Kitabı oku: «La eficacia del cine mexicano», sayfa 5
La negrura enrarecida
Mientras aguarda y espía agónico, cautivo de tensión en el estrecho pasillo de la angustia, con las botas refregándose sobre el pantalón, la espalda repegada a las paredes, la metralleta enhiesta, los espesos bigotes en punta flácida, la faz descompuesta y los oídos inundados de sadomasoquistas quejiditos emergiendo de una puerta mal cerrada, al anónimo pero feroz matón a sueldo apodado el Güero (Humberto Zurita) evoca irónicamente el día de su Primera comunión (Mariscal, 1967), o más bien es asaltado por ella. Bajo las guirnaldas del atrio al salir, la madre cayó fulminada por los tiros cruzados, pero la jeta sangrante del padre (Guillermo García Cantú) alcanzó a parársele enfrente al niño de 8 años y dictarle, antes de fallecer, una personal / impersonal lección de furioso machismo testiculátrico (“Vas a quedarte solo” / “Hay que echarle muchos huevos”), para certificar El principio (Martínez, 1972) de todas las futuras deformaciones conductuales del pequeño. Pero también la rabia de ese atesorado recuerdo traumático, cual contacto con revigorizante tierra nutricia, dará a nuestro Güero-Anteo fuerza, energía y ánimo: la fuerza necesaria para romper con su punto muerto y dinamizarse, la energía bastante para tirotear gratuitamente a bocajarro al guardián del pasillo e irrumpir en la habitación echando bala al puto gordo perverso que se hacía cachetear sobre una cama y acribillar hasta al inofensivo radio del buró, el ánimo suficiente para abofetear al labiopintado chichifo con temblequeante parafernalia de cuero negro (Samuel Loo) y meterle con la mayor parsimonia el fálico cañón del arma en la boca antes de jalar gozoso el gatillo, reclamando un sitio preeminente, aunque sometido, en el Imperio de los malditos de Cristian González (1992).
Por supuesto, del anclaje en la infancia deriva la asfixiante carga de angustias, crueldades, miedos e incapacidades del encrespado criminal. Sin dolor no hay placer: el placer de matar, la infamia por placer, el antiescándalo del pistolero perturbado, en un sombrío relato que va retorciéndose a su imagen y semejanza. Absoluta falta de sentimientos, sólo pulsiones, soledad, búsqueda desesperada del padre, proclividades a la traición y sumisión irracional. Son las cualidades indicadas por un psicoanálisis instantáneo, que se amplifica por un acentuado behaviorismo tan virulento como complaciente (¿a quién pertenecen las retorcidas fantasías realizadas, al personaje o al guionista-director?). Son las cualidades indicadas para definir a un inmejorable guardaespaldas a la mexicana, para activar las líneas de fuerza del más epónimo guardaespaldas que ha trazado nuestro cine industrial desde El bruto de Buñuel (1952) o los de Ratas de la ciudad de Trujillo (1984), en suma, para elaborar el manual del perfecto guarura, sirviendo a los corruptos detentadores del poder político. Al tiempo que se les festeja, esas cualidades permitirán al héroe desarrollar trabajos más ambiciosos, que él registra con testimonial cámara de video, tácitamente inspirado por las Partes habladas (1989) del egiptocanadiense Egoyan corrigiendo La tarea de Hermosillo (1990), como la explosión progresiva de un cohetero (Luis de Icaza) belmondianamente envuelto en sus cohetones y encadenado a los tanques de gas en la azotea, tras el desollamiento de su aterrada hija adolescente (Margarita Salinas) en la regadera. Esas cualidades lo ayudarán a convertirse en el empistolado perro fiel de Rutilo Morán (Salvador Sánchez), el líder gansteril de la Central de Abastos (“Te contraté no porque seas el mejor, sino porque eres el más ojete”), para ser adoptado por él casi como un hijo, participar en las clandestinas prácticas de magia negra que conduce la exmujer del poderoso Marina (Isaura Espinosa), integrar un violento triángulo erótico con Fabiola (Dobrina Cristeva), la ambiciosa amante intocable de su superior (“Recuerda que eres la nalga del patrón”), y acabar varias veces medio muerto.
