Kitabı oku: «La lucidez del cine mexicano», sayfa 9

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La lucidez proteiforme

Encerrados con un solo juguete: ellos mismos con sus traumas y deseos insatisfechos.

En un sótano oscuro pero provisto de una diáfana iluminación central el desagraciado pero narcisista joven de veintitantos que arrastra severos problemas de micción nerviosa Everio (Humberto Bustos jacarero) se encuentra con la guapa estudiante de ciencias políticas pero insegura a rabiar pese a esgrimir una ideología izquierdista meramente retórica Norma (Aislinn Derbez televisivamente arriscada). Ambos son amigos de una tal Carmen, de quien infructuosamente aguardan su arribo. Mientras tanto, se presentan cortés aunque inquisitiva y temerosamente (“¿Cómo te llamas?” / “Everio” / “¿Tú cómo te llamas?” / “Norma”), inician una plática a impulsos y por segmentos. Se imaginan en otras situaciones análogas y terminan por hacerse confidencias incómodas que los inquietan, pues los insensibles cuestionamientos de la chava remueven las experiencias traumáticas del chavo con una tal Ruth con la que probó hacer vida conyugal armónica sin poder jamás conseguirlo (“¿Sí era tu esposa?” / “Noooo”), por lo que, acto seguido, él también pone en crisis a su compañera ocasional, que también le confiesa y remueve su incapacidad para proseguir ninguna relación amorosa. Pronto se atraen, están a punto de besarse y hacer sexo, pero de inmediato se reprimen, entran en pugna, permiten que la exasperación histérica (“¿Por qué siempre tienes que ir en contra de todo lo que digo?”), la violencia verbal (“Mira, si no fueras mujer, ya te hubiera partido el hocico”), el miedo mutuo (“Te voy a callar, pero a punta de patadas”), los acumulados rencores de género (“Las mujeres nunca quieren tener la culpa de nada”) y el odio desafiante hagan sentir su peso (“¡Ya cállate!” / “¡Cállame, órale, cállame!” / “Vete a volar”), fingiendo un homicidio. Si bien al final se reconcilian, contritos y desconsolados, para intentar separarse, volverán a hallarse en el mismo lugar, al infinito.

En Abolición de la propiedad (Sobrevivientes Films - Argos Comunicación - Boomdog Studios Interlomas - Equipment & Film Design, 86 minutos, 2011), tercer largometraje del ambiciosamente personal cineasta independiente de 36 años al mismo tiempo director-guionista-productor de sus filmes Jesús Magaña Vázquez (Sobreviviente, 2003; Érase una vez María, 2007), con base en la impar novela escénica del escritor ondero contracultural alguna vez coguionista y hasta cinerrealizador ya de 67 años José Agustín (Cinco de chocolate y uno de fresa y Alguien nos quiere matar de Carlos Velo, 1967 / 1969; El apando de Felipe Cazals, 1975; Amor a la vuelta de la esquina y Ciudad de ciegos de Alberto Cortés, 1986 / 1990, entre otras colaboraciones en libretos y adaptaciones en grupo; primer y único film: Ya sé quién eres (te he estado observando), 1970), la expresión fílmica en su conjunto se entrega de modo intempestivo a un extraño, indeterminado y espontáneo ejercicio experimental, raro dentro del cine independiente mexicano con pretensiones comerciales y con actores fundamentalmente televisivos, un proyecto a veces inmotivado pero sostenido, de gran eficacia y jamás gratuito, que logra imponer, por momentos, en esencia o a tramos una lucidez proteiforme bastante excepcional, como sigue.

La lucidez proteiforme o de las anticipaciones. Todo parece premonición o presagio, y no es mas que repetición sin diferencia, vil mimetismo existencial, copia vivencial de una copia no vivida pero registrada en la grabadora que acciona y escucha a solas a Norma mientras Everio se ausenta por irse a orinar a un baño inmostrable.

