Kitabı oku: «El Padre Pío», sayfa 4

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«El sacrificio del Padre Pío supuso para la Iglesia la liberación de algo terrorífico, acaso una desintegración para la que, en esos momentos, se daban todas las premisas. Y probablemente propició grandes gracias (como el pontificado de Juan Pablo II). A Luigina Siapina, una hija espiritual del Padre Pío con dones sobrenaturales, la Virgen le explicó así la muerte del Padre Pío en aquel momento: «Hacía falta una gran víctima en los momentos actuales de la Iglesia».[18]

Pero su misión victimaria no finalizó con su fallecimiento, sino que se prolonga mucho más allá en el tiempo. Monseñor Pietro Galeone nos dejó en su obra Padre Pío mío Padre una revelación asombrosa