Kitabı oku: «Las desesperantes horas de ocio», sayfa 4
De otra parte, para María Guerrero (2012) los parques y jardines bogotanos se construyeron en medio de una preocupación por la higiene y la recreación sana al aire libre, por lo que dichos espacios tuvieron dos funciones: proveer un mecanismo de purificación del aire y servir de espacios para el paseo de los bogotanos. Al mismo tiempo, dice la autora, la construcción de parques estuvo mediada por la intención de “introducir de forma ordenada la naturaleza dentro de una ciudad en cambio” (Guerrero 2012, 114). Con relación a este propósito, la autora identifica una tendencia racional, caracterizada por su énfasis en el diseño y la simetría del paisaje, y otra de carácter romántico, cuya concepción se basaba en la construcción de parques que simularan el ordenamiento natural de la vegetación en oposición al espacio denso e insalubre de la ciudad (Guerrero 2012, 125-129).
Un último texto sobre los parques en Bogotá, escrito por Óscar Salazar (2007), se concentra exclusivamente en el análisis del significado de la planeación y diseño de los jardines del Parque Nacional Olaya Herrera en 1938. El autor encuentra que los parques construidos en la ciudad desde finales del siglo XIX fueron concebidos para cumplir cinco funciones específicas: conmemorativa, decorativa, higiénica, recreativa y urbanística (Salazar 2007, 190). Sobre la función recreativa dice que ella hacía parte de un proyecto civilizador que buscaba moldear las costumbres de la población al mismo tiempo que enmarcarlas en esquemas de jerarquización social (Salazar 2007, 194). El autor concluye identificando la brecha existente entre el diseño y la planeación de los parques y los usos que la población hizo de ellos, usos que estuvieron marcados por prácticas culturales populares que tensionaron los propósitos civilizadores de las élites políticas.
Sobre las chicherías —últimos espacios a tratar en este balance— las investigaciones que versan sobre ellas coinciden en dos aspectos. El primero consiste en su definición como lugares de sociabilidad popular que servían de crisol para la construcción de la identidad social y cultural de las clases bajas en la ciudad, pues allí se cumplían funciones de habitación de trabajadores, de albergue de paso a visitantes y de diversión a buena parte de la población, aspectos que favorecían la creación tanto de solidaridades como de conflictos entre los asistentes (López-Bejarano 2019; Páramo y Cuervo 2006; Vargas 1990).
El otro aspecto está relacionado con la regulación de la cual fueron objeto por parte de las autoridades coloniales y republicanas. Durante los últimos años del siglo XVII y comienzos del XVIII, dichas regulaciones estuvieron orientadas al control del desorden social identificado con ellas (Vargas 1990), mientras que a finales del XVIII lo que proporcionó el material que sirvió de base para justificar su persecución fue la lucha contra la ociosidad y la intención de fomentar hábitos de trabajo útil entre la población (López-Bejarano 2002; Ojeda 2007). Las anteriores significaciones se mantuvieron durante el siglo XIX y comienzos del XX, pero a ellas se sumaron el alcoholismo, la degeneración de la raza, la criminalidad y la prostitución como ideas asociadas al consumo de chicha y, por tanto, a las chicherías, por lo que su regulación y persecución se expresó como una lucha moral en contra de dichos “males sociales” (Calvo 2002; Hering 2018; Quiroga 2018).
Acerca de estas investigaciones sobre los espacios de diversión se considera importante la manera en que buena parte del análisis se funda en los cambios socioculturales experimentados desde mediados del siglo XIX por la clase alta bogotana. Sin embargo, se observa una brecha entre el análisis de los cafés o teatros —por ejemplo— y la reflexión sobre los parques bogotanos, lo cual conduce a la pregunta sobre si más allá del gusto burgués es posible encontrar otra clase de conexión entre plazas coloniales, parques y espacios de la llamada sociabilidad burguesa, pues el surgimiento de estos últimos se enmarca —en estos trabajos— en la imitación del gusto burgués europeo, sin dar cuenta de procesos conectados localmente con el desarrollo de dichos lugares y sus diversiones. Por otro lado, los análisis se concentran en un periodo que da cuenta del cambio de siglo, pero no observan relaciones de mayor plazo que puedan indicar elementos analíticos adicionales a la imitación de las prácticas europeas.