Se empieza por anticipar la sensación de ya haber estado ahí, por parte de la chica. Se anticipa su extrañeza por la ausencia de la Carmen que los ha citado en ese lugar baldío y su perpetua, involuntariamente perpetuada condición sarteano-beckettiana (brincos dieran) de A puerta cerrada Esperando a Godot. Se anticipan sus confesiones tan autocompasivas como autotelenoveleras (“Sí en esas veces yo no me puedo controlar, es que me calientan demasiado”). Se anticipa su discusión en torno a temas banales que sin embargo los involucran emocionalmente. Se anticipa la pedantería egotista de Everio con respecto a la crítica autosuficiente de Norma. Todo se anticipa (“La grabadora dice que me vas a matar”) y de ahí proviene la cualidad fantasmal, afantasmada o fantasmona del misterio del film que tanto pregona de manera autoconsciente la irracionalista mágica Norma y tanto irrita al racionalista burgués Everio. Todo se anticipa, con el fin de aún más desquiciar la construcción teatral y dislocar soberanamente los recursos formales de su visualidad pura. Lo que se obtiene como resultado no será una metafísica del déjà vu, sino un entretenimiento, un divertimento, un viaje colectivo entre dos que se creía leyenda urbana reflexiva, temperamentalmente mutable y autorreferente, entre la vulgaridad heredada, la intrascendencia imparable, la glosolalia y el genuino hallazgo jocundo y jocoso.

La lucidez proteiforme intenta esforzada y casi desesperadamente ir más allá de las fronteras temáticas marcadas por la novela de base. No, el proteísmo de estos protagonistas singulares no será el de los retratos rápidos, ni el de los fugaces encuentros y los abrazos fugitivos, sino un proteísmo muy otro, aunque también el de la escasa ruptura con el anonimato (si bien se insiste sobremanera en la característica excepcional de los nombres de pila) y asimismo el del recuento de un puñado de deseos insatisfechos, inconclusos. Por un respetuoso prurito de leal fidelidad al texto, los héroes deben toparse una y otra vez con sus pantanos de reproches sin término, con el seudoangustioso pozo sin fondo de sus traumas o privilegiados goces familiares bien que mal supuestos (el hermano tarado que lastra, el pariente piloto que provee de mercancías culturales inasequibles para los demás, el camarada de grupo político-radical muerto de cuatro balas expansivas en el cuerpo), los inoportunos jueguitos de palabras de subliteratura facilona (“El baño es el único lugar donde estás en familia”), con el acomplejadísimo desprecio a las estudiantes de ciencias políticas otrora prejuiciosamente tachadas de intelectualoides por inevitable y tautológicamente politizadas (“La paz es pasión, ¿ves?”), con el intermezzo de causales preguntas bobas al azar (joviales aficiones deliberadamente infantiloides por los chocolates gringos o en forma de campana, por los pistaches o las pastillas y dulces) para señalar el supuesto principio de la intimidad azarosa y ese gran bazar anecdótico de conflictos psicológicos más que esquemáticos (precisiones sobre tu operación de anginas o tus vecinas en las piernas o tus molestias por nacer con el himen desgarrado) y con probaditas de melodramas potenciales (“A mí no me gusta así porque sí” / “Eres vaciada, Norma”), apenas para disfrute de machos en domingo, pese a la preocupación por equilibrar la importancia de ambos personajes y el dimorfismo sexual de sus conductas. Al igual que el escritor de culto generacional ya muy acotado José Agustín soñaba con su polivalente obrita oscilante, indecisa entre la novela y el teatro o el cine, publicada en 1969 (cuando según el mismo autor se hallaba en pavorosa crisis) y montada con escasa repercusión en tres ocasiones lustros después (en el DF, en Denver, Colorado), como una antropología de mentalidades prontamente alivianadas, así con la suya el director Magaña Vázquez ambicionaría hacer una arqueología de comportamientos vagamente ligeros, pretendidamente etéreos pero entrañables por sus confusas, profusas y difusas huellas del Movimiento Estudiantil de 1968, cuyo traumático proteísmo deberá ser más bien hipotético y situacional que fehaciente o efectivo.

