Kitabı oku: «La eficacia del cine mexicano», sayfa 8
Las bombas sexuales
Antes, las bombas sexuales del cine mexicano eran reales hembras. Bailando ritmos afrocubanos, enloquecían a los adultos. Surgían de la nocturnidad del cabaret de mala muerte y allí terminaban. Se llamaban Ninón Sevilla, Rosa Carmina, Tongolele, Lilia Prado. Eran verdaderos mitos populares y, como tales, materializaban perversiones absolutas, expresaban contenidos inconscientes de la libido de un pueblo, hacían avanzar nuestra historia de las relaciones eróticas. Estallaban con toda la carga de su sensualidad primitiva en melodramas sórdidos, en comedias de subgénero urbano o en surrealistas fantasías rurales.
Hoy las bombas sexuales del cine nacional son hembritas vaga y caóticamente aventadas. Canturreando rock, enloquecen a los jóvenes de su edad o encarnan metamorfosis del síndrome de Lolita. Surgen del aséptico mundo del espectáculo televisivo y hacia allí dirigen sus pasos. Se llaman Alejandra Guzmán, Gloria Trevi, Biby Gaytán. Son prefabricados mitos masivos y, como tales, materializan perversiones relativas, usufructúan contenidos inconscientes de la libido del consumo, retrogradan o estancan la historia de nuestras relaciones eróticas. Evitan al máximo el estallido de su sexualidad virulenta en comedias playeras o domestican el escándalo de las fantasías camineras.
Primo tempo: La hipoquinesis libertina
La hipoquinesis del Verano peligroso de René Cardona hijo (1990), concebida para catapultar al firmamento fílmico a la sexyestrellita televisiva Alejandra Guzmán, tiene el arranque libertino prometido. Hay que batirse en retirada de inmediato ante tanta resplandecencia natural, carnosa y simbólica. Como en desalentador anuncio turístico para promover algún corazón privilegiado del Nuevo Acapulco, la acalambrada cámara matinal del fotógrafo sin matices lumínicos Henner Hofmann siente horror ante la visión solar de la limpidez en la bellísima bahía, retrocede dando tumbos interiores, repta, recula hacia su propia insignificancia, se refugia en la estricta seguridad de una generosa suite con vista al mar, acaricia por pasillos y escaleras íntimas los respectos de una fina lencería nupcial para ambos sexos, dejada caer estratégicamente como una satinada y evocadora Vía Láctea, a sacudidas, en la antesala de la sensualidad diferida, largamente aguardada, mientras se escucha una entrometida balada roquera en incallable voz en off de Alejandra Guzmán con obviedad obviota (“Cuanto más te beso más te deseo”). Velo de novia y redondas arracadas sobre la mesa del balconcillo recibidor, medias y zapatillas blancas para seguir con creciente interés la pista del regadero, camisa con holanes del afortunado, chones de la afortunada sobre la escalera ascendente. Son los ecos voyeristas de la ideología erótica que desde entonces habrá de imperar y ya culmina en la regia alcoba, mostrando las extremidades desparramadas de una joven pareja bajo las sábanas de la cama king size. Piernón femenino con cínica / sígnica liga blanca y espalda desnuda hasta la noble división acostumbrada, por acá; fornido brazo masculino sujetando aún la champañera copa vacía y pies laxos, por allá; insinuaciones de pubis mensos y huellas de apenados penes penosos, por ambos bandos.
