Kitabı oku: «Panteón», sayfa 4

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Si nos vamos ahora de la costa oriental y nos centramos en la fachada occidental de Italia, en Cerdeña, observamos una marcada continuidad[30] de la cultura nurágica originaria de la Edad del Bronce Temprana, con su multitud de estructuras de piedra locales, que tal vez tuvieran una función ritual. Estas continuaron usándose, pero con posterioridad al año 1000 a.C. aproximadamente, no se construyeron nuevos ejemplos[31]. El uso de materiales exóticos distingue a un pequeño número de ellas como proyectos construidos por las elites, que podían obtener materiales procedentes de orígenes remotos, pero, no obstante, cumplían en el nivel local la función de foci para la formación de identidad. Esta identidad se asociaba con una práctica concreta. Los individuos o los grupos, en contextos rituales, conservaban la tradición de insertar pequeñas figurinas de bronce en las grietas de los muros[32]. Las figuras y las escenas que representaban harían referencia a historias contadas con frecuencia y solo ver la parte visible de las figurinas habría sido suficiente para que los visitantes recordaran el relato. Esto no solamente garantizaba un mundo narrativo compartido, sino que, combinado con el uso ocasional de escenas que hacían referencia a acontecimientos actuales y a motivos personales, en un edificio constantemente renovado y bajo un uso constante, habrían conferido, tanto a la estructura como a su localización, un sentido de la permanencia, de estar allí eternamente para uso del pueblo. Aquí también la religión parece haber contribuido a posibilitar y estabilizar un desarrollado sentido de la territorialidad: es difícil imaginar que cualquiera hubiera tenido derecho a contribuir con su figurina. No conocemos el contenido de los relatos vinculados a las figurinas; pero podemos establecer que hay deidades claramente representadas por al menos una minoría de las figuras antropomórficas[33]. La estabilidad, tanto de la práctica como de la cultura local, puede medirse por el hecho de que el desarrollo local no parece haber sido afectado en general por el flujo de importaciones y por la presencia de comerciantes y artesanos fenicios[34].

3. DEPÓSITOS RITUALES

Volvamos ahora al tema de lo «especial», tal y como se ejemplificaba en la región central italiana en los inicios de la Edad del Hierro. En el sur del Lazio, a unos 60 kilómetros al sur de Roma, junto al riachuelo Asturia, se localizan los yacimientos de Campoverde y, unos kilómetros más al sur y descendiendo por el río, los de Satricum. La gente de esta zona, que seguramente constituía una unidad política, tenía la costumbre de arrojar vasijas de cerámica, tanto en miniatura como de tamaño normal, a los pozos excavados dentro de los asentamientos anteriores y al Laghetto del Monsignore, un pequeño lago cerca de Campoverde alimentado del agua procedente de manantiales. No todas las formas se encuentran en ambos tamaños, pero se ha podido demostrar, al menos en algunos casos, que las vasijas de los dos tamaños se fabricaban en el mismo lugar y con las mismas técnicas[35]. Aunque los objetos de cerámica forman el grueso de los hallazgos que han sobrevivido, los habitantes de los asentamientos circundantes también depositaban perlas y artículos de bronce, como fibulae y figurinas de metal[36].

Las cerámicas hechas a mano, el componente dominante de estos depósitos, pueden parecer vulgares, pero son ejemplos de una tecnología compleja, de un proceso de manufactura no intuitivo, cuyos productos, en teoría, se usan y reparan a lo largo de años. El empleo de elementos de alfarería como medios de comunicación con actores cuya presencia no está fuera de toda disputa (para regresar al tema que tratábamos antes) se asociaba con frecuencia con las ofrendas de comida, que requerían una preparación que puede haber sido igualmente compleja. Los productos de la huerta y del campo requerían a menudo un procesado antes de poder usarse en el hogar. La misma complejidad tecnológica se aplicaría a la manufactura de textiles y, aunque estos no suelen aparecer entre las pruebas arqueológicas, son habituales ruecas de huso y otros instrumentos asociados con los telares y con el hilado[37]. Los escasos objetos de metal son productos de otro complejo proceso de producción.

