Kitabı oku: «Las desesperantes horas de ocio», sayfa 3

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Las investigaciones mencionadas han abierto un campo rico en posibilidades para el abordaje de la historia de las diversiones al otorgarles un estatus específico desde el uso de las categorías de ocio y tiempo libre. Sin embargo, en el conjunto de estas aproximaciones aparecen dos problemas. El primero de ellos consiste en que la mayoría de trabajos se concentra en el periodo comprendido entre 1880 y 1930, lo que indica una desatención con relación al proceso histórico que llevó a la adopción de ciertos pasatiempos por parte de las élites colombianas, razón por la cual estas actividades aparecen como el principio del relato histórico —su origen— y no como parte de un proceso de mayor aliento.

Dos excepciones pueden comentarse al respecto. Una corresponde a la investigación de Daniel Polanía (2012), cuyo periodo de observación se extiende desde 1850 hasta 1953, aunque su análisis se concentra principalmente en los procesos desarrollados durante el siglo XX. La otra al texto de Juan Rodríguez (1992), donde se descarta un análisis histórico centrado en las actividades y se propone una revisión, a partir de la reflexión sobre obras de cronistas y pensadores insignes colombianos, de los cambios sucedidos en la concepción de la idea de ocio desde la Colonia hasta la tercera década del siglo XX. En este sentido, el autor considera que el abandono de una concepción del ocio como oposición al trabajo se produce entrado el XX con la circulación de una idea centrada fundamentalmente en las diversiones como función del trabajo (Rodríguez 1992, 232).

El segundo problema consiste en la utilización de la categoría ocio en un sentido que no se asentó totalmente sino hasta el siglo XX, pues durante el XIX el significado de dicha palabra estuvo relacionado, de manera predominante, con la propensión del individuo hacia una actitud negativa frente al trabajo más que como un tiempo libre respecto a la jornada laboral, esta última concepción surgida como correlato de los procesos de industrialización a partir de la década de 1920. Por tanto, si se trata del XIX, la aplicación de la categoría a las prácticas de diversión de la élite colombiana resulta equívoca, ya que ellas no eran denominadas en el sentido de una actitud ociosa, dominada por el vicio y la pereza, así como tampoco se puede hablar de unas actividades que se desarrollaran durante un tiempo liberado al trabajo industrial. Se trata, entonces, de un problema que surge al traslapar una categoría analítica con otra de carácter histórico-social.

En este caso también existe una excepción. Se trata del trabajo de María del Pilar Zuluaga (2012a) en el que se usa la noción de ocio en el mismo sentido que le diera Thorstein Veblen (1944) en su Teoría de la clase ociosa, es decir, como facultad de las élites para diferenciarse de los demás sectores sociales mediante el consumo ostentoso en función de la reproducción de su jerarquía social. Sin embargo, la autora podría ser objeto de la crítica que Norbert Elias hace al mismo Veblen cuando afirma que este autor le otorgó a dichas clases una disposición axiológica innata, impidiendo de esta manera el análisis de ese tipo de consumo por medio de otras formas de coacción social, como, por ejemplo, la moderación de las costumbres y el control pasional (Elias 1996a, 92-93).

Con relación a la noción de fiesta, las investigaciones podrían evaluarse siguiendo criterios temporales, esto es, identificando los aspectos relacionados con las festividades coloniales o republicanas, o más bien basándose en una caracterización temática en la cual los elementos festivos quedarían definidos según su carácter religioso o civil. Aunque esta forma de observar lo festivo puede proporcionar elementos comparativos —sincrónicos y diacrónicos— en relación con las diversiones, no resultaría de mucha utilidad ya que la historiografía sobre las fiestas en Colombia muestra que diversiones como las corridas de toros, los juegos de azar y las riñas de gallos —que habían sido típicas del periodo colonial— se mantuvieron vigentes durante el periodo republicano, al igual que tuvieron presencia tanto en festejos civiles como religiosos.