De repente, las figuras se animan y la recién casada Claudia (Alejandra Guzmán) se levanta, aún atontada, en inclemente sofoco, para prepararse un Alka-Seltzer con residuos de champaña. Pronto se dará cuenta de que ha amanecido con el padrino de bodas Luis (Omar Fierro), en vez de con su marido Mario Rosadón (Sebastián Ligarde), como sería lo indicado (“Ay, ¿y mi marido?”), y que el excluido no tardará en brotar como hongo dentro del soporífero escenario, mientras suena la canción-tema que desbordará cualquier sentido, con su forzada alegría estridente y asfixiará las más alocadas escenas comprometidas del film (“Verano peligroso, verano criminaaal”). Tabla de equivalencias, al cabo de treinta y cinco años que nada son para la espiral decreciente de la comedia ligera mexicana: el asombro que proferían los padres burguesones de Silvia Pinal (Óscar Ortiz de Pinedo y Sara García) ante el intimidado mecánico Pedro Infante (“¿Qué hace usted en mi cama y con mi hija?”), tras descomunal noche de peda rumbo al altar obligado en El inocente (Rogelio A. González, 1955), se transformará en el duelo verbal (“¿Por qué tardaste tanto?” / “¿Encima de todo me van a reclamar?”) que intercambian el supuesto victimario y las fingidas víctimas, tras corroborar los efectos desastrosos de la bebida (“que preparó el estúpido de tu marido”) y lamentar el destino (“que nos puso a uno encima del otro”).
Por diferentes razones, ninguno de los dos galanes querrá renunciar a la presa femenina y los tres personajes intentarán resolver de manera civilizada, o no tanto, el enredo, el triángulo involuntario, sin conseguirlo, durante los restantes noventa minutos, con peripecias cada vez más anodinas. La carne es triste, hélas, y la cruda sexalcohólica es infinita; prolonga sin término su desánimo, un desánimo que abarca y apresa a la trama en su conjunto. Con un infame guion del prolífico argumentista Fernando Galiana e inane dirección de un Cardona hijo, que son garantía para Televicine de éxitos prefabricados con nata en la sangre, la pirotecnia ha estallado en el arranque, y en adelante sólo se recordarán sus pálidos resplandores, con rancio olor a pólvora quemada. Pese a su primera situación libertina, fassbinderiana, este enésimo largometraje del prolífico René Cardona hijo (La Martina, 1971; Estos locos, locos, locos, estudiantes, 1984; Sabor a mí, 1988; Pero sigo siendo el rey, 1988) semeja una boqueante y desvencijada cruda curada a base de coca-colazos, pero con pretensiones de introducción a la comedia. La comedia rosa, seudolibertina y juvenil ha renacido vieja, decrépita, cayéndose a pedazos, a causa de la hipostasiada e hipotecada hipocresía hipoquinética del cine familiar, siempre con miedo a mandarse, o mandándose apenas, bajo caducas formas de autocensura.
La hipoquinesis de Verano peligroso glorifica y se centra en las cabriolas de una monita inquieta. En secuencia irrepetible e irreemplazable, nuestra triangulada Claudia se cansa de estar bipartida (aunque jamás compartida) entre dos galanes tarugos, se calza dos vaporosas minifalditas de saltimbanqui y se planta una pechera blanca encima del brasier negro. Así se convierte en la juvenil estrella instantánea Alejandra Guzmán, con la dulzona pachorra tan cincuentas de papá Enrique Guzmán y el detonador carisma extraviado de mamá Silvia Pinal. Se va de reve, sola, a una disco, y se revienta una de las rolas más gratuitas de que tenga memoria una comedia mexicana no musical: la recreación del arcaico rock La plaga. Aunque despierta un poco de su modorra, la cámara letárgica no se da abasto; inventa seguimientos laterales, se sobresalta de aflicción sorprendida, se enchueca un par de veces para despistar y engrandece a la súbita vedette desde una minusvalía de gusano. He ahí a la Plaga rediviva y nostálgica, por fin en persona; es la vitalidad exuberante, es una monita inquieta que está muy caliente, es la chava chabocha del narcisismo sublimado, es un fogoso e impresionante bombón autopublicitario (“A que no puedes comer sólo uno”), es un bello animalito nacido para la imagen, es la carne completa en el asador del espectáculo, es una cochinadita desatada en irresistible ascensión, es una chica fenómeno romperrécords en venta de discos y rompetaquillas de cine (46 000 dólares en su primer día sólo en Ciudad de México), es una lucidora encantadora e incontrolable que se eleva a mito viviente del top-shirt negro, es la disonante Madonna subdesarrollada que merecidamente aguardabas esperanzado, es el atractivo amenazante que se ostenta no apto para sátiros cardiacos (“Ten cuidado con el corazón juajuá”) Es el explosivo temperamento femenino en un país ahistórico, donde las mujeres todavía esconden su temperamento y abortan todas las leyes para el aborto, es la Plaga anacronizante e inagotable, es una fiebre hiperquinética en una película hipoquinética, si las hay.
