Kitabı oku: «El Padre Pío», sayfa 3

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«Todo se resume en esto: estoy devorado por el amor a Dios y el amor al prójimo. ¿Cómo es posible ver a Dios que se entristece ante el mal y no entristecerse de igual modo? Yo no soy capaz de nada que no sea tener y querer lo que quiere Dios. Y en Él me encuentro descansado, siempre al menos en lo interior, y también en lo exterior, aunque a veces con alguna incomodidad. Jesús se escoge algunas almas y, entre ellas, en contra de mi total desmérito, ha elegido también la mía para ser ayudado en el gran proyecto de la salvación humana. Y cuanto más sufren estas almas sin alivio alguno, tanto más se mitigan los dolores del buen Jesús. Éste es el único motivo por el que deseo sufrir cada vez más y sufrir sin alivio; y en esto encuentro toda mi alegría».

El apostolado del sufrimiento

Pedir voluntariamente padecer penalidades en lugar de otra persona es la forma más pura de ejercer el sufrimiento vicario, sin duda la más perfecta y difícil, y por eso parece reservada a las almas elegidas de los santos, hasta el punto de que constituye uno de los caminos más directos para alcanzar la santidad. Consciente de que la dureza de este camino no lo hace adecuado ni asumible por la mayoría de los creyentes, el Padre Pío en su correspondencia

desaconsejaba a muchas personas que se ofrecieran como almas víctimas, pues conocía las enormes dificultades de este carisma.

Sin embargo, el carisma de alma víctima dentro de la Iglesia no está destinado solamente a los santos, o a personas de extraordinaria categoría espiritual, aptas para resistir las duras pruebas del sufrimiento vicario. Más bien podemos decir que está abierto y disponible para todos aquellos creyentes que son llamados a esta misión sacrificial por el mismo Cristo, ya que hay otra modalidad más sencilla y asequible de sufrimiento reparador para el común de los mortales, que consiste en ofrecer nuestros propios sufrimientos, es decir, aquellos que nos corresponden por prueba o expiación, con la intención de aliviar o eliminar los padecimientos de otras personas, incluyendo la petición de misericordia para sus pecados, y la conversión y salvación de sus almas.

«A vosotros que sufrís, os pido que nos ayudéis. Pido que seáis una fuente de fuerza para la Iglesia y para la humanidad. En la terrible batalla entre las fuerzas del bien y del mal que nos presenta el mundo contemporáneo, venza vuestro sufrimiento en unión a la cruz de Cristo».[11]

«Muchos hombres y mujeres en la historia de la Iglesia han sido llamados a abrazar esta fuerza del evangelio del sufrimiento en grados altísimos de oblación y ofrecimiento. Estos, llamados almas víctimas, cooperan de manera particular con la obra redentora de Cristo en cada generación. La Cruz es reproducida en sus vidas transformándolos en víctimas de amor. Ellos abrazan la Cruz por amor a Cristo, en plena comunión con Él y en imitación plena del Maestro, ofreciéndose como Él, con Él y en Él, por la salvación de la humanidad y para el bien de toda la Iglesia».[12]

Santa Teresita del Niño Jesús decía: «Ofrezcamos nuestros sufrimientos a Jesús para salvar almas. Pobres almas... Jesús quiere hacer depender su salvación de un suspiro de nuestro corazón ¡Qué misterio! No rehusemos nada a Jesús» (Carta 85). «No perdamos las pruebas que nos envía, son una mina de oro sin explotar» (Carta 82).

En sus apariciones, María ha hecho continuos llamamientos a la necesidad de sacrificarse por la salvación de las almas. Por ejemplo, en la revelación en Fátima del 13 de agosto de 1917: «Orad y haced sacrificios por los pecadores, porque hay muchas almas que van al infierno, porque no hay quien se sacrifique ni ore por ellas».

