Kitabı oku: «La eficacia del cine mexicano», sayfa 7

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La picardía mojigata

Aunque parezca mentira, La chica del alacrán (El trasero de oro) de Víctor Manuel Güero Castro (1990) está llena de miramientos escrupulosos.

Antes las tramas picantes podían ocurrir en la sintética espacialidad / especialidad de Tejeringo el Chico (como La corneta de mi general de Castro, 1988), ahora la acción seudopícara sucede en Tingüindín, Michoacán, que incluye amplias avenidas del sureste de Ciudad de México, aparadores del centro, la entrada de un pomadoso club nocturno con valet parking, improbables vecindades y teléfonos públicos, aparte del más destartalado pueblito westernista (“La vieja hacienda”) de nuestros estudios de cine venidos a menos. Pero esa esquizofrénica dispersión especial siempre intenta conservar su recato, aun dentro de la rapidez valemadrista y la inverosimilitud fársica, para que el encanecido curita rural Dionisio el Chicuil (Rafael Inclán) extienda las manos al cielo agradeciendo la milagrosa obtención de una motoneta vespa roja (“Gracias por tu licencia para conseguir el enganche de este vehículo”), la bendiga en elipsis, se levante la sotana al treparse, encarame a un obeso acólito baquetón en el asiento trasero, parta raudo haciendo rugir su motor por la vía pública, circule agarrado de un camión al que esboza un ademán de gratitud, conduzca sin manos, trace eses sobre el pavimento cual acróbata del escuadrón motorizado de A.T.M. (Ismael Rodríguez, 1951), se angustie confesando en voz alta que no sabe parar, saque temerariamente la mano para dar vuelta, y por fin desembarque en el burdel de una unidad habitacional que de inmediato inaugura con generosas salpicadas de agua bendita (“Atrás del listón que estoy trabajando”). Pero la respetuosa reticencia puede más que la irreverencia sacrílega y, a última hora, el chocarrero eclesiástico de caricatura viviente descubre el temerario engaño y se niega a bendecir ese limitado lugar non sancto, llamando a las cosas por su injurioso nombre (“Éste es un reventón y ustedes son unas reventadas”), pese a los descarados ruegos de la madrota viuda negra (“Como a Magdalena, la que sacaron de chambear”) y al terrible adjetivo altisonante que le adjudica el guardián de las suripantas modosamente gesticuladoras (“¡¡Iconoclasta!!”).

En otra parte, el quincuagenario jefe mañoso de traje blanco Rivas (Armando Silvestre, trocando papeles con el Fernando Casanova de El secuestro de un policía) comunica a su despechugada socia Deborah (Ivonne Govea) y a sus esbirros, a quienes amenaza con una espadita-cortapapel o los regaña por malhablados (“Tan guaguarosos” / “¡Las arañas!” / etcétera), que el conde de Benavente y Samaniego ha muerto, heredando su fortuna de un millón de dólares a instituciones benéficas, pero sólo en caso de no aparecer la hijita del conde que ellos secuestraron hace veinte años (“Cuando éramos faltos de experiencia, nos asustamos y retiramos del negocio”). Como la muchacha todavía vive, se llama Coty (Lorena Herrera), continúa arrimada en casa de su madrina aún buenona (Rebeca Silva), es una rubia despampanante aunque babas (“Algo en su manera de ser le viene de sus antepasados”) y sólo desea casarse con el pelangoche acomodador de carros cabareteros Rafa (Roberto Flaco Guzmán), los gánsters están dispuestos a facilitar a los novios los 11 000 000 que necesitan para el casorio, esperando esquilmar en su debido tiempo, apenas haya recibido el monto de la herencia, a la chica, sólo identificable por una cicatriz en forma de alacrán que, quién sabe por qué, desde los tres años lleva en “los glúteos”.