Golpeteante contoneo de insatisfechas insinuaciones sensuales, insaciable muñeca de brincoteos desarticulantes, rebotante vertedero de redondeces incipientes, chamaca de esbelto cuello y piernas cortas bien torneadas, peinado filoso a la Louise Brooks vuelto cliché, figura inasible que tiene algo de la ardilla y el potro, Alejandra se menea y hace como que canta su playback, se menea en turbulencias posaeróbicas, se alborota la cabellera, arremete entre las mesas hacia la pista estroboscópica, se instala como reina del lugar y desafía la ley de la gravedad mucho más que sus canciones. Se cachondea sola, se abanica el coñín con la faldita y rubrica dos veces su número, cayendo con el compás abierto y la cabeza desafiantemente gozadora hacia atrás, pero dándose el lujo de mesar, un poco más, sus cabellos agitados.
Luego, irremediablemente, pierde la ávida forma móvil y centellante que constituye su brillo y su placer, se despoja de su vestimenta llamativa, renuncia a la agudeza de su coquetería, recupera la desglamurizante voz de pito para hablar y vuelve a asumirse como popular intérprete de su debut cinematográfico supuestamente audaz. Retorna a su idiota papel desmembrado de Claudia, se sumerge de nuevo en las vicisitudes de la comedieta descerebrada. Allí no le quedará de otra que volver a sentirse víctima, adoptar desplantes de semivirgen (“No me tientes otra vez”), lanzar parrafadas que hieden a feminismo trasnochado (“No soy mercancía, yo también cuento, tengo opinión, ¿o qué?”), enseñar nalguita pensante tras la puerta de la regadera en acrílico amarillo, dar un pellizco por debajo de la mesa al veleidoso padrino Luis, quien se entretenía bobeando el culón de una bikina rubia, deshojar los claveles de la indecisión para elegir entre sus tres galanes (“El uno, el otro y el otro”) aun antes de que un cuarto en discordia llamado Lisandro Galante (el cantante Antonio) entre a escena, rechazar flores e invitaciones de reconciliación, engullir desde el desayuno langostas thermidor como alimento-fetiche y alimento-alter ego, guardar las apariencias de armonía conyugal ante sus progenitores llegados de improviso (Lucha Moreno y José Luis Yáber), relajarse desnuda en un jacuzzi privado pero retacado de espuma, dejarse izar en vilo con besito por el pasajeramente gañón Luis tras una cursilísima cortina acuosa de alberquita, jugar tediosamente con la idea de un embarazo de cara a los rivales por ella, acostarse castamente en medio de los dos testarudos enfurruñados (“No soy tan moderna como para dormir con mi marido y mi amante”) y desembarcar en el gag de su arribo en limusina blanca a sus nuevas bodas, con Lisandro, ya preñadísima, a punto de estallar.
La hipoquinesis de Verano peligroso reclama los lineamientos de la comedia ñoña. Así como Televisa con sus dotes de ocultamiento procuró proteger y blanquear la imagen de su actriz detenida en la frontera estadunidense por tenencia de enervantes (El Sol de México, agosto de 1990), prefiriendo divulgar la imagen de la caprichosa chiquilla incumplidora de contratos pronto inocultable madre accidental, así opta por desperdiciar los potenciales transgresores de la Guzmán y la refunde en una comedia para niños ancianos. La imagen viva de la hiperquinesis se disuelve y nulifica en la ficción más lerda. El secreto de las películas a imagen y semejanza de sus idolatradas estrellas aún no se revela al director Cardona hijo, ni al sangroncísimo y baratón antediluviano Fernando Galiana (de La muerte enamorada, Ernesto Cortázar, 1950, a Fiebre de amor, Cardona hijo, 1985), quien fuera uno de los fundadores (junto con Janet Alcoriza y Fernández Unsáin) de la comedia ñoña de los sesentas, llevando como emblema a la exnovia de la juventud Angélica María, antes de que pretendiera recuperarla como mito roquero José Agustín (desde Cinco de chocolate y uno de fresa de Velo, 1967).