Esta modalidad de victimación está abierta a todos los creyentes, aunque suponga indudablemente un cierto grado de heroísmo: «Por eso, debemos tomar partido en esta lucha permanente contra el mal y contribuir con nuestro granito de arena en la construcción de un mundo mejor. Ofrezcamos con amor nuestros sufrimientos por la salvación de los pecadores. ¿No querrías ser tú de esas almas heroicas que se han consagrado al Señor para salvar a los pecadores? Estas personas ofrecen su vida y sus sufrimientos por la salvación del mundo. Son almas enteramente disponibles para cumplir en ellas la voluntad de Dios. Quieren arrancar a los pecadores de las garras de Satanás para devolvérselas a Dios. Pero ello no es posible sin amor y sin dolor. Algunos las llaman almas víctimas. Ellas son verdaderas maravillas de Dios, joyas de su amor, perlas preciosas, flores hermosas de su jardín. Son hostias inmaculadas y puras, como lo han sido todos los santos».[13]

Fruto de esta corriente de espiritualidad ha sido la creación en los últimos tiempos de un número cada vez mayor de grupos institucionalizados y fundaciones que nacen con el exclusivo propósito de hacer del sufrimiento reparador su vocación y carisma más genuino. El conjunto de estas instituciones ha desembocado en el ámbito de la fe cristiana en lo que se conviene en llamar el «Apostolado del Sufrimiento», cuya idea motriz hay que buscarla en santa María Magdalena de Pazzi (1566-1607), que llevó una vida de continuo martirio por las almas –«¡almas, dadme almas!», decía continuamente–. Suyas son algunas de las frases más famosas sobre el sufrimiento vicario: «Padecer y no morir», «no morir, sino sufrir», «ni morir ni curar, sino vivir para sufrir». Por supuesto, también recibió los estigmas.

Además de éstos, recibió los consiguientes e intensísimos dolores, violentas jaquecas y parálisis frecuentes, acompañados de una catarata de tentaciones de todo tipo: de fe, de ira, egoísmo, tristeza, falta de confianza en Dios, abandono de vida religiosa, todo tipo de pensamientos impuros... tan es así que pedía insistentemente:«Ya que me has dado el dolor, concédeme también el valor». Pero aun así seguía repitiendo: «Ni sanar ni morir, sino vivir para sufrir».

Esta experiencia del apostolado del sufrimiento fue recogida y perfeccionada algo más tarde por santa Margarita María de Alacoque: «Todo mi apostolado consistió principalmente en abrazarme gozosa a la Cruz y en abandonarme amorosamente al Crucificado divino con gratitud del alma y con sed inmensa de su gloria. ¡Oh, aprended, pues, ante todo, la ciencia sublime de sufrir! ¡Sí, de sufrir amando y de cantar sufriendo para gloria del divino Corazón! Dejaos atraer desde el Calvario a su Calvario, sin vacilaciones ni cobardías... Ceded al imán de su Corazón crucificado... Y no temáis, porque Aquél que os ha inspirado el deseo ardiente, y el querer, sabrá también daros el poder con gracia superabundante. Acercaos, pues, al Tabernáculo del Rey de amor... Venid, llevándole gozosos, como ofrenda de apostolado, las dolencias... Ofrecedle, como rico tesoro, las flaquezas dolorosas de la salud quebrantada... Presentadle este precioso obsequio, y, colocándolo en la herida de su Corazón adorable, decidle con toda resignación, con celo ardiente y con amor apasionado: “Acepto Señor, la gloria incomparable de ser una partícula de la Hostia redentora que eres Tú mismo... Pero, en recompensa, sana las almas enfermas, y, a cambio de este Calvario nuestro, sube al Tabor de tu gloria, Jesús”».

El caso quizá más conocido dentro de este apostolado del sufrimiento fue el que llevó a cabo la mística francesa Marta Robin. Aquejada desde la infancia por muchas enfermedades incurables, que la produjeron parálisis, trastornos digestivos y ceguera, pasó cincuenta y tres años inmovilizada en su lecho, sin tomar otro alimento que la Hostia. A raíz de una revelación en 1928, ofreció su vida al Corazón de Jesús en la Cruz. Desde entonces, comenzó a sufrir también los estigmas.