Para obtener una visión de las diversiones desde la noción de fiesta, parece más conveniente, entonces, acercarse a ellas a partir de dos elementos que son transversales —con diferentes matices— en todas las investigaciones sobre festividades en Colombia. El primero está relacionado con la noción de lo festivo como un espacio de representación del orden social y político, cuya puesta en escena puede difuminar las jerarquizaciones sociales por medio de la interacción entre distintos sectores sociales en el ritual o mediante la construcción de una unidad imaginaria que subsume en ella todos los antagonismos sociales (Jiménez 2007; Tovar 2009). Pero lo festivo también puede, por otro lado, producir tensiones y conflictos que se expresan en el nivel de las relaciones sociales prácticas (Jiménez 2007; Lara 2015), de la construcción de la memoria (Pérez 2010; Pérez y Yie 2012) o de las luchas más directas entre distintos grupos políticos (González 2012; González, Jaimes y Rodríguez 1994).

El segundo elemento está conformado por la relación entre fiesta y exceso, considerado este último como desfogue o distensión de las rutinas de la vida o como expresión de las pulsiones que llevan al goce festivo (Jiménez 2007; Tovar 2009). No hay fiesta sin exceso, sin transgresión, sin disrupción. Esta característica típica de la fiesta se encuentra asociada a la representación que desde el lado del poder se hace de ella como desorden y, en este sentido, como actividad objeto de control una vez que los grupos dominantes se han distanciado, por lo menos en apariencia, de las manifestaciones no oficiales, populares o paganas de la celebración festiva (Aschner 2006; González 2005; Jiménez 2007; Lara 2015; Tovar 2009; Vargas 1990).

Con el objeto de acotar este balance, las investigaciones sobre fiesta se agruparon en dos conjuntos. Uno de ellos está conformado por aquellas que se concentran fundamentalmente en la descripción y el análisis de los aspectos oficiales de las festividades. En esos trabajos las formas de diversión están ausentes o aparecen solo marginalmente, pues el énfasis se encuentra en el análisis acerca de cómo los distintos estamentos sociales se integran a los actos centrales o en la descripción de los procesos de significación que subyacen a cada momento de la escena ritual. El otro conjunto de investigaciones se compone de aquellas que integran de una forma más visible a las diversiones como un elemento constitutivo de lo festivo. Por medio de estas últimas se evaluará el lugar de lo lúdico en el exceso y en la representación del orden social y político.

Sobre el primer grupo es importante mencionar el trabajo de Javier Ocampo (2006), quien por medio del concepto de folclor proporciona un panorama y descripción de las distintas clases de festividades (religiosas, patrias, carnestolendas, socioeconómicas) y de los elementos que componen a cada una de ellas. También forman parte de este grupo los trabajos sobre la fiesta republicana de Marcos González (1998 y 2012) y de este autor con Gladys Jaimes y María Rodríguez (1994), en los que se analizan las tensiones entre las simbologías de la fiesta patria liberal y de las celebraciones del periodo de la Regeneración (como es el caso del cuarto centenario del descubrimiento de América).

También se deben mencionar las investigaciones de Amada Pérez (2010) y de esta autora con Soraya Yie (2012) sobre las celebraciones políticas republicanas. Allí plantean que estas celebraciones son formas de construcción de la memoria en las que se representa la gesta de independencia a partir de una tensión entre su articulación al pasado colonial o al presente republicano. De esta forma, las representaciones sobre la lucha independentista —desde el régimen liberal o desde el regeneracionista— quedan plasmadas en relatos sobre el origen de la nación, en colecciones de objetos emblemáticos, en los procesos de institucionalización de las ceremonias públicas y en las imágenes formadas sobre la participación de los sectores populares (Pérez y Yie 2012; Pérez 2010). En cuanto a las festividades religiosas, Marcos González (1995) se concentra en las fiestas del Corpus Christi y analiza su fastuosidad como una función política de control, que al expresar las jerarquías sociales en el acto central de la procesión las reproduce al mismo tiempo que afirma la legitimidad del poder político y religioso.

