Kitabı oku: «Por algo habrá sido», sayfa 16
Ni en figuritas
Sincerándose, varios años después, Joaquín me reconoció: “en esa época nosotros no veíamos una concha ni en figuritas”, aceptaba, así, que él no era el gran cojedor que nos había hecho creer, sino uno más de los boludos que nos teníamos que conformar con mirar a las mujeres sin poderlas tocar. En esa categoría estábamos todos los varones de la división, hasta los más pintones y los que se la daban más de piolas tampoco tenían novia conocida ni nada que se le pareciera. El que rompió ese invicto grupal fue el Baby. Se había enganchado con los de sexto año en el viaje de fin de curso a Bariloche y volvió con una novia discreta pero concreta: iba a uno de los tantos colegios religiosos de la ciudad y no estaba nada mal. Bueno, vamos a decir la verdad, todos lo veíamos con una envidia bárbara, no importaba si la mina se parecía a Claudia Sánchez, la modelo de moda, o a la mismísima Tita Merello.
La verdad es que estábamos desesperados por tener relaciones, por “mojar el ganso”, como le decíamos. No era fácil, ni siquiera con plata, la prostitución se ejercía en la absoluta clandestinidad y para acceder a ese mundo había que tener las contraseñas precisas. Conocer bien los nombres y los lugares. Pero a mí siempre hubo dos cosas que me caracterizaron: la iniciativa para organizar y el apresuramiento. Alguno de los muchachos del barrio me había dado el nombre y la dirección de una prostituta, fea y arruinada, que ejercía el oficio en una penosa casilla en los Altos de San Lorenzo, pero en vez de ir solo o con uno o dos más, organicé toda una comitiva de “aspirantes a cogedores” y nos aparecimos en la dirección que me habían dado. La escena era grotesca, parecíamos una jauría de perros alzados caminando por un barrio de casas escasas y árboles ausentes; golpeé a la puerta para preguntar por la susodicha, mientras un grupo de siete u ocho se quedaba esperando mi gestión.
No, no está acá, está en Punta Lara, en un bar que hay antes de la primer rotonda.
Había quedado en offside, mis compañeros me querían coger a mí, así que quedaban dos alternativas: aceptar la derrota o ir a buscarla a Punta Lara. Y todos debíamos estar muy calientes, porque aceptaron mi propuesta de ir hasta allá, eran casi dos horas de recorrido, justo desde la terminal del doscientos setenta y cinco hasta el final.
Cuando llegamos al lugar indicado, encontramos solamente un local desierto, con un montón de sillas y mesas arrumbadas, parecía salido de una serie de televisión. Pero no podía resignarme al fracaso, tenía sobre mis espaldas el destino de todo un equipo, así que me metí nomás en el negocio, los demás no tenían ningún interés en entrar. Al rato apareció un tipo, sorprendido y desconfiado, como pensando “¿qué carajo querrán estos pendejos?” Y yo, además de inexperto, de improvisado y de arrebatado, era también vergonzoso, no me animaba a decirle que estábamos buscando a una puta, así que en vez de preguntarle por la mina le dije:
¿Está Juan?
¿Qué Juan?
No supe que responderle, fui tan confuso que el tipo nos miró con más desconfianza todavía y nos sacó cagando. Cuando les conté a los que estaban afuera, se me cagaron de risa, con eso creo que ya estaba pago el viaje. Pero estábamos en Punta Lara y ya hacía calor, así que nos fuimos a la playa, algunos nos pusimos a mear entre las plantas y otros se animaron a meterse al agua. Ahí fue cuando se me ocurrió:
Vieron que yo les dije que hoy iban a mojar el ganso.
Se mataban de risa todos, se pusieron de tan buen humor que en vez que matarme a mí propusieron otro intento más: alguien tenía la dirección de una mina que trabajaba en la propia casa, y allá fuimos todos.
Esa vez, el dato no falló. La casa era una de esas casas viejas de barrio, de paredes sólidas, puertas altas y jardines con muchas enredaderas. La mujer era una morocha rellenita que vivía con un par de hijos y con un viejo que hacía de cafishio.
Bueno, pasen por acá, espérenla un cachito que ahora viene, nos dijo el viejo.