A medida que su fama aumentaba, recibía innumerables visitas –llegó a recibir a más de 100.000 personas– y mantenía una intensa correspondencia con personas de todo el mundo. Cambió la vida de muchas personas escuchándolas, aconsejándolas, alentándolas... Incluso fue capaz de realizar numerosas obras de caridad con los pobres, y de fundar una congregación, la Foyer de Charité, hoy extendida por varios países. Resumía su misión en dos palabras: «Ofrecerse y sufrir».

Otra alma víctima de especial relevancia en los tiempos actuales lo constituyó la beata Luisa Piccarretta (1865-1947), que mantuvo frecuentes contacto con el Padre Pío por bilocación. Siendo todavía niña, comenzó a manifestar una misteriosa enfermedad que la obligaba a quedarse en cama. Alrededor de los dieciocho años, mientras se encontraba haciendo la meditación sobre la pasión de Jesús en su habitación, sintió su corazón oprimido y que le faltaba la respiración. Asustada, salió al balcón y desde allí vio que la calle estaba llena de personas que empujaban a Jesús llevando la Cruz. Sufriente y ensangrentado, Jesús alzó los ojos hacia ella pronunciando estas palabras: «¡Alma, ¡ayúdame!».

Luisa entró a su habitación con el corazón desgarrado por el dolor, y llorando le dijo: «¡Cuánto sufres, oh mi buen Jesús! ¡Si pudiera yo al menos ayudarte y librarte de esos lobos rabiosos, o cuando menos sufrir yo tus penas, tus dolores y tus fatigas en tu lugar, para así darte el más grande alivio...! ¡Ah, Bien mío!, haz que yo también sufra, porque no es justo que tú debas sufrir tanto por amor a mí y que yo, pecadora, esté sin sufrir nada por ti». Y desde aquel momento repitiendo siempre su fiat, se hicieron más frecuentes los períodos transcurridos en cama, hasta el punto que estuvo postrada sufriendo una completa inmovilidad durante 62 años.

Luisa murió antes de cumplir los ochenta y dos años de edad, el 4 de marzo de 1947, después de una corta pero fatal pulmonía –¡la única enfermedad diagnosticada en su vida!–.

2 La sangre del Cordero

«¿Un hombre que ha permanecido crucificado durante medio siglo? Todo eso, ¿qué quiere decir? ¿Sabéis por qué subió Jesucristo a la Cruz? Subió a la Cruz por los pecados de los hombres, y cuando en la historia aparece algún crucifijo, eso quiere decir que el pecado de los hombres es grande y que para salvarlo es necesario que alguien regrese otra vez al Calvario, vuelva a subir a la Cruz y allí permanezca sufriendo por sus hermanos. Nuestro tiempo tiene necesidad de gente que ofrezca lo que el Hijo Unigénito sufrió. En eso consiste toda la cuestión del Padre Pío».[14]

«El Padre Pío recibió los estigmas en su cuerpo, como Cristo, para destruir los pecados y los sufrimientos del mundo contemporáneo» (Cardenal Corrado Ursi).

«Con Cristo estoy crucificado: y no vivo yo, sino que Cristo vive en mí» (Gál 2,20).

Viacrucis

Como todas las almas víctimas, el Padre Pío realizó su misión vicaria de expiación a través del sufrimiento. En el mes de junio de 1913 escribía al Padre Benedetto, su director espiritual: «El Señor me hace ver, como en un espejo, que mi vida futura no será más que un martirio» (Epistolario I, p. 368).

Esta premonición del Padre Pío se cumplió plenamente a lo largo de toda su vida, que se convirtió en un auténtico viacrucis bajo el peso de sufrimientos abrumadores, tanto físicos como morales y espirituales.