Para finalizar este balance se dirán unas palabras sobre su relación con los propósitos de la presente investigación. La pregunta por las implicaciones del proceso de adopción de diversiones en la élite de Bogotá a finales del siglo XIX se inserta en una discusión directa con la historiografía sobre el ocio en Colombia. En estos trabajos dicho proceso es interpretado como el resultado de la imitación del estilo de vida burgués característico de ciudades como Londres y París, pero si bien esta interpretación puede ser acertada, desconoce cuáles fueron las características del proceso de recepción de las diversiones y si este se produjo de manera armónica —sin sobresaltos— o si, por el contrario, fue un proceso caracterizado por selecciones y resignificaciones de las prácticas, así como por tensiones entre los sujetos que las adoptaron.
Como consecuencia de lo anterior, al ser analizadas a partir de la imitación sin mediaciones del estilo de vida burgués europeo, las actividades de ocio —esto es, las diversiones— son descritas de forma separada a las dimensiones de espacio y tiempo, las cuales aparecen en las investigaciones como simples receptáculos de objetos y prácticas. No se analiza, por tanto, la forma como se constituyen unos lugares específicos para el ocio (parques, teatros, escenarios) ni la construcción de una idea de tiempo equivalente a dichas actividades. En este sentido, un análisis del proceso de adopción de diversiones en la élite bogotana debe tener en cuenta que aquel no se produjo de forma aislada, sino que fue posible porque de manera imbricada también se desarrollaron transformaciones en los espacios urbanos y en las concepciones de tiempo.
La desatención de la dimensión de tiempo conduce, entonces, a la aplicación desprevenida de la categoría ocio, y esto genera otro problema. Si esta categoría responde a una relación de tipo temporal derivada del tiempo de trabajo industrial, tal como se usa en las investigaciones comentadas en el balance historiográfico, no es comprensible qué clase de tiempo estaría vinculado al desarrollo de tales actividades por parte de la élite bogotana, puesto que el trabajo industrial aún no se había desarrollado en el siglo XIX. Pero, por otro lado, si se tiene en cuenta que esas actividades no serían de ocio ni ociosas, se crea un vacío respecto al sentido que ellas habrían tenido para dicho sector de la población.
La respuesta a estos cuestionamientos sobre el proceso histórico y el sentido espacio-temporal de las diversiones de la élite bogotana se podría encontrar en las investigaciones sobre los espacios de diversión y las festividades colombianas. Sin embargo, las conclusiones de las primeras se basan en el mismo argumento de los trabajos sobre ocio, a saber, la imitación del gusto burgués europeo, al igual que desconocen el proceso histórico de constitución de dichos espacios. Por otro lado, la historiografía sobre la fiesta en Colombia aporta elementos valiosos para una compresión que amplíe el marco temporal —puesto que la historiografía sobre ocio se concentra en el periodo comprendido entre 1880 y 1930—, pero, lastimosamente, por las características de su objeto de estudio, en esas investigaciones la reflexión sobre las diversiones queda desprovista de cualquier vínculo con los nuevos divertimentos de finales del siglo XIX. Sobre estas dificultades se han trazado los argumentos que siguen.
NOTAS
1 Este asunto será tratado más profundamente en la segunda parte de esta introducción.
2 Las corridas de gallos y las riñas de gallos eran diversiones de diferente carácter. Las primeras se realizaban especialmente durante las fiestas de San Juan y San Pedro y consistían en quitarle la cabeza a un gallo, ya fuera cortándola con machete —por un hombre o una mujer vendados— una vez el animal estuviera enterrado hasta el pescuezo, o arrancándola, luego de ser colgado aquel de las patas, por hombres que montados en caballos pasaban raudos tratando de agarrar la cabeza con sus manos. Las riñas de gallos, más conocidas que la diversión anterior, se realizaban por lo general los domingos y no necesariamente en festividades. El objeto del juego consistía en hace pelear dos gallos entre sí hasta la muerte de uno de ellos, evento alrededor del cual giraba un gran número de apuestas entre los asistentes.
