Kitabı oku: «Las desesperantes horas de ocio», sayfa 5

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Cuando el velocipedismo llegó a Bogotá a mediados de la década de 1890, en París esta práctica ya se había masificado gracias a la reducción del costo de los velocípedos y a la fundación de un número considerable de clubes ciclísticos (Thompson 2002). En dicha época en esa ciudad se podían contar dieciséis pistas de ciclismo (Rearick 1985, 29), dos revistas promotoras de esta práctica —Vélo, de 1891, y Auto, de 1903— (Rearick 1985, 65) y un notable aumento en la conformación de clubes de velocipedismo, que pasaron de la unidad en 1880 a ser ochocientas agrupaciones en 1910, con un total de 150 000 miembros (Thompson 2002, 136).

Esta masificación llevó a un doble uso del velocípedo en París. Por un lado, la clase alta, que había adoptado inicialmente el uso de este aparato como una mutación de la distinción aristocrática representada en la posesión y uso del caballo (Thompson 2002), regularmente hacía plácidos paseos montada en sus aparatos de dos ruedas por los boulevares de la ciudad o el bosque Bolonia (Rearick 1985), mientras que las clases populares, por su parte, avizoraban los comienzos del ciclismo profesional y del Tour de Francia —inaugurado en 1903— con la aceleración de sus velocípedos en las competiciones que se realizaban en las múltiples pistas de la ciudad (Thompson 2002).

En la Ciudad de México, de otro lado, los primeros velocípedos llegaron en la década de 1880 provenientes de Estados Unidos y se comenzaron a rentar al público en 1884, año en que se fundó el Club Velocipedistas y se dio inicio a la programación de carreras alrededor de la Alameda Central, hasta que fueron prohibidas por los continuos accidentes que causaban (Beezley 2004). Pero a diferencia de lo que sucedió en París, el velocipedismo en la Ciudad de México no se popularizó durante el siglo XIX, razón por la cual se podía observar a los miembros de la élite usar el velocípedo tanto para competir en carreras como para hacer desfiles en El Zócalo (plaza central) durante las festividades de la Semana Santa, de forma similar a los miembros de la élite bogotana, que durante las fiestas de Independencia desfilaban, montados en sus veloces aparatos, desde la Plaza de Bolívar hasta la zona de San Diego, en donde tenían lugar las carreras.

Las corridas de toros en Bogotá, que desde la Colonia se ejecutaban a caballo y con participación del público en el ruedo (Cordovez Moure 1893; Ibáñez 1913, 1915; Rodríguez 2002), a partir de la década de 1890 tomaron la forma española de torear a pie, adoptada desde el siglo XVIII en el país ibérico, donde dicha práctica ya mostraba signos de un avanzado estado de mercantilización a finales del siglo XIX, al igual que otros espectáculos en Londres y París (Shubert y Sanchis 2001). En otras ciudades de América Latina, como Buenos Aires y Río de Janeiro, las corridas de toros fueron prohibidas, perseguidas y tempranamente eliminadas del repertorio de entretenimientos decimonónicos (Cecchi 2016; Troncoso 1981; Melo y Karls 2014). Mientras en la región central de Chile las corridas de toros se mantuvieron de forma muy débil hasta desaparecer (Purcell 2000), en México la adopción del estilo español de torear se produjo de manera contemporánea a Colombia (Beezley 2004), al contrario de lo que sucedió en La Habana, que constituye un caso particular ya que la forma de torear a pie se introdujo tempranamente a mediados del siglo XIX, gracias a su prolongada dependencia de España (Riaño 2002).

La ópera, las carreras de caballos, de velocípedos y las corridas de toros de estilo español fueron las entretenciones que la élite bogotana, conformada por grandes comerciantes, ricos propietarios, hacendados, rentistas, profesionales, intelectuales, empleados oficiales de alto rango y empresarios (Mejía 1999),19 adoptaron en las últimas décadas del siglo XIX, mientras que los demás sectores de la población, entre los que se contaban artesanos, tenderos, pequeños comerciantes y otros individuos que realizaban oficios de peonaje y servicios domésticos (Mejía 1999),20 continuaron regocijándose con las diversiones heredadas de la Colonia.21