Inflexible axioma: lo único peor a una vieja comedia ñoña es una nueva comedia ñoña. Con la mayor simpleza, las pródigas carnes de Rosa María Vázquez y de Jorge Rivero han sido sustituidas por los sugerentes escorzos pudendos de Alejandra Guzmán y las bofas boludeces pornosuave de Omar Fierro. También la comedia rosa sosa se descompone y engendra inveteradas sombras sucedáneas. Verano peligroso da la impresión de ya vista, filmada diez veces antes, con mayor fortuna expresiva. Para no ir muy lejos, semeja una mixtura de varias comedias bobaliconas de Angélica María, un apareamiento de Perdóname mi vida (Miguel M. Delgado, 1964), escrita por Janet Alcoriza, con Sólo para ti (Cisneros, 1966), escrita por el mismo inefable Galiana.
En Perdóname mi vida, la heredera fabulosa Angélica María descubría, durante su luna de miel acapulqueña, una supuesta infidelidad de su marido Alberto Vázquez y se dedicaba a coquetear con el vaselinoso ligador árabe Mauricio Garcés, pero la joven pareja recién casada debía guardar las apariencias ante los papas de la chica, hasta que el gerente del hotel, Raúl Astor, se encabronaba y los malentendidos se disolvían. En Sólo para ti, la tímida decoradora de interiores Angélica María, quien se psicoanalizaba con el doctor Mauricio Garcés, viajaba por tres ciudades de la república para oscilar sentimentalmente entre otros tantos galanes juveniles (Fernando Luján, Jorge Russek y Julián Pastor), hasta que los rechazaba a todos y acababa casándose con su propio psiquiatra. En Verano peligroso, la heredera fabulosa de 748 camiones Alejandra Guzmán descubre, durante su luna de miel acapulqueña, que va a oscilar sentimentalmente entre su marido (interesado, psiquiatra para más señas coincidentes) y el padrino de boda que pasó con ella la primera noche nupcial, pero la joven pareja recién casada debe guardar las apariencias ante los papas de la chica, como si fueran los maricones mustios de La jaula de las locas (Molinaro, 1979), hasta que el gerente del hotel Paco (Paco) deja de encabronarse y la muchacha logra renunciar a sus galanes juveniles para casarse con un tercero, sacado de la manga.
Si hubo algo fresco e ingenuamente obsceno en la TV comercial mexicana para marcar el inicio de los noventas fue, sin duda, el intempestivo personaje de Alejandra Guzmán superestrella (al lado de la regiomontana Gloria Trevi); pero en la pantalla grande, sus admiradores sólo tendrán derecho a verla inmiscuida en babosos líos hipoquinéticos y recitando diálogos que parecen concebidos por dinosaurios escleróticos, como para dramatizar la vida erótica de Érika Vexler, al estilo de las divas de El Hábito. Si la comedia ñoña de la nueva clase media de los sesentas respondía a los impacientes ardores de un México arribista aún provinciano, pero con pretensiones cosmopolitas, que haría cualquier cosa por simularse metrópoli, la comedia ñoña sin brío de los noventas ¿sigue respondiendo a las mismas motivaciones?
