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La debilidad presidencial

Intriga contra México, de J. Fernando Pérez Gavilán (1987), ha tenido el atrevimiento de politizar la tribunicia debilidad presidencial. Han quedado muy atrás las carreritas de la maestra rural María Félix en los pasillos de Palacio Nacional (Río Escondido de Emilio Fernández, 1947), los retratos de próceres que a su paso relataban las glorias de la Patria y la benevolente efigie siempre de espaldas de un inmostrable Primer Mandatario (seguramente Alemán) que declamaba con vibrante voz de Manuel Bernal, Tío Polito, y concedía paternalista. Lejos ha quedado también el bienhechor telefonema del señor Presidente que ordenaba la excarcelación de la cabaretera Ninón Sevilla, quien había balaceado al pachuco Rodolfo Acosta, en el más inolvidable Día de las Madres del papelerito Ismael Pérez, Poncianito (Víctimas del pecado de Fernández, 1950). Ahora, de sopetón, a guisa de prólogo, estamos instalados bajo las barnizadas maderas pulidas que cubren por entero la oficina presidencial y sorprendemos al propio agachupinado presidente semicalvo Francisco (Alberto Pedret), haciendo bombásticas declaraciones huecoprogramáticas (“Cuándo entenderán que es mejor entenderse con gobiernos democráticos que con dictaduras militares”) a un aquiescente periodista estadunidense (Jorge Pais). Ahora, Intriga, contra México (antes Reto al destino, antes ¿Nos traicionará el Presidente?) puede ser la primera película en la historia de nuestro cine que sugiere como escenario dramático la residencia oficial de Los Pinos y cuyo pivote narrativo está constituido por la figura de un hipotético Presidente de la República que emblemáticamente sintetizaría a todos los habidos y por haber en la impersonal dictadura priista.

Del deterioro de la imagen caída, todas las irresponsables ficciones oportunistas y todos los grotescos engendros megalómanos hacen leña. Antes efigie benemérita e inmostrable, sagrada, intocable, inmarcesible y casi impensable, la investidura presidencial hoy se representa con características vagamente humanas y fílmicamente escarnecidas, pero siempre reconocibles, como al pedir cordialidad sin jerarquías pide a los dirigentes de la Coparmex en la terraza de su castillo-mansión (“Llámame Pancho”). Más que un antihéroe a fin de cuentas positivo, se trata de una apasionante por risible entelequia de personaje, a quien definen más sus debilidades que su fortaleza in extremis. El Presidente de la República es un monigote tribunicio (“Vamos a sentirnos orgullosos de ser mexicanos, vamos a creer en México y en su destino”) que jamás abandona la tiesura del solemne pedestal con el que camina puesto, ni las confiancitas de la relación cara a cara o en la vida privada, ni al solicitar el desmontado de una bomba a punto de explotar (“Señores, los he mandado llamar porque aquí hay una bomba”). El presidente es un iluso tipo recio, un tough guy que se cree Tolstoi a la mexicana, que cree ciegamente en las deudas de amistad que lo ligan con sus Buenos muchachos (“Con él no hay sospecha, es hijo de Roberto ¿de Niro?”) y utiliza como último recurso la mentada de madre, con muy altos vuelos diplomáticos (“Y usted váyase a la chingada antes de que le parta la madre”), apresurándose a ocultar bajo pilas de libros una pistola para defender la presidencia como los meros machos. El presidente es un desprotegido pobrediablo tembeleque que de repente puede comenzar a encontrar una serpiente venenosa en el buró de las zapatillas, tarjetas de avisos clandestinos por todos lados, una bomba o una grabadora con órdenes en los cajones de su escritorio, un guardia drogado e hipnotizado a las puertas interiores, un envoltorio de cajas chinas con muñequito de resorte en la más pequeña, o la visita inesperada de un sucesor impuesto. El presidente es un fantasmón mamarracho que no tiene quién lo aconseje o lo proteja, debiendo contratar los servicios electrónicos del mesiánico guarura-gatillero Salvador Elizondo (Eduardo Liñán), quien a saltos de tigre se escapó de una cinta de narcos para responder a conspiraciones en inglés que no escuchó (“Ahora sí estaremos de espaldas a la pared”). El presidente es aprendiz de pelele manipulable que se queda plantado ante el espejo por su desdeñosa cónyuge sexagenaria aún guapota (Martha Roth), que obedece los mandatos anónimos para salvar el pellejo (ponerse la corbata roja, decir sí al telefonema del mudo), que pasea desafiante en su auto deportivo blanco, y que termina reconociendo amargamente su pletórica debilidad (“Son mucho más fuertes que nosotros, siempre lo han sido”). El humor involuntario se ha politizado para ofrecer en espectáculo las graves flaquezas hilarantes de un primer mandatario en trance de sufrir presiones extremas a la hora de elegir sucesor.