Las corridas de toros que hasta el momento se venían realizando en la Plaza de Bolívar se desplazaron hacia un circo de madera construido en cercanías de la Plaza de Los Mártires, donde los aficionados a la tauromaquia se reunían en época de temporada. En los terrenos de la hacienda La Magdalena se ubicó el primer hipódromo que tuvo la ciudad y que acogió a los espectadores aficionados a la velocidad con las carreras de caballos y de velocípedos, mientras que aquellas personas que gustaban de las artes escénicas podían congregarse en los teatros Municipal y Colón para obtener un rato de placer estético con las funciones de ópera que comenzaron a regularizarse a finales del siglo XIX. Mientras esto sucedía, por otro lado, la élite bogotana acompañó estas entretenciones con algunas formas de esparcimiento en los espacios y jardines de parques, como el Santander, el del Centenario o el de Los Mártires, donde se podían hacer paseos, observar aparatos exóticos, escuchar conciertos o divertirse con carruseles o lanchas para regatas. Las implicaciones de este proceso de adopción serán tema de los siguientes capítulos.

NOTAS

1 “Art. 1. En los días 20, 21 y 22 de julio de cada cuatro años, empezando por el de 1849, se hará en la capital de la República una fiesta provincial consagrada a honrar las acciones virtuosas, i en especialidad a conceder premios y recompensas a los habitantes de la provincia que manifiesten su laboriosidad y honradez, por las obras que presenten como producto de cualquier jénero de industria a que estén dedicados para ganar su propia subsistencia i la de sus familias”. Véase la “Ordenanza 11 de 1842, 4 de octubre”, 20 de julio Fiestas Nacionales 1849, 1849, 4.

2 En 1812 se celebró el segundo aniversario de la Independencia con corridas de toros y una representación teatral (Ibáñez 1917, 124); en 1819 el Congreso de Angostura decretó tres días de fiestas (25, 26 y 27 de diciembre) para conmemorar la gesta independentista (González, Jaimes y Carvajal 1994, 205); y en 1821 Francisco de Paula Santander, como vicepresidente de la República, ordenó la conmemoración del aniversario de la batalla de Boyacá durante los días 7, 8 y 9 de agosto con cabalgatas, comida cívica, representaciones teatrales, baile de disfraces en el teatro de la ciudad y corridas de toros (Ibáñez 1923, 219-222). Victoria Peralta comenta que Tomas Cipriano de Mosquera, presidente en 1845, decidió celebrar el trigesimoquinto aniversario de la Independencia nacional con “un festejo en el que hubo corridas de toros, encierros, cabalgatas y se gastó dinero en profusión” (1995, 49). Por su parte, José María Cordovez Moure indica en sus Reminiscencias que fue a partir de 1846, año en que se destapó la estatua de Simón Bolívar en el centro de la Plaza Mayor, cuando “se adoptó la costumbre” de conmemorar la Independencia nacional con la realización de fiestas que incluían diferentes clases de espectáculos, entre ellos las corridas de toros (1893/1942a, 86). El año de 1849 se toma como referencia porque coinciden la elección del primer Gobierno liberal del siglo XIX en Colombia y la ejecución de la Ordenanza 11 de 1842, que, como ya se comentó, establecía la celebración de una fiesta nacional en la capital de la República “consagrada a honrar las acciones virtuosas” a partir de dicho año (1849) los días 20, 21 y 22 de julio. Se desconoce la razón por la cual una disposición de 1842 ordenaba realizar la celebración de la Independencia siete años después, en 1849, y en el trigesimonoveno aniversario de dicho acontecimiento. Marcos González comenta que la Ordenanza 11 de 1842 fue la concreción de una propuesta que surgió a raíz de la muerte del dirigente militar Juan José Neira durante la guerra llamada de los Supremos (1839-1841), y que consistía en exaltar los adelantos en la industria del país mediante la creación de una “sociedad filantrópica” (González 2012, 277).