«Me encuentro levantado no sé cómo en el ara de la Cruz desde el día de la fiesta de los santos Apóstoles, sin jamás descender ni por un instante. Anteriormente era interrumpido el suplicio algún instante, pero, desde aquel día hasta aquí, el sufrimiento es continuo, sin interrupción alguna. Y este penar va siempre en aumento. ¡Fiat!» (carta del 21 de julio de 1918).

Las enfermedades sufridas por el Padre Pío fueron documentadas en un memorial enviado al Vaticano por el doctor Miguel Capuano, su último médico. El doctor Capuano ejerció su profesión en San Giovanni Rotondo durante cincuenta años, cuarenta de los cuales al lado del Padre Pío y, poco antes de morir, firmó página por página un largo informe científico, en el que anotó con escrupulosidad una larga serie de enfermedades padecidas por el fraile de los estigmas:

«El Padre Pío –se lee en el informe– perdía algo así como un vaso de sangre cada día. Tenía fiebres que a veces alcanzaban los 44-45 grados, las cuales se podían medir solamente con termómetros especiales. A la bronquitis crónica, que tuvo desde niño, se habían añadido el asma y una pleuritis exudativa, enfermedad que dejaba al Padre Pío sin respiración a causa de las terribles punzadas en el costado. Sufría también de pulmonía y bronco-pulmonía dos veces al año, en las estaciones intermedias; de úlcera péptica, con espasmos, vómito y ayuno forzoso. Más tarde aparecieron los cólicos de los cálculos renales, que le hacían gritar durante horas al punto de invocar la muerte. No faltaban las enfermedades –por así decirlo– ligeras, como la artritis, la artrosis, la descalcificación de los huesos de toda la columna, la rinitis hipertrófica, la faringitis y la laringitis purulenta, la otitis, la sinusitis, y las fuertes migrañas.

Además, el Padre Pío no veía bien, al punto que no podía releer sus propios escritos y, en los últimos años de su vida, fue afligido por un epitelioma en el oído izquierdo que no le permitía dormir de aquel lado. Tenía un quiste en la parte derecha del cuello, que le impedía girar la cabeza, y luego aquella hernia en la ingle derecha que en 1925 le llevó a la operación, la cual le fue practicada sin anestesia, porque el Padre Pío tenía miedo a que, bajo los efectos de los fármacos, los médicos aprovecharan para escudriñar sus llagas, que llevaba rigurosamente cubiertas».[15]

A este terrible cuadro clínico hay que añadirle los dolores continuos que padecía debido a sus estigmas, la escasísima cantidad de comida que ingería –a todas luces insuficiente para cubrir sus necesidades diarias, hasta el punto de que durante períodos largos de tiempo solamente se alimentaba de la Hostia–, sus mortificaciones, las largas horas de permanencia en el confesionario, y el hecho de que apenas dormía. Un médico llegó a decir, asombrado ante la pasmosa resistencia de aquel fraile que llevaba una vida increíblemente activa a pesar de sus sufrimientos físicos, que para la medicina «el Padre Pío está biológicamente muerto».

Junto a estos sufrimientos físicos, el Padre Pío también padeció sufrimientos de orden moral y espiritual. Aparte del dolor que experimentaba viendo la decadencia moral del mundo, durante toda su vida fue asaltado por unos lacerantes escrúpulos, que le atormentaban de tal manera que incluso –aunque parezca increíble decirlo– ¡le llevaron a albergar serias dudas sobre si se iba a salvar o no! Esta prueba, inexplicable en alguien tan tocado de gracias sobrenaturales, era aceptada por él como venida de Dios, y tenía por objeto preservarle de la soberbia.

«No se trata de desesperanza –le decía en una carta a su confesor–, pero no lo entiendo. Es terrible. No sé cómo el Señor puede permitir todo esto. Me veo a disgusto en todo, y no sé si obro bien o mal. No se trata de escrúpulos, sino de que la incertidumbre de agradar o no al Señor me aplasta. Y eso en todo y en todas partes, en el altar, en el confesionario, en todas partes. Avanzo casi por milagro, pero no entiendo nada».