La lucidez proteiforme posee una dramaturgia visual más inventiva que su dramaturgia dramática propiamente dicha. Secuencia a secuencia, instante bien valorado por instante bien actuado, uno se encuentra siempre con lo contrario de la ilustración literaria tibia y sosa que podría temerse. Un film decepcionante en cuanto a argumento y adaptación, pero brillante en cuanto a puesta en escena, puesta en cámara y realización. Por así decirlo, la estructura de sus significantes resulta más apasionante y seductora que la de sus significados. Uso continuo de un inquietante fondo negro de vientre omniparturiento o primitivo-syberbergiano Black Maria, que en las secuencias premonitorias se campechanea con un fondo blanco encandiladora no menos desasosegante e hipnótico. Iluminación del notable fotógrafo cuequero Alejandro Cantú con dominante cenital de espectralidad de inframundo, o tendiente a una seudopublicitaria sobreiluminación de cromo palmario sin matices ni sombras. Escenografía tan regia cuan nítidamente delineada por Lizette Ponce y reducida a un sofá aburguesado, una lámpara de tres pequeñas pantallas en forma de alcatraz, una grabadora que reproduce cintas gigantes y un metrónomo cuyo zumbante ruido regular llena y exaspera el espacio auditivo. Música electroacústica apenas puntual y un par de melosos temas cancioneros: “Hablar de más” melifluamente cantada por Quiero Club y “Un millón” interpretada a modo de antífona moderna por Loblondo y Daniel Gutiérrez, mejor secundados por un sofisticado diseño sonoro de Pablo Valero tan refulgente que con frecuencia resulta inoportuno. Utilización de frontalidades constantes y reversos totales de espaldas tras el sillón a 180 grados, que deben coexistir con agresivos top shots de completa verticalidad perpendicular, tandas de líricos jump-cuts, campo-contracampos a una angulación de casi 90 grados, two-shots en contrapicado, enfoques / desenfoques en ráfaga cerrada y francos paralelos de perfiles en close-up o de figuras enteras. Edición radical que va por corte directo de un segmento a otro segmento como de un imaginario a otro, con claridad y contundencia absolutas sin jamás confundir al espectador más conservador, gracias al también realizador de lo que podría denominarse otra vez (de acuerdo con un acucioso término acuñado por Jacques Doniol-Valcroze) una vanguardia interior Gabriel Mariño conjuntamente con Edna López. Secuencias como el acostarse de la asexuada pareja matrimonial, que sería uno de sus tantos futuros posibles, quedan validadas de manera estilizada, pararrealista y metanaturalista, merced al excelente diseño de vestuario de Cynthia López, a través de una matapasiones piyama varonil y un suprarridículo baby doll morado de época, en las antípodas de cualquier pretensión documental. Hermosamente inhumanos los maquillajes de Marco Hernández permiten adentrarse en la hondura y la vivificante muerte interior de unos figurines palpitantes de otra manera en virtud de ellos. Coda bailada con desenfado, definitivamente concluyente cual recopilación y desborde y reconocimiento de lo recién visto, con Everio y Norma echándose sus pasitos ya vueltos actores en situación (de videoclip) y fuera de ella, muy a lo Ola Inglesa popmaniaca de los años sesenta-setentas (invocando a la cabeza aquella trepidante olvidada Una joven llamada Joanna de Michael Sarne, 1968, con Genevieve Waite), o concreción a la Godard (Iban por lana, 1964) de un subterráneo homenaje anacrónico a la Nueva Ola Francesa que ya ni Gerardo Naranjo (Voy a explotar, 2009) y que parece burlarse de la película misma, frivolizando todos sus contenidos serios aunque aún guiñándoles el ojo al perpetuar antológica y livianamente tanto su vestuario liviano como sus actitudes propositivamente antisolemnes de antaño (“La realidad es mucho más fantástica de lo que te imaginas”). Exceso sentido del detalle: el dedo femenino abocetando cual caricia de soslayo sus apetitosos labios, los bellos ojos pensativos, el indeliberadamente insinuante minivestido jaspeado rojizo sobre tentadoras mallas granate, el combate de box entre hombre y mujer al mismo nivel pugilista con blanquísimo calzón y guantes rojos dentro de un grisáceo ring alzado en la negrura, los dorados aretes de freno equino, las albas zapatillas en big close-shot amenazando hiperdecididas, los reiterados recursos al espejito de polvera (“Luego luego te vas a la fregadera”) y a la pérdida / búsqueda reptante de un lente de contacto que a lo mejor nada más se desplazó dentro del globo ocular u oculero, el guiño de ojo en abismo conceptual del hombre pretendiendo concentrarse en vano en la lectura del libro que está siendo representado (en la acogedora primera edición de bolsillo en la serie El Volador de Joaquín Mortiz), el raudo brinco masculino sobre el respaldo del sillón, el imaginario disparo con mano de pistola que basta para derribar al desglandulado galán, el culminante jalón de greñas para bajarle los humos a la altiva muchacha para romper cualquier simulacro de comprensión y de caballerosidad hipócrita. Pero sobre todo ese pleito de intensidad creciente, a grito pelado (“Tienes una imaginación verdaderamente malsana, niña” / “Mira, déjate de estupideces” / “Porque no puedes conciliar dos cosas tan distintas, ¿no te das cuenta?”) entre los dos enfrentados contendientes (“Estás jodido tú” / “Ya está bueno de que te sientas lo máximo, ¿no chiquita?”), que avanzan y avanzan furiosos en full-shot con fondo negro en estricto paralelo (que no campo contracampo) hacia el otro, dando la impresión de que jamás podrán alcanzarse e incluso atravesando una zona de lluvia cual encrespada e inasumible tormenta interior que corporalmente nunca los toca, hasta su dilatado encuentro perfil contra perfil dentro del mismo encuadre, tan irreductibles como ellos, bravos, bravo. Un fascinante ejercicio de estilo pese a todo, teatro grabado en grande, bocanada de aire fresco neoformalista (concomitante con piruetas escénicas como las del incomprendido Ocean Blues de Salomón Askenazi, 2011, con jóvenes cuanto más actuales y vigentes que los desdibujados viejos jóvenes de Agustín), salto mortal que invariablemente cae parado, cinefilia práctica pura, ensimismada forma fílmica, feliz y exultante sin miedo al vacío, a su propio cerebro hueco.