3 Dos análisis interesantes sobre la difuminación de los límites entre lo privado y lo público en torno a la aparición de los cafés en Europa se pueden encontrar en los textos de Roger Chartier (2004) y David Harvey (2003, 204-218).
FIESTA REPUBLICANA Y DIVERSIÓN
En 1849 se conmemoró, por primera vez mediante disposición normativa, el aniversario de la Independencia en la ciudad de Bogotá.1 Aunque en años anteriores se hicieran otros intentos de celebración, la fiesta del 20 de julio de ese año tuvo un significado especial.2 Según Marcos González, dicha fiesta constituyó “la primera celebración del partido liberal triunfante” durante los años posteriores a la guerra de los Supremos, entre 1839 y 1841 (González 2012, 234), a partir de la cual comenzaron a delinearse las fronteras entre los partidos Liberal y Conservador (Palacios y Safford 2002). Con esta conmemoración, continúa el autor, el liberalismo buscó vincular su ideario político a la memoria de la lucha de independencia, al mismo tiempo que interpelaba a los sectores populares como parte de su proceso de legitimación política y social (González 2012, 240). La relación entre el festejo de Independencia y el ideario liberal está expresada en el siguiente pasaje de un documento publicado en 1849, en el que se describen los distintos eventos de la celebración en ese año:
He aquí por qué el 39 aniversario de nuestro Gran dia3 ha sido uno de los que con más pompa i solemnidad ha celebrado la capital de la República. Consolidada la paz, elemento indispensable de vida para los pueblos i condición esencial para su prosperidad; asegurado el orden público, imperando la lei y nada más que la lei, rejido el país por una Administración popular, obra de una inmensa mayoría; por una Administración a cuyos actos preside la buena fe, la pureza de sentimientos, i el deseo de hacer el bien; el pueblo que nada más apetece, que nada más necesita, porque le bastan estas condiciones de bienestar; se entrega al goce de los bienes presentes, i se anticipa la risueña ilusión del porvenir […]. Bien merece tan grande objeto que se le consagren exclusivamente algunas páginas, que circulando en toda la República i aun fuera de ellas hagan ver la pompa y el decoro con que el Gobierno ha propendido a solemnizar el glorioso aniversario de nuestra existencia política, unido con el pueblo siempre liberal, siempre ardoroso i entusiasta por la causa de su Independencia i libertad, i por el triunfo de la democracia. (20 de julio Fiestas Nacionales 1849, 3)
La elección del liberal José Hilario López como presidente el 7 de marzo de 1849 fue posible gracias a una alianza entre el sector joven letrado del Partido Liberal y la Sociedad de Artesanos, organización gremial que inicialmente aglutinó al artesanado bogotano, fundada en 1847 como respuesta a la política librecambista del gobierno de Tomás Cipriano de Mosquera (1845-1849). Aunque los jóvenes liberales abrazaban el librecambio, la alianza entre estos dos sectores se gestó desde su ideario político —no económico— (König 1994), pues los principios de la Revolución francesa recuperados por la élite liberal a partir de la Revolución de 1848 —especialmente aquellos de fraternidad y libertad— permitieron interpelar efectivamente al artesanado (Palacios y Safford 2002).
De este modo, la conmemoración de la Independencia como fiesta ritualizada permitió sintetizar, al menos temporalmente, la negación del pasado colonial con el ideario político liberal y las expectativas políticas del artesanado como fundamento del poder político. No en vano los actos celebratorios de dicho 20 de julio estuvieron acompañados con la manumisión de cuarenta y cuatro esclavos, la bandera nacional en alto —tanto en edificios del gobierno civil como en iglesias— y una procesión en la que la imagen de Santa Librada, protectora del artesanado colombiano, estuvo acompañada por el presidente de la República y una comitiva de la Sociedad de Artesanos (González 1998, 67).
En relación con lo anterior, un elemento que Marcos González no identifica plenamente es el ámbito de legitimidad que el liberalismo entró a disputar a la Iglesia católica. El autor resalta el vacío que llenó la fiesta del 20 de julio respecto a la representación del orden jerárquico social que se expresaba durante las fiestas civiles en honor a las autoridades coloniales, pues a partir de la fiesta patria y del control del espacio-tiempo festivo —como él lo llama—, “los homenajes y tributos rendidos durante la Colonia a los representantes del poder monárquico [girarán] ahora en torno a los gloriosos héroes de la emancipación” (González, Jaimes y Rodríguez 1994, 214).
