social. Lo que era crucial no era que un príncipe recibiera una tumba principesca, sino que la persona que construía la tumba «principesca» fuera visto como el hijo de un príncipe por sus contemporáneos (y por nosotros). Esta perspectiva nos ofrece una idea de «religión vivida». Es significativo que dichas tumbas precedieran a las casas palaciegas en varias generaciones[20].

Aunque este primer capítulo se ocupa principalmente de Italia y, en especial, de los desarrollos en la región central de Italia, a modo de comparación voy a prestar brevemente atención a los desarrollos del mundo griego. El ejemplo de las «tumbas principescas» nos ha hecho conjeturar una vez más que, en estos contextos, la comunicación religiosa proporcionaba al actor nuevas competencias y opciones que podían después encontrar una expresión en su posición social y quizás también en su poder. En el caso de Grecia, se puede confirmar mediante el hecho de que se fabricaran objetos de metal para usos específicamente religiosos, y que, por lo tanto, el uso del objeto en la religión, en un contexto funerario, por ejemplo, fuera primario y no secundario[21]. En los santuarios importantes del periodo de los palacios, encontramos a gobernantes que usan los mismos objetos que se usan en muchos otros escenarios, proporcionándonos así un vínculo entre esos contextos tan diferentes. De hecho, después de que finalizara la cultura palaciega, en una época tan temprana como el siglo XI, descubrimos se usan de nuevo, ocasionalmente, lugares de culto del periodo palaciego[22]. En las casas de los jefecillos tenían lugar más habitualmente unas prácticas de culto más espléndidas y evolucionadas, aunque no en espacios específicamente designados para el culto, y esta costumbre parece haber persistido durante un periodo posterior al establecimiento de grandes lugares públicos para el culto, un desarrollo que comenzó en el siglo IX[23]. Dichas localizaciones estructuradas coincidieron con la ampliación de las unidades políticas y proporcionaron un espacio para las celebraciones públicas, marcadas no solamente por el consumo comunitario de carne[24]. En algunos casos, no se formó un asentamiento importante en la vecindad de estos lugares de culto, de forma que, hasta alrededor del año 600 a.C., estos lugares no quedaron bajo el control de los puestos de poder regionales.

De la misma manera que observamos en Italia, vemos una diferenciación en el área de las prácticas de enterramiento griegas. Aquí la religión ofrecía oportunidades bien para crear o para consolidar las diferencias sociales, bien para mitigarlas. La cremación se extendió rápidamente a partir del siglo XII a.C. en adelante. Se asoció con los túmulos de tamaños muy variados y con los ajuares funerarios, de una cantidad y calidad también muy dispar. Pero el grado de variación nunca alcanzó la proporción que encontramos en los enterramientos etrusco-latinos del mismo periodo. A partir aproximadamente del año 750 a.C., se produjo un desplazamiento que hizo que la mayoría de la inversión religiosa se destinara a erigir monumentales santuarios en piedra, en un primer momento según un estilo que calcaba las estructuras domésticas contemporáneas[25]. Esto se vio primero en unas pocas localidades, de las cuales Samos es un destacado ejemplo, pero la tendencia se extendió rápidamente a lo largo de Grecia y después en el mundo de la Magna Grecia. En el siglo VI a.C. esta tendencia ya había llegado a Roma[26]. Más o menos al mismo tiempo, y con la misma rapidez, observamos un aumento de la producción de ofrendas votivas de gran formato, a menudo de un tamaño superior al real. Eran, en su mayor parte, descripciones completas en tres dimensiones (cuando no retratos) de madera[27], de bronce (sphyrelata)[28], de arcilla o de piedra y es posible que representaran a los donantes, tanto varones como mujeres. Estos lugares se convirtieron en las sedes de la autopromoción aristocrática y empezaron a competir unos con otros. En algunos casos, la rivalidad encontró su expresión en competiciones verdaderas, como los juegos de Olimpia (cuya fundación se data tradicionalmente en el año 776 a.C.) y en Corinto[29].

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