La hipoquinesis del Verano peligroso confía en la infalibilidad de los galanes babas. El paralelismo entre la eficacia masiva de la comedia babalicona de ayer y la de hoy podría ir más lejos. En Sólo para ti contendían por la novia juvenil cuatro galanes caricaturescos, más bien repelentes con aspiraciones de outsiders: el psiquiatra paternalista Mauricio Garcés, quien quería curar de sus complejos a la muchacha haciéndola feminizarse con sólo conminarla a quitarse sus lentes de miope; el precoz científico Julián Pastor, quien nada sabía de amor; el jipioso pintor socialistoide Fernando Luján, con verborrea “existencialista” que lanzaba la corriente “superpitagórica” en las artes plásticas antes de proponer matrimonio ante el monumento al Pipila, y el iracundo taxista acomplejado Jorge Russek, quien sólo vivía para pagar deudas familiares. En Verano peligroso, al grito de fuera ruleteros toscotes y demás pobretones, contienden por la novia juvenil tres galanes caricaturescos más bien repelentes con aspiraciones de yuppies al estilo Richard Gere en Mujer bonita (Garry Marshall, 1990): el psiquiatra retorcido Ligarde, quien se la pasa en perpetuo duelo verbal lanzando a todo cristo acusaciones de complejos inventados por él (complejo de defensa, complejo de agradecimiento, complejo de exhibicionismo y complejo de nuevo rico) e intentando eliminar mortal mente a su rival (mediante veneno, rifle o bomba en el motor del jeep) aunque todo se le revierta; el júnior mantenido Fierro, quien obsequia flores rojas a su amada antes de intentar ligarse en el bar a una noruega de verba minimalista (“Ya, ya” / “Ya, yaa”) y quiere humillar a su amigo rival, pagándole a la heroína atuendos de playa en la tienda como si fuera Julia Roberts cualquiera, y el actor telenovelero Antonio, quien tumba mujeres derretidas y consigue citas nocturnas con sólo revelar quién es. Caras vemos, ideales de fatuidad masculina no sabemos. Las ambiciones up to date de la comedia ñoña pasan, pero las ridículas tipologías de los galanes babas permanecen. Son tipos que significan, erigen valores increíbles e implantan otras bases para la ideología del prestigio, sin raíces mitológicas, anteriores al mundo de logos en el consumo de glamur viril.
La hipoquinesis de Verano peligroso absorbe y se expande en la gracejada en vacaciones. Cualquier bueno o mediocre oficio de realización debe negarse, en beneficio de un acabado modelo Televicine: que el film parezca dirigido a la velocidad estándar de un programa de TV, con acabado de vómito apresurado. Éxito sobre seguro, no hay apuesta ni riesgo, todo apesta. Obligada a dar el metraje reglamentario, Verano peligroso termina disfrazándose como subproducto de La risa en vacaciones 1-3 (Cardona hijo, 1989 / 1991). Ahí están los cómicos semianónimos para invadir la trama y sabotearla: el gerente Paco, el detective Pablo y el administrador marica Pedro, provistos de walkie-talkies, con botes de pintura regable desde las alturas y parafernalia de Rambo, diseminando atroces gags de torpeza y gags capulinescos de azotones en la alberca. Ahí está el nalgódromo de chicas buenonas desfilando por la pantalla como signo de puntuación ad nauseam, antes, después y en el transcurso de cada escena. Ahí están los errores garrafales de continuidad valemadrista cien veces repetidos, como Alejandra saliendo de la suite con bikini de bolitas y regresando con minifalda al final de la secuencia. El nervioso Ligarde echa mostaza a sus hot-cakes, telefonea por auxilio al hospital a cada atentado fallido, se estrella con Fierro en el jeep sin dirección ni frenos, y ambos acaban como falsos angelitos descendiendo hacia el averno (“Las nubes suben, nosotros estamos bajando, ¡qué desgracia tan desgraciada!”). En efecto, para las patéticas gracejadas hipoquinéticas, la diferencia entre el paraíso terrenal y la pesadilla eternizada es mero asunto de elevador intangible.