Intriga contra México ha tenido la osadía de politizar el primarismo adulterado. Con base en una insulsa novela del escritor abarrotero Juan Miguel de Mora y libreto del quemante excuequense Víctor Ugalde, quien dirigió La lechería (1987) y Para que dure... no se apure (1988), el primero de los tres largometrajes ineptos pero demagógicos que ha realizado personalmente el prolífico productor de sexicomedias albureras J. Fernando Pérez Gavilán (Violencia a domicilio, 1989; El extensionista, 1990) es también, como su personaje central, una película que jamás desciende de la tribuna sacrosanta y nunca se quita la banda tricolor imaginaria. Una crasa falta de imaginación visual y dramática, una desestructuración absoluta y a empujones, una tediosa sucesión de intrigas de gabinete, un repertorio de banquetes y recepciones mal orquestadas. El rutinario campo-contracampo telenovelero lucha por el poder expresivo, alternando con gratuitos dollies laterales a través de balaustradas que quedaron atrapadas entre top shots de conjunto (aberrante solución plástica a la escena de la terraza), o refugiándose en emplazamientos efectistas con cámara-gusano para engrandecer la inagotable colección de cabezas parlantes al proyectarlas hacia el maderamen del techo (el despacho presidencial), hacia un decorado con atiborrados relojes de pared o hacia las gigantescas galerías de un convento en ruinas. El interminable blablablá de la declaracionitis en estado agudo (“En materia de principios no transijo”) todo lo inunda, todo lo apabulla, todo lo trivializa, todo lo desgasta, hasta el ínfimo diálogo coloquial (“Coronel De la Plata, en México el Ejército es leal a las instituciones emanadas de la Constitución de 1917”), hasta en la mínima grilla ceremoniosa (“Comunista es cualquiera que no esté de acuerdo con la mayor democracia del mundo”), hasta en el más perdido resquicio de ironía contraproducente (“¿Fue un atentado?” / “No, una demostración”), hasta en la más humilde réplica de la arrepentida primera dama (“Es demasiado grave entregar el país al extranjero”), hasta en la más secreta reflexión del Presi para sí mismo (“Lo que no entiendo es cómo un mexicano puede ser títere del exterior”). El general ranchero Jacinto Peña (José Carlos Ruiz) padece la tentación nocturna de las desmedidas ambiciones huertistas mediante flashazos de una mesa con cinco millones de dólares en efectivo. El montaje en paralelo contrapuntea secuencias sin ningún sentido a modo de conatos de suspenso (interrogatorio a la vendedora de joyas / intento de cohecho al general, expulsión del embajador envalentonado / propuesta al secretario de Defensa). El Presi, calvo de la coronilla, desayuna con su familia, estaciona su auto en estupefacta zona prohibida y queda sumido en el jardín dentro de una aplastante toma en picada, sin que jamás deje de escucharse el “Huapango” de Moncayo como tema prestado por Sectur y cual triunfalista leitmotiv magnicida. El humor involuntario se ha politizado para que hasta las estructuras fílmicas más burdas sean sujeto de adulteración, para que lo primario se muestre adulterado y resulte irreconocible (¿no estaríamos oyendo un antediluviano programa de La Hora Nacional, siempre ilustrado con acompañamiento del “Huacayo” de Mompango?).