Incluso después del matrimonio, el celoso marido machazo ignorará la seña particular que identifica a su valiosa mujercita y, tras enterarse tanto de la existencia de la cicatriz como del tesoro cuya sobrellave protectora significa, se opondrá terminantemente a que enseñe a nadie su “Alacrancito”. Ni al notario, ni a los magistrados, ni a los representantes de la realeza española y de las instituciones benéficas, en un absurdo rasgo de pudibundería que contagia, inunda, aboga y arrastra a la película en su conjunto y en cada episodio. Recato santurrón, regaño a los malhablados, gánsters bienhechores y casamenteros, alto clero venal y alcahuete, curas buenaonda como el decisivo Chicuil del principio, mojigatería; sólo miramientos escrupulosos. Increíble pero cierto: se trata de la primera producción en los años noventas del licenciado Francisco Cavazos (guionista) y de Víctor Manuel Güero Castro (director), la prolífica / superexitosa / prototípica mancuerna de las más salaces y soeces comedias populares de los ochentas mexicanos: La pulquería (1980), La pulquería II (1981), Sexo contra sexo (1981), Las perfumadas (1983), Perico el de los Palotes (1984), El Mofles y los mecánicos (1985), Un macho en el salón de belleza (1987), El rey de las ficheras (1988), y así hasta completar una treintena exacta de filmes de humor barbaján, esa mezcla detonante de lo obsceno y lo soez. ¿Qué ha pasado aquí?

Los caminos de los relevos genéricos son inescrutables. En el principio fueron la pasarela de carnes femeninas cual ganado y la feria del silicón del género de ficheras, el cine lopezportillista por excelencia; luego irrumpió la nueva generación de cómicos léperos en la “comedia de albures con nalguita”, el cine delamadridista por antonomasia. Ahora, en pleno salinismo, sólo quedan los restos de ambos géneros, las últimas secuelas fatigadas que truenan en la cartelera a la primera o segunda semana El pichichi del barrio / Futbol de alcoba 2 de Javier Durán, 1989; Dos camioneros con suerte de Castro, 1989; Un macho en la casa de citas / Un macho en el hotel de Rojas, 1990), negándose a desaparecer por completo y dando sus últimas boqueadas, polarizándose entre el delirio terminal (Los hojalateros del mismo Castro, 1990) y esta amable mojigatería pícara (La chica del alacrán), con libre expansión de su calidad (baja, aunque infinitesimalmente superior), su atingencia (resobada, anacrónica, oportunista) y su gracia (hipotética, intermitente, desatada).

Después de la desescalada de los excesos sexocómicos (Tres lancheros muy picudos de Adolfo Martínez Solares, 1988) y de la colateral gestación en su interior de un principio de neorrealismo tardío / degenerado (Me lleva el tren de Nieto, 1990), sólo faltaba la puntilla puritana, el triunfo de la reinhibición y lo indirecto. Sólo faltaba la retracción que representa La chica del alacrán, cuyo subtítulo, pronto sustituido: El trasero de oro, resulta paradójicamente tan duro y genital como los títulos de otros ejemplares retardados del género, tipo Las paradas de los choferes de Ángel Rodríguez (1989), El semental (de Palo Alto) de Villaseñor Kuri (1988) o El Chile de Crevenna (1989), estas dos últimas con el simpático gordito leperazo Charly Valentino.