Pasamos a un patio típico de letra de tango, con piso de ladrillo y gallinero en el fondo. A un costado estaba el “consultorio”. Al ratito cayo la mujer, preparó la palangana con agua para lavarse después de cada relación y comenzó a atender. Sentados en las sillas de mimbre parecíamos los clientes de una peluquería de barrio un sábado a la tarde. Por eso Joaquín, cuando le tocó el turno, se sacó el saco y dijo:
Bueno, vamos a cortarnos el pelo. Nos reímos, era la figura exacta.
Ese hubiese sido mi debut sexual, pero no lo fue. No quise pasar, yo me había establecido una rígida norma moral: no tendría relaciones con ninguna prostituta que fuese madre de hijos varones. Me veía en el lugar de esos chicos y pensaba como me sentiría yo si mi propia madre hiciese eso, así que preferí aguantarme la calentura y esperar que se diera otra oportunidad.
La militancia
Un proyecto de santo
La culpa fue del cura hijo de puta ese y de mi abuela. Creo que ellos fueron los responsables de que yo, a eso de los 19 años, me metiera a militante revolucionario como quien se mete en un monasterio, dispuesto a sacrificar el resto de su vida y aún la vida misma por una obligación moral de servicio a dios y a la humanidad.
Nunca pensé seriamente en ser cura pero muy lejos no le anduve, a pesar de que el ateísmo en mi casa, acá en La Plata, era casi una religión. Mi madre y mi abuelo por un escepticismo visceral, mi padre por racionalidad matemática y mi abuela por pragmatismo, ninguno creía en dios. Aun así me bautizaron en la catedral, pero después de eso no creo haber pisado una iglesia hasta los cinco años. Esa edad tenía más o menos cuando llegamos por primera vez a Venezuela y mi abuela Amelia me convirtió en una especie de monaguillo “honoris causa”, acompañante de cuanta procesión hubiera en Barquisimeto y alrededores. No sé cómo, pero en poco tiempo despertó en mí un misticismo casi fanático.
Mi abuela Amelia era en realidad mi bisabuela, pero para mi padre era “mi mamá” y profesaba por ella una devoción casi religiosa. La abuela era la matriarca de una familia prolífica y reputada, que había conocido mejores épocas. Mi bisabuelo, un negro emprendedor y autoritario, era dueño de una de las tierras más ricas del Yaracuy, hoy en día convertidas en el embalse por donde cruza indiferente la carretera a Caracas. La pequeña fortuna se completaba con la quincalla más importante de Chivacoa, que convertía a los Asuaje en potentados de aquel pueblucho lúgubre y aburrido; cuyos hombres tenían como únicos motivos de atracción el aguardiente, los gallos y los toros coleados. Las mujeres del pueblo pasaban sus días amasando arepas y maledicencias tras el adobe truculento de las paredes. De vez en cuando salían para ir a misa, a las procesiones o a los entierros. El holocausto de una piara de marranos bien gordos, habría sido la causa de la debacle familiar. Terco, necio, o simplemente desafortunado, el abuelo no hizo caso de las advertencias y se largó con su capital porcino por la serpentina ardiente de la carretera, una culebra polvorienta zigzagueando entre los cañaverales. El sol despiadado del trópico cocinó el cerebro de los pobres animales y convirtió a esa carga de morrocotas de oro en un cortejo agonizante y pestilente. Aquellos proyectos de perniles y jamones suculentos terminaron al anochecer en un ejército de cadáveres hediondos e inservibles, que apestaron al Yaracuy por varios días. Con ellos entró en descomposición la pequeña fortuna de los Asuaje y la familia entera se mudó a Barquisimeto, en busca de nuevos horizontes.