3 A partir de aquí en todas las citas se conservan las formas ortográficas del periodo estudiado.

4 “Es claro que la fiesta no pretende desligar la religión de la celebración, por el contrario, en ella, tienen espacio privilegiado, miembros de la iglesia (no autoridades eclesiásticas) que comulgan con las ideas del Partido Liberal y legitiman con su presencia el rito de la fiesta republicana” (González 1998, 72). Por su parte, Marco Palacios y Frank Safford dicen lo siguiente sobre la relación del liberalismo con la Iglesia católica: “Los liberales más radicales creían que la Iglesia católica, con su estructura jerárquica, era incompatible con la democracia; los liberales más moderados no estaban de acuerdo con esta posición tan radical, pero sí creían que era preciso reducir el poder y los privilegios eclesiásticos, por motivos tanto políticos como económicos” (Palacios y Safford 2002, 391).

5 Tomo esta expresión de Marco Palacios y Frank Safford (2002).

6 Para conocer sobre las distintas formas en que la historiografía ha concebido la relación entre el liberalismo radical y la Regeneración pueden consultarse las obras de Charles Bergquist (1978), Edwin Cruz (2011), Frédéric Martínez (2001), Leopoldo Múnera (2011), Luis Ospina (1987), Marco Palacios (1983 y 2002) y Marco Palacios y Frank Safford (2002).

7 Marco Palacios y Frank Safford (2002) plantean que una de las características del periodo inicial de la era liberal (1849-1855) fue la delimitación del conflicto partidista por la hegemonía política, lo cual incita a pensar en la exacerbación de las tensiones entre las facciones políticas.

8 “Ordenanza 11 de 1842, 4 de octubre”, 20 de julio Fiestas Nacionales 1849, 1849, 4.

9 Ibíd., 6.

10 “Art. 10. Se acordarán premios a los que, en beneficio de la sociedad, hayan proporcionado i proporcionen a las autoridades las noticias suficientes para perseguir, aprehender y castigar a los que profesan la infame industria de despojarse recíprocamente de lo que tienen, librando su fortuna al ciego capricho de la suerte”. Véase la “Ordenanza 11 de 1842, 4 de octubre”, 20 de julio Fiestas Nacionales 1849, 1849, 6.

11 En la ciudad de Medellín una fiesta religiosa importante en la que se realizaban corridas de toros fue la celebrada en honor a la virgen de La Candelaria. Para indagar sobre la relación entre estas fiestas y las corridas de toros se pueden consultar los textos de Orián Jiménez (2007) y Cenedith Herrera (2013b).

12 Por clase alta se entiende al grupo social que ocupa una posición privilegiada en la escala socioeconómica con relación a los demás grupos sociales. Es un grupo que abarca a la élite, aun cuando, a diferencia de esta, sus miembros no dirigen el sentido cultural, económico y político de una sociedad.

13 Para conocer más detalladamente el proceso de evolución del teatro en Bogotá durante el siglo XIX se pueden consultar las obras de José María Cordovez Moure (1893, 50-89) y Pedro María Ibáñez (1923, 439-447). En la ciudad de Medellín el primer teatro fue el Teatro Principal, construido en 1836 y remodelado en 1919, año a partir del cual tomaría el nombre de Teatro Bolívar (Castro 1996b; Domínguez 2004; Herrera 2013a; Reyes 1996). La zarzuela y la ópera llegaron a esta ciudad en la década de 1890 con la Compañía Hispanoamericana Dalmau-Ughetti y la Compañía Lírico Dramática Azuaga, para el caso de la primera, y la Compañía de Ópera Italiana Zenardo, respecto a la segunda (Herrera 2009, 2011). Esta última compañía pertenecía al señor Francisco Zenardo, quien fuera el artífice de la construcción del Teatro Municipal en Bogotá, en 1890.

14 Otras entretenciones de menor trascendencia eran las exhibiciones de equitación, maromeros, pirotecnia y globos aerostáticos (Cordovez Moure 1893), así como las expediciones recreativas al salto del Tequendama (Ibáñez 1917) y las jornadas de cacería de venados en la Sabana de Bogotá y de patos en la laguna de La Herrera (Wills 1935a).

15 Entre 1845-1850 y 1866-1870 las importaciones crecieron a un ritmo anual de 3 %, mientras que durante los años setenta crecieron al 5,9 % anual, manteniendo un crecimiento similar hasta finales de siglo, cuando comenzaron a decaer (Ocampo 1984, 149). Para la década de 1860, los textiles conformaban el 70,2 % de las importaciones del país, participación que disminuyó paulatinamente hasta llegar al 52,7 % en la década de 1890. Por su parte, los bienes de capital constituían el 4,9 % de las importaciones en la década de 1860 y el 11,5 % en la de 1890 (Ocampo 1984, 159).