Un género va de salida y agoniza mordiéndose la cola. En La chica del alacrán cero desnudos, nada, sólo hay insinuaciones de doble sentido que de inmediato se desvirtúan para deshacerse, como las que se suscitan entre el cura Chicuil y su cuate Rafa, a un lado de las viejecitas exputas de Guadalajara, que tejen angelicales. Hasta los albures se tornan eufemísticos (“Mejor nomás arrejúntate, como lo hizo tu mamá” / “Trabajaba de sustituta: la prostituta era mi hermana y ella la sustituía” / “Por esa lana, les daba hasta la tenencia de mi mujer, me cae”). Todo se ha vuelto medio atrevido, medio insulso. Lo que no lograron la censura ni el cansancio del desfogue popular, lo han conseguido las presiones de los exhibidores estadunidenses (ya no se manden, ya bájenle) y la competencia con el mercado de video pirata. La comedia de nalguita ha terminado por mostrar las nalgas, o más bien la supernalga decorada por el Alacrancito, con circunspección, una sola vez, como episodio central y pivote de la ficción, cual acontecimiento extraordinario y crucial, delante de puros viejillos raboverdes / voyeristas / recochinos que inspeccionan hasta con lupa la autenticidad de la cicatriz de Lorena Herrera (“Se prohíbe tocar”), en presencia del Señor Obispo (Roberto Cañedo) y con su venia (“Su eminencia, no Su ilustrísima, es que va para Papa que vuela”). Escrúpulos machistas, escrúpulos prepotentes, escrúpulos descompuestos, escrúpulos necrofílicos, escrúpulos pomposos, escrúpulos infundados, escrúpulos recoletos, escrúpulos nimios de simios mentales, escrúpulos pueriles. La cinta se llena de escrúpulos, pero no genera ninguna duda, ningún recelo que inquiete la conciencia o desasosiegue el ánimo sobre la vigencia de un impulso o la bondad de un acto.

Es la comicidad del deterioro pícaro; pero, a decir verdad, no existe mucha diferencia entre los provectos inspectores pigales, con título nobiliario gachupa (hay un Marqués de Corcuera y Pichichi del 43), y la pléyade de cómicos plañideros que todavía pulula opacamente en la película (los buenos comediantes Rafael Inclán y el Flaco Guzmán a la cabeza), envejecidos, famélicos, rutinarios, ojerosos, pintarrajeados y finales. Lo del agua sucia al agua lóbrega, para cumplir un ciclo biológico: del amontonamiento extravagante de La pulquería al lánguido amontonamiento vergonzante y desperdiciado de La chica del alacrán. Una comicidad del deterioro sobrepoblado, una comicidad-réquiem de cementerio de elefantes. Ahí está Rafael Inclán como exdesmadroso curita omnicomprensivo y arreglatodo que acaba animando a su amigo de infancia a que se suicide (“¿Ya ves cómo mucho incienso sí hace daño?”). Ahí está el Flaco Guzmán como el tierno palomo estragado que deviene en terco marido cervecero que investiga con tamaño linternón las nalgas que su mujer no le deja ver (“Ninguno de esos güeyes va a verle las nalgas a mi vieja”) y es incapaz de entender que vale la pena “dejar enseñarlas”, para cobrar una herencia y salvar de paso al esposo secuestrado en un sótano (“Le dije puta, lo peor que se le puede decir a una mujer”). Ahí está el Caballo Rojas como el relamido abogado mariconcillo que se lanza de rodillas al Señor Obispo o a quien se deje (“Y a usted, joven, ¿qué quiere que le bese?”). Y ya en la profusión de subtramas y sketches de relleno, ahí está el Chatanuga como un brujo blanco con collares de ojos de venado para el mal de ojo, pero muy entambable; ahí está el buen Pelochas Solares, quien, cada vez que desea arrancar a un amigote (Enrique Imperio) de los brazos patológicamente posesivos de su esposa (Nora Torero), debe presenciar una partida de póker y recibir una de madre, hasta que le entra al jueguito eroticón; ahí está el sangronazo seudocomediante cubano Álvarez Guedes, quien se la pasa platicando cuentos verdes, literalmente, a la menor provocación, en cualquier parte; y ahí está la fabulosa Sonia Piña, quien barrunta a cuentagotas una vecina pícaramente entrometida, aunque mucho más genuina que las viejucas socarronas o las chavas churubusconas que posan como imposibles lavanderas de vecindad. Una comicidad agotada de criaturas exprimidas, sobreexplotadas, a la espera de la extremaunción genérica.