La ciudad de los crepúsculos, cuando llegó la familia, era una apacible capital provinciana, abarrotada de iglesias y arrullada por una serenata sempiterna de violines y de arpas. Una antigua ciudad colonial entre cerros desolados, de casas bajas y zaguanes umbríos junto a un río ceniciento. En sus noches las comadres rezaban ante los altares y las orquestas desgranaban valses, golpes y joropos en las fiestas o al pie de las ventanas de las novias. Allí la abuela Amelia pudo dedicarse intensamente a su vocación religiosa, repartida entre la caridad y las oraciones. Así se fue cubriendo de un aura de santidad que convertía su palabra en una sentencia irrefutable. Dueña de una paciencia inconmovible y una generosidad desbordante, cuando murió el marido se convirtió en el sostén espiritual de los 9 hijos y del nieto, mi padre, a quien había criado como a un hijo más, como más que a un hijo. Porque era su predilecto y ella para él era la persona que más amaba en el mundo. Y nosotros, por ser hijos de él y por venir de tan lejos, nos convertimos rápidamente en su debilidad. En especial yo, por ser el mayor y el que más rápido se adhirió a su catolicismo militante, en un país donde la religión se manifestaba de una manera mucho más vívida que en la Argentina.
La vieja casa de la carrera dieciocho, era, en vida de ella, una especie de sucursal de la catedral de Barquisimeto. En una de las paredes la imagen del Sagrado Corazón de Jesús tenía sus velas siempre encendidas; en la otra la Virgen María custodiaba una totuma repleta de medios y de lochas para entregar a los mendigos que acudían incesantemente. Mi madre siempre recuerda la vez que atendió ella el llamado del timbre y depositó, como la cosa más natural del mundo, una moneda de un Bolívar en la mano del menesteroso. El hombre miró la moneda y la miró a ella como no pudiendo creerlo. Era mucha plata para un pordiosero: la caridad tenía límites muy precisos, y muy estrechos. El objetivo no era que los pobres dejaran de serlo, sino que siguieran existiendo, para que los buenos católicos pudiesen ganarse el cielo practicando su cotidiano acto de beneficencia.
Obviamente, yo no estaba para cuestionamientos ideológicos en ese tiempo. Estaba deslumbrado por Jesucristo, el hijo de dios, que siendo padre vive y reina y bajó a la tierra para salvarnos del fuego eterno y la virgen María que sin pecado concibió y que es la madre del hijo que es también el padre y que es tan buena y que cocina hayacas para su hijo en Navidad, que no es su hijo porque es el hijo de dios y que no son hayacas porque eso allá no existía pero no importa, eso culpa de Colón que se tardó tanto en descubrirnos y por eso el niños Jesús se privó de comer hayacas el día de su nacimiento y que es pecado mortal matar y mentir y no se cuantas cosas más y que por eso dios lo va a castigar a uno, pero que si uno se porta bien y va a misa y reza sus padrenuestros y sus avemarías y se confiesa y toma la comunión y no comete pecados mortales, entonces uno se salva y se va al cielo que es lo que vale la pena y que mire Jorgito, que cuando se vaya para la Argentina no se olvide de rezar siempre y de pedir por su papá y que bendición abuela y que dios me lo bendiga y me lo favorezca. Y ahí yo, ayudándola a prenderle velas a los santos, rezando con ella en la iglesia, acompañándola a las procesiones. De las procesiones, precisamente, tengo un recuerdo vago y vívido que perdura con la fuerza de una sensación indeleble y reaparece de tanto en tanto en los momentos más impensados. Es la tarde moribunda del trópico, ahogándose en un anochecer de velas ardientes y en la penumbra de las viejas casas de barro, con ventanas ínfimas y sombras profundas, de calvario, de juicio final, de melancolía infinita.
La vocación mística que la abuela me había inoculado estalló un tiempo después en alta mar. Fue tras el primer retorno a la Argentina, del que guardo también un manojo de recuerdos intermitentes: la cena de la última noche en un restaurante chino en Caracas, en la terraza de un edificio que, se me ocurre, quedaría por Altamira; las camas de un hotel por Sabana Grande; la partida en plena madrugada hasta Maiquetía y el fuselaje plateado de un cuatrimotor destellando en la pista, entre las densas sombras del Caribe. De ese vuelo nocturno no guardo otra memoria. Fue unos meses antes de que naciera Alejandro y de que yo me enamorara perdidamente de una nena de primer grado en la escuela número diez, que si mal no recuerdo se llamaba Mabel. Esa fue mi primera experiencia en la escuela primaria, de la que hay algunas fotos todavía: mi madre con Alejandro en brazos, Guillermo al lado y yo de guardapolvo blanco.