Emasculado, abocándose a una terrible venganza ciega, ascenderá, sin triunfalismo alguno, vacío, ya para qué, a heredero indirecto del Imperio de los Malditos, lo cual debería ser el sueño inefable de todo buen guarura desalmado y por fin hecho realidad gracias a los amorales estragos del film noir, si bien los virulentos manejos visuales del tercer largometraje del excuequense auteur de ridículos filmes de arte (Thanatos, 1986; Polvo de luz, 1988) y desde hace poco prolífico destajista de videohomes (Reto a muerte, El diablo está caliente, Mujeres de medianoche y La cumbia asesina, 1991) Cristian González, desbordan con creces a ese convincente, aunque esquemático y mitificante, retrato guaruresco.
No obstante los eficaces zarpazos del Güero, el personaje más memorable en este Imperio de los malditos es, sin duda, el líder placero Morán. Más que un acertado retrato, vehicula originalidad, audacia argumental, una detonante suma de temas inusuales. Dueño de bodegas y cabaretuchos, así como de una rorraza de lujo (¡importada de Hong Kong!) y una ignorancia atropellante en la jeta abotagada, gusta de enviar y recibir regalos-bomba, le ha declarado la guerra en la Centra! de Abastos a su lampiño rival López (Leonardo Daniel) y tiene un hijo adolescente (Carlos Anaya), ante el cual copula con su tipa sin pudor, pero al que pronto le estallará un paquete explosivo en la cara, para que su padre lo haga rematar por un médico. Sin saberlo, es el principio del fin de su mínimo imperio.
No tardará en contratar al Güero, quien le gusta desde la primera canallada y a quien abiertamente declarará como su hijo sustituto, siendo bien correspondido, para retorcer aún más el desorden psicológico del relato. Por el Güero, el líder tolerará las traiciones, pastas y sodomizaciones que le administra su amante neovamp (“Daría todo lo que poseo con tal de que me funcionara esta mierda”) y por él vencerá su férrea tentación de pegarse un plomazo en la sien. A él obsequiará su más preciado trofeo: el arma de fuego con la que cometió su primer crimen defensivo / ofensivo en La Merced para ir a dar a prisión. Con él y su rubia fatal formará un triángulo armónicamente inarmónico que se alebresta para desencadenar brutales riñas todas las noches en el soporífero cabaretucho (cual personajes de Greenaway en cena pictórica) y solamente los gritos de chiquillo destemplado que lanza el Güero pueden calmar a la agria pareja de Morán y Fabiola, sus padres putativos, en la formidable escena en que se bajan a madrearse desde una camioneta en marcha (“Les guste o no les guste, somos una familia, cabrones”).
Todo núcleo familiar esconde un mauraciano Nudo de víboras, pero el núcleo reconstruido simbólica y corporalmente por el Güero y Morán ostenta ese nudo, ya con el cuchillo empuñado sobre el padre inerme (“Hazlo, hazlo, cabrón”). Por eso, como gran prueba de amor paterno-filial, el desquiciado filicida Morán exigirá al filial Güero que lo ametralle en su mansión, cuando ya no aguante más. Desde los viejos buenos tiempos de Los hermanos del Hierro (Ismael Rodríguez, 1960), Los marcados (Mariscal, 1970) y La India (Rogelio A. González, 1974) nadie había dejado fluir las fantasías del inconsciente a ese nivel, muy por encima del guiñol freudiano de El otro crimen de González Morantes (1989).