Secondo tempo: Los berrinches prendidazos
Más que una ficción articulada, Pelo suelto de Pedro Galindo III (1991) semeja una colección de berrinches. Primero está el berrinche de los prendidones escénicos, y será una Cámara Borracha como la del imevisionudo programa telecómico La caravana, la que se encargue de rastrear los modestos orígenes faranduleros de la estrella instantánea Gloria Trevi, su neodiva semejante, su hiperbólica hermana. Por ello, en pleno desequilibrio visual con infraexistencia propia de film-borrador en directo, esa cámara ebria ya está reptando en la arena regada por el piso de un abigarrado bar caminero con billares, boquea, medio enfoca, temblequea, salta de imagen expectante en imagen coruscante de espectadores sonrientes y, como en poema erótico de Paz, se curva, avanza, retrocede, da un rodeo y llega siempre, aunque un poco maltrecha y pavorosamente abrupta: sobre el escenario improvisado de la banda de Los Mocos (bajo, sintes, guitarra), o circulando entre los huecos del auditorio, gracias a su micrófono de cachete, Gloria ha sido capturada, a la altura de sus circunstancias, en plena actuación introductoria y, en el límite de su mandadez / desfachatez / cachondez / buenez / cuerez permitida, está lanzando, cual frenética agresión rompedecibeles, a los cuatro vientos heavymetaleros, su enronquecido hilillo de voz, como remedo sublime de Pato Donald o pito desaforado; hace la finta de quitarse la chamarrona de redundante cuero (“Diablo, quiero mi libertad”), esgrime a grandes zancadas braveras los colorines jaspeados de su malla total con más hoyancos que licra blanca en el piernón, da tremendos saltos de canguro espasmódico, agita pelos sobre pelos esponjados y manotea cual brontosaurio acalambrado que quisiera espantarse algún imaginario cordón umbilical. De repente, sin preparación y de la manera más gratuita, como lejano subproducto cabaretero de El diablo y la dama (Zúñiga, 1983), Gloria la melenuda pirotécnica se abalanza sobre un gordo bigotón de cachucha, lo acorrala, le retuerce las guías del mostacho, le desnuda las lonjas del torso ya botijón, lo derriba sobre una mesa de billar, y la gandallita, más berrinchuda que vengativa a lo Isela Vega, se agasaja despojando de todo-lo-demás al pobre tipo, en discreta elipsis que nada muestra más allá del semiencuere apto para niños y adultos, ante el lelo regocijo premórbido de los circunstantes.
Luego está el berrinche de los arrebatos acústicos. Los cinco restantes números musicales jamás competirían, en desmotivación entusiasta, con la canción del arranque, conformándose con oscilar, más bien, entre el videoclip indigente, la ilustración en off y la rutinaria puesta en escena siempredominguera. Uno: encaramada sobre el techo del cámper que funge como su solitario hogar sucedáneo, y ostentando una playera negra con estampado de conejito, Gloria se revienta cierta canción ardida contra un enamorado que la botó (“No puedo estar con él / ni quiero estar sin él”) y avienta rabiosa sillas metálicas amarillas desde su cielo, dizque para entrenar al subMemín Pinguín que ha recogido, pero que no la está viendo actuar, por lo que, al finalizar la melodía, la atribulada cámara de Xavier Cruz mejor termina enfocando a un perico, testigo ideal de tanto desplante. Dos: viajando rumbo a México en motocicleta, con niño y loro dentro del sidecar a regañadientes, Gloria maneja haciendo muecas y frunce trompa en la carretera, mientras en la banda sonora se desata una canción acompañante, cual tranquila tormenta subjetiva (“Ya no puedo más”), lo que permite a la traviesa conductora irse acicalando el monumental copete y tirarse burlona a los pies de un patrullero que la ha obligado a detenerse, antes de seguir su ruta, tan campante (“A ver quién me alcanza”), sin mover siquiera los labios en seguimiento del playback huerfanito. Tres: supuestamente impulsada por el hambre de su entenadito en Acapulco, Gloria se arroja en hot pants al arroyo de la Avenida Costera, detiene el tránsito con sus minimizados contoneos y entona gesticulante una de sus composiciones de mayor éxito (“Doctor Psiquiatra / ya no me diga tonterías”), demostrando su condición de locochona revoltosa, mediante conductas tan irrefutables como