Todos estos objetos pueden entenderse no solamente como elementos de intercambio[38], sino que representan también al donante, hombre o mujer, tanto en el acto depositario como más allá. La prolongada familiaridad previa al depositado –muchos de estos objetos muestran señales de un largo uso[39]– hace que las «biografías» de los objetos y del donante se entremezclen. Esta historia compartida confiere sentido a la acción de separarse y afirma la continuidad (aunque invisible) del objeto en el lugar concreto, dando relevancia a ambos[40]. La miniaturización, es decir la producción de objetos específicamente para su depósito, crea esa relevancia en el momento mismo de la producción, anticipando su uso posterior.

Más cerca de Roma, pero también en el Lazio, está Gabii, donde una colección de cabañas señala un asentamiento que se remonta como muy tarde al siglo IX a.C. Este yacimiento es también un ejemplo de un fenómeno generalizado que vio cómo los lugares de culto se mudaban desde los bordes exteriores de una zona agrícola a lugares más cercanos a los asentamientos domésticos. A partir de finales del siglo VIII, una localización aquí adquirió un significado especial en tanto lugar en el que se depositaban regularmente objetos[41]. No se erigiría ningún templo en ese lugar, sin embargo, hasta la primera mitad del siglo VI. Una vez más, los habitantes de Gabii empleaban las miniaturas para comunicarse con sus contrapartidas (espirituales); incluso se han encontrado hogazas de pan en miniatura[42]. El pequeño tamaño puede indicar que nunca se pretendió que los objetos se usaran antes de ser depositados en la fosa; o, por lo menos, que los actores renunciaban a cualquier idea de seguir teniéndolos a la vista, lo que era claramente el caso en Laghetto del Monsignore. Las pruebas arqueológicas no son siempre claras a este respecto. En muchos casos, sin duda, los objetos se exhibían, primero al aire libre y más tarde en estructuras de templo, para después apartarse y enterrarse muy separados entre sí. Las miniaturizaciones, en cualquier caso, se encuentran a partir del Neolítico en adelante, y su empleo era generalizado en la Edad del Bronce tardía y en la Edad de Hierro Temprana.

¿Qué aspectos de la vida en la primera Edad de Hierro condujeron a emplear objetos específicamente domésticos como medio de comunicación entre los actores humanos y sus contrapartidas no del todo tangibles, una comunicación que a menudo tenía lugar en espacios naturales no habituales, como las cuevas o, en la Edad de Bronce, en «agua contaminada» procedente de contextos volcánicos[43], y después, cada vez más, en lugares especiales cercanos a los asentamientos? Estos objetos, como ya se ha mencionado, probablemente encarnaban asociaciones con la manufactura y con los riesgos de fallos materiales en el proceso de manufactura, en el horneado o el tejido, y eran así objetos proclives a la destrucción, a la rotura o a la pérdida. ¿Cómo contribuían estos factores al uso de dichos objetos como medios de comunicación con seres que no eran del todo accesibles por los medios habituales? ¿Qué violación de la experiencia cotidiana, qué «transcendencias» en grados variables[44] se abordaban aquí, se rememoraban y, al mismo tiempo, se hacían accesibles, no solamente a los dioses, sino también a la arqueología? ¿O serían intentos directos de intervenir en dichos acontecimientos? ¿Hasta qué punto había una conexión entre estos ritos y las transcendencias extremas que se podían encontrar dentro de los límites de una vida humana concreta, por ejemplo, la hambruna, el accidente, la enfermedad o la mortalidad infantil? Estas cuestiones no admiten respuestas para este periodo. Tienen que pasar siglos para que sea discernible un cambio fundamental en la forma de comunicación. La generalización intensiva de los cultos de sanación, que se manifiesta en el depósito de réplicas de partes corporales[45] surge únicamente en la última parte del siglo V a.C., cuando se puede leer como la expresión de una nueva relación con el cuerpo y de un nuevo concepto del yo[46].