Dentro del segundo grupo se encuentran los trabajos de Camila Aschner (2006), Susana Friedmann (1982), Marcos González (2005), Orián Jiménez (2007), Pablo Rodríguez (2002), Max Hering (2015), Héctor Lara (2015), Victoria Peralta (1995), Julián Vargas (1990) y Bernardo Tovar (2009). Con la inclusión de estos trabajos en este conjunto no se quiere desconocer la variedad de consideraciones analíticas sobre la fiesta que ellos contienen, sino simplemente indicar que allí se encuentran de forma más detallada que en los trabajos ubicados en el conjunto anterior aspectos relacionados con las diversiones. En estas investigaciones se observarán los dos elementos que se han considerado de relevancia respecto a las diversiones: la fiesta como integración de las clases sociales o como medio de expresión de los antagonismos y la fiesta como exceso y desorden.

Al resaltar las características populares del Corpus Christi por encima de sus actos centrales, Susana Friedmann (1982) le asigna un lugar importante a bailes como la contradanza y a los que, según ella, siendo de tradición indígena fueron incorporados a la fiesta un vez se depuraron de “todo acto que incitara al desorden o a la violencia” (Friedmann 1982, 61). También hace una pequeña mención a los juegos de caballería conocidos como “correr cañas” y a las corridas de toros, prácticas que considera “elementos esenciales y comunes a toda celebración popular” (Friedmann 1982, 66). Por otra parte, Julián Vargas (1990) describe las corridas de toros y de gallos realizadas durante la celebración de festividades religiosas y civiles (figura 1). También comenta los bailes de máscaras que tenían lugar en el Teatro El Coliseo en Bogotá durante el siglo XVIII y el desbordamiento de la conducta de la población cuando tenían ocasión la carnestolendas en la ciudad, fiesta a la cual se agregaban las riñas de gallos (figura 2),2 el consumo de chicha y los juegos de azar, que fueron objeto de constantes prohibiciones durante toda la Colonia.

FIGURA 1. Apuestas del día de San Juan, Ramón Torres Méndez

Fuente: Colección de Arte del Banco de la República, AP 1327.

FIGURA 2. Galleros. Ramón Torres Méndez

Fuente: Colección de Arte del Banco de la República, AP 1331.

Con relación a las corridas de toros, Pablo Rodríguez (2002) comenta que durante la Colonia estos eventos tenían lugar con ocasión de festividades religiosas como el Corpus Christi, el San Juan y San Pedro, así como en las celebraciones de tipo civil como el recibimiento de los virreyes y las juras de los reyes. Indica, igualmente, que fueron prohibidas durante un breve tiempo por Carlos III, al considerarlas una actividad bárbara, y que, posteriormente, con la Independencia, fueron incorporadas a la celebración patria (Rodríguez 2002, 118). Para este autor, las corridas de toros fueron “una fiesta integradora de los distintos estamentos de la sociedad y el escenario ideal para la demostración de estatus de cada uno” (Rodríguez 2002, 120).

En su estudio sobre las fiestas de San Juan, Bernardo Tovar (2009) anota que las diversiones que tenían lugar en Bogotá durante dicha festividad en tiempos de la Colonia —como corridas de toros, carreras de caballos, juegos de gallos, uso de máscaras, consumo de licor y los bailes llamados chirriaderas— fueron objeto de constantes controles y prohibiciones por parte de las autoridades coloniales, porque según ellas alejaban a la población —tanto española como indígena— del cumplimiento de los oficios religiosos y generaban constantes desordenes en la ciudad. Por estas razones, dice el autor, en 1647 se prohibieron infructuosamente las cabalgatas nocturnas y el uso de máscaras en la celebración del San Juan en Bogotá, actitud restrictiva que el virrey Solís retomó en 1775 al prohibir las carreras de caballos y las corridas de toros (Tovar 2009, 213). Durante este periodo, también fueron prohibidas las corridas de gallos y los altares erigidos en las casas a san Juan Bautista, en torno de los cuales se realizaban las chirriaderas (Tovar 2009, 215).