16 En Madrid esta propuesta escénica era llamada “teatro chico” (Moral 2001).

17 “Preparado el hipódromo en la llanura de La Floresta, al occidente de la ciudad, se reunió en él varias tardes de aquel año numerosísima concurrencia, ávida de gozar de la nueva diversión. Allí se trasladaba en su mayor parte a pie, pues no había en la ciudad vehículos de ruedas, y aunque hubieran existido no se hubieran podido aprovechar, pues el mal empedrado de las calles no permitía transitar sino a los peatones” (Ibáñez 1923, 331).

18 Bogotá era la ciudad más poblada de Colombia y en 1851 contaba con 29 649 habitantes. Esta suma había ascendido a 40 833 en 1879 y a 95 813 en 1884, pero hacia 1898 el número de habitantes se redujo a 78 000. Esta situación se debió a la migración hacia zonas de tierra templada de cultivo de café y a las dos guerras civiles de 1885 y 1895, las cuales ocasionaron traumatismos en la dinámica demográfica de la ciudad (Mejía 1999). Por otra parte, en 1894 la población de Buenos Aires era de 950 891 personas (Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires 2013).

19 Aunque la élite bogotana estuvo compuesta por todos estos grupos sociales, dentro de ellos fueron intelectuales, como José María Cordovez Moure; empleados oficiales, como Genaro Valderrama, y empresarios, como Francisco Zenardo o los hermanos Carlos José y Rafael Espinosa, quienes representaron, adoptaron, impulsaron y difundieron inicialmente las entretenciones de las que se está hablando. La importancia de estos personajes y de algunos otros en el proceso que se está estudiando será comentada en los siguientes capítulos.

20 Aunque a mediados del siglo XIX Bogotá era una ciudad predominantemente mestiza, la población era identificada según criterios raciales por la clase de oficio que efectuaba. De esta forma, los pocos indígenas que había y los mestizos pobres realizaban oficios de peonaje, en el caso de los hombres, y servicios domésticos, en el de las mujeres. Por tanto, las actividades básicas de la ciudad, como el abastecimiento de los mercados, el aprovisionamiento de agua y los cuidados básicos del hogar y de las personas de clase alta, estaban a cargo de estos sectores de la población. De otro lado, un sector mayoritario de los mestizos estuvo conformado por artesanos, tenderos y pequeños comerciantes, quienes con la incorporación paulatina de la economía capitalista fueron acumulando un capital que les permitió ascender socialmente a través de sus hijos, que se convirtieron en profesionales o empleados oficiales. A este panorama se sumaban los propietarios de haciendas y comerciantes que desde la Colonia eran denominados criollos y conformaban la clase alta de la ciudad (Mejía 1999).

21 Tal vez las corridas de toros fueron la única entretención en la que se podían encontrar todas las clases sociales de la ciudad, aunque con seguridad este equilibrio tendió a variar en favor de clases mejor acomodadas en la jerarquía socioeconómica con la construcción de los circos de toros a partir de 1890 y el cobro de entradas a los espectáculos públicos. Por otro lado, es probable que el modelo compacto y no expansivo que presentó la ciudad haya favorecido el sostenimiento durante las últimas décadas del siglo XIX de las corridas de toros como una diversión de todas las clases sociales, pues en la zona central, que era la más poblada, cerca de donde se ubicaba el circo de toros construido en 1890, se concentraba la población sin presentar especialización espacial por oficio o clase social, a diferencia de las zonas periféricas, donde sí se desarrolló algún grado de especialización al ser pobladas por los sectores sociales más pobres. El modelo compacto implicó entonces que en la zona central convivieran todas las clases sociales y se mezclaran todos los usos y servicios de la ciudad: bancos, agencias comerciales, restaurantes, universidades y residencias (Mejía 1999). Es importante aclarar que la marcada división entre prácticas de diversión por clase social se fue difuminando en el siglo XX con la mayor diferenciación de clases sociales a medida que la ciudad se industrializaba, se engrosaban las capas medias, aumentaba la capacidad de consumo de los obreros y se regularizaban las horas del trabajo industrial.