Intriga contra México ha tenido la temeridad de politizar el antiimperialismo folletinesco. Si una película vale tanto como sus villanos, podrá afirmarse que Intriga contra México vale lo mismo que su bufo / bofo secretario de Fomento, Francisco López Pérez (Bruno Rey), quien defendía posturas vendepatrias en el sofá presidencial (“Preferible transigir para evitar fugas de capitales”), utilizaba sus influencias para mandar reprimir una mugrienta huelguita fabril, justificaba sus maniobras conspiradoras mediante insolencias derrotistas (“Yo soy realista, ¿sabe cuándo vamos a derrotar al vecino del norte? Nunca”), y después de escuchar el vehemente mensaje presidencial a través de la cadena de RTC (“Un presidente mexicano jamás podrá traicionar a su patria”) saldrá huyendo por la carretera de Cuernavaca para hacerse eliminar. Pero la cinta vale también tanto como otra serie de villanos tan inusitados como excedidos, todos involucrados en la misma confabulación: el felino coronel De la Plata (Ernesto Vilches) y otros agregados militares sudamericanos, el batracio embajador de la república de Nueva Extremadura (Jorge Fegan), el octópodo coronel estadunidense Perkins (Luis Couturier) y ciertos agentes rubios que conspiran en inglés tarado para declarar loco al mandatario mexicano (“Yess, we arre workingg on itt”). Al servicio de un ministro antiobrerista que de seguro pondría de rodillas a la economía nacional ante algún Acuerdo de Libre Comercio con Estados Unidos, los agentes de los ya desaparecidos gorilatos latinoamericanos se han coludido con agentes de la CIA, pero se han topado con la resistencia que les opone el presi, vulnerado y temeroso de una campaña internacional en su contra, aunque bien documentado por un viejo libro sobre las actividades de la cia, escrito por el exagente Marcheti. El humor involuntario se ha politizado para identificar a un enemigo folletinesco que fataliza miedos válidos y los vuelve ineluctables, desde sus raíces hasta sus consecuencias extremas (si bien ya con total vigencia cotidiana).

Intriga contra México ha tenido la audacia de politizar el inminente golpe militar. Versión paródica de las películas de política-ficción que se pusieron de moda en el cine estadunidense durante los sesentas sobre retorcidos atentados magnicidas (El embajador del miedo de Frankenheimer, 1962), sobre insólitos golpes militares urdidos por el Pentágono (Siete días de mayo de Frankenheimer, 1963) y sobre la difícil elección del candidato a sucesor presidencial (El mejor candidato de Schaffner, 1964), la ficción paranoica de Pérez Gavilán hace realidad los temores / rumores clasemedieros de un golpe militar en México durante las álgidas sucesiones presidenciales de 1976 y 1982. A pesar de lo tosco de sus planteamientos y lo exagerado de su ejecución fílmica, sorprende la aritmética contrarrevolucionaria del Ejército Mexicano tan posible siempre en un momento de crisis y un extraño escalofrío recorre al más escéptico espectador burlón cuando los motores de los transportes militares nacionales empiezan a ocupar las “principales plazas” comenzando por reconocibles calles chilangas (frente a la tienda Viana de Salto del Agua, por ejemplo). La pantalla se estremece y, de súbito, lo hilarante posible acomete con la evidencia de lo probable: inminente, inevitable y ya en acto. El efectivo golpe militar a la mexicana se reducirá a eso: a la ambición trasnochadamente nacionalista de un par de generales brutazos (Ruiz, Blas García), la facilidad de sacar al exterior camiones blindados y vagonetas, los pasos redoblados que se camuflajean en el atardecer, los informes de avances en el cuartel del Estado Mayor, las banderitas que se clavan sobre un mapa ominosamente desplegado, y la información sobre movilizaciones armadas que tardíamente llegan a un presidente acorralado, pero dispuesto a recibir la inopinada visita de sus generalazos, ya magnificando su allendista madera de mártires. El humor involuntario se ha politizado para rebajar la fragilidad de los gobiernos priistas (sin apoyo popular, prendidos con alfileres) al nivel de Bolivia, dependiendo de la fidelidad magnánima castrense y zarandeable por cualquier complot franquista (a lo Dragon Rapide de Camino, 1986).