Todas estas regulaciones, dice Tovar, tuvieron en su trasfondo “el esfuerzo de la iglesia por controlar y domesticar el goce festivo de la población”, esfuerzo que “ponía de manifiesto al mismo tiempo la tensión entre el imperativo de los preceptos religiosos y el llamado pulsional de las diversiones inmediatas y corporales” (Tovar 2009, 206). A partir de esta perspectiva del goce festivo el autor sostiene que los juegos en torno a los gallos y los toros relajaban, mediante la comunión implícita en el elemento sacrificial inscrito en la relación con el animal, la tensión producida por la agresividad y el antagonismo social. El exceso del goce festivo, entonces, tenía la función de evidenciar los antagonismos sociales, al igual que producía vínculos sociales integrativos por medio de los juegos, la comunión y el sacrificio (Tovar 2009, 550).

A propósito de corridas y juegos de gallos, vale mencionar el texto de Max Hering (2015) sobre un episodio sucedido en 1892 con ocasión de la celebración de la fiesta de San Pedro, durante la cual un juego de gallos realizado en la zona bogotana de Chapinero terminó en desorden y enfrentamientos entre la Policía Nacional y los asistentes a dicho evento. Este episodio —comentado también por Bernardo Tovar para indicar el significado de barbarie que poseía dicha diversión— se suscitó por una diferencia de criterios entre la Policía Nacional y el inspector del barrio, pues mientras aquella había prohibido las corridas, este último había dejado abierta la posibilidad de su realización. Esta situación, finalmente, derivó en una disputa por el ejercicio legítimo de la autoridad entre las dos instancias reguladoras.

Aunque el texto de este autor no trata directamente sobre la festividad, se incluye en este balance porque proporciona un ejemplo de los conflictos ocasionados con ocasión de las diversiones en tiempo de fiesta. En este sentido, Hering argumenta que por medio del episodio se pueden observar dos tipos de conflicto: uno relacionado con la fractura del poder que se expresa en las diferentes directrices proporcionadas por la Policía Nacional y por la Alcaldía de Bogotá a través del inspector de Chapinero, y otro que se manifiesta en la protesta social contra la prohibición de las corridas de gallos, esto es, contra el control del goce de la diversión (Hering 2015, 249).

Los juegos de azar son un capítulo especial respecto a la fiesta colombiana. Orián Jiménez (2007), en su trabajo sobre las fiestas de La Candelaria celebradas en Antioquia durante el siglo XVIII, opina que esta forma de diversión, al igual que las corridas de toros, permitía que las jerarquías sociales se difuminaran gracias a la interacción de las diferentes castas sociales en medio del desborde pasional que se suscitaba (Jiménez 2007, 84). Esta última situación y la imagen de ociosidad con que eran evaluadas dichas diversiones llamaron la atención de las autoridades borbónicas, quienes hicieron más estrictas las regulaciones que desde siglos anteriores ya existían sobre el juego (Jiménez 2007, 93). La preocupación por los juegos de azar fue uno de los ejes centrales de la política borbónica, que según Héctor Lara (2015) buscaba el establecimiento de un horario de trabajo contrapuesto “al horario de ocio y de las diversiones” (Lara 2015, 254). Sin embargo, dice este autor, a pesar del mayor control sobre ellas durante el siglo XVIII, está práctica se mantuvo en todas las clases sociales debido a la oscilación constante entre penas y prohibiciones, y a la permisividad de los funcionarios encargados de velar por el cumplimiento de las normas.

Tal vez el mejor ejemplo del exceso festivo sea la celebración de las carnestolendas. Sobre estas fiestas, en las que se juntaban casi todas las diversiones (juegos de azar, bailes, consumo de chicha, juegos de gallos y corridas de toros), Marcos González (2005) y Camila Aschner (2006) han hecho aportes valiosos para la comprensión de su derrotero histórico desde sus momentos de mayor intensidad hasta su desaparición en Bogotá a comienzos del siglo XX. González afirma que estas fiestas, celebradas en el santuario de La Peña, no formaron parte de la política de reducción de los días festivos que instauraron los borbones en su lucha contra la ociosidad, pero que, en cambio, ya en el XIX fueron consideradas un foco de desorden por parte de la Iglesia católica, que fortalecida durante el régimen de la Regeneración comenzó a debilitarlas mediante la modificación de su sentido festivo con las llamadas “40 horas de oración” y con la construcción de nuevos centros de peregrinación, que, como en el caso del templo de Nuestra Señora de Lourdes, permitieron reorientar las peregrinaciones hacia esos lugares en detrimento del santuario de La Peña (González 2005, 99).