Como trasfondo de todos sus sufrimientos, sufrió durante amplios períodos lo que viene a llamarse, desde san Juan de la Cruz, una terrible «noche espiritual», que le sumió en crisis, sequedades, incertidumbres y angustias indecibles. ¡Quién lo diría, cuando se le veía bromear y atender con tanto amor y entrega a su ministerio sacerdotal!

«Las tinieblas se van intensificando cada vez más; las tempestades se suceden a las tempestades y en lo íntimo de mí mismo van haciendo un vacío cada vez más espantoso, que me hace morir de terror en cada instante. Dondequiera vago encuentro espinas, que todo me penetran. Mis sufrimientos interiores crecen y crecen cada vez más sin el menor descanso. Así lo quiere el Señor, porque así desea ser amado de sus criaturas».

«La noche se va haciendo cada vez más profunda; la tempestad, cada vez más áspera; la lucha, cada vez más apremiante, y todo amenaza una inundación de la pobre nave de mi espíritu. Ningún consuelo baja a mi alma. Sólo veo con claridad mi nulidad, de una parte; y de la otra la bondad y el tamaño de Dios. Veo a Dios en mí mismo y, lejos de satisfacer mi afán, mayor deseo siento».

En el fondo de sus sufrimientos morales latía la creencia de su radical incapacidad, que le hacía sentirse indigno de los dones que el Cielo había volcado sobre él con tanta abundancia. Frecuentemente se quejaba de que cualquier otra persona, en su lugar, habría hecho más que él, acusándose de no haber sabido corresponder adecuadamente a tantas gracias como se le habían dado. Llegó a decir que no entendía por qué su hábito de capuchino no salía huyendo de él, escandalizado de su indignidad como siervo de san Francisco. ¡Cosas raras de los santos!, pues esta actitud de considerarse radicalmente indignos de la gracia de Dios fue común a muchos de ellos.

Llevaba sus sufrimientos en secreto, pero a veces abría su alma atribulada ante personas de su confianza. En agosto de 1922 el Padre Rómulo Pennisi, director del pequeño seminario capuchino de San Giovanni Rotondo, rodeado de sus alumnos, tuvo este diálogo con el Padre Pío:

—Padre Pío, hoy veo que sufres mucho. Dime: ¿Te duelen mucho tus llagas?

—Hijo mío, cuando tú tienes una llaga, ¿te duele? Ahora piensa que yo tengo cinco, y... ¡qué llagas!

—Entonces, dame un poco de tu sufrimiento. El sufrimiento compartido es menor.

—Eso nunca, hijo mío. Soy celoso de mis sufrimientos. Si Dios te diera una centésima parte de lo que yo sufro, no resistirías ni siquiera un minuto. Morirías al instante.

—Padre Pío, aquí están los seminaristas que quieren aligerarte un poco el peso de tu Cruz. ¿Por qué no pides al Señor que distribuya un poco de tus sufrimientos en cada uno?

—No reparto con nadie mis joyas.

Así era el Padre Pío. Él sabía que había sido escogido por Dios como colaborador de la obra de la redención de Cristo y que esta colaboración se realizaba a través de la Cruz. Bajo un jefe coronado de espinas, él no quiso ser menos. Y esto duró durante toda su vida.

Un confidente un día le preguntó:

—Padre, ¿cuándo sufre?

—Siempre, hijo mío. Desde el seno de mi madre.

—¿Sufre mucho, Padre?

—Todo lo que puede sufrir quien carga con la humanidad entera.

Cleonice Morcaldi, su hija espiritual predilecta, unos días antes que el Padre Pío muriera le preguntó:

—¿Cómo se siente, Padre?

—¡Mal, mal, mal! –le respondió.

—¿Qué sufre? –volvió a preguntarle la hija espiritual.

—¡Todo, todo, todo!

—¿Al fin está usted saciado de tanto sufrimiento?