La lucidez proteiforme abunda en el discurso acerca de la dificultad de las relaciones amorosas libres. Continúa, prolonga, exaspera y decanta las preocupaciones del realizador al respecto. A lo pedestre de los planteamientos y situaciones verbales de su sociología-pop de la idiosincracia mexicana en las relaciones de pareja cincuentenaria (¡oh aquella dichosa e ingenua época en que las estudiantes universitarias de políticas podían ser vistas por los machos intelectuales como rabiosas feministas castrantes avant la lettre!), Magaña opone una concepción y un enfoque a sus criaturas que evita juzgarlas, a semejanza de lo cariñosamente sucedido con el atormentado héroe viril de Sobreviviente, ese primer juguete del destino amatorio, aunque no puede impedir someterlas a un acercamiento moral que, al igual que el irónico archipiélago de mujeres de Eros una vez María, consiste en pretender revelar sus secretos como seres y el misterio sin misterio de sus comportamientos contradictorios, al pasar de perfectos desconocidos a furiosos aspirantes amatorios en pugna perenne, dando la sensación de que, mientras esperan y conversan, algo por encima de ellos está muy bien estructurado, que están desahogándose a través de sus pláticas y sus impositivas microanécdotas verbalizadas, de que la exasperación de sus represiones sexuales remiten a una fracasada lucha individual que va más allá de un mero impulso coartado y un beso prolongadamente interruptus, de que en apariencia no está pasando nada y sin embargo está pasando todo.

La lucidez proteiforme se enrosca en vez de culminar. ¿Cuál era la propiedad que se quería y anunciaba abolir? ¿La propiedad de la mujer por el machín o la del varón domado por la hembra desalmada, la propiedad de la ficción por la usura del tiempo real, la propiedad del hambre de relatos por la imaginación trabada de indigestión? Hasta que la muerte del cine los separe y el compulsivo blablablá llegue a culminar en una historia interminable (“Tengo que ir a ya sabes dónde” / “Tienes la mente podrida” / “Pobre imbécil, eres miserable en todos sentidos”), un cuento de nunca acabar con simulacro de estrangulamiento (el asesinato como forma extrema de la descortesía, según la fórmula explicativa acuñada por George Bernard Shaw), un trayecto confinado cuya última curva distractora será ¡de nuevo! la sensación de ya haber estado allí, pero ahora experimentada y formulada por Everio, pues los roles se han inmotivada pero fatalmente trocado, como si los asertivos personajes adversos estuviesen atrapados en un loop del tiempo circular, sin cesar recomenzando su peregrinar verborrágico, cual eterno retorno mítico y mistificador / autodesmitificador, carente de salida racional, como los malestares y desasosiegos de las vidas inútiles de estas criaturas cautivas de sí mismas y del absurdo de la representación.