Aschner (2006) coincide con González al identificar el declive de las carnestolendas de La Peña con los intentos de la Iglesia católica de cooptar la festividad y modificar su carácter hacia la solemnidad y el recato espiritual (Aschner 2006, 37). Pero a esto agrega la idea de un proyecto civilizatorio de las élites —expresado en el refinamiento de sus costumbres— dirigido a los sectores populares y a partir del cual todas las actividades, como las corridas de toros o las mismas carnestolendas, que fueran identificadas con la idea de desorden debían ser normalizadas (Aschner 2006, 41). La autora dice que dentro de dicho proceso de refinamiento —que hizo que las élites se distanciaran de las carnestolendas— se desarrolló un gusto burgués por los espectáculos públicos que, imitados de Europa, llegaban a la ciudad en los comienzos del siglo XX (Aschner 2006, 58).

Un texto adicional que se incluye acá —aunque no directamente relacionado con las fiestas— es el de Victoria Peralta (1995) sobre el placer de la clase alta bogotana en el siglo XIX. Para esta autora tanto el ritmo diario, marcado por las horas de trabajo, de la comida y de los oficios religiosos, como el ritmo semanal, definido por los días de mercado, se rompían anualmente con la celebración de las fiestas patrias y religiosas, momento en el cual la clase alta podía entregarse sin censura al placer dionisiaco (Peralta 1995, 49). Este desfogue de pasiones durante las festividades era el producto de la combinación entre la amplia disponibilidad de tiempo libre que tenían dichas clases —lo que las empujaba hacia el ocio y la pereza— y la imposibilidad de usar este tiempo exhaustivamente debido al ritmo pasivo de las actividades diarias en la ciudad (Peralta 1995, 41).

De las investigaciones anteriores sobre fiesta se resalta entonces la articulación entre diversión y representaciones del orden social y político, tanto en su capacidad integradora de los antagonismos por medio del juego o de las jerarquías sociales dentro de una unidad simbólica —por ejemplo, en el Corpus Christi— como en su propensión a tensionar las relaciones sociales o de favorecer los procesos de legitimación y cuestionamiento de regímenes particulares. Ejemplos de estas dos últimas situaciones son el episodio sobre corridas de gallos en 1892 y la permanencia de las corridas de toros en las celebraciones civiles una vez termina la Colonia e inicia el periodo republicano, así como su ausencia en las fiestas creadas por la Regeneración en la disputa con la fiesta liberal de la Independencia.

También es importante la relación entre diversión y exceso festivo (transgresión) en la cual se formaron los significados de desorden, ociosidad y barbarie como parte de procesos de construcción de alteridad y de políticas de control poblacional, aquellos potenciados por la Iglesia católica durante los años iniciales de la Conquista y la Colonia, y estas últimas desarrolladas por las autoridades borbónicas en el siglo XVIII. Del conjunto de textos evaluados sobre fiesta en Colombia se puede decir que hay una mayor concentración en el periodo de la Colonia y en las fiestas de carácter religioso, por lo que la reflexión sobre las diversiones se observa más en estos últimos textos que en aquellas investigaciones centradas en las fiestas civiles —especialmente en las que se interesan por la fiesta patria republicana—. Un último aspecto está relacionado con la ausencia de análisis que planteen la conexión entre las formas de diversión de la Colonia y las nuevas formas que emergen a partir de mediados del siglo XIX, pues, salvo el texto de Camila Aschner (2006), ninguno de los trabajos plantea la cuestión de posibles continuidades o rupturas entre ambos tipos de divertimentos.

Con relación a los espacios de las diversiones —el tercer aspecto derivado de los estudios de la vida cotidiana— se pueden citar los textos de Mario Jursich y Alfredo Barón (2016), Germán Mejía (2011), Camilo Monje (2011), Pablo Páramo y Mónica Cuervo (2006), Sebastián Quiroga (2018), Gina Zanella (2003) y de esta última autora con Isabel López (2008). Estos investigadores plantean que la aparición de lugares como clubes sociales, cafés y escenarios de espectáculos públicos forman parte del tránsito hacia una “ciudad burguesa” que experimentó Bogotá a finales del siglo XIX, pero especialmente de los cambios culturales en la clase alta de la ciudad expresados en la modificación del gusto y la adopción de prácticas imitadas de Europa.