Pero lo que este autor no observa es que el liberalismo, como parte de su anticlericalismo, al excluir de la fiesta patria al poder religioso contrapuso a las fiestas religiosas el ritual republicano.4 No se trató únicamente de ocupar un vacío de representación dejado por una constelación de poder ya obsoleta, sino de una lucha por la representación del orden social presente poscolonial. Las jerarquías sociales, entonces, además de ser recreadas por las fiestas religiosas en cabeza de la Iglesia católica, también se expresaron por medio de las fiestas patrias fomentadas desde el Estado. En este contraste aflorarán las posiciones ideológicas de cada partido respecto a su contraparte.
El calendario festivo heredado de la Colonia, sofisticado instrumento que regulaba la actividad social con la definición de los días de descanso y trabajo, y que marcaba el ritmo de la ciudad —en cuanto a la emotividad social— con la distribución del año en periodos disruptivos y no disruptivos de la cotidianidad, se amplió con la incorporación de la celebración de la Independencia. Esta inserción adicional implicó que se formara una tensión en la definición de las fronteras relacionadas con las categorías de pasado, presente y futuro, pues todo acontecimiento consignado en un calendario, además de estar inscrito en una posición de antelación o sucesión respecto a otros acontecimientos, puede expresar también los hitos con los que una sociedad cualquiera determina la extensión de su presente en relación con la experiencia pasada de la cual se alimenta.
De esta forma, a la concepción de un pasado mítico-religioso que se repite cíclicamente e informa de esta manera al presente, se agregó otra que definió los límites entre el pasado y el presente desde acontecimientos de tipo político, con lo cual todos los hechos anteriores a la guerra de Independencia conformarían el tiempo pasado, mientras que los hechos posteriores a ella harían parte del tiempo presente y abrirían las puertas a la formación de expectativas futuras. La oficialización de la celebración de la Independencia, entonces, además de constituir una disputa por la representación del orden social, indicaba también una lucha por el ordenamiento temporal de la sociedad, aspectos que de ninguna manera estaban desligados.
En 1880 termina la “era liberal”5 con la elección de Rafael Núñez como presidente de la República (1880-1882) y con el inicio de la Regeneración, régimen político que va desde dicho acontecimiento hasta el comienzo de la guerra de los Mil Días (17 de octubre de 1899). Durante este régimen, caracterizado por legitimarse a partir de una crítica al liberalismo radical y por el desarrollo de políticas opuestas a las reformas liberales de los años anteriores,6 continuó celebrándose la fiesta de la Independencia y se incorporaron otros nuevos festejos al calendario como parte de la disputa por la representación del orden social y político. Las dos festividades más importantes de las dos últimas décadas del siglo XIX fueron el centenario del natalicio de Simón Bolívar, en 1883, y la conmemoración del cuarto centenario de la llegada de Cristóbal Colón al continente americano, en 1892.