Pero se descubrirá que el motor secreto de las imprevistas desgracias no ha sido, en última instancia, más que un nudo de traiciones engarzadas por la malvada rubia Fabiola, con turbio pasado de piruja internacional y acerbo odio a la miseria (“No quiero viajar en metro porque apesta a pobre, a naco”), que no cejará en ir a inyectar una dosis mortal a la infeliz ramera heroinómana que era la única amiga del Güero, cual si eliminara a su Doble en una mortífera visita de cortesía digna de Dolores del Río en La otra (Gavaldón, 1946). Sin embargo, traición sobre traición en esta colosal apología de la traición, todo resultará un producto nodal de los conjuros de magia negra de Marina, cuya señorial cabellera en cola de caballo toma posesión del Imperio y, como ineficaz conclusión de guillotina sorpresiva, ofrece al hundido Güero el cáliz con las cenizas de Morán disueltas en vino.
Son los Malditos de siempre, el enrarecimiento de las mitologías del film noir, la mitología enrarecida de las máquinas de matar destruyéndose entre ellas. Los mitos-peleles de sí mismos hasta el final. El mito del guarura sádico: Humberto Zurita, sosteniendo su extremo límite tras permutar la prepotencia berreante a lo Cazals (La furia de un dios, 1987) por un actualizante complejo de psychokiller Henry (Henry: retrato de un asesino serial de John McNaughton, 1990). El mito del villano prepotente: la malencarada jeta abotagada del histrionesco Salvador Sánchez. El mito de la hiperdesalmada rubia asesina: Dobrina Cristeva en el papel de la grenawayana Helen Mirren con ramificaciones de Kim Basinger en Deseo y decepción (Joanou, 1991) y de Sharon Stone en Bajos instintos (Verhoeven, 1992). El mito de las fuerzas ocultas que ríen mejor sólo porque ríen al último. El mito de la imposible sangre caliente para el asesinato a sangre fría. Es la otra cara de los mitos. Están todos los ingredientes necesarios para generar una instant cult movie, imposible ante una cinefilia mexicana otra vez inmadura y raquítica tirando a inexistente.
Son los Malditos de siempre, pero enfocados desde adentro, bajo la lente deformante de una sociopsychopathia sexualis bastante inusitada, provocadora. En este Imperio de los malditos pueden detectarse situaciones de irreverencia religiosa (ese desconcertante arranque eucarístico), crueldad homofóbica (el balazo al implorante travesti, ya arrodillado para una buena felación), denuncia sociopolítica (los protagonistas del mitin lambiscón tapan el micrófono para entrecruzar sojuzgamientos con sordas amenazas), satiriasis ultrajante (la violación desolladura a la hija del cohetero), explicitud copulatoria (con las piernas femeninas sobre los hombros, sodomización de la mujer contra el mármol del tocador), eutanasia filicida (el líder la consigue en el hospital para el hijo achicharrado por una bomba, a quien despide con un beso en la frente), corrupción generalizada (hasta el digno galeno acepta el cheque), drogadicción motivadora (cocaína con ansiosa naturalidad cotidiana, heroína para la soberbia puta delatora de callejón que interpreta una demolida Luz María Jerez y pastas para debilitar al poderoso traicionado), machismo campante (ese leitmotiv con strippers masculinos eyaculando champaña con rítmicos aspavientos obscenos), magia negra (operación en vivo al Güero para extirparle una víbora negra del abdomen), misoginia patológica en todo instante (“A veces la odio y a veces me da asco, una mujer debe dar más”), impotencia sexual (el depresivo líder es retacado de pastas por su rubia amantita para practicar la violencia genital e incita al asesinato en el cuarto contiguo), parricidio transferido (el Güero ametrallando a Morán, cuyo cuerpo se desploma desde lo alto contra la alberca), emasculación dolorosa (al Güero tras ser baleado apoteóticamente entre tráileres en la Central de Abastos), sorprendentes sucedáneos genitales (esa metida de consolador al poderoso impotente tras un mes sin coger para sacarlo tachonado de sangre, ese cunnilingus a Fabiola atada a una silla en mitad de la estancia en espera del cuchillo eléctrico envuelto para regalo que penetrará devastadoramente en su vagina), cumplimiento de fantasías erotanáticas (la pistola del Güero disparando de súbito, tras haberse abierto paso con dificultad por el fondillo de sus enemigos en los mingitorios), ojetez filosofable (“Nacos somos y nacos nos vamos a morir” / “No hay que tener compasión ni para uno mismo”), sadismo pormenorizado (alarde ritual del corte de la mano al abogado transa por el Güero en la bodega de abasto), abyecto elogio a la bisexualidad abyecta (el enardecido romance de Morán con el Güero como nuevo amor que no se atreve a decir su nombre), edipismo vertiginoso (el Güero gimoteando sobre un sillón sobre las piernas del espectro de su verdadero padre), profanación necrológica (las cenizas mortuorias con vino), y así sucesivamente, sólo por joder y con pleno conocimiento de causa. Únicamente faltaron el canibalismo y la coprofagia; ya será para la otra.