Germán Mejía (2011), por ejemplo, ve en los espacios de esparcimiento que aparecen en las últimas décadas del siglo XIX en Bogotá —como el circo de toros, el hipódromo de La Gran Sabana, los cafés, los restaurantes y los teatros— uno de los factores que permitió la formación de un ámbito íntimo, más allá de lo privado, en una clase social que paradójicamente desarrollaba gustos burgueses y prácticas que exhibía como forma de manifestar su estatus ante las demás clases sociales (Mejía 2011, 33). Se trataba entonces de satisfacer dichos gustos al mismo tiempo que se protegía la intimidad, pues aquellos lugares permitían un aislamiento relativo respecto a otros sectores de la población gracias al cerramiento que implicaban y al costo de las entradas para los eventos que se realizaban allí (Mejía 2001, 37).

Este autor comenta también la aparición de los clubes sociales y de qué manera coadyuvaron en la formación de la opinión pública bogotana al servir de ámbito para el desarrollo de debates literarios y políticos (Mejía 2011, 25). Acerca de estos últimos, Camilo Monje (2011) muestra que las tertulias literarias, que se habían desarrollado hasta fines del siglo XIX dentro de las casas de sus promotores, se volvieron semipúblicas desde comienzos del XX con la aparición de los cafés, lugares de encuentro que, al contrario de los clubes sociales —que poseían un carácter más exclusivo y limitado—, expresaban dicha transición de lo privado a lo público (Monje 2011, 69-80).3

Sobre los cafés en Bogotá, Mario Jursich y Alfredo Barón (2016) han planteado que su desarrollo en la ciudad fue incipiente entre 1866 y 1912 en comparación con otras ciudades latinoamericanas, como Buenos Aires, de donde se tienen noticias sobre la existencia del primer café a finales del siglo XVIII. En un sentido similar al de Camilo Monje, los autores plantean que los cafés bogotanos fueron lugares de recepción de individuos —catalogados como “burgueses”— que añoraban las viejas tertulias realizadas en sus casas privadas, pero también fueron una especie de “repúblicas democráticas” que, a diferencia de los clubes sociales, permitieron la congregación de personas sin ninguna membresía social y cuyo objetivo consistía en reunirse en dichos lugares para hablar de cualquier tema sin tapujos (Jursich y Barón 2016, 19). Al ser espacios abiertos a un público amplio, dicen los autores, durante su apogeo en el XX los cafés fueron identificados como la antítesis de las chicherías, “al proporcionar una alternativa no alcohólica a los obreros, artesanos, campesinos o gente del común” (Jursich y Barón 2016, 18).

Gina Zanella (2003), por su parte, define los cafés, clubes sociales, hoteles, salones de baile y restaurantes que tuvieron auge a comienzos del siglo XX como espacios públicos de sociabilidad burguesa, es decir, “aquellos en los cuales los hombres se reúnen por afinidad ideológica y no para efectuar prácticas de culto o actividades ligadas a la iglesia” (Zanella 2003, 8). Estos lugares emergieron como parte de los procesos de modernización en Bogotá y representaron un nuevo estilo de vida adoptado por la clase alta de la ciudad a imitación de los gustos burgueses europeos (Zanella y López 2008).

En su estudio sobre la transformación del consumo de bebidas alcohólicas en Bogotá a finales del siglo XIX y comienzos del XX, Sebastián Quiroga (2018) ofrece una reflexión que matiza la interpretación del “ethos burgués” como núcleo de la constitución de los cafés en Bogotá. El autor sostiene que cafés y tabernas fueron lugares alternos a las chicherías como resultado de un cambio en los patrones de consumo de alcohol, que operó tanto entre las élites como en los sectores populares.