treparse arriba de los automóviles, solicitar coperacha a los choferes de ventanilla en ventanilla, admirarse cuando alguien le obsequia un billete de 100 000 y continuar el limosneo a bordo de un autobús cuyos pasajeros, como todo mundo en el happening prefabricado, están botados de risa; la secuencia, que teóricamente podría tener alguna gracia espontánea (“Quiero vivir mi propia vida”), se bifurca y naufraga a causa de un inoportuno montaje alternado, en el que subliminalmente aparece Gloria con el chiquillo haciendo convencional turismo mamón en Aca ¿ves?, imitando la pose pionera de La Diana Cazadora (Davison, 1956) junto a la estatua playera, paseando retozona por la arena, echándose tímidos clavados desde una cascadita artificial tipo Lucerito en Fiebre de amor (Cardona hijo, 1985), desensualizándose al mostrarse en diminuto bañador de hilo dental, ingiriendo tiradota rojas bebidas en copa para fodongos y regodeándose ante fotofijas que la eternizan en trance de chuparse un dedo, a modo de contundente desmentido freudiano. Cuatro: debutando como plato fuerte en una convención de disqueras dentro de lujoso centro vacacional, Gloria se luce a lo grande, manoseándose al cantar, la curva del vientre apenas insinuada, los redondos senos encubiertos, las poderosas caderas y el pubis (“Agárrate, para que te sientas bien”), a golpe de melenazos, aretazos, contorsionazos, culazos y collazos, hasta cortar triunfalmente el aliento en una fugaz sujeción de tanga con ambas manos, a manera de ofertorio cumplido. Y cinco: encumbrada al fin por el ansiado estrellato, Gloria se agiganta en un concierto al aire libre con humitos, se desplaza a sus anchas por el entarimado, entre los aparatosos equipos de sonido, y rubrica su victoriosa subordinación a la trama exigua, colocándose un instante por encima de ella, con la interpretación del esperado tema musical que da nombre a la cinta (“Y voy y voy y voy y voy y voy y voy, voy a traer el pelo suelto”), especie de apoteosis saltarina y machacante que la chava acomete en forma ritual, como si fuera Kevin Costner danzando con lobos en torno a una hoguera invisible, como si la sola invocación de su cabellera suelta hiciese de esta “rebelde casera” (Víctor Roura en Despegue, julio de 1991) una fatídica descendiente de la Medusa, con el espíritu lúdico de la Abuela de Los locos Addams (Sonnenfeld, 1991), para derrotar en su propio terreno carismáticocapilar a Tina Turner. Pero, trátese del berrinche añorante (en el cámper), del berrinche inmostrable (en la carretera), del berrinche arrebatado (en la costera), del berrinche lubricoso (en la convención) o del berrinche exhibicionista (en el concierto), nadie ha salido del berrinche acústico.
En tercer lugar aparece el berrinche de histerietas increíbles. Acaso esperado con igual detumecencia prematura tanto por teleconsumidores ingenuos como por esnobs coyoacanenses y posroqueros erotómanos, el decepcionante debut fílmico de Gloria Trevi la muestra como mera hipótesis chabacana, un simulacro de chava alivianada, más bien reprimidona, cual si se quisiera dar la razón a sus más feroces detractores juveniles: “Gloria es, más bien, una versión prelúdica del juego, una Alicia que no salta al espejo: ni se alucina, ni nos alucina. Es una promotora del relajo ordenado, del desmadre como un episodio más de la sociedad disciplinaria. Cuando más, es una fresogruesa: aquella que desde la fresez (estatus de hecho o grupo de pertenencia) aspira a la gruesez (estatus presunto o grupo de referencia). Es el fracaso de lo iconoclasta” (artículo “¡A mí me pasa rolar de pubis suelto!” de Abelardo Gómez Sánchez, en Generación, agosto de 1991). La película nunca agarra la onda, ni se sitúa en ningún contexto real. Análogamente alejada tanto del personaje de los calenturientos shows modositamente escandalosos, como de la deslumbrante modelo de calendario 1992 ya objeto de culto masivo, la materia prima fílmica parece haberse elaborado con base en la egolatría mongoloide que campea en la revista de historietas / histerietas Gloria Trevi: las increíbles, insólitas e inverosímiles aventuras, para regocijo infantilista de la propia ídola, quien seleccionó el guion a rodarse entre decenas de propuestas, porque algunas la