La extensión de la actividad comunicativa a destinatarios y actores que no son indiscutiblemente plausibles en los términos cotidianos, pero a los que, no obstante, se les solicita, mediante una forma de comunicación que señala un elevado grado de relevancia, es característica de la religión de este periodo y de esta zona geográfica. La relevancia se señala por el despliegue de objetos con los que los actores religiosos están íntimamente asociados, ya sea mediante su empleo dentro del hogar y la contribución a la perpetuación de la familia[47], ya sea por la dificultad y alto grado de riesgo que implica su manufactura. Hay que mencionar aquí los pocos casos de sacrificio animal en Italia durante la Edad de Bronce media y tardía, que no acompañaban a los entierros; estos incluían típicamente a perros con una íntima relación con el hogar, o a animales cuya caza implicaba un riesgo o, al menos, un grado de esfuerzo poco habitual[48].

Pero la comunicación religiosa no se limita a la conversación confidencial entre los iniciadores humanos y sus contrapartidas más problemáticamente tangibles. La expansión de las opciones activas creada por la atribución de iniciativas y de influencias sobre situaciones concretas a actores no humanos, cuya implicación no tiene por qué ser enteramente, o ni siquiera en absoluto, aceptada por todos los actores humanos, da lugar a una forma de acción religiosa que también modifica las relaciones entre humanos, ya sea aumentando el poder y la capacidad creativa del actor, porque está respaldado por estos actores no humanos y se considera su instrumento, o ya sea consignándolo a la pasividad. Somos conscientes de un quietismo así en la historia religiosa más reciente[49], pero no ha dejado huellas arqueológicas discernibles. Así, aunque no podemos excluir la posibilidad de que ese fenómeno existiera también en la Antigüedad, no podemos demostrar que así fuera.

En ambos casos, la acción religiosa puede ser también una acción estratégica. Los actores religiosos interpretan un papel doble en esta situación, definiendo una identidad religiosa y, al mismo tiempo, entablando una doble batalla: por el prestigio social y por el máximo grado de atención por parte de sus contrapartidas divinas. Ambas batallas pueden asumir una forma completamente paradójica: una renuncia explícita por parte del actor de su poder personal al deshacerse de cosas que desea, o un consumo conspicuo, que implica un gasto considerable de recursos materiales.

La ecuación de la distinción ritual y la diferenciación social es uno de los conceptos claves que subyacen a la interpretación de las primeras prácticas rituales, especialmente de las que podemos distinguir durante la transición entre la Edad de Bronce y la Edad de Hierro, que son, de hecho, considerados periodos de diferenciación étnica y social[50]. El cuadro social que subyace es uno en el que la propiedad, los contactos externos y sociales, y las prácticas estéticas y religiosas van de la mano del poder, el estatus y el prestigio, conduciendo a una jerarquía unificada. Esta hipótesis fundamental es problemática. La perspectiva alternativa es la de una heterarquía, en la que las posiciones de los individuos pueden variar sobre las diferentes escalas, de forma que el tener preferencia en cualquier circunstancia particular sería algo sujeto a una negociación. Esto abre nuevas perspectivas, y, en mi opinión, fructíferas, sobre las evidencias que tenemos procedentes de la Antigüedad[51]. No obstante, me gustaría hacer hincapié en que el grado en el que los actos rituales de comunicación religiosa eran visibles, a largo plazo o incluso a corto plazo, era a menudo escaso. Por regla general, sabemos poco acerca del público. La ausencia de una correlación geográfica entre los lugares de actividad religiosa y los asentamientos específicos en la primera Edad del Hierro y en la época inmediatamente anterior, no nos permite suponer actividades comunitarias que confirmen la realidad de la actividad testimonial. Deberíamos, por lo tanto, tener cautela a la hora de afirmar las actividades colectivas. Estas son solamente discernibles en ocasiones, como, por ejemplo, en algunos casos de sacrificio animal relacionados con funerales colectivos[52]. Esto tiene sus implicaciones. Las «tradiciones» se desarrollan con dificultad si no suele haber mucha gente presente. Así, mientras que, por una parte, la práctica del depósito nos muestra que las personas usaban este método para entablar comunicación con sus contrapartidas invisibles, por otro lado, debido a la escasez de pruebas, nuestra capacidad de interpretar sus intenciones y pensamientos específicos está igualmente limitada.