Este cambio se manifestó en la circulación de nuevos significados en torno a las bebidas alcohólicas transmitidos por medio de mecanismos como las regulaciones legales, la pedagogía moral y las estrategias publicitarias (Quiroga 2018, 145), significados que en el caso de las élites implicaron

tener otro tipo de experiencias mediante la creación de espacios ordenados, donde el consumidor proyectado estaba en línea con el ideal de buen gusto (elegante, de costumbres europeas y modernas), a diferencia de las chicherías, percibidas como desordenadas, aglutinadas y con poca higiene. (Quiroga 2018, 165)

En cuanto a las clases populares, Quiroga afirma que los nuevos significados acerca del consumo de alcohol también se impregnaron en ellas, aunque de manera diferente. En el contexto de la campaña antialcohólica que comenzaba a desarrollarse a finales del siglo XIX, los sectores dirigentes del artesanado y de la clase obrera hicieron suyo el discurso que circulaba entre las élites acerca de la temperancia como una de las vías hacia el progreso, lo que se expresaba en la idea de controlar los espacios de ocio y tiempo libre de los trabajadores con el fin de modificar su conducta (Quiroga 2018, 149-150). Este deseo de control, dice el autor, tuvo su correlato en los discursos de la publicidad que resaltaban el potencial liberador de la bebida en relación con la diversión y el ocio, razón por la cual las tabernas y los billares “se convirtieron en sitios que promovían ese ideal de entretenimiento, y comenzaron a disputar con las chicherías el rol de lugares de socialización” (Quiroga 2018, 152).

Desde una perspectiva que concibe el espacio público como una construcción social históricamente situada en la que se configuran usos, representaciones y relaciones entre sujetos, Pablo Páramo y Mónica Cuervo (2006) definen los lugares de diversión de la clase alta bogotana, tales como el hipódromo de La Gran Sabana, los clubes sociales y los teatros de fines del siglo XIX, como espacios privados que se distanciaban de lo popular y cuya relación con el espacio público se caracterizaba por la posición intermedia que este último ocupaba entre dichos lugares y el lugar de trabajo o el hogar, esto es, por ser un sitio de paso entre el espacio de los divertimentos y el espacio de la rutinas laborales o domésticas:

La relación entre el entretenimiento y lo público no se ve claramente en el espacio público, sino en prácticas como celebraciones y fiestas. Lo que sí es evidente es que desde los espacios cerrados se observa la importancia de ir a lo público, en las diversas clases sociales. (Páramo y Cuervo 2006, 187)

Llama la atención que en el análisis de Páramo y Cuervo sobre el espacio público no se mencionen los parques de Bogotá, aunque sí se dedica un espacio a las plazas públicas coloniales y a sus usos como lugares de mercado y de fusilamientos, desfiles y celebraciones religiosas. Gina Zanella (2003), en cambio, define los parques bogotanos como “espacios de sociabilidad abiertos y democráticos, en los que no existían diferencias de clase, sexo, edad o raza” (Zanella 2003, 72). Esta autora clasifica dichos espacios en parques naturales y de diversiones. Los primeros están representados por el Parque del Centenario de 1883 y el de la Independencia de 1910, lugares a los cuales la gente asistía para pasear y escuchar pequeños conciertos musicales. Ejemplos de los segundos son el Luna Park y el lago Gaitán, ambos de la segunda década del siglo XX y en los cuales se podían encontrar atracciones mecánicas, espacios deportivos y ver espectáculos públicos.

Otra perspectiva sobre los parques en Bogotá ha sido proporcionada por Claudia Cendales (2009 y 2011) y María Guerrero (2012). La primera enmarca estos lugares —con excepción del Parque del Centenario— en la transformación que sufrieron las plazas coloniales desde la segunda mitad del siglo XIX y analiza los discursos de las técnicas paisajísticas europeas —en boga por aquella época— en relación con la fisonomía que se esperaba adquirieran los parques bogotanos desde el modelo de parque europeo (Cendales 2011). Para Cendales (2009) la función principal de los parques era representar la nación y civilizar a la población mediante la instauración de monumentos patrios que evocaran los valores republicanos del país (Cendales 2009, 98). Los parques tenían también una función higiénica y social, esta última como el control del tiempo libre de los obreros, uno de los propósitos para la construcción del Parque Nacional Olaya Herrera, en 1934 (Cendales 2009, 99).

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