En los primeros tiempos del cristianismo surgió en Oriente la secta de los Andrónicos, herejes que afirmaban que la parte superior de las mujeres era obra de Dios, y la inferior obra del demonio. En los límites del puritanismo machista a que desciende La chica del alacrán, que también resulta la primera obra prerromántica del Güero Castro (luego vendrá el cursihorror de Noche de ronda, 1991), se propone una concepción análoga de la mujer (“Comemierda, si son de ella, que las enseñe”). La parte bendita de Coty obtiene el permiso del cura para casarse de inmediato y, cual admirable arpía clasemediera, exige a su novio infeliz el costosísimo vestido nupcial soñado que le muestra en un aparador (“No importa que esté cariñoso, ¿qué, no lo valgo?”). La parte maldita de Lorena Herrera se acuesta con el marido apagando la luz, exhibe una castidad visual digna de la inmostrable completa Lina Santos, se hace llamar doña Glucosa para una identificación (“Que procede de hecho y de derecho”) y, por fin, al cabo de muchos preámbulos y forcejeos mentales, accede a mostrar su Alacrancito infernal, gimoteando amargamente durante la humillante inspección tan prolongada (“¿Por qué llora, si las tiene tan bellas?”). Ni siquiera en la última escena, cuando la reconciliación amorosa del falso suicida Rafa con la avergonzada millonariaza Coty, lograrán integrarse las dos partes de la Chica del Trasero de Oro, a punto de copular con el Rafa vapuleado, a la luz del sol, sobre la cama del hospital (“Ahora sí te voy a matar el alacrán a palos”). La dualidad femenina que nació aberrada y heresiarca, jamás podrá engendrar una libación / liberación prestigiosa fuera de su clandestinidad, ni dentro de la pasada comedia alburera con nalguita, ni en la erotómana comedia pícara-mojigata del presente.

El casto mujeriego

Aunque la cámara hace tilt down desde un edificio neoazteca flamígero, cuya antena parabólica simboliza los anteojos de cualquier posmodernidad prematura, de inmediato da principio la insaciable cacería arcaica de mujeres del héroe urbano por excelencia, el Especialista en señoras de Jorge Ortiz de Pinedo (1990). Entonces, por andar bobeando / babeando ante la guapa rubia que baja por la escalera hacia la calle, el ginecólogo Cándido Pérez (Jorge Ortiz de Pinedo) se da tremendo topetazo contra un poste; pero nada en él se inmuta: ni sus ojillos enfurruñados de jauría hambrienta, ni su encorbatado aspecto yuppie en salsa mexicana con gesto de sope, ni su sonriente bigotazo de irresponsable perpetuo, ni su abundante cabello moldeado con gel extracontrol sobre la frente. Todo se da por bien ganado, todo puede sacrificarse a los impulsos del lance. Así pues, sin conmoción súbita de ánimo, ni alteración mínima del semblante, nuestro doctorcito monta en su auto deportivo y, haciéndoles señas de complicidad seductora a los forrazos minifalderos que ahora cruzan, recoge en cierta esquina a Armando (Armando Manzanero), su diminuto compadre pediatra.

La compañía concede bríos superlativos a la torpeza del tenaz coqueto. Por ponerse a escoltar chuleando desde el volante a una rorra (“Mira la muchacha que va allá, qué maravilla, es la cosa más linda del universo, si parece que va haciendo buches, tiene mejores piernas que Maradona”), estrella su carro contra el de adelante, cuya fortachona conductora leopardesca, sin dejarse enredar (“Soy Especialista en señoras, yo me la manejo, la cotorreo”), lo golpea feamente, ante la regocijada sorpresa del insidioso compadre y otros mirones. Todavía con ánimos para burlarse al pasar de dos primores con minivestidos blanco y amarillo (“Ahí van las hermanitas huevo: la clara y la yema”), el treintañero doctor Cándido arriba por fin a su consultorio, donde podrá expandirse con libertad y aguardar ansiosamente las oportunidades erotómanas, agazaparse y ejercer a sus anchas su título profesional como patente de impunidad picaresca, dispuesto a meterle la mano clínica y toquetear de manera hipotética / hipocrática / hipócrita todo lo que le caiga, poniendo en peligro su hogar. Casado con la pasiva mujer maternal Silvina (Nuria Bages), aunque rodeado por la entrometida suegra omnifiscalizadora Doña Cata (Alejandra Meyer), por una tiránica bebita berreante, por la semiidiota sirvienta metiche Claudia (María Luisa Alcalá) y por las visitas benditas del hermano cura Camilo (Juan Verduzco), el ingenuo pero compulsivo Cándido hace lo indecible por sostener dentro de su casa las apariencias de marido intachable, luchando, asediado por sendas tentaciones, tan buscadas como infructuosas, y saboteado por los telefonemas anónimos de su compadre Armando, quien no desperdicia oportunidad para hacerle mala obra, porque está haciendo cola para quedarse con Silvina.