—¡Todavía no!

—Pero, ¿qué es para usted este bendito sufrimiento?

—¡Es el pan de cada día, es mi delicia!

—Pero, Padre, la culpa es de usted, porque tuvo la imprudencia de ofrecerse víctima no sólo por la Iglesia y por Italia, sino por todo el mundo.

—Bueno, era también necesario encontrar a un tonto como yo que aceptara.

Así, con una broma, este hombre de Dios intentaba ocultar el drama de sus heroicos sufrimientos.

Holocausto final

Aparte de su sufrimiento como víctima general de expiación para la salvación de las almas, el Padre Pío también desarrollaba actos de inmolación por personas concretas y circunstancias determinadas, asumiendo conflictos y crisis que muchas veces superaban la dimensión personal, y apuntaban a hechos de relevancia para la Iglesia o que incluso podían referirse a un horizonte mundial.

Una parte de su actividad como alma víctima nos es conocida en su intimidad a través de los éxtasis que experimentaba, especialmente en sus primeros tiempos como capuchino, pues en este estado de trance expresaba en detalle su lucha con Dios con el fin de conseguir misericordia para alguien. Son éxtasis parecidos a los de santa Gema Galgani, otra alma víctima.

Siendo todavía joven el Padre Pío, un religioso entró en su celda para hablar con él. Estaba en profundo recogimiento, hablando con el Señor, y no se dio cuenta de que el religioso había entrado. Éste, sorprendido por la oración que estaba haciendo, empezó a transcribir aquella plegaria:

«¡Oh Jesús, te encomiendo a aquella persona! ¡Conviértela, sálvala! No sólo conviértela, ¡sino sálvala! Si se tratara de castigar a los hombres, castígame a mí... ¡Oh Jesús, convierte a aquel hombre! Tú lo puedes... sí, eres poderoso. Me ofrezco a Ti, Señor, todo por él... Jesús, ¿es fea aquella persona?... Abuso de tu bondad... eres Padre... la gracia se la debes conceder Tú... Aquél será malo, pero tú puedes cambiarlo... te voy a cansar hasta lograrlo. Quiero que sepas, Jesús, que si no lo conviertes, ¡te voy llamar “malo”! ¿Cómo?... ¿Por tantos y tantos no te mides en dar tu sangre?.. La gracia se la debes hacer Tú... hasta que no sepa que ya se la concediste, no me cansaré de pedírtela. Jesús mío, no me digas que no. Recuerda que por todos derramaste tu sangre... y, ¿qué tiene que ver si aquél es duro? Jesús, otra gracia... A los sacerdotes los debes ayudar, especialmente en nuestros días... son espectáculo y blanco de todos... Mientras se trata de mí, haz lo que quieras, de lo de ellos, no...».

Ya desde sus primeros tiempos como capuchino se había ofrecido como víctima por todos los Papas, a los que aseguraba una obediencia y lealtad sin límites, aunque hubo algunos que, fiándose de consejeros que le proporcionaban informaciones falseadas sobre el fraile estigmatizado –como fue el caso de Juan XXIII–, cayeron en incomprensiones hacia él, autorizando severas restricciones a su ministerio sacerdotal.

Después del Concordato de 1929 entre el Vaticano y el Estado italiano, hubo un período de relativa paz, que se rompió dos años después por las tensiones provocadas por las organizaciones fascistas contra la Acción Católica que Pío XI consideraba como la niña de sus ojos. El Papa no se doblegó frente a las vejaciones fascistas y, el 5 de junio de 1931, intervino enérgicamente con una encíclica contra la ideología fascista, que consideraba como «estatolatría pagana».

Las fuertes palabras del Papa ocasionaron un enorme revuelo. En el convento de San Giovanni Rotondo el mismo Padre Pío comentó la encíclica papal y se refirió a los malos propósitos de Mussolini; pero dijo que, a pesar del peligro en que se encontraba Pío XI, el Papa estaba a salvo, «porque algunas personas se habían ofrecido como víctimas por la Santa Iglesia». No dijo más, pero todos entendieron que una de esas almas víctimas era precisamente él.