Intriga contra México ha tenido el desacato de politizar las lealtades sumisas. A final de cuentas, sólo auxiliado por las inverosimilitudes pueriles de la trama podrá salir airoso el declaracionista presidente Pancho en la conjura que se centraba en el ministro Pancho López. Como por arte de magia o por forzado artificio de alquimia electoral, todo regresará finalmente a la normalidad. Hasta habrá ganancia. El presi retendrá su puesto, el dedazo en la sucesión presidencial seguirá su libre curso (aplausos de la cinta en última instancia bien lambiscona), se suicidará avergonzado el joven capitán amanuense Roberto Tarriba (Eduardo Linaje), quien era el responsable de los recaditos y las sorpresitas clandestinas, el golpe militar quedará exorcizado, los villanos incosteables de la CIA serán capturados en sus coches cual narcotraficantes para ser declarados personas non gratas, y el buen presi conmovedor recobrará el respeto de sus seres queridos como en elección edificante de integración familiar. No contaban con el arma escondida del film, el dispositivo omnisciente de la vida política nacional y pilar inobjetable del presidencialismo: la sumisión absurda y rastrera. Al final, todo mundo se someterá sumisamente al presidente, reinventado por la grandeza de tantas caninas adhesiones: la adhesión silenciosa de los televidentes de su mensaje desesperado, la sumisión compungida de los generales que se atrevieron a suponer una traición presidencial, la sumisión sonriente de los familiares recobrados, la sumisión espontánea de un saludador camarógrafo de Lamevisión, la sumisión caritativa de guardaespaldas y demás criaturas providenciales. Hasta el presidente de Estados Unidos hablará por teléfono para felicitar a su colega por lo bien que supo manejar la situación, y el presi Pancho ya podrá perdonar al ministro Erasmo (Antonio Medellín), castigado como embajador en China, para nombrarlo sucesor por dedazo benefactor. El humor involuntario se ha politizado para ser más papista en la petición y colecta de sumisiones que el propio Papá Gobierno.

Intriga contra México ha tenido el arrojo de politizar el pánico inconfesable. Este churrazo ridículo de Pérez Gavilán estuvo prohibido durante más de tres años, debió cambiar “voluntaria” y estratégicamente el nombre de ¿Nos traicionará el Presidente? por el que identifica a México con la Figura Presidencial, denuncia abundantes mutilaciones de diálogos altisonantes y se le incluyó con retumbante éxito de hilaridad en la XXIII Muestra Internacional de Cine en 1990 y, hasta un año después, fue malprogramado por la empresa paraestatal COTSA para que tronara a la primera semana. ¿A qué temía el gobierno mexicano?, ¿al reconocimiento de la debilidad presidencial, a la adulteración de un primarismo en los planteamientos políticos vigentes, a un antiimperialismo meramente folletinesco aunque visceral, a la suposición caldeable de un golpe militar, a una solicitud de sumisiones demasiado obvias?, ¿a la politización de todos esos atrevimientos, osadías, temeridades, audacias, desacatos y arrojos?, ¿al humor involuntario que emanaba de todo ello?, ¿al pensamiento mágico con trucos burdos que salvará al Sistema?, ¿a qué, a qué?

El martirio del agente solovino

Si existe una fascinación por el mal en mexican style, El secuestro de un policía, de Alfredo B. Crevenna (1985), sería su típico representante, a la vez famélicamente epónimo y políticamente peligroso.

Érase que se era en el más pinchito principio rastacuero, fue un admirado e idealizado jefe narco (el otrora galán desangelado Fernando Casanova de El hombre del alazán), un anónimo hombrazo de cabellos plateados, con sombrero texano y atuendo en blanco impoluto, que gozaba imponiendo sus desmanes sexoviolentos por encima de las interferencias policiacas binacionales, mexicano-estadunidenses, en una indigente película vagamente bilingüe, aunque filmada en Los Ángeles y en los alrededores de Ciudad de México. Y el sonriente jefe narco aventaba billetes verdes como alpiste a las ávidas golfas alineadas en los sillones de su sala, se ponía histérico cuando las reptantes suripantas se peleaban en la pizca del dinero, esbozaba un ademán de hartazgo para que sus diligentes guaruras en compañía de un grupo musical le desalojaran el lugar (“órale viejas jijas”), se levantaba trastabillante como cualquier briagadales, creaba una perpleja tensión al expresar su nuevo capricho de sexagenario (“Quiero que me traigan una señorita y que sea virgen”), y de inmediato los más torvos secuaces (Rojo Grau, Gilberto Román) saldrían a raptarle en una avenida a la hermosa Julia (Arlette Pacheco), previo acribillamiento del padre de ella, para que el poderoso capo se solazara fingiendo amparar seductoramente a la chica (“Ya mandé mi médico particular a atender a tu padre”) y se atreviera a sobarle un muslo en la cama, disuadiéndola después de toda rebeldía e intento de fuga (“Quítate esos malos pensamientos, ya eres mi amante”), antes de ahogarla en un jacuzzi lleno con champán (“Ya no, ya no”).