presentaban como ninfómana que se había tirado a veinte tipos antes de finalizar el primer rollo, y otras de seguro la desbordaban, como El peso del sol de Maryse Sistach. ¿Qué esperaban? Fuera del mundo, aunque vagamente, la trama describe algunos pormenores biográficos del surgimiento de la estrella, sus orígenes regionales medio bravos en el bar La Casa del Rock, cual si se tratara del Noa Noa de Juanga (véase El Noa Noa de Gonzalo Martínez, 1979), y en determinados momentos la criaturota evoca algún funesto amorío muy sobado o telefonea a su mamá (que le cuelga), para afirmar llorosa su autonomía (“No es que no los quiera, pero no voy a ser lo que ustedes dicen”). A medio camino entre Escápate conmigo (Cardona hijo, 1988) y El caballito volador de Joskowicz, 1982), el tarado guion de Pedro Galindo III, Santiago Galindo y Ramón Obón sigue lineamientos arcaicos, que datarían del primitivo cine danés: fuera del mundo, en el mundo del espectáculo y las descabelladas aventuras folletinescas. Protegida paternalistamente por el ventrudo patrón canoso Max (Jorge Patiño), la regiomontana aspirante a estrella Gloria (Gloria Trevi) compone, canta y baila en el bar caminero, atiende la bomba de gasolina y rescata al niño del hospicio Ricky (Enrique Legarreta) al que persiguen los robachicos de opereta Zach (Sergio Jiménez), con parche de falso tuerto más capa esclavina del payasito poeta Juan José Arreola, y el oscuro Escorpión (Nicolás Jasso), para recuperar el diskette de computadora que el pequeño escondió en su gorra. Luego, la chica viaja a la capital para “hacerla” en la disquera GAT, situada en el edificio Diamante, pero pateando en la carretera a su histérico dueño / gerente en desgracia don Gustavo (Humberto Zurita, en el papel de Meche Carreño en Andante), quien pronto se prendará de su carisma y la recibirá en Acapulco con el estrado listo para su lanzamiento secundándola después en la derrota a tiros y trompadas de los malosos, al fin capturados en una trampa bajo el suelo (“Querías el diskette, pues ahí te vas quedar por zoquete”“). El espectador deseoso hace berrinche tras berrinche, al ver hundirse en sus berrinchudas proezas aventureras a ese lerdo injerto de Superniña y Batichica.
En cuarto término está el berrinche de las norteñas broncudas. Dirigida por el prolífico churrero Pedro Galindo III, quien en últimas fechas ha renunciado a la hiperviolencia de sus primeras cintas (La muerte del chacal, 1983; Siete en la mira, 1984; Ráfaga de plomo, 1985) sólo para precipitar aún más su torpeza en híbridos genéricos (Pánico en la montaña, 1988; Vacaciones de terror 2: cumpleaños diabólico, 1990), nuestra heroína se deshace en incongruencias de carácter (antes se decía “fálico”). Creyendo prodigarse en alardes de simpatía rebeldona, Gloria se llena de guiños cómplices y raros dengues. Gloria ingenuota promete nunca ser mamona ante los desdenes de la estrella güerota Gretta (Patricia Álvarez), pero se muestra tan servil con ella que hasta la baña de gasolina. Gloria fetichista abraza cual mascota a su machina de servicio en la gasolinera, pero se dice víctima de la explotación. Gloria alborotada perpetua despierta ejercitando primero un ojo, luego el otro y rayonea el póster de la odiosa, pero se desvive hasta por el azotón de un perico. Gloria ciclotímica llega tarde al trabajo, pero madrea a su patrón Max porque la rebaja por ser mujer. Gloria chaplinesca deja escapar niños destinados a experimentos de ingeniería genética y adopta al imbañable Ricky, pero se desdice y se traiciona cien veces, a la hora de llevárselo consigo. Gloria temeraria rocía con extinguidor al portero del edificio Diamante y suena falsas alarmas para penetrar en las oficinas de la disquera, pero se muestra zalamerísima con cierto anciano, a quien toma por el gerente (Regino Herrera) y que resulta ser un pobre intendente muy generoso, dando tips. Gloria talentosa natural se sorprende con su propia fama instantánea, pero se la restriega ominosa a su competidora. Gloria insinuante se siente atraída por tieso galán, pero se pierde en la arena, agitando el telegrama que garantiza su celebridad. Son los contrasentidos de las norteñas broncudas, reducidos a nivel de berrinche de una infeliz babas incontrolable.