Al entrar los alemanes en Roma el 10 de septiembre de 1943, al Padre Pío le sobrevino una extraña enfermedad, quizá presintiendo que el Santo Padre estaba en peligro.

Son innumerables los casos en los que el Padre Pío se apropió vicariamente de los sufrimientos de otras personas. Durante la Cuaresma de 1956, un joven afectado de un tumor en la sien fue a hablar con el Padre Pío. El Padre Atilio Negrisolo le preguntó después al joven qué le había dicho, a lo que respondió: «Me ha dicho: suframos juntos».

Este sacerdote se encontró después el Viernes Santo con el Padre Pío, y éste le confesó –a la vez que se señalaba la sien– que «me da la impresión como de tener un taladro que me penetra en la cabeza». Entonces el Padre Negrisolo observó: «¡A la fuerza ha de ser, Padre, cargáis con el mal de todos!». El Padre Pío entonces respondió: «¡Ojalá fuera verdad que pudiera cargar con el mal de todos para verlos a todos contentos!». Por supuesto, el joven no tardó en curarse.

En general, podemos decir que el Padre Pío cargaba sobre sus espaldas una enorme Cruz, hecha de los sufrimientos de todos sus devotos, de todos sus hijos espirituales, a los que nunca abandonaba, y a los que tenía siempre presente. En una de sus cartas a Raffaelina Cerase encontramos estas palabras: «Por mi parte, no puedo menos que compartir de buen grado con usted el dolor que la oprime, pedir más asiduamente a Dios por usted y desearle que el dulcísimo Jesús le conceda la fuerza espiritual y material para atravesar la última prueba de su paterno amor a usted [...]. ¡Cuánto quisiera estar cerca de usted en estos momentos para aliviar de alguna manera el dolor que la oprime! Pero estaré espiritualmente cerca de usted. Haré míos todos sus dolores y los ofreceré todos en holocausto al Señor por usted».[16]

Un aspecto poco conocido de la vida del Padre Pío es el hecho de que hubo en su vida varias personas que se ofrecieron como víctimas por él, con el fin de conseguirle el cese de sus tribulaciones en circunstancias especialmente difíciles de su existencia. La víctima por excelencia fue así salvada y beneficiada por otras almas víctimas, en una emocionante cadena de reciprocidad.

Una de estas almas generosas fue la ya mencionada Rafaelina Cerase, de la ciudad de Foggia. Esta mujer, muy enferma, se ofreció en 1916 como víctima para que el Padre Pío –que estaba exclaustrado en Pietrelcina por causa de extrañas enfermedades– sanara de sus dolencias y regresara a su comunidad. En efecto el Padre sanó, se despidió de su tierra y fue destinado al convento de los capuchinos de Foggia, en donde pudo atender espiritualmente a Rafaelina.

En los años de segregación absoluta en San Giovanni Rotondo (l923-1933) hubo otra hija espiritual del Padre Pío que ofreció su vida para que cesara la persecución contra el estigmatizado. Se llamaba Lucía Fiorentino. El Señor le tomó la palabra y Lucía murió en 1934, pocos meses después de que el Papa Pío reconociese públicamente la inocencia del Padre Pío.

Lucía Fiorentino era un alma excepcional que tenía frecuentes fenómenos místicos, entre ellos locuciones interiores. Ya desde 1906 el Señor le había anunciado que vendría de lejos un sacerdote, simbolizado por un gran árbol cuya sombra cubriría todo el mundo. Quien con fe se refugiara bajo él, obtendría la verdadera salvación. Por el contrario, quien se burlara sería castigado. El Padre Pío era este árbol, hermoso y rico en hojas y frutos de santidad y salvación para muchos.