Tal parece que el autor total Cristian González, cuando fue efímero subdirector de autorizaciones de la Dirección General de Cinematografía (léase jefe de censura fílmica en 1989), hubiese elaborado una lista de escenas-tabú y planteamientos merecedores de prohibición, anatema o mutilación, según la obsoleta ley vigente en la materia, para luego incluir ilustraciones de todos esos planteamientos y escenas-tabú en su primera cinta abiertamente comercial, por oscura represalia, remordida mala conciencia, espíritu prepotente, voluntad de remover, implícita competencia con el satirizado cineasta shocking Steve Martin de Grand Canyon (Kasdan, 1992), mercadotecnia o desafío, lo mismo da, pero afortunadamente siempre a contrapelo de los escapismos del paraíso fílmico salinista. Más que el Imperio de los Malditos, el Impedido de los Malbichos, el regodeo de la negatividad, un rosario de ojeteces, un catálogo de provocaciones en cuya trampa ya nadie necesitó caer (“Es una película insolente y agresiva, que pretende hacer vibrar la psicología de los mexicanos y plantea un cuestionamiento sobre el poder y la sexualidad”: González, en declaraciones a Salvador Torres en Unomásuno, 26 de agosto de 1992). La cinta se exhibió sin mayor problema ni éxito, incluso con más rapidez de lo habitual, pero sin dejar de excitar alguna vergonzante reacción de moralina anónima, porque aquí “la acumulación de obsesiones enfermizas es profundamente desagradable” (guía Tiempo Libre, 27 agosto-2 septiembre de 1992), pues los excesos mórbidos del nuevo film noir sólo se aceptan en obras extranjeras.
Por más que la película alegue sin disculpas su índole comercial y jamás se aparte de un esquema hipercodificado del film noir que admite escasas innovaciones, se halla expresivamente a años luz de los antaño prohibibles subfilmes hiperviolentos de Damián Acosta (La venganza, de los punks, 1987); El violador infernal, 1988) y congéneres. En buena medida, gracias al ojo ya maduro del camarógrafo excuequense Juan Carlos Martín, ya responsable de las imágenes seudotarkovskianas de Polvo de Luz, así como de la fotografía fulgurante de Lili de Gerardo Lara (1988), evidencia cualidades nada desdeñables de ejercicio visual, atmósfera y sigilo.
Como ejercicio visual vendría a consumar toda la sofisticación altiva que nunca lograron la artificiosa retórica narco-cabaretero-revisteril del olvidado A fuego lento de Juan Ibáñez (1977), ni los lamentables thrillers oficialistas de Pelayo (Días difíciles, 1987; Morir en el golfo, 1989), y vendría a ser una respuesta conspicua, el equivalente salvaje de las sórdidas iluminaciones plasticistas del fotógrafo Stefan Czapsky en Última salida a Brooklyn (Eder, 1989) y Batman regresa (Burton, 1992), después de intoxicarse con las paradójicas oquedades barrocas del resnaisiano maestro Sacha Vierny de El cocinero, el ladrón, su esposa y su amante (Greenaway, 1989). El ejercicio visual estimula cierto delirio expresivo en frío.