Y la lucidez proteiforme era por nefastez irresponsable a fin de cuentas una subrepticia aunque hegeliana lucha destructiva por anular la conciencia del otro.

La lucidez descuartizadora

El reguero de fechorías descuartizadoras sobre víctimas invariablemente masculinas que dejan a su paso de pueblo en pueblo jalisciense, palmo a palmo del poblado mágico de Ajijic al Lago de Chapala, las presuntas asesinas seriales comeojos Abril y Mayo, o séanse, la llenita ejecutora material con antecedentes penales María Yolanda Landeros Mayo (Paula Luckie de cabellos largos), siempre acompañada e impelida a la seducción heterosexual, azuzada a la atrocidad mortífera y en esencia manipulada por su lésbica amante hija de buenaonda padre senador vagamente escritora sin antecedentes delictuosos Fernanda Abril Oteiro Abril (Miriana Mora con libertarios tatuajes de mariposas), obsede a un forzado grupo de cuatro perseguidores policial-mediáticos integrado por el moralmente deshecho / desecho agente detectivesco ya ebrio a perpetuidad Alejandro Alex (Raúl Méndez), su rubia exmujer cuarentona aún guapa pero bien definida como carroñera TVreportera española que aprovecha filtraciones de varias procedencias para seguir sobre las pistas criminales Valerie (Anouk Ogueta), el canallesco jefe policial que actualmente sostiene relaciones genitales con ella David (Shalim Ortiz) y el ojete cómplice videograbador que la secunda en todas sus transmisiones atrabancadas Pedro (Iván Arana), y los obsede al grado de ir ya pisándoles los talones a las crueles homicidas a punta de pistola y a cuchilladas, e incluso anticiparse casi a sus pasos, como en la visita que Mayo rinde a una querida abuela recluida en un asilo de ancianos para sacarle datos sobre su verdadero padre, el restaurantero de mariscos José (Juan Fonseca) que morirá acuchillado tras no reconocer de nuevo su paternidad, hasta que, luego de que los perseguidores se han enfrentado con pasional rudeza entre ellos, por obra del azar el cerco va a cerrarse sobre las perseguidas, dejando en claro que la cabeza de la acaso otrora manipuladora desalmada Abril desde hace tiempo yace dentro del refrigerador de la mansión de su poderoso padre (Guillermo Esquivias) y pronto su fantasma con el cuello cicatrizado se esfumará cuando Valerie se quede con toda la gloria del acribillamiento a la desquiciada mental Mayo en la mortecina playa lacustre donde vistosamente se realizará el exterminador ajuste de cuentas final.

Dame tus ojos (Goliat Films - Fidecine / Conaculta, 85 minutos, 2009-2013), paupérrimo pero propositivamente malvado tercer largometraje del excuequero venezolano-mexicano otrora cofundador de la vanguardista Cooperativa Morelos de 40 años José Luis Gutiérrez Arias (Todos los días son tuyos, 2007; Marcelino, pan y vino, 2010), con postelenovelero trepidante negrísimo guión original del ilustrador creativo de historietas independientes yanquis Marco Tarditi, depara truculencias sin fin, hace trucos dramatúrgicos, elimina arbitrariamente, avasalla, escamotea y reduce al absurdo lo que se le da la gana. Todo podría reconocérsele o negársele al reciclaje del tremendismo fílmico nacional, al tremebundismo a la mexicana, al tremendismo latente y virulento en su resurgimiento actual, menos su desmesurado e atrabiliario afán de totalidad. Una totalidad que necesariamente se ejerce por coacción, violencia extrema y / o retorcida y como supresión de cualquier libertad, tanto la real social, como la del querer y pensar, la imaginaria y la visionaria. Beneficiándose de su inmediatista capacidad de impacto y de la hipotética admiración que pueden todavía despertar aquí los buscadores de hecatombes de bolsillo en cada episodio vuelto una totalidad de la ignominia y de las malignidades y los claroscuros que la acompañan, se trata no obstante de un totalitarismo que supuesta y contradictoriamente está aspirando a imponer por la fuerza un neotremendismo en cualquiera de sus formas remozadas gracias a una lucidez descurtizadora, como sigue.