Luego, el ruquísimo antihéroe, latifundista y poderoso, se la pasaba huyendo de finca en finca, a bordo de un helicóptero y trayendo subrepticios cargamentos sudamericanos (de Perú, de Colombia) por la misma vía. Hacía que sus sicarios le abrieran la panza a una traficante moribunda (“Cuidado con las bolsitas de plástico”) y mandaba abortar a la guapa compañera colombiana-locombiana de ésta, llamada Alejandra (Sasha Montenegro), para adoptarla como su protegida favorita, tras haberla liberado de la prisión cuando era trasladada en una camioneta policiaca. Por supuesto, el villanazo sostenía apariencias de respetabilidad, lo que no le impedía hacer ametrallar a dos judiciales que se presentaban a interceptar un envío de estupefacientes en un aeropuerto clandestino; esgrimía actitudes soberbias de hombre de negocios en las juntas con otros capos (“Hay que enseñarles que con la mafia no se juega”) y se preocupaba por las dificultades que atravesaban sus campos de Chihuahua, abofeteaba de entrada a los negriblancos cubanos marielitos tan burlones (“No me gustan los payasos, los quiero seriecitos”) que habían sustituido a sus guaruras muertos, y no retrocedía para disparar a bocajarro contra subalternos desobedientes. Pero también había capturado a un agente antinarcóticos estadunidense, lo había sometido a tortura (“Hay que crear un conflicto internacional, para distraer a las autoridades”) y quedaría impune después de la precipitada ejecución del extranjero, gracias a su enorme suerte y a sus nexos reservados.

Como en su contemporánea cinta gemela Lo negro del Negro (Rodríguez Vázquez-Escamilla, 1985), la ficción de Crevenna ofrece esa figura de Corrupto Mayor para promover la más pobrediablista fascinación por el mal, el arrobo frente a la versión asequible por burda de la negatividad envidiable, el espejo del triunfador dionisiaco a nivel cosmopolita (o casi), el babeo ante la aberración fantasiosa y sus mugres pero inalcanzables prestigios sociojudiciales.

En el principio fue la corrupción, y ésta se hizo segunda piel nacional, para cohabitar con nosotros, dentro de nosotros. Resuelta la dicotomía del ser y la apariencia en apenas dos sexenios (López Portillo y De la Madrid), superada ya la dialéctica de la esencia y la conciencia, eliminada al fin la oposición establecida por el poeta José Emilio Pacheco entre “lo que deseamos ser y lo que somos”, la corrupción se asumió como ser-en-sí de los mexicanos y como ser-para-sí del recóndito ser patrio, porque el poder aquí no sirve desligado de su abuso, ni se explica sin su abuso, y sólo puede identificársele cuando algunos (que podrían / deberían ser todos) abusan de él; el poder mexicano existe en exclusiva para atropellar con garantías. Esto es lo que, en última instancia, de manera sintomática, insinúa el temerario infrabodrio El secuestro de un policía del superprolífico veterano Alfredo B. Crevenna, especializado en los géneros sexenales que caigan (Albures mexicanos, 1983; Braceras y mojados, 1985; Más buenas que el pan, 1984; Cinco nacos asaltan Las Vegas, 1986; El garañón, 1988; Juan Nadie, 1989; El Chile, 1989).

Nada de ello es nuevo en el género del cine narco, característico del régimen delamadridista; pero, en realidad, el núcleo de la ficción está formado por el enfrentamiento del jefe narco con el recién importado policía estadunidense Enrique Camarena, el agente solovino que había sido capturado y martirizado por el villano corrupto. De hecho, El secuestro de un policía había venido desarrollándose en segmentos alternados, que se dedicaban por turno a cada personaje, con idéntica importancia, dentro de la habitual antinomia héroe / antihéroe o perseguidor / perseguido del thriller, hasta que la reunión de ambos sobrevenía. Pero resulta que el sustrato del film era verídico.