La calidad de sus atmósferas se mueve en registros enrarecidos: atmósferas lentas para sucesos truculentos y terminales, atmósferas con ladrillos de cristal traspasados por la luz en techo y suelo, atmósferas agobiantes con profusión de distanciantes profundidades de campo, atmósferas inéditas y auténticas del fotogénico vientre de la Central de Abastos, atmósferas de antros sulfurosos, atmósferas de morgue hirviente y viviente, atmósferas nauseadas para seres nauseabundos y sicopáticos, atmósferas impuras y siniestras, atmósferas-recordatorios de un film noir (Demme, Verhoeven, Joanou, Burton) del que ya sólo queda un féretro de efectos amortajados y putrefactos.
El sigilo representa un lujo de la superestructura argumental, la elegancia de una inmerecida plusvalía estética, y se descubre ante todo en la violencia contrapuntística de las acciones paralelas que se asestan con una frecuencia casi maniática: sortilegios oscurantistas entre veladoras y relamidos sádicos, jalones del consolador con crema y embestidas del dragón del año nuevo chino, jadeos de drogado jetón impotente y agasajos eróticos de sus acompañantes en vela. El sigilo concede un tono onírico a los acontecimientos más atroces, sin que nada se desequilibre en la envoltura funeral del relato sleeper, ni se cimbre la depresión exasperada de este extraño film-objeto, en el que nadie gana nada a fin de cuentas.
Cuna de heroínas
Hay una trama principal en Comando marino de René Cardona III (1990), con protagonista más en colectivo, para mejor poner en relieve la vida cotidiana, el funcionamiento interno y las entrañables entrañas de nuestra máxima institución marítima. Pese a las iniciales reticencias del almirante Farel (Bruno Rey), el anciano director del plantel, preocupado por los profanadores riesgos que esa innovación podría significar (“Permitir mujeres aquí es un cambio que podría ser doloroso, una imborrable mancha en nuestra limpia trayectoria”), pero puesto a reflexionar por el veterano capitán emisario (Armando Silvestre), lleno de buenas razones patrióticas (“Recuerde que en esta nación la mujer ha jugado siempre un importante papel social y político, hemos tenido corregidora y gobernadoras”) y con una contundente razón neoliberal (“Es por órdenes superiores”), se forma el primer contingente femenino que será admitido en la H. Escuela Naval Militar de Veracruz, para recibir instrucción y entrenamiento como cualquier otro grupo de cadetes. Habrá damas brigadistas a la fuerza. La encargada de la difícil tarea será una madura capitana graduada en Annápolis (Susana Dosamantes), muy preparada por cierto, celosa de la férrea disciplina y la puntualidad, con duras frases de recibimiento para las jóvenes elegidas, a quienes se ha reunido en el laboratorio de armas (“Se acabó la pintura, las minifaldas, el perfume, el chicle, no podrán casarse hasta que terminen su instrucción militar y su carrera”), aunque también severa en ciertas exigencias feministas (“En este plantel, como en todas partes, la mujer merece respeto, ¡¿enterados?!”) ante los malhabituados cadetes (“Enterados, mi capitán”).