Según Amada Pérez (2010), la conmemoración del natalicio de Simón Bolívar y la asociación entre la imagen de Cristo y la de aquel como mártires abandonados por su pueblo en el momento de su muerte permitió a la Regeneración conciliar la Independencia con los valores hispanos, considerados por este régimen como el mejor instrumento para integrar la nación y mantener el orden social. Dicha conciliación se buscó estrechar también a partir de la asignación de una doble paternidad a la patria, la de Colón, como primer padre, y la de Bolívar, como gestor de la nación (Pérez 2010, 78). La recuperación de la figura de Colón se consolidó con la celebración del cuarto centenario del descubrimiento de América, fiesta que, según Marcos González (2012), sacralizó los legados del hispanismo, representados principalmente en la religión católica y la lengua castellana. Aunque estas dos celebraciones entraron a disputar el espacio de representación, su realización no dejó de ser coyuntural, por lo que las fiestas patrias durante el siglo XIX continuaron estando en el centro del ritual republicano y de las tensiones por la representación del orden social y político, tal como se verá en el siguiente capítulo.7
La fiesta patria fue concebida como un evento de reivindicación del trabajo que permitiría a campesinos, artesanos y a cualquier individuo que realizara toda suerte de arte u oficio “presentar a la vista de sus compatriotas las producciones de su injenio i de su industria, los adelantos que cada uno haya hecho en su respectiva profesión [y] las mejoras útiles que haya introducido”.8 Esta propuesta se buscó complementar con la organización de regocijos públicos “honestos i útiles al mismo tiempo, como por ejemplo, los juegos jimnásticos, las carreras a pié, a caballo i en carros, la lucha, el tiro al blanco i otros semejantes”,9 disposición que no se llevó a cabo, pues las diversiones honestas que se mencionan tenían escaso desarrollo en Bogotá para dicha época, si es que acaso se conocían en la ciudad, por lo que los regocijos terminaron efectuándose con diversiones de otra clase, como corridas de toros, juegos de azar, representaciones teatrales, fuegos artificiales, bailes y consumo de alcohol10 (Carrasquilla 1866; Cordovez Moure 1893/1942a; Guarín 1884/1946; Santander 1866).
El incumplimiento de aquellas disposiciones y la frustración de sus nobles objetivos respecto a los regocijos y diversiones debieron estar en la base de las constantes críticas que recibieron las fiestas patrias durante el siglo XIX, cuestionamientos que fueron disminuyendo en intensidad hacia finales de siglo con la incorporación de otras diversiones, como carreras de caballos a la inglesa y carreras de velocípedos.
Las corridas de toros, los juegos de azar y el consumo de alcohol constituyen una continuidad respecto a los rituales cívicos y religiosos coloniales, de tal modo que si la celebración del 20 de julio rompió con la fiesta cívica colonial y compitió con la fiesta religiosa en cuestiones de legitimidad política y social, compartió con ellas —y heredó— sus elementos lúdicos. Durante la Colonia se realizaban corridas de toros con motivo de la llegada al trono de un monarca, del recibimiento a algún nuevo virrey que llegara a la ciudad o de cualquier otro evento que se considerara de importancia para recrear el poder colonial. Por ejemplo, las juras de Carlos III, Carlos IV y Fernando VII, así como la llegada del virrey Solís a la ciudad y el nombramiento del hermano de este último como cardenal en 1757, se celebraron con fiestas reales y corridas de toros (Ibáñez 1913 y 1915).
Las corridas de toros también fueron un elemento importante en la celebración de fiestas religiosas como el Corpus Christi y el San Juan. En la primera de estas fiestas, dicha diversión tenía lugar durante los ocho días posteriores a los festejos oficiales, llamados octavas, y en los que se expresaba el carácter popular de la celebración en las distintas parroquias de la ciudad (Ibáñez 1913; Friedmann 1982; Vargas 1990). El San Juan era una celebración con similar fastuosidad a la del Corpus, pero de carácter más popular y en la que además de corridas de toros también se efectuaban corridas de gallos y carreras de caballos (Ibáñez 1913; Tovar 2009). Esta fiesta fue objeto de control y sus diversiones estuvieron prohibidas en distintos momentos durante la Colonia, pues la bebida, los juegos de azar y las demás actividades de goce popular se catalogaron como caóticas y violentas, al mismo tiempo que interferían en el cumplimiento de los oficios religiosos y laborales de la población (Ibáñez 1913; Lara 2015; Pita 2007; Vargas 1990; Tovar 2009).11
A inicios del periodo republicano los extranjeros que llegaron a Bogotá comentaban que los juegos de azar eran una diversión constante entre los bogotanos, y que en las fondas y chicherías a menudo era posible encontrar personas de diferentes clases sociales jugando a los naipes o cualquier otro juego de esta clase (Boussingault 1892/1985; Hettner 1882/1976; Rothlisberger 1897/1993). Las riñas de gallos también fueron una diversión muy difundida que, aun cuando tenían lugar regularmente los domingos, se intensificaban —igual que el juego y el consumo de chicha— durante las festividades patrias y religiosas (Gosselman 1825/1981; Hettner 1882/1976; Steuart 1838/1989).