LA MIRADA SOBRE LAS DIVERSIONES DECIMONÓNICAS

La mirada sobre las diversiones es el punto de vista de diversos observadores en el siglo XIX respecto a unos divertimentos específicos y al carácter de las sociedades donde tenían lugar. No fue una mirada desprevenida: observó y describió con minucia los detalles sobre la manera en que los individuos de la sociedad bogotana buscaban un grado de emoción, solaz o recreo. Dichas descripciones, más que ser fieles a la realidad experimentada, se plasmaron como imágenes que reflejan el pensamiento de los observadores y su forma de relacionarse con el mundo.

En este capítulo se analiza la construcción de dichas imágenes desde tres posiciones y objetos de observación diferentes. La primera de estas posiciones es la de los sectores letrados de la ciudad que tuvieron curiosidad por observar y describir las diversiones bogotanas de origen colonial: esta es la mirada interior. La segunda es la de los colombianos de élite que durante sus viajes al Antiguo Continente consignaron descripciones detalladas sobre las diversiones que fueron encontrando en las principales ciudades europeas: esta es la mirada externa. La tercera posición está personificada por extranjeros que anotaron los caracteres más notables de las diversiones de origen colonial en Bogotá y de aquellas que recién llegaban a la ciudad provenientes del continente europeo: esta es la mirada desde el exterior.

Las imágenes producidas por estas miradas estuvieron mediadas tanto por la experiencia histórica de cada observador como por la temporalidad subyacente de cada observación y la relación de alteridad en la que estaban inscritos observadores y observados. De esta forma, la mirada interior se construyó en torno a la discusión sobre el carácter de las fiestas patrias, celebradas en Bogotá oficialmente desde 1849, cuyo ámbito fue la disputa partidista-ideológica suscitada en Colombia desde mediados del siglo XIX. Estas fiestas se incorporaron al calendario festivo bogotano compuesto hasta ese momento por celebraciones de tipo religioso, lo que inscribe dicha discusión en una temporalidad disruptiva de los ritmos cotidianos que caracteriza la intensidad con que ella se desarrolla. Las imágenes elaboradas sobre las diversiones están condicionadas, entonces, por la posición asumida desde cada orilla ideológica respecto a su opuesto partidista, es decir que a partir de las representaciones sobre cada partido político, en el contexto de la disrupción festiva, se activan y producen las imágenes sobre las diversiones de origen colonial.

La mirada externa se desarrolló a partir de la experiencia del viaje a Europa de colombianos de la élite social y política en el contexto de un republicanismo criollo joven y de la necesidad de implementar modelos institucionales foráneos para la construcción del Estado nacional.1 Las observaciones de estos viajeros sobre las diversiones que encontraron en sus periplos por las ciudades europeas están permeadas por la posición que asumieron respecto al nivel material e intelectual de las civilizaciones con las cuales tuvieron contacto, de tal forma que dichos divertimentos aparecerán como objetos deseables o no de ser incorporados a la vida del país y de Bogotá.

La experiencia del contacto con Europa también implicó la confrontación entre dos temporalidades diferentes: el ritmo de vida en Bogotá, internalizado por los viajeros colombianos, y el ritmo de vida en las ciudades de Europa, marcado por los adelantos tecnológicos, la infraestructura de transporte y la producción fabril, así como por el carácter, la frecuencia e intensidad de los divertimentos. Las diversiones observadas por los viajeros colombianos estuvieron reguladas por la sucesión de temporadas definidas a partir de las estaciones climáticas, de tal forma que se presentaron más como espectáculos públicos que como divertimentos vinculados a alguna forma de festividad religiosa o patria, lo que indica una cadencia mayor con una programación de actividades más intensa que la que pudiera observarse en Bogotá.