Pronto quedará demostrado que las mujeres cadetes, con vocación militar o sin ella, pueden exhibir disciplina, esfuerzo, condición física, dotes natatorias, puntería, aplicación en el programa de adoctrinamiento, entusiasmo, merecimiento de respeto, amor por la carrera de las armas, entereza, lealtad, coordinación, entrega, capacidad en los simulacros de zafarrancho de combate o abandono de embarcación, presencia de ánimo, don de mando y espíritu de sacrificio (uf). Casi se comportan igual que cualquier cadete varón, de esos que primero las veían como animales raros, que habían invadido por sorpresa su recinto; luego las han admirado como objetos del deseo, que les alborota el hormonal ligador (“Sólo sé que son unos cueros, voy a hacer que pongan mi cama junto a un par de rubias”), y finalmente las consideran compañeras dignas de apoyo, tanto en los ejercicios de escalamiento con reatas, o en el avance pecho a tierra bajo alambradas, como en las prácticas de tiro a descubierto contra blancos reglamentarios, o proporcionándoles Dramamines para los mareos con vomitona en altamar; colegas merecedoras de protección, al grado de ir a madrear en bola a un pelafustán montonero (Marco Antonio Sánchez el Diablo), quien vapuleó a tres de ellas dentro de un salón de fiestas, hasta que el tipo se arrastre ante el cadete galán Alberto (Cristian Crishan), quien lo derrota en buena lid. Prueba de las cualidades desplegadas por las chicas serán su desempeño en labores de auxilio a la más humilde población civil en un temporal (rescate de semiahogados en un río turbulento, rescate de niños en chozas incendiadas) y su desempeño en la ceremonia conmemorativa del 21 de abril, por lo que recibirán reconocimiento público, franquicia por toda una jornada y entrega de galones para las tres cadetes más destacadas: la solidaria enérgica Patricia (Laura Flores), la enamoradiza Silvia (Anaís de Melo) y la dulce Laura (Teddy Fillippini), quienes marchan con gran marcialidad a recibir sus cintas de mano de los altos oficiales en el patio de honor del colegio, para rabieta de la curvilínea rubia aguafiestas Martha (Lorena Herrera), quien todavía cree posible conseguir cualesquiera honores por favoritismo y por su chula cara de conejita descerebrada de Playboy, pero cuya insolencia se achicará en filas ante la recién ungida coacción de su compañera Patricia (“¡Cállese o la arresto!”). No obstante sus diferencias, todas las integrantes del contingente femenino llegarán a probar que pueden asumir incluso una conducta heroica, durante el fiero combate sostenido contra traficantes de armas, desde el guardacostas en que navegaban y donde la Capitana realizaba maniobras de pilotaje; combate en el que ofrendarán su vida varias de ellas, con lo cual se reforzará la decisión del alto mando en permitir el ingreso de mujeres a la Escuela Naval Militar.
Hay una subtrama, malintegrada y expuesta en escenas paralelas al corpus de la trama principal. Visto siempre al fondo de la estancia de su departamento, desde una celosía de acero y con el teléfono celular como prolongación de su brazo, el delincuente de torva carota Giorgio (Jorge Reynoso) comunica un buen día a su compinche homosexual favorito el Muñeca (José Manuel Fernández) que ha resuelto cambiar de giro, para crecer (“El narcotráfico ya está muy quemado, hay que ampliarnos, crear nuevos horizontes; a partir de hoy nos dedicaremos al armotráfico, mis contactos en Israel nos ayudarán, comunícate a Bolivia con el teniente Mendoza, vamos a empezar la operación”), importando poco lo abrupto del asunto y los riesgos que continuarán corriendo (“Si no hubiera sido así, yo seguiría arreando llamas en el Perú y tú seguirías de ‘trasvesti’ en Nueva York”). Acto seguido, se la pasan rondando juntos la playa y el criminal acaricia en la cara al Muñeca, pero se encabrona cuando éste devuelve el cariñito o si lo secunda en la ingestión de coñacs, delante de él, en horas de trabajo.