La lucidez descuartizadora actualiza en términos del cine de las devoradoras del cine clásico mexicano (María Félix, Emilia Guiú, Ninón Sevilla), devoradoras literales, devoradoras llevadas al límite tolerable e intolerable, devoradoras ahora explícitamente lesbianas o / y odiahombres a rabiar, devoradoras antitéticas de muchas maneras y grupos y rangos pero curiosamente hermanadas y equivalentes entre ellas, devoradoras cebadas en la manipulación que no sólo incluyen a las homicidas mutiladoras / destazadoras / masticaojos sino también reclutan entre sus filas a la promiscua TVreportera ávida de celebridad que en un arrebato de autosatisfacción remordida se autodefine como “hija de puta sin escrúpulos” tras provocar brutales enfrentamientos entre machos entre sí colegas, devoradoras que contagian la inconmovible agresividad de su acerba verbosidad soez e insultante (“Con razón ningún güey te quería sopletear” / “Odio a las ancianas, me recuerdan que un día mis chichis van a tocar mi ombligo” / “Para que te relajes, piensa que estas bolitas rojas son los huevos de tu papá” / “Despierta pendeja, ahora a ver quién te coge”) a todos los personajes de la inapelable ficción proclives a un bozal colectivo muy deseable y justificado (“Tienes pedos, cabrón” / “Por lo menos dejó de sufrir”), devoradoras sádicas que sólo por placer vindicativo antiviril hacen bailar samba sobre la cama de un motel a un ya sanguinolento pastor de iglesia alternativa brasileña hallado en la calle (Junior Paulino) y ya sujeto a psico-corporal tortura amarrado al lecho (“Pérate, ¿crees que así me voy a ganar el cielo, putito?”) antes de ultimarlo y destazarlo, devoradoras que hacen realidad los masoquistas sueños de opio o con vaginas dentadas de los personajes masculinos y femeninos presentes, devoradoras desequilibradas aspirantes compulsivas y ambiciosas a sucedáneos del encarcelado psicótico megacriminoso con máscara-bozal Hannibal Caníbal Lecter de El silencio de los inocentes (Jonathan Demme, 1991) por partida doble o triple como única alternativa femenina (incluyendo hasta a la anciana abuela repudiadora visceral de otra viejilla del asilo), devoradoras homosexuales sin arcaico recato ni ternura duradera (con roces de manitas y perfiles besucones en lánguido two shot en claroscuro muy cerrado) para llevar las fassbinderianas relaciones de poder de la pareja sáfica de Todo el mundo tiene a alguien menos yo (Raúl Fuentes, 2012) a sus últimas consecuencias destructivas / autodestructivas en versión caricaturesco-grotesca límite (“No olvides quién manda”), devoradoras que vuelven a hacer realidad el ideal de negativas criaturas grises buscado conscientemente por el filogenérico director Gutiérrez Arias (“Me gustan los personajes por los que no apostarías un peso”) desde su primera película (con sus liquidables terroristas etarras de exportación encomendados a la oración de la Santa Muerte, porque “Todos los días son tuyos, déjame vivir otro más”) y extrañamente proseguido en su segunda (aquella ñoñofantasía franquista ensotanada Marcelino, pan y vino curiosísimamente releída como religiosa épica neoviolenta retrozapatista), devoradoras parricidas por opción y decepción y fruición, devoradoras que hace mucho (según se descubre hacia el último tercio de la lidia) ha derivado a un entredevoramiento mutuo y progresivo de las feroces chavas permanentemente crispadas y encrespadas contra el género opuesto en general y contra el género humano en particular y en contra de lo que representa o podría representar su compañera-adversaria, devoradoras rumbo a un archiwesternista Duelo de Titanas que es también un sexienfrentamiento ambiguo tanto a nivel de posible trío sensual alineado de pie en mitad del relumbroso pavimento nocturno (“Mira qué nalgotas”) como de aliviador enfrentamiento conclusivo.