La mirada desde el exterior se formó a partir de las concepciones europeas que sobre América se construyeron como parte de la relación colonial. Las observaciones de los visitantes europeos a Bogotá estuvieron marcadas por estas visiones, pero también por la posición central en la que ellos se ubicaron dentro del mundo civilizado y respecto de la cual Bogotá se encontraba a una gran distancia. Por otro lado, al igual que sucede con la mirada externa, las imágenes elaboradas sobre las diversiones bogotanas están atravesadas por la confrontación entre el ritmo de vida en Europa y el rimo de vida en Bogotá, solo que en este caso la temporalidad internalizada de los viajeros europeos es la que deja su impronta en las observaciones hechas por ellos, de manera tal que las diversiones en la ciudad se perciben con una menor cadencia que las experimentadas por los europeos en sus propios países. A continuación, se reflexionará sobre el carácter de cada una de estas miradas y de las representaciones que distintos sujetos se formaron de las diversiones que observaban en sus respectivos contextos geográficos y culturales.

LA MIRADA INTERIOR: IMÁGENES DE LAS DIVERSIONES Y LAS FIESTAS PATRIAS EN LA TENSIÓN POLÍTICA

A pesar de que durante las fiestas patrias la gente en Bogotá se divertía con bailes, carreras de caballos y algunos tipos de espectáculos, como funciones de maromeros y de teatro, la mirada interior se concentró en las corridas de toros y, en menor medida, en los juegos de azar que tenían lugar durante estas festividades. Las representaciones sobre estas dos diversiones se encuentran en un conjunto de textos cuyas narrativas giran en torno a la celebración dichas fiestas.2 Tal es el caso, para comenzar, de Las fiestas en mi parroquia, texto escrito por Rafael Eliseo Santander (1866), en el que se narra un episodio donde un hombre de sesenta y cinco años asiste, en compañía de su familia, a una corrida de toros en la parroquia de San Victorino. En medio del evento el hombre entabla una discusión con su sobrino Lucio, la cual discurre sobre la comparación entre las corridas de toros en tiempos de la Colonia y las de épocas republicanas. En ella la argumentación del hombre mayor contiene una defensa de las fiestas coloniales, a diferencia de la exposición de su sobrino, quien argumenta la superioridad de las fiestas de la Independencia respecto a las celebraciones de antaño.

A la evaluación que Lucio hace de las fiestas coloniales como “groseros entretenimientos de su época” (Santander 1866, 244), el tío contrapone la idea de orden y moralidad que caracterizaban a las fiestas coloniales en contraste con las celebraciones republicanas:

La gravedad i gentileza, la decencia i compostura, el lujo i magnificencia que reinaban en aquellos buenos tiempos, qué se han hecho? Ruido i desorden, desvergüenza i osadía, oropeles y zarandajadas de ningún valor, es solo lo que veo porque lo positivo todo ha desaparecido. No me vengas ahora con que tus fiestas populares y con que un encierro sea cosa de diversión. (Santander 1866, 245)

Luego, al ver el “desórden, jentío, gritos i silvos” de la corrida que está presenciando (Santander 1866, 246), el tío de Lucio pone en relación el desarrollo de las corridas de antaño con el poder colonial:

No hai término de comparación entre lo que veo i lo que en mis tiempos se hacia. Aquellas sí que eran fiestas! Al punto de las tres de la tarde, presente el señor Virrei en su balcón […] i libres las barreras entraban en aquella los toreadores y chuceros presididos por los de a caballo, todos vestidos con trajes adecuados i uniformes, con cintas i perendengues, con capitas de colores, haciendo la envidia de los chicos. (Santander 1866, 246)

A pesar de exaltar las virtudes de las corridas de toros durante la Colonia, el personaje del relato no asume una posición crítica respecto al orden político republicano ni añora el regreso al orden colonial. Cuando dice al sobrino: “Entonces este tu tio, que miras hoi viejo e indiferente a todo, tambien sintió su corazón palpitar de amor por una ingrata, de contento por esta patria independiente” (Santander 1866, 245), refiriéndose a las corridas de toros realizadas por Francisco de Paula Santander para celebrar la Independencia, el personaje se sitúa en una posición intermedia entre la Colonia y la República, o, como él mismo dice: “Con todos los recuerdos del antiguo régimen y con una tintura innegable del colorido de este siglo” (Santander 1866, 241).