El tema del asesinato del agente Camarena se convirtió en asunto de Estado y, sin merecérselo, la película fue elevada a categoría de caso, a nivel de papa caliente por pánico administrativo-gubernamental. Permaneció prohibida durante más de seis años. Sólo gracias a las desprohibiciones de 1989-1991, pudo levantarse el veto que impedía la exhibición de un film tan anodino e inocuo como El secuestro de un policía, de quien la febril lambisconería del macotelismo quiso hacer desaparecer todo rastro (copias, materiales publicitarios), convirtiéndolo en una no película. Hasta de distribuidor debió cambiar cuando salió por fin a la luz pública, después de que sus productores se hubieron comprometido a toda clase de disfraces. Se promueve, pues, la mercancía con una neutral y arrutinada frase publicitaria “¡Golpe al narcotráfico!”, que nada deja traslucir sobre su ambicioso contenido. Y en la cinta, excepcionalmente, se añaden letreros de que “todos los personajes son ficticios”, ¡tanto al principio como al final!, para tapar con dos dedos el paralelismo evidente con la desaparición, tortura y muerte, al inicio de 1985, del agente estadunidense Enrique Kiki Camarena, miembro de la DEA (Drug Enforcement Administration). Nada se avisa o se aclara sobre la irresponsable biografía veraz de un agente de la DEA que va a narrarse, ni mucho menos de las pretensiones de narrar por fin la verdadera historia de Kiki Camarena, el célebre caso que hizo estremecer al gobierno delamadridista e incluso la legalidad retrospectiva de neoliberalismo salinista. Sin embargo, con ingenuidad que resulta perversa, se han conservado los agradecimientos a la Procuraduría General de la República, “por su valiosa colaboración”, y se ha conservado el nombre propio de Camarena, dejándose oír también por ahí “El corrido de Caro Quintero”, como acompañamiento del jefe narco.

Habrá que volver a empezar. En el principio fue el agente solovino que pretendía enfrentarse, desenmascarar y derrotar a la institucionalizada corrupción mexicana. El relato abre con una alarmante bandera de barras y estrellas ondeando sobre un edificio público, prosigue con un recorrido por el centro de Los Ángeles y ubica al enchamarrado Kiki Camarena (Armando Silvestre) hablando por teléfono en una cabina, para ir conformando en actos contundentes su retrato fílmico. El buen policía mexicano-estadunidense soporta con estoicismo los inacatables consejos inhumanamente gabachos de un superior güero en su oficina (“Pida una japonesa por folleto: si le sale defectuosa la devuelve, hasta que le salga una dócil, obediente y tierna”), rabia contra su cateada y alcoholizada esposa aeróbica (Rebeca Silva), quien se niega a tener hijos (“Lo que quieres es verme gorda y fea”) y se refugia en el regazo de su añorante madrecita mexicana (Stella Inda), a la que admira con cafetera paciencia (“Ustedes son de muy buena mata”). Luego, luce su magnífica puntería mexicana con armas reglamentarias en el campo de tiro, se hace chulear por su origen chicano (“Tiene usted la ventaja de hablar dos idiomas”) y sueña con ir a descansar a México (“Para conocerlo y conseguir una buena esposa”), pues su vida pública, su vida privada y su vida secreta se hallan desvinculadas hasta la obviedad, lo cual seguramente le desaprobarían narradores como García Márquez y Aguilar Camín.

Pero los esquemáticos afanes del telúrico turista policial Camarena pronto serán acelerados por la muerte violenta de un pariente y el rapto de su sobrina, la exseñorita Julia, quien ha aparecido exánime en sus brazos, ahogada en un ostentoso jacuzzi. Nuestro héroe será nebulosamente comisionado para combatir el narcotráfico al sur de la frontera, se unirá con el irrelevante chofer de pick-up Andrés (Jorge Vargas) como en innominado buddy-thriller pronto de moda, sacará toda la sopa mafiosa a un infeliz mesero muy golpeable, se hará pasar por narco, para encerrarse con dos putas en un cuarto de burdel, llevándose a unos pistoleros muertitos por delante, e irrumpirá echando bala dentro de la mismísima guarida del jefe narco.