4. ENTIERROS

Los entierros están entre las prácticas más antiguas que permiten una visión tangible de la religión y se distinguen también por su enorme variedad y por la velocidad a la que pueden cambiar, incluso dentro de zonas geográficas restringidas y durante breves periodos de tiempo. En Italia, la cremación y el depósito de las cenizas en urnas se extendió desde el norte, iniciándose en el siglo XII a.C., probablemente bajo la influencia de la cultura de los campos de urnas del centro y el noroeste de Europa[53]. El entierro de las urnas, muy cerca unas de otras, en lo que probablemente eran sepulturas familiares, se volvió más sistemático y se coordinaba con las zonas de asentamiento. Al mismo tiempo había una larga tradición de entierros infantiles cerca o dentro de las casas. Los entierros dentro de las cuevas, propios de la Edad de Bronce, cesaron casi por completo[54], aunque los depósitos en los lugares junto a las fuentes remotas continuaban. El lugar en el que se enterraba a los semejantes no era, evidentemente, un asunto indiferente para los habitantes de estos asentamientos. Cuando fijaban un lugar de entierro, un espacio para los muertos, a una distancia accesible, estaban también diciendo algo sobre el espacio dedicado a una comunidad, que incluía tanto a los vivos como a los muertos. Establecer una localización para los primeros implicaba establecer una localización para los segundos. Así reclamaban y delimitaban un territorio completo en tanto suyo, opuesto al territorio de los demás. Por supuesto, no era un dispositivo completamente nuevo. El mismo método de establecer la territorialidad mediante el emplazamiento de cementerios, es decir, de lugares de entierro conservados por varias personas a lo largo de un periodo determinado, ya se había desarrollado en diversas localidades de todo el mundo en el noveno milenio[55]; pero los ejemplos concretos nunca habían durado más que periodos muy limitados.

¿Cómo se hacían los entierros? El uso de urnas-cabañas (ilustración 2) se hizo habitual a partir del siglo IX[56] en muchos lugares de la zona de la cultura de Villanova (en el norte de Italia al sur de las llanuras del Po), y posteriormente en Etruria y en el Lazio. Que los residentes del siglo VIII de Vulci, un centro etrusco y para nada un asentamiento remoto, pudieran optar en cambio por la cremación directa en una fosa longitudinal (fossa)[57] señala la disponibilidad de un abanico de opciones incluso en el contexto de las «modas» funerarias. Cuando las personas modelan vasijas en forma de cabañas para los restos cremados (las cenizas y los restos de hueso no completamente carbonizados) nos recuerdan a Rhea contemplando lo que era «especial» en su vida, una vida siempre amenazada por la muerte inminente, especialmente para una mujer en edad de procrear. El descanso final para los muertos se diseña con la esfera doméstica muy en mente[58]. No se podía pensar en los muertos sin recordar que los vivos comparten su destino.


2. Urna cineraria en forma de cabaña, bronce con plomo en el doble fondo; 28,5 cm de alto, 40,5 cm de largo, 35,76 cm de fondo, ca. 800-750 a.C., procedente de la Necrópolis de Osteria, en Vulci, Tomba della Cista litica. Roma, Museo Nazionale di Villa Giulia, inv.84900/01. akg-images/Andrea Baguzzi.

Las alianzas de asentamiento basadas en el parentesco, la proximidad, o en cualquier otro criterio amplio movilizaban otras decisiones con respecto a los lugares de entierro –decisiones que podían bien preceder o bien seguir a las que tenían que ver con las alianzas residenciales. En una serie de localidades vemos cómo los asentamientos dispersos en una llanura de toba volcánica se unieron a partir del siglo IX a.C. en adelante. La decisión de hacer un asentamiento unido más grande, ya fuera para usar un lugar de entierro común o para seguir conservando los lugares separados, podría ser una expresión tanto de la complejidad del proceso de integración como de las reclamaciones conflictivas y persistentes[59]. La competencia entre los distritos de entierro puede leerse en disposiciones completamente distintas, situadas por completo fuera de las áreas de asentamiento, o en el uso de las áreas de asentamiento[60]. Vemos cómo se exploran todas las diversas opciones disponibles para esta forma de actividad en Orvieto, donde se creó una necrópolis a mediados del siglo VI siguiendo un plano sistemático de calles paralelas, el mismo patrón que se eligió en Cerveteri en torno al año 530 a.C. (ilustración 3), mientras que los asentamientos en Marzabotto no adoptaron una apariencia así hasta finales de ese mismo siglo[61].