Como los animales, mi madre había venido buscando un refugio acogedor para parir: el mismo hospital donde habíamos nacido sus dos primeros hijos (el Instituto Médico Platense) y la casa paterna, la de cuarenta y nueve entre diecinueve y veinte. Pero al tiempo ya estábamos viajando otra vez, con Alejandro incluido, en un enorme trasatlántico rumbo a Francia.
Ese viaje si fue largo. Y resurge entonces aquella mañana en Montevideo y el SIMCA Arianne del taxista sobre el empedrado del puerto, los mareos inevitables por el zarandeo del barco a la altura del golfo de Santa Catalina, el oleaginoso calor del puerto de Santos y el interminable cruce del Atlántico, mitigado solamente por la escala en Canarias. Lo único que recuerdo de esa isla es un sol diáfano y la mantilla que mi mamá le compró de regalo a la abuela Amelia. En esos días fue que el desgraciado hizo su trabajo, ¡y cómo!, creo que si el viaje hubiese durado unos días más me hubieran terminado canonizando y con unas semanas más me habría convertido en santo. A esta altura yo sería, por lo menos, obispo o cardenal y quien te dice que no llegara un día a Papa. Tanto fue el fervor religioso que consiguió fomentar en mí, que llegó a regalarme un vino de misa; pero nunca pude probarlo, en uno de los tantos bamboleos del barco se derramó entero en el camarote. En esos días de viaje desde San Pablo hasta Vigo, ese cura español, cuyo nombre he olvidado, hizo germinar en mí la semilla de la religiosidad sembrada por mi abuela y me condenó, sin saberlo, a asumir el resto de mi vida como un sacerdocio. Yo no recuerdo exactamente qué me decía el cura, como no recuerdo bien tampoco lo que me decía mi abuela; pero lo de la entrega absoluta para ayudar al prójimo y la caridad con los pobres se me metió tan adentro que, varios años después, habría de reaparecer en mi vida de una forma que ellos nunca hubiesen imaginado. Y que, seguramente, tampoco hubiesen querido: en vez de fraile, me hice militante revolucionario. O lo intenté al menos.
La tía Tomasa
Para mí era muy importante encontrar un punto de confluencia entre el marxismo y el cristianismo, porque pesaba mucho más en mí la concepción humanista cristiana y el ejemplo de Jesús en la cruz como el acto máximo de amor, que todas las afirmaciones científicas del materialismo dialéctico. Y una de las personas que más me ayudó a aceptar que la militancia por el socialismo era una forma de cumplir con ese precepto cristiano fue la tía Tomasa. Ella era, es todavía, por suerte, la tía por parte de madre de Julio, el Tortuga, y de Carlos. Santafesina, como toda su familia, Tomasa desarrollaba su vocación en una isla del Paraná, cerca de Santo Tomé, donde la evangelización estaba muy politizada. La masacre de Trelew había contribuido en mucho a soliviantar los ánimos de los jóvenes allegados a la congregación, que reaccionaron indignados ante la burda patraña esgrimida por el gobierno. Tomasa me habló de todo el movimiento que se estaba dando a nivel nacional para derrotar a la dictadura y para construir un socialismo que sería lo más parecido a lo que predicaba la Biblia como ideal de la vida comunitaria entre los hombres.
Para que yo pudiera comprender mejor por qué el socialismo no estaba enfrentado con el cristianismo, sino todo lo contrario, la tía Tomasa me recomendó que leyera el libro “En Cuba”, de Ernesto Cardenal. Significó toda una revelación: en ese momento la revolución cubana estaba en su apogeo y el texto de Cardenal describe una sociedad en construcción, donde todo, todavía, es esperanza. Ese libro fue determinante para decidirme a encarar la militancia como un apostolado; como una misión que exigía todos los renunciamientos. Lo tomé como algo parecido a encerrarme en un convento, suponía que a partir de empezar a militar se me terminarían todos los delirios de pequeñoburgués con sueños de play boy y recursos de jornalero. Tenía que despedirme de ir a bailar a los boliches del centro, a los bailes de Universitario y ni hablar del Jockey; también tenía que olvidarme de las vacaciones en Villa Gesell, Pinamar o cualquier otro lugar “bien” de la costa, esos a los que iban las mujeres que salían en las revistas. Más aún, al abrazar la militancia creía estar condenándome poco menos que al celibato. Por eso tomé una decisión drástica: ese verano debía perder si o si mi cuasi virginidad, sometiéndome a un tratamiento intensivo de sexo desenfrenado que me sacara las ganas por varios años. Y para eso, el lugar indicado era Brasil.