Lo que está observando el tío de Lucio en las corridas de toros es el desmoronamiento del orden político colonial y la permanencia de unas costumbres que se van difuminando con la instauración de la república, es decir, observa la continuidad de un orden social que se resiste a desaparecer, a pesar de que el orden político que lo sustentaba ha sido derrocado:

Esta sociedad que se bulle, que hace esfuerzos para sacudir el ropaje viejo i echarse a volar vestida de lo nuevo, se siente sin embargo con ataduras, con hábitos que pareciera ya haber perdido i que de repente como que los recobra i se ostenta más aferrada a ellos. (Santander 1866, 241)

La nostalgia del tío de Lucio por las corridas de toros de antaño es el aferramiento de una generación a un pasado cuyo recuerdo, ya casi borrado, produce “sensaciones que acaso se refieren a la mejor época de la vida” (Santander 1866, 241). Pero este aferrarse al pasado se produce en el contexto de otro orden político y social en construcción, acaso incierto, que aún no parece tener suficientes respuestas al desmoronamiento del régimen colonial:

Decidme ahora, ¿qué tenéis que oponerme a estas sencillas i modestas costumbres, cuasi reglamentadas por un ceremonial de corte, que hacían del espectáculo de los toros un verdadero recreo en que sobresalían la destreza i habilidad i órden y compostura, todo a propósito para inspirar interés y entretener la atención? (Santander 1866, 246)

Acá se está planteando la cuestión de la contradicción entre las instituciones republicanas y las costumbres de la población santafereña remanentes de un orden social aferrado a su propia existencia, contradicción que expresa al mismo tiempo la necesidad de modificar esas costumbres (las corridas de toros) con diversiones y recreos coherentes con aquellas instituciones. Entonces se produce una doble imagen: la de un pasado cuyo último vestigio es una costumbre ya deformada por el inevitable devenir, y la de un presente formidable en instituciones políticas, pero sin costumbres acordes con ellas.

Una imagen diferente del orden político y social se observa en la crónica de José María Cordovez Moure (1893/1942a) sobre las corridas de toros. El autor comienza su texto cuestionando la palabra fiestas, con la cual, dice, el presidente Tomás Cipriano de Mosquera estableció en 1846 —el mismo año en que se dispuso la estatua de Simón Bolívar en la plaza principal de la ciudad— una clase de espectáculos “más o menos rumbosos y variados”, una vez se adoptó la costumbre de celebrar el 20 de julio con esa clase de entretenciones (Cordovez Moure 1893/1942a, 143). Luego comenta que el objetivo de su texto es explicar a la generación emergente

lo que pasaba en la capital de Colombia […] al poner en ejecución los hechos prácticos que se desprendían del cabalístico y misterioso bisílabo fiestas, puesto en desuso para bien y provecho de muchas y muchos desde el año de 1880. (Cordovez Moure 1893/1942a, 143)

Por fiestas se entendían las corridas de toros, y para realizarlas, dice Cordovez Moure, la municipalidad adjudicaba al mejor postor el uso de un sector de la Plaza Mayor donde se llevarían a cabo las fiestas patrias y el espectáculo de los toros como parte de la celebración.3 El tablado comenzaba a construirse el 1 de julio, lo que producía en la población bogotana una cierta excitación: “Todos hablaban de las próximas fiestas y se preparaban para ella con tal entusiasmo como si se tratara de la exposición de París” (Cordovez Moure 1893/1942a, 146). Luego comenta el autor que en este “movimiento febril” todos esperaban obtener grandes beneficios, especialmente el Gobierno, que “creía que aseguraría el orden en las fiestas. ¡Fatídica palabra, llamada a ser la esperanza de tantos y el desengaño de todos!” (1893/1942a, 148). En este punto radica la posición que asume este cronista respecto a las fiestas patrias, pues su argumentación gira en torno a la inestabilidad social que producen las corridas de toros y los juegos de azar.

Al respecto, dice el autor que, al comenzar las fiestas, el 19 de julio, “el desorden había invadido a todas las esferas sociales” (Cordovez Moure 1893/1942a, 148). Todas las personas, hasta las más pobres, empeñaban sus pertenencias e incurrían en préstamos con el fin de presenciar los espectáculos: los estudiantes dejaban la escuela, las “sirvientas” no cumplían sus funciones y decían mentiras a sus patronas para poder ir a la plaza, y los comerciantes dejaban de vender sus productos básicos, ya que la gente gastaba el dinero en artículos de fantasía para ser exhibidos en la plaza de toros (Cordovez Moure 1893/1942a, 148).

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