Ninguna duda cabe: el tal Giorgio es un marino frustrado de la Armada de México, y así se lo hace saber penosamente a su prisionero, el almirante con barbitas de chivo canoso Farel, después de haber acribillado a la esposa-sirvienta del uniformado y mientras lo tortura, clavándole una mano sobre la mesa con un puñal y cortándole a cuchillo pelón dos dedos, que avienta de inmediato al suelo, para obligarlo a confesar cuándo y dónde desembarcarán las nuevas armas que espera la Marina y que él ha prometido a sus clientes sudamericanos, a quienes trata a patadas telefónicas (“Recuerda que yo soy el único que te puedo derrocar”). Una vez obtenida la información mediante tormento (“Barco Lugano, Islas Caimán”), el sádico villanazo se muestra doblemente satisfecho, pues, según él, también ha demostrado al testarudo pero finalmente vencido almirante que se equivocó de profesión, a consecuencia de lo cual manda ultimarlo de inmediato por sus sicarios, con desprecio, sin miramientos y sin que nadie se dé jamás por enterado. Luego, en espera del cargamento clandestino, hace rodear la playa del desembarco (“Bienvenido a las grandes ligas”) con las minas explosivas que el Muñeca acaba de conseguir en oferta quién sabe dónde (“Todas las que quieras”). Sorprendidos con las manos en la masa por la fragata guardacostas GH-06, los armotraficantes presentan un temerario contraataque en varios frentes. En las arenas, con trincheras naturales, donde perecerá la cadete reacia Martha, desangrándose de una pierna y con un tiro en el pechugón que la hace escupir sangre, ante los intemperantes gritos de otra compañera. En las aguas cruzan raudos Giorgio y el Muñeca en una lancha motorizada, dando vueltas a lo loco a babor del buque ya a la deriva (dañado por el choque contra una mina), contestando con mortales ráfagas de metralleta los tiros bélicos de los infantes de marina y provocando bajas de algunos de ellos, incluyendo la muerte de la cadete canonizable Patricia, aún escupiendo fuego con su ametralladora desde una plataforma superior. En el espacio submarino, dos cadetes vueltas mujeres rana intentan desmontar una de las asesinas minas explosivas y salen volando en pedazos por los aires. Y en el aire, la aguerrida Laura lanza tiros desde un helicóptero militar, para hacer reventar por fin a la diezmadora parejita que formaban en su fuga Giorgio y el Muñeca. También ellos Murieron con los chalecos salvavidas puestos (Walsh, 1941), Juntos hasta la muerte (Walsh, 1949).
Limpios tilt downs para descubrir desde el cielo la gloriosa vida naval. Largos dollies laterales para describir el universo desde la placa fundacional del colegio, las mesas solitarias del refectorio, las camas de las cadetes que bromean mientras se levantan al alba, el cronométrico ritual de la comida colectiva. Escenas alternadas contrapunteando ceremonias pomposas de revista de armas en uniformes de gala con diez corbetas alineadas en el horizonte, banderas ondeando en buques adornados, orgullosas cabinas de mando con pieza de artillería en ristre, aviones que pasan rozando las avanzadas marítimas, helicópteros auroleando los mástiles orondos, racimos de marinos montados sobre las vergas horizontales en cruz o sujetando los grátiles de las velas. Grandiosa recapitulación final con el montaje paradigmático de todos los highlights del relato vueltos a admirar. Desde una perspectiva ideal, este enésimo largometraje del joven pero ya prolífico destajista de cine popular René Cardona III (Vacaciones de terror, 1988; Las borrachas, 1988; Nacidos para morir, 1990), filmado poco antes de acometer el imposible lanzamiento de Lucila Mariscal como estrella cómica (Dos locos en aprietos, 1990; Gata por liebre, 1990), constituiría un encomio a la H. Escuela Naval Militar, un gajo privilegiado del inexistente cine épico nacional, cuyas raíces se remontarían a la ingenua pero desatada elegía patriótica a los Niños Héroes de Chapultepec con Jorge Negrete en El cementerio de las águilas (Lezama, 1938).