Otras diversiones incluidas en las fiestas patrias, pero que generalmente tenían lugar en tiempo no festivo, eran los bailes y el teatro. Las crónicas de viajeros extranjeros relatan que los bailes de los sectores populares se hacían en las chicherías al son de bambucos cantados bajo el entusiasmo proporcionado por la chicha (Hettner 1882/1976), mientras que los sectores altos de Bogotá se reunían en sus viviendas a bailar, regularmente cada semana o cuando se celebraba algún cumpleaños, bautizo o matrimonio, en torno al “valse colombiano o la contradanza española [que] constituían el repertorio de los danzantes” (Cordovez Moure 1893, 9). Este repertorio se modificó a partir de la tres últimas décadas del siglo XIX con la introducción de la polka, el vals de Strauss y la cuadrilla, ritmos extranjeros que llegaron a la ciudad gracias a la regularización de la navegación a vapor por el río Magdalena y al aumento de los viajes de colombianos de la clase alta al exterior (Cordovez Moure 1893, 14).12
En cuanto al teatro, en Bogotá solo hubo un establecimiento para representaciones escénicas hasta la década de 1890, cuando se inauguró el Teatro Municipal y se remodeló en 1892 el teatro que hasta ese momento llevaba el nombre de Maldonado, y que a partir de entonces se llamó Teatro Colón. Hasta la segunda mitad del siglo XIX, las obras teatrales en la ciudad consistían en piezas clásicas, como dramas, comedias y tragedias (Cordovez Moure 1893; Ibáñez 1923, 443), pero a partir de 1850 comenzaron a llegar compañías de zarzuela y ópera, cuya calidad fue mejorando a partir de la construcción de dichos teatros (figura 3):13
Malos dramas, en lo general, y malas traducciones extranjeras, en manos de malísimos actores, pervirtieron el gusto; y no fue sino años después cuando comenzó a regenerarse nuestra escena dramática por compañías españolas, y la lírica mucho más tarde, por italianas. (Ibáñez 1923, 443)14
De forma similar a lo descrito respecto a los aires musicales europeos —la zarzuela y la ópera—, durante las tres últimas décadas del siglo XIX comenzaron a observarse en Bogotá algunas formas novedosas de diversión, como carreras de caballos a la inglesa, corridas de toros de estilo español y carreras de velocípedos, diversiones incorporadas rápidamente a la celebración de la fiesta de Independencia en contraposición a las corridas de toros de herencia colonial, a los juegos de azar y al consumo de alcohol. La llegada de estos divertimentos fue correlativa a la mayor frecuencia de los viajes al exterior por parte de colombianos de la clase alta a partir de 1880 (Martínez 2001), a la regularización de la navegación a vapor por el río Magdalena y al aumento del comercio internacional con la dinamización de las exportaciones de tabaco entre 1850 y 1870, y de café entre 1870 y 1900.
FIGURA 3. Cartel de función de ópera, Teatro Maldonado, 1864
Fuente: Carteles de presentaciones de conciertos de óperas (1848-1916). Sección de Libros Raros y Manuscritos, Biblioteca Luis Ángel Arango.
Con los flujos de exportación también se incrementaron las importaciones, conformadas principalmente por textiles y en menor medida por manufacturas y bienes de capital (Palacios y Safford 2002, 374).15 Pero aumentó igualmente el consumo de bienes suntuosos europeos —de los cuales una quinta parte procedía de Francia—, tales como prendas de seda, cueros y licores (Palacios y Safford 2002, 375), así como otros artículos relacionados con las nuevas diversiones, como galápagos franceses para usar en las carreras de caballos, velocípedos importados desde Boston o cachuchas para ciclistas confeccionadas en Londres (“Para las carreras” 1894; “Velocípedos” 1895a; “Velocípedos” 1895b; “Ciclistas” 1899).