O fracaso mais grande do mundo
Eran muchos los que contaban historias fabulosas de sus andanzas brasileñas, pero las que más me habían llegado habían sido las de Néstor, el hermano de Rubito. Néstor era uno de los grandes del barrio. Y era grande en todo sentido, por edad y por tamaño; nos llevaba varios años y había salido grandote como su madre. En esa época se había metido en el teatro y actuaba en una obra llamada “Lo que le pasó a Reinoso”. Todavía estaba en pie el edificio original del Teatro Argentino, con su fastuosa sala, y la obra tuvo bastante éxito; incitados por Néstor también se iniciaron en las tablas Rubito y Marito; lo de Rubito fue algo fugaz, como casi todas sus incursiones; Marito, en cambio, descubrió su auténtica vocación y terminó convirtiéndose en actor para siempre.
Bajo el farol de la esquina, como en los tangos, un grupito de pibes del barrio escuchamos embobados las anécdotas del viaje de Néstor al Brasil, con la descripción pormenorizada de las lujurias del carnaval carioca. Había ido con un amigo en un Citroen 2 CV y aunque algunos llegaron a ir mucho más lejos todavía, eso era toda una epopeya. Había significado hacer más de seis mil kilómetros(tres de ida y tres de vuelta) en esas cuatro latas que apenas llegaban a levantar noventa kilómetros por hora, en bajada y con viento a favor. En Brasil los miraban con asombro, los hombres y las mujeres, y hasta llegaban a impresionarse con el aspecto de la catramina y le decían “carro bacán”, como si se tratase de un Rolls Royce. Atraídas por el magnetismo del cachivache, las brasileñas se volvían locas y les abrían su corazón y sus piernas; los brasileños los invitaban a comer y tomar gratis y hasta los turistas americanos se prendían en la parranda con ellos. En Río vivieron el frenesí del carnaval, entreverados entre las scolas do zamba, las mulatas de ojos azules y un libertinaje inaudito para la recatada Argentina de aquellos tiempos. Si bien el Brasil también tenía un gobierno militar, la represión era casi exclusivamente política, no total, como en la Argentina. En Brasil se podían ver y oír cosas escandalosas y hasta se podían hacer cosas que aquí eran herejías. Más allá de los regímenes políticos, siempre han sido culturas distintas: la cultura brasileña está dominada por la sensualidad afro-portuguesa; con alguna influencia indígena, pero de indígenas mucho más alegres y despreocupados que nuestros pampas y araucanos, porque los indios americanos de las selvas y los ríos vivieron siempre en armonía con la naturaleza; la cultura argentina, en cambio, tiene la carga de melancolía de los inmigrantes y aún la de los indios andinos y patagónicos, acostumbrados a vivir en un ambiente hostil. Por eso, nuestras dictaduras siempre fueron mucho más drásticas en lo moral, al provenir de un catolicismo muy arcaico y falsamente puritano.
Por todo eso, el viaje a Brasil representaba algo así como una excursión orgiástica; como una aventura exuberante, mucho más si iba de mochilero. Pero tenía que encontrar un compañero dispuesto a encarar semejante aventura. Y lo encontré, por suerte o por desgracia.
Se llamaba Daniel, lo había conocido en alguna prueba de jugadores en Estudiantes y nos habíamos encontrado también en los bailes. En uno de esos encuentros, no sé cómo, surgió le idea de irnos juntos. Aunque era un año más chico que yo, era más canchero y, también, bastante mentiroso. Más ingenuo todavía que ahora, le creí todas las historias que me hizo y en cierta forma me alegré de haber encontrado un compañero con tanta calle. Parecía el secuaz ideal para las correrías imaginadas por tierra brasileña. Así fue que partimos una noche, con las mochilas al hombro, dispuestos a llegar a Río de Janeiro.