Desde una perspectiva melcochonostálgica, este nuevo film del inefable guionista-productor asociado Jorge Barragán reclamaría su parentesco ascendente con la Cuna de héroes de John Ford babeando sobre los galones de los cadetes de West Point (1955), una Cuna de heroínas, y formaría un díptico con Cuna de valientes (Gilberto Martínez Solares, 1971), dedicado al H. Colegio Militar y escrito por el mismo Barragán, sólo que ahora el entrenador de novatos Tyrone Power ya no está interpretado por Gregorio Casal, sino por Susana Dosamantes; sólo que ahora el grupo de seis cadetes amigos se ha convertido en un conjunto insociable de seis mujeres cadetes; sólo que ahora ningún cadete abandona la carrera para cumplirle a su noviecita embarazada, sino que los cadetes enamorados Alberto y Silvia deciden volver juntos a la vida civil para casarse y testimoniar la grandeza de las sobrevivientes; sólo que ahora las exaltadas remembranzas del jubilable director del colegio Enrique Rambal (“Hay que aprender a ser hombres, a obedecer para luego mandar”) se han sustituido por un himno gigante y extraño que anuncia en la noche de la discriminación naval a las mujeres una aurora, con perdón del romántico Bécquer. Desde la perspectiva mercenaria, este tercer churrazo al hilo del productor semipirata J. David Agrasánchez y de Cardona III emprendiéndola juntos (luego de El mil hijos, 1989, y Atrapados por la droga, 1990) sería (y es) una babosa cinta de aventuras más, aunque sustituyendo al tema del narcotráfico (“que ya está muy quemado”) con un espectacular despliegue naval, asesorado por el técnico de la Armada, Alfredo Alexandres Santini, y gran letrero de agradecimiento a la Secretaría de Marina por las indispensables facilidades para filmar en sus instalaciones, buques y demás.
La historia de la prohibición de este insignificante bodrio viene a resultar tan bochornosa como el hecho anticonstitucional de su prohibición, acaso un inadmisible indicio de debilidad e incongruencia por parte de la Secretaría de Marina, la cual, después de haber auspiciado y asesorado el rodaje, dictó esa prohibición, mediante dos oficios dirigidos a la Secretaría de Gobernación. Uno del 13 de noviembre de 1990, en el que alegaba que “el film Ellas también son héroes o Mando marino denigraba a la institución, al tratarse la historia de seis mujeres cadetes y utilizar inadecuadamente uniformes, armas y buques”; y otro de julio de 1992, cuando la cinta, con nombre cambiado a Comando marino, ya había sido autorizada por la Dirección de Cinematografía el 19 de septiembre de 1991 (autorización 06172-B), había tenido hasta premier en la Cineteca Nacional, se exhibía en diversas plazas del país y empezaba a circular en video Provisa. El conflicto en ciernes entre los dos ministerios (Marina y Gobernación) se resolvió dando marcha atrás a la autorización, cesando a la jefa del Departamento de Supervisión Sara Murúa (quien había dictaminado con aprobación de sus superiores) y parando la exhibición de la cinta, así como la distribución del video (aunque no, por fortuna, sus copias piratas). Hasta el momento, no hay visos de que la película vuelva a circular normalmente.
Se impone otra lectura del film. Las mujeres aterrizando en la escuela naval ultrajan el honor machista de la institución. Los cadetes admirando el nalgódromo violan en tumulto la virginidad del heroico plantel. La abusiva cadete rubia que esclaviza por dinero a la cadete pobre Juanita (Patricia Álvarez) está haciendo una traslación de las jerarquías militares y poniendo de manifiesto la injusticia inherente de sus tradiciones más añejas. El Capitán vistagorda cachando a los cadetes besucones y la Capitana buenaonda participando en una coperacha prohibida para la cadete pobre, escupen leyes sagradas. El tumefacto almirante soltador de sopa, a quien insultan y zarandean a placer, traiciona al espíritu de cuerpo y demuestra tanta vulnerabilidad en el alto mando naval como la del primer mandatario de Intriga contra México (Pérez Gavilán, 1987). La totalidad de cadetes dando un paso al frente, para respaldar al madreador del pelafustán y evitar solidariamente su represión, atropella la disciplina canino-circense de los cadetes y significa una incitación a la indisciplina más subversiva. La oligocancioncita que se escucha mientras las cadetes hacen su primera práctica de abandonar buque en lanchas kayak, está en realidad llena de indirectas malévolas (“Trotamundos de la vida / rompecorazones profesional / ni siquiera con la luna tienes intimidad”). Y la desproporcionada guerrita del final humilla a las armas inútiles, en una larga pachanga-tiroteo que es rúbrica adecuada de una pachanga-película intolerable.