También el Padre Pío contó en su titánica empresa como alma víctima con la colaboración de algunas personas, la mayoría hijas espirituales de él, que se asociaron libremente en su obra reparadora y expiatoria. De entre ellas destaca con luz propia Cristina Montella, que contaba sólo 14 años de edad cuando se le apareció en bilocación el Padre Pío, y que desde ese momento tuvo una especial relación con él. El capuchino la tomó bajo su protección y la hizo su hija espiritual, llamándola la «Niña», apodo cariñoso que empleó con ella durante toda su vida. Cristina recibió los estigmas en la fiesta de la exaltación de la Cruz –14 de septiembre de 1935–. Primero fueron visibles, pero ella pidió que se le retiraran, lo cual le fue concedido, aunque siempre sufrirá los dolores de los estigmas invisibles.

Habiendo profesado como monja bajo el nombre de Rita, cada noche revivía durante tres horas con el Padre Pío, presente en su celda por bilocación, los sufrimientos del Señor en lo que ella llamaba «la obra santa para los sacerdotes». Según confesaba ella misma, ella y el Padre Pío «se mantenían ambos de rodillas con los brazos extendidos, aunque sostenidos por dos ángeles, mientras un círculo de espíritus celestes formaban una orante corona en torno a las dos víctimas inmoladas para la reparación de los pecados del mundo contemporáneo». En su libro El secreto del Padre Pío, Antonio Socci sostiene que sor Rita estuvo presente mediante bilocación en la plaza de San Pedro el 13 mayo de 1981, cuando Alí Agca intentó acabar con la vida de Juan Pablo II. Según sus palabras textuales, «junto a la Virgen, desvié el disparo del agresor del Papa».[17]

Socci también afirma en su libro que la misión victimaria del Padre Pío se inspiró en san Pío X –primer Papa canonizado el siglo XX–, Papa al que admiraba profundamente, calificándole de «alma verdaderamente noble y santa, que en Roma no tuvo nunca a nadie igual». Pío X –quien ya en sus encíclicas había condenado sin ambages las corrientes modernistas que comenzaban a invadir la Iglesia– invitaba a los religiosos a ofrecerse como víctimas a Dios para la salvación de la humanidad, sabiendo que la respuesta a un mundo sumido en las tinieblas era la santidad del sacerdocio. Para él, el sacerdote tiene la vocación divina de ser un «hombre crucificado en el mundo». Él mismo dará un escalofriante ejemplo de este llamamiento cuando falleció precisamente al ofrecerse como víctima tras el estallido de la I Guerra mundial.

Pero lo más impresionante es cuando Socci explica que los estigmas que recibió el Padre Pío el 20 de septiembre de 1918 fueron el precio que pagó ante el Cielo por la concesión de un deseo que manifestó repetidamente en sus oraciones: el final de la I Guerra mundial.

También resulta misteriosa la extraña muerte del Padre Pío el 23 de septiembre de 1968. Ciertamente, tenía ya 81 años y estaba débil y achacoso, pero no mucho más que lo había estado durante las largas, raras y penosas enfermedades que sufrió en el transcurso de su existencia. La diferencia estaba, obviamente, en que era más anciano. Pero unos días antes de su fallecimiento nada hacía presagiar ese desenlace. Su mismo óbito tuvo lugar de manera dulce, suave y tranquila, casi como si se durmiera por propia voluntad. Sobre este respecto, hay muchos autores que mantienen que ese fue el último acto del Padre Pío como alma víctima, ya que había ofrecido previamente su vida por la causa de la Iglesia, que en ese año de 1968 estaba en plena crisis posconciliar, amenazando un derrumbe por la crisis del sacerdocio. En apoyo de esta teoría, hay que decir que el Padre Pío con frecuencia manifestó su preocupación por los nuevos derroteros que estaba tomando la Iglesia después del Concilio, hecho que comentaremos más adelante.

Un personaje del Vaticano llegó a decir, contemplando el cadáver del Padre Pío en el ataúd: «El Padre Pío ha muerto de dolor por lo que está ocurriendo en la Iglesia».

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