No hay cuidado ni peligro. Aunque surjan signos pecaminosos por doquier, ninguna infidelidad tendrá jamás lugar, nunca ninguna será consumada entre Cándido y las hembras urgidas que se le ofrecen, dentro del consultorio, en citas torpemente concertadas en restaurantes, en las mansiones de las pacientes casadas. Con inusitada pudibundería repentina, nuestro supuesto Especialista en señoras huye incluso a su solterona secre-enfermera aún buenota Paula Cecilia (Guadalupe Vázquez) cuando ya había logrado desinhibirla (“Lo que usted necesita es soltarse el pelo para que se le quiten sus problemas” / “Vieja corrupta y viciosa, abra la puerta”) y a la mera hora se le arruga con esa decolorada señora Cienfuegos (Thelma Tixou), presa de circulación fogosa, a quien sólo consigue espiarle las tetas de repisa bajo el suéter (“Voy a hacerle una observación”), antes de desplomarse infructuosamente con ella por planchas quirúrgicas y sillones (“Si ando de coqueto es puro complejo de macho”). Al infeliz macho chistoso no se le hace ni con su mujercita, saliendo cada noche muy perfumado del baño y en pijama seudoelegante (“Leoncita, hoy va a oírse el rugido del rey de la selva”) y frustrándose por cualquier pretexto. Con base en un personaje creado por el dramaturgo argentino Abel Santacruz y procedente del programa escénico con mayor rating de sangronería televisiva a finales de los ochentas, el doctor Cándido Pérez es un simulacro de coitos interruptus vivientes, el amontonamiento de lances de un mujeriego casto. Retrato de un garañón civilizado e inofensivo. Aventuras del más chafo y frustrado / frustrante de los ligadores empedernidos. Perdón reiterado y eterno para él.

Especialista en señoras no existiría sin su glorificación de la verborrea clasemediera. El buen doctorcito tiene siempre en la punta de la lengua la agresión exacta, sea contra el pediatra así de chirris (“Por tu tamañito, tus clientes creen que vienen a jugar con un amiguito”), contra la suegra husmeaperfumes que le dicta la ley del hielo a cada rato (“Creí que estaba embalsamada la señora” / ¿Hoguera?, cuando la quemen por bruja” / “La van a contratar para la quinta versión de Poltergeist”) o se le aparece inopinadamente por la noche hasta en la cama de su hija (“Llena de tubos, parece drenaje profundo”), contra una paciente que camina doblada (“Quebrándose quebrándose, viene viene”) porque está a punto de dar a luz (“¿Estás embarazada, o te echaste un pozolito que te cayó pesado?”), contra el marido de risa estúpida que espera alarmado las noticias (“¿Parto?, ¿qué no fue autopsia?”), contra la sirvienta reprochosa en la casa vacía (“¿Tú también, bruta?”) y hasta contra su propia bebita en pleno apapacho de ambos papis (“¿Qué tiene esa niña que no quiere tener hermanitos?”). Ese furor vital de la infantiloide verba de Cándido se impregna, ese furor contagia incluso a la ridícula sirvienta de huipil obeso que es incapaz de repetir refranes al derecho pero los inventa, mejorándolos (“El que mal anda a buen árbol se arrima”), al apagar telenovelas para dejar de sufrir o devorar gigantescas tortas en baguette (“Ojos que no ven, zapatazo que te pegas”), y ese furor despierta réplicas gratuitamente graciosas que jamás pasarían la censura televisiva, como la de un histriónico amigote de póker (Arturo Alegro) ciniqueando en voz alta (“Soy bisexual; lo mismo me da meterme con una mujer a la cama que con dos”).