Llegamos a Constitución y nos recomendaron que fuéramos al Spinetto, un mercado del que nunca habíamos oído hablar y que todavía conservaba el ambiente de malandrinaje y bohemia de los mercados porteños que vieron nacer al tango. Entramos a caminar por los puestos de verdura y al final encontramos un camión que nos ofreció llevarnos hasta el límite con Santa Fe.
Poco a poco, como surgidas de un sueño, las imágenes me van viniendo a la memoria y puedo ir reconstruyendo el itinerario de aquella pequeña aventura. En distintos camiones atravesamos tres provincias. En Entre Ríos me impresionaron el verde de los pastos y la ondulación de las cuchillas. Había llovido y los pastos estaban húmedos, a un costado de la ruta un grupo de gauchos cruzaba un alambrado: “¿Por qué usan botas blancas?”, le pregunté al chofer del camión. “No son botas, se vendan las piernas por las víboras”. No pregunté más nada en todo el viaje.
En un par de días llegamos a Paso de los Libres y en un santiamén estuvimos en Uruguayana. Aunque estaban a pocos metros de distancia, la diferencia entre una ciudad y la otra era nítida. Paso de los Libres es una ciudad chica, casi un pueblo, parecida un poco a todas las ciudades del litoral argentino, sobria y poco poblada. Uruguayana, enclavada a la vera de barrancos de tierra roja, respiraba el aire medroso del trópico. Era bien brasileña, en sus aromas y sus colores. Bien portuguesa en la arquitectura de sus calles empedradas y de sus casas de aberturas estrechas, pintadas con una estridencia que no tienen las ciudades de raigambre española, donde el blanco morisco atenúa los contrastes. Ya habíamos llegado a Brasil, pero faltaba mucho todavía para llegar a las playas, para llegar a Río. Y uno no podía decir que había estado en Brasil si no había estado en Río.
Conseguimos alojamiento en un albergue de estudiantes, un lugar donde era posible pasar la noche bajo techo, sobre el piso, porque no había camas ni nada que se le pareciera. Pero fue el primer lugar, en días, en el que pudimos dormir acostados. Además, lo que menos nos preocupaba eran las comodidades. La prioridad era la joda, y como era sábado encontramos un lugar para ir a bailar. Y allá nos fuimos con el cabezón, dispuestos a hacer tabla rasa con todas las brasileñas, quienes seguramente a esa hora ya estarían aflojándose el elástico de la bombacha por nosotros. A las dos horas, yo ya estaba de nuevo en el albergue, durmiendo solo en mi bolsa. Creído que por ser argentino y blanquito las morochas se me iban a tirar a los pies, saqué a una negrita de pelo cortito, bien mota, que en cuanto traté de apretarla un poquito en la música lenta, me dejó con una mueca de desprecio. Bahh, ni de desprecio, de indiferencia absoluta. Tampoco me fue mejor con alguna otra, así que me fui a dormir; mi primera noche de orgía había sido un verdadero fracaso; pero lo peor vendría después, mientras dormía.
Como a Daniel parecía que le estaba yendo bastante bien con una brasileña, no quise molestarlo. Me fui solo y con envidia, puse la mochila como almohada y me dormí profundamente. Tan profundamente que no noté que alguien, en medio de la noche, metió la mano en mi mochila y me sacó la billetera; allí no tenía toda la plata, pero sí todos los documentos. Así que amanecí pobre e indocumentado y, lo que era peor, todavía como a dos mil kilómetros de Río de Janeiro.
Al otro día nos fuimos con Daniel a la ruta, para hacer dedo hasta encontrar alguien que nos llevara a Porto Alegre. Me sorprendió su generosidad cuando paró una camioneta en la que venía una señora con la hija y nos ofreció llevar a uno. Daniel me convenció de que era mejor que fuera yo, que después nos encontraríamos en Porto Alegre. Recién mucho tiempo después, atando cabos, me entró la sospecha de que había sido él quien me había robado. Aunque no sería el último ladrón en cruzarse en mi camino en ese viaje.