3. Tumbas túmulo en la Necrópolis de Banditaccia en Cerveteri/Caere, entre los siglos VI y V a.C. Fotografía: J. Rüpke.

Sin embargo, no son únicamente las circunstancias locales las que se articulan mediante la manera en la que se entierra a los antepasados o a los niños. Los ajuares funerarios apuntan a la existencia de un intensivo intercambio transmediterráneo durante el llamado periodo Orientalizante, desde finales del siglo VIII hasta mediados del siglo VII a.C. Son pruebas de los contactos comerciales que se extienden hasta España y también presuponen una colaboración estrecha y un aprendizaje intensivo por parte de los artesanos, así como una orientación transregional por parte de las elites indígenas que estaban en comunicación con las elites coloniales que llegaban. En el campo de la religión también había en juego una interacción y no una simple recepción[62].

Como he apuntado antes, cuando hay un elevado grado de variación entre los lugares se introduce un elemento de inestabilidad en las tradiciones rituales[63] y, en el caso de los enterramientos más densamente espaciados, incluso cuando están dentro del mismo lugar. En Pontecagnano, situado al norte del Sele en Campania, se hicieron tentativas repetidas de regular las prácticas funerarias entre finales del siglo VIII y el segundo cuarto del siglo VI. La intención era estandarizar las prácticas y evitar las acumulaciones ostentosas de ajuares funerarios. Al mismo tiempo, no obstante, se puede observar cómo se producían cambios opuestos en áreas topográficamente diferentes de la necrópolis. Un grupo elige expresar una exclusividad masculina, mientras que otro aplica el mismo tipo de entierro lujoso también a las mujeres y a los niños de cualquier edad[64]. Aquí también surge la pregunta de hasta qué punto estaría extendida una práctica concreta entre la población. De hecho, ¿quién haría las inversiones necesarias para los enterramientos que ha descubierto la arqueología? ¿Qué proporción de la población local está atrayendo nuestra atención de esta manera? Una perspectiva evolutiva de la historia, del tipo que habitualmente adopta la investigación con orientación cognitiva, a menudo presupone una perfecta uniformidad en la propagación de las prácticas culturales: lo que en un caso individual tiene éxito es adoptado por todos o, al menos, por todos los que sobreviven a largo plazo; y el proceso de adopción suele ser rápido. Los entierros rituales (al contrario que el mero deshacerse del cadáver), según esta perspectiva, habrían sido desde hacía mucho tiempo una práctica universal. El concepto de religión desarrollado al inicio de este capítulo, que pone el énfasis sobre el riesgo, incluso sobre la posibilidad del fracaso, implicado en la acción religiosa, hace que ese escenario sea mucho menos probable y además está respaldado por las pruebas arqueológicas. Hay que reclamar escepticismo frente a la suposición tan extendida de que cualquier práctica funeraria era común a todos los miembros de una sociedad y que, por lo tanto, esta práctica basta para constituirse en un documento que abarca a toda esa sociedad en lo que se refiere a sus cementerios[65]. Una comparación del tamaño de los asentamientos por una parte y de los entierros documentados por otra apunta a que, también aquí, vemos una serie de clases concretas y de individuos concretos que optaron por hacer o no hacer una inversión que excedía el nivel de la necesidad estricta, y por realizar o no realizar las prácticas correspondientes. Incluso las presiones sociales no tienen por qué ser homogéneas.

El concepto de religión que hemos esbozado al inicio requiere que las prácticas funerarias se incluyan en la categoría de religión. En su apariencia externa, estas prácticas parecen consistir en métodos de depósito subterráneo, y se diría que su intención era establecer o propiciar una relación con actores que ya no eran indiscutiblemente plausibles. Una vez más, tenemos que recordar que no está aún claro qué idea ontológica precisa acerca del estatus de estos actores se asociaba con las prácticas en cuestión. Algunos participantes podrían haber tenido inquietudes por el «cuidado» a los muertos o por su «supervivencia después de la muerte», pero esas metáforas no se pueden considerar adecuadas para explicar por completo qué concepciones eran las habituales en lo que se refiere a los actores al otro lado de la situación, a los muertos, sino que sirven más bien para explorar las acciones, identidades y medios de comunicación de aquellos actores indiscutiblemente presentes en la situación, es decir, de los vivos. Allí donde carecemos de fuentes directas, debemos recurrir a la comparación histórica y etnográfica, pero evitando la trampa de mezclar las pruebas con las prácticas modernas que, aunque puedan coexistir en el mismo espacio que contiene las prácticas antiguas, judeocristianas e islámicas, son sin embargo productos de un entorno tecnológico claramente diferente, uno que también lleva el sello del racionalismo.

El problema principal después de un fallecimiento bien puede haber sido la necesidad de redefinir y reformar las relaciones sociales, a veces de una manera radical[66]. Cuanto más central fuera la persona difunta para la organización interna del grupo familiar y sus relaciones externas, con mayor urgencia se planteaba este problema a la gente de la primera Edad del Hierro (y mucho después). La muerte de un niño pequeño o de un padre anciano (de unos 40 o 50 años) puede haber sido emocionalmente devastadora. Desde la perspectiva de su importancia para las relaciones sociales, sin embargo, la muerte de una persona importante, como la madre o el padre, habría tenido consecuencias mayores para el grupo familiar. La muerte del padre hacía que las esposas fueran viudas y que los hijos fueran medio huérfanos, o huérfanos por completo si, como es probable, la madre hubiera muerto al dar a luz al último de ellos. Un hijo se convertiría entonces en el «cabeza de familia». De una manera incluso más radical para los miembros del grupo de asentamiento, la muerte de una figura importante podría implicar una pérdida de prestigio, de influencia, de propiedad o de ingresos. La presencia continuada de los difuntos podría esquivar esas amenazas si se conseguía hacer plausible su relevancia continuada. Se podría entonces concebir perfectamente que un individuo que gozara de una comunicación íntima con el difunto pudiera defender su derecho al respeto, la autoridad y la propiedad que hubiera pertenecido a ese difunto, podría hacer que se le fueran transferidos en tanto íntimo del difunto, y así podría inculcar este nuevo estatus dentro de la memoria del grupo grande y tal vez monopolizarlo[67].

El cadáver en sí podía jugar un papel muy breve en estas interacciones, a menos que se empleara la opción técnicamente compleja y cara de momificarlo. Pero las partes de un cuerpo pueden conservarse más fácilmente, ya sea mediante la desecación (como las cabezas reducidas del oeste de Sudamérica) o la esqueletización. En algunos casos, la pérdida de los tejidos blandos, mediante la cremación, o mediante lo que se denomina un entierro primario, temporal[68], o mediante la exposición al aire libre, podía revertirse mediante un posterior remodelado del cráneo, por ejemplo. La manipulación sustancial y habitual de partes del cadáver, como el cráneo, está muy documentada en la época neolítica del Mediterráneo oriental[69]. Mediante la propiedad de los ancestros, y teniéndolos a mano, en la propia casa o en el terreno propio, la comunicación con ellos podía controlarse y, una vez más, incluso monopolizarse. Esta circunstancia podía persistir durante generaciones o podía concluir pasados unos pocos años o incluso meses, tal vez con un entierro secundario y definitivo. El entierro del cadáver completo dentro del plazo más breve posible predominaba en Italia en el primer milenio a.C. Unas pocas horas de «velatorio» aparentemente obviaba la necesidad de una comunicación más prolongada con las partes corporales de los difuntos. Solo se han encontrado unos pocos ejemplos de entierro secundario en los yacimientos funerarios de la Edad del Bronce tardía; esto apunta a un uso más prolongado de los huesos[70] y señalaría diferencias abismales en las maneras en las que las familias gestionaban sus tratos públicos con los muertos. Esas enormes diferencias podrían deberse al hecho de que algunos individuos, o quizás muchos, eran ya reticentes a emplear un entierro conspicuo y un cuidado continuado de la sepultura, prefiriendo en cambio garantizar la relevancia continuada de los miembros fallecidos de la familia para la comunicación con la comunidad local, o como medio de afirmar su propia identidad en tanto miembros de una familia. Estas diferencias, y también la rápida velocidad de los cambios en las maneras de tratar con los muertos –ahora la inhumación completa, ahora la cremación, ahora el depósito en una urna, ahora entierro de los restos en la pira funeraria, o la cremación de los cuerpos en una fosa– han conducido a la conjetura de que no se trataba de dar una expresión ritual y material a unas concepciones del «ser», a una ontología de los difuntos; sino, más bien, que estas prácticas diversas reflejan unas concepciones muy inciertas de la muerte, unas ideas que estaban continuamente sometidas a revisión.

¿Qué tenemos que decir de estas concepciones, de estas suposiciones que se hacen una y otra vez en diversas situaciones, aunque tal vez únicamente de forma implícita? Quienes incorporaran «reliquias» de sus ancestros o de los miembros difuntos de su familia en tanto objetos relevantes en sus acciones y comunicaciones podrían haber estar intentando hacer referencia al estatus del individuo dentro de la familia o la localidad, o tal vez evocar alguna de sus cualidades personales. Los entierros primarios y secundarios en nuestros días, no obstante, pocas veces nos permiten sacar conclusiones sobre las percepciones previas de los difuntos. La idea de que los contenidos de un entierro solitario buscan individualizar al difunto se contradice con el hecho de que los contenidos de esa sepultura a menudo son de una naturaleza bastante genérica, convencional. Además, pueden faltan los marcadores de la tumba o puede que no incluyan un retrato de la persona fallecida. El ajuar funerario era, en cualquier caso, algo bastante infrecuente en la Edad del Bronce tardía en Italia. Allí donde más tarde se hicieron más frecuentes, sigue abierta la cuestión de hasta qué punto objetos aparentemente genéricos debieran asociarse con esta persona específica allí enterrada, tal vez como una posesión personal o porque el individuo las fabricara. Mientras que la cremación y la posterior recogida y depósito de los restos cremados en urnas permitía una manipulación breve aunque intensiva del cadáver, entre la recogida de las cenizas y el entierro de los huesos (y ese periodo puede haber sido más prolongado en casos concretos), ese mismo proceso imposibilitaba para siempre que esos restos se trataran en el futuro y evitaba cualquier posibilidad de que el difunto se presentara de nuevo con su apariencia anterior. Aquí podemos especular acerca de las concepciones. ¿Se pensaba que el acto más distintivo y conspicuo de la cremación permitía que el individuo se hiciera uno con sus ancestros? ¿Había en juego una transición ontológica, una a la que también haría referencia el uso frecuente de las miniaturizaciones, que son especialmente comunes en los entierros de cremación?[71]. Desde este estadio del proceso ritual en adelante, la comunicación con estos actores, cuya presencia era ahora menos que segura, adoptaría la misma forma que la comunicación con los «dioses».

Podemos de hecho incluso observar esto en el caso de individuos particulares. L. Velchaina, de Caere, usó los mismos objetos para comunicarse visiblemente con los dioses en los lugares de culto que los que usó para comunicarse en las tumbas con los muertos[72]. Debemos esta información al hecho de que, en ambos casos, al inscribir los objetos, dejó claro para la posteridad que él era quien había entrado en comunicación de esta manera, y que era él quien tenía algo importante que decir. Que esto era importante para él y para otros se indica mediante la selección de los objetos, pero dónde residía exactamente esa importancia es algo que aún se nos escapa. Las piezas de vajilla y las ruecas de huso que ya hemos mencionado se encuentran tanto en las tumbas como en otros depósitos; las réplicas de ánforas o de otros objetos implicaban procesos de producción arriesgados, lo que da un peso mayor a su vínculo con la persona del donante. Esos «signos de exclamación», esas referencias al actor son características de las comunicaciones religiosas: es decir, del proceso de establecer una conexión entre los vivos y los muertos de la misma manera que se establece la comunicación con otros actores cuya presencia es más que incierta.

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