La comedieta fue escrita por el guionista brontosaurio Fernando Galiana y el propio actor-realizador Jorge Ortiz de Pinedo para su mayor gloria, como primera parte de un díptico fílmico que culminará con Cándido de día, Pérez de noche (1991), donde el héroe intentaba embaucar a la mismísima Muerte, una despampanante Siempreviva (Diana Golden) que le había ayudado a ganar la lotería y ahora llega para llevárselo, pero él consigue un aplazamiento y la hace pasar por una prima lejana al invitarla a su propia casa, provocando terribles celos conyugales, hasta que la parca se conmueve con la hijita de su víctima y le permuta la pena, aunque legándole un montón de deudas. En ambas películas, pues, la capacidad improvisadora del doctor Cándido Pérez, para envolver a los demás y aprovecharse oralmente de ellos, resulta fundamental, crucial, axial.

A Cándido todo se le va por la boca, porque sólo ella puede comunicar algo, sólo la voz trasciende su animalidad natural. El resto es inanimado, mero silencio que se cree perversidad de las almas y transgresión. Muerte en sí, la animalidad seductora representa aquí la faz inerte de la vida. El habla del personaje, en compensación, está viva. Está viva, pese a instituir una relación con la frustración y la muerte. Hemorragia del ser en beneficio de la comedia afirmadora malgré tout de la vida, el habla sostenida por su propio ímpetu se vuelve verba imparable, verborragia. Un golpe de ingenio previsible, un retruécano inesperado, una morcilla cretinizante, una reducción al absurdo carnavalesco y un forzado juego de palabras o casi, por cada respuesta, y una salida chispeante en torbellino confortable. La clase media conformista, la misma que hace veinticinco años se sublimó en las gracejadas repetitivas de su ídolo-tipo Mauricio Garcés, se ha diversificado y dinamizado al volverse verborrágica. Con una incongruencia total entre proferimientos y actos, se conforma con apoderarse nominalmente de las cosas y las voluntades, aunque siga dominando sus placeres, asfixiándolos en palabras juguetonas en borbollón.

Como en toda comedia ligera de eficaz arraigo popular, en las peripecias del doctor Cándido Pérez hay una dimensión trágica, si bien esa dimensión se banaliza, reitera, diluye, oculta y entierra, en Especialista en señoras, bajo los desgarrones de la ropa masculina por la caricaturesca ninfómana Cienfuegos, bajo el apañón de Pérez en paños menores al ser confundido con un chacal maniaco, bajo la venganza de la secre ardida, alterando archivos para mandar por correo diagnósticos descabellados (como los que enviará poco después la enfermera de Sólo con tu pareja de Cuarón, 1991) y bajo el simulacro de abandono final al coscolino fallido por su mujercita enfadada, antes de proceder a la reconciliación obligada y a la transmisión, a través del programa del Ciudadano infraganti, del besote de despedida Cienfuegos-Cándido en un restaurante, para reanudar el pleito de nunca acabar (todos lanzándole la vajilla a Cándido, escudado por un cojincito) que ni el conductor Óscar Cadena puede mitigar, desde la pantalla de TV. Se trata de una dimensión trágica que subyace a la dispersión repetitiva del relato y articula su discurso. Lo único asombroso: no obstante que el relato de Especialista en señoras pertenece por entero al “género mimético bajo” (según la clasificación literaria de Northrop Frye), en el que los héroes están en una posición de igualdad con respecto al espectador y a las leyes de la naturaleza, y que el relato de Cándido de día, Pérez de noche pretende elevarse al “género leyenda o de cuento de hadas”, al introducir un héroe (la Muerte Siempreviva) con superioridad de grado (mas no de naturaleza) sobre el esplendor y las leyes de la naturaleza, se trata en ambos casos, curiosamente siempre, de la misma dimensión trágica.