A finales del siglo XIX, cuando en Bogotá apenas comenzaban a desarrollarse dichas diversiones, en Europa ya mostraban un estado avanzado de expansión social, geográfica y económica, y en algunas ciudades de América Latina pasaban por notables procesos de desarrollo (Borsay 2006; Cross 1990; Rearick 1985; Uría 2003). Con relación a la ópera, por ejemplo, no hay que comentar demasiado sobre la fuerte influencia que ejercía el arte lírico italiano en el mundo y su asentamiento en París con la construcción de grandes teatros, como el de La Ópera, inaugurado en 1875. En la Ciudad de México, por otro lado, las temporadas de ópera se habían regularizado desde 1870 con una creciente cantidad de presentaciones en el Teatro Nacional, construido en 1844, lugar que también acogió al teatro de variedades (Beezley 2004), propuesta de bajo costo orientada a los sectores medios y bajos de la sociedad y que se encontraba muy difundida en Londres, París y Madrid.16 En Buenos Aires las artes escénicas tenían un amplio desarrollo con un total de veintinueve teatros en 1890 (Cecchi 2016, 44), de los cuales los más representativos eran el Politeama, el Colón y el Ópera, este último inaugurado en 1889 con luz eléctrica y capacidad para dos mil personas (Cecchi 2016, 13). Por otro lado, para el año de 1900 dicha ciudad registró alrededor de “un millón y medio de concurrentes entre teatros y otros lugares de diversión” (Cecchi 2016, 13).
Las carreras de caballos tuvieron una incipiente introducción en Bogotá con la realización de una serie de certámenes que la colonia inglesa organizó en 1825 para conmemorar su participación en la lucha de independencia (Ibáñez 1923).17 Estas competiciones decayeron hasta un nuevo impulso durante el gobierno de Tomás Cipriano de Mosquera en 1845 (1845-1849), tiempo en el cual las carreras se realizaron en un lugar llamado Campoalegre, a orillas del río Fucha, fomentadas igualmente por la colonia británica (Ibáñez 1923, 416; Rueda 1937/1963). Después de esta temporada hubo un nuevo receso en las carreras hasta la fundación del Jockey Club, en 1874, asociación que junto al Club de Comercio patrocinó la reanudación de las jornadas hípicas en un hipódromo improvisado que sus constructores —Federico Montoya y Ricardo Portocarrero, este último fundador del Jockey Club— ubicaron en la zona de Chapinero (Rueda 1927/1963, 1937/1963; Wills 1935b). A finales de siglo, en 1898, se construyó el hipódromo de La Gran Sabana en los terrenos de la hacienda La Magdalena, donde hasta entonces se habían realizado las carreras de caballos en Bogotá.
Los eventos hípicos en Europa fueron potestad de la aristocracia inglesa durante los siglos XVII y XVIII, sin que se hayan abierto a otras clases sociales, como sí sucedió en París en el siglo XIX. En esta ciudad fueron famosas las carreras en el hipódromo de Longchamp, cuya asistencia ascendió de 200 000 personas en 1870 a 500 000 en 1890 (Rearick 1985, 91). Al igual que muchos otros espectáculos en París, como los circos, cabarets y salones de música y baile (music halls), los precios de la entrada para observar las carreras eran relativamente bajos (un franco), lo que permitió, por ejemplo, que los domingos concurrieran al hipódromo regularmente 40 000 personas (Rearick 1985, 90).
Una situación similar se observaba en Buenos Aires, donde los hipódromos de Belgrano —construido en 1857— y de Palermo —inaugurado en 1876 y luego vendido al recién fundado Jockey Club en 1882— recibieron en 1900 un total de 223 000 visitantes, poco más del doble de la población bogotana en aquel año.18 Aunque al comienzo fueron una práctica estrictamente marcada por el consumo de élite, al finalizar el siglo XIX las carreras de caballos (turf) se convirtieron en el espectáculo público por antonomasia de Buenos Aires (Cecchi 2016), así como los hipódromos en “el principal terreno de encuentro entre el sector más encumbrado de la élite social y las clases subalternas urbanas” (Hora 2014, 314). No sucedió así en la Ciudad de México, cuyo primer y único hipódromo en el siglo XIX —el de Peralvillo, construido en 1882 por miembros del Jockey Club, fundado un año antes— albergó solamente a los sectores exclusivos de esa ciudad, quienes vieron en las carreras de caballos una ocasión propicia para ostentar su riqueza y posición (Beezley 2004).