La lucidez descuartizadora aclimata de muy lejos cierto arbitrario estilo parahistorietista vehemente e iracundo lleno de giros ficcionales y reconversiones perversamente descabelladas, como el del sudcoreano del ya su vez aclimatado a lo estadunidense Park Chan-wook de Lazos perversos / Stoker (2012), para llevar deliberadamente y sin humor alguno al subthriller clichesoso mexicano a límites que nunca había intentado, de bilis negra y de remisa plástica emética con fotografía de Aram Díaz cual indómito vómito verdoso (“Buscamos degradar el color; por tal razón, la puesta en escena tiene colores hipersaturados. Eso nos permitió obtener un tono casi monocromático a la hora de hacer la corrección de color y así crear una atmósfera sombría. Me gustan las películas de atmósfera, un thriller lo exige”: Gutiérrez Arias entrevistado por Carlos Jordán, en el suplemento Laberinto de Milenio Diario, 31 de mayo de 2014), con sendos enfoques subjetivos del interior de la cajuela o del refri, pero también a extremos de road picture circular y sin destino, a extremos de autoconciencia infranarrativa (“¿Quieres un capítulo de CSI?”), a extremos de cadáveres para hundir con piedras en los pies a la orilla del lago e incómodos encajuelados reincidentes y asaltos elípticos para hacerse de la pick-up de una parejita romanticona y fiambres con un tiro en la frente en alguna especie de sombría morgue al abierto ras de la banqueta, a extremos de normalizada impudicia tetas al aire de las manfloras semirredondas y cópula soft tanto suavemente homosexual en el asiento trasero del auto como repelentemente heterosexual en un hotel de lujo provinciano, a extremos de falsas reconciliaciones reactivadoras del deseo tras la callejera patiza intralésbica que hace errar solitaria por un ratito (“¿Me perdonas?” / “Pus, ¿ya qué?”) y conmina a librar batallas homoeróticas que sólo existen en la cabeza de la seductora heroína Mayo y de sus perseguidores homologados en vandalismo echatiros bajo su inspiradora sombra sobredeterminante, a extremos de conciencia vulnerada, hasta el hartazgo de los idílicos barbones agriados y a extremos de cinta de horror psicológico (“en trance esquizofrénico”, ajúa) y de zombies resurreccionales a fuerza de sadomasocas recalcitrantes.

La lucidez descuartizadora va a desembocar irrisoria / autoirrisoriamente en la exitosa lectura dentro de una casa de cultura de las últimas páginas del voluminoso libro de la TVperiodista hoy retirada Valerie (con secreto complejo beat de Jack Kerouac veladamente febril En el camino) sobre el caso, para así completar la trama en cumplida forma sensacionalista y, por el mismo impulso, ahuyentar amorosamente a sus dos exgalanes antes en pugna por sus favores sexuales, un ganón David que se retira con observadora cautela (“Depende si sale sola, o contigo”) y un agente Alex degradado a taxista de servil cachucha denotadora de su ser vil, cuya inmostrable pasajera de ocasión será una mismísima Mayo sobreviviente que lo encañona con su ilustre fusca intimidadora, para reclamar un final distinto al del libro consignado, porque esta hipertruculenta historia tremebundista inconclusa e inconcluible, entre un fútil juego menesteroso de film noir negrísimo y algún cínico exabruto catártico de W. C. Fields (“Yo estoy libre de prejuicios, odio a todos por igual”), no termina allí, sino que “Termina contigo”.

Y la lucidez descuartizadora era por insensible voluntad de elección mínima una complacencia en la barbarie asumida como desorbitamiento e introyectada sin saberlo ni quererlo ni deberlo.

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Yaş sınırı:
0+
Hacim:
861 s. 3 illüstrasyon
ISBN:
9786070295065
Telif hakkı:
Bookwire
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