La existencia del doctor Cándido Pérez es tragedia de la intimidad invadida, la privacidad impedida y asaltada. El autor total Ortiz de Pinedo se contenta con ilustrar esa idea única y sus agitadas variaciones infinitas. Ni llegando medio jarra a medianoche, ni saltándole encima desde el ropero podrá Cándido copular con su desangelada Silvana en el pandemónium doméstico que es su hogar (“Ésta no es una casa, es el monasterio de los buitres”). La bebita chilla, la suegra grita, la sirvienta que vive por transferencia la vida de sus patrones se espanta, la esposa se escamotea, el curita intempestivo contamina de mojigatería al espacio espiritual con su “divina presencia”, y el excluido doctorcito lee por error el recado de ayer, metiéndose por segunda vez bajo las sábanas de la suegra, que aúlla tras sus horripilantes mascarillas frutales (rojo-fresa, verde-limón). Los amantes esposos jamás estarán sobre la tierra juntos, a solas. Todo cariñito causa honorarios avinagrados por parte del constriñente e histerizado núcleo familiar (“Qué bonitas en serio / son las señoras en climaterio”). Para colmo, el compadre lobo, a quien cualquier niño consentido puede pegarle un chicle en la oreja o patearlo en la espinilla, finge voz de anónima amiga chismosa, logrando envenenar el debilitado ánimo de la dependiente emocional Silvina, pintora de floreros abstractos que parecen el Paso del Mar Rojo. Para colmo, el consabido marido vejete y celoso suelta un fiero mastín contra el tímido héroe, rompiéndole aún más su imposible intimidad erótica con la despampanante señora Cienfuegos. La mentalidad infrahumana de la clase media mexicana refuerza los escapes (verbales, reprimidos) de la prepotencia machista, al tiempo que magnifica su escarnio y bloquea las fáciles soluciones normales (comicidad de fórmula, super-clichés), para seguir aplaudiendo embelesada lo bien fundado de sus valores y sus frustraciones. Especialista en señoras y Cándido de día, Pérez de noche consagran la comicidad familiar. La comicidad para familias cree que en este macho domesticado pero chistoso ya tiene a su nuevo Pedro Infante, o por lo menos al Infante de la formidable trilogía clasemediera que le dedicó Rogelio A. González hacia el fin de la carrera del llorado ídolo aún vigente (Escuela de vagabundos, 1954; El inocente, 1955; Escuela de rateros, 1956, sobre todo). Pulcro e higiénico, el seudoerotismo familiarista de Ortiz de Pinedo jamás se mancha con hedores del pueblo, como cualquier Rafael Inclán en papel de mecánico alburero (trilogía de El Mofles), o como cualquier Caballo Rojas disfrazado de travesti para seducir cogelonas señoritas en el reformatorio, en el salón de belleza o en la tortería (serie Un macho en...), aunque varían los medios y los aspectos, mas no los fines. La comicidad familiar de la película-apéndice televisivo del doctor Cándido Pérez con un lustro en horario Triple A celebra la historia de los fantasmas locos que los varones alimentan sobre las mujeres castrantes y sobre sus propias (im)posibilidades risibles. La comicidad familiarista traza un círculo virtuoso a su neoliberalismo feroz y se encierra en su interior. Para eso estudió el doctorcito y fundó una familia ejemplar.

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Yaş sınırı:
0+
Hacim:
692 s. 4 illüstrasyon
ISBN:
9786073035453
Telif hakkı:
Bookwire
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