Lo que sigue no estaba previsto ni incluido en el familiarista rescate vengador por el que Camarena había viajado a México, al lado de su mamita enlutada (“Qué pasa, viejita chula?”), y había solicitado el apoyo servil de las autoridades nacionales (“Cuente con nosotros, incondicionalmente”). Propenso al martirio por accidente y ya convertido en el espontaneísta agente solovino, nuestro héroe de exportación / reimportación auxiliará a la narcolombiana Alejandra en el consultorio de un médico ilegal (Antonio Raxel), se enamorará de ella tras las rejas (“Estoy cansado de tanta gente malvada y creo que tú eres diferente”), le prometerá llevársela a California, moverá influencias para que la cambien de cárcel y, cuando ella ha sido “liberada” por los mafiosos, se hará capturar por ellos, torpemente, al ir a rescatarla con su chofer en la boca del lobo. Por último, se hará matar, luego de haber sido herido en el pecho, torturado con tehuacanes, para que confiese sus evidentísimos propósitos y habiendo conseguido infructuosamente escapar, mediante una estratagema de la bella chica, quien primero seduce al vigilante metralleto con un guiso y luego desata a su amado, le da un arma para defenderse en vano, haciéndose liquidar más rápidamente con una granada incendiaria en su huida. Los amoríos transnacionales del agente solovino sólo podían engendrar suspenso, sacrificio, peligro y muerte. Ése buen Camarena era sólo un acomplejado edípico, un loco quijotesco y un redentor de putas narcoaterrorizadas, sin mayor vocación heroica o justiciera, sin orgullo ni apego alguno por la camiseta de la DEA. El secuestro de un policía o las desventuras muy buscadas, pero reveladoras del agente solovino; El secuestro de un policía o el tercer martirio del héroe ambiguo, después de su martirio real y su martirio glosado en rocambolescas pugnas político-jurídicas entre los gobiernos de Estados Unidos y México, violando incluso las normas del derecho internacional: tres martirios que han dejado siempre un fangoso residuo de dudas, arbitrariedades y componendas.

Sin ningún escándalo, con abrupto oligoguion de José Loza y producción Agrasánchez de tres centavos pedestres, incapaz de distinguirse en nada de los Almadafilmes vertiente-Crevenna del mismo género (La muerte del federal de caminos, 1985; Cacería implacable, 1986; Cargamento mortal, 1987; Programado para morir, 1987) y a pesar de insertarse en la subserie de apologías verídicas del capo narcotraficante Rafael Caro Quintero (Operación Mariguana de Urquieta, 1985; Yerba sangrienta de Ismael Rodríguez padre, 1986), el Kiki Camarena muere por tercera vez, saliéndose ahora por la tangente de lo inofensivo. Jamás se decide entre la ambigüedad manipulable de lo real o por el martirologio antimexicano. Quiere afirmar un acomplejadísimo nacionalismo romanticón (“Si querías mejorar la raza, te hubieras casado con un alemán”), entre el ambivalente personaje acusado de turbios nexos con el narcotráfico (en el martirio perteneciente a la realidad objetiva) y el personaje utilizable por la ultraderecha estadunidense en la miniserie televisiva Drug Wars de Michael Mann hacia 1990 (en el martirio perteneciente a la realidad política). En la desprohibida versión del ínfimo cine popular, cero amarillismo; sólo cierta corrección inerte. ¿Dónde residía el miedo estatal, aparte de la “inoportunidad” del tema?

Sin embargo, no todo es pérdida. Como en las más de 130 películas dirigidas por el germano-mexicano Crevenna desde 1944, en El secuestro de un policía, acechan por todas partes los restos corrompidos de aquel impúdico y masoquista melodrama sublime que era la delicia del director de Algo flota sobre el agua. (1947), Otra primavera (1949), Mi esposa y la otra (1951), Orquídeas para mi esposa (1953), Si volvieras a mí (1953), Una mujer en la calle (1954), Gutierritos (1959), Los problemas de mamá (1968), Las impuras (1968) y Yesenia (1971), fincando su mínima y hoy olvidada gloria. Así pues, a los treinta días de perpetrado el crimen, una mano pardusca del semienterrado cadáver en descomposición de Camarena es rastreada y hallada suculentamente por el perro de un leñador. Entonces, la endurecida y aguantadora madrecita anciana del exagente (con todo lo que queda de la mitológica Stella Inda de Los olvidados) que, junto a un viejo gramófono en forma de gigantesca flor de metal, presenciaba redadas prostibularias en un desplumadero de la TV e imaginaba fusilamientos unanimistas de su hijo tras la abertura de un vidrio esmerilado, se traslada al patio de una jefatura policiaca, se acerca con unción a la mano pútrida tan querida que sale de un costal agujerado, la acaricia con las yemas y se deja acariciar por ella en la frente. El melodrama familiar y un imprevisto melodrama de amor corrompido, lejanamente bressoniano, confluyen en la pasión hedionda de esa madre. De repente, El secuestro de un policía bordea cierta eficacia como el melodrama de acción más corrupto del condado. Al final, ya sólo existía la Corrupción.

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692 s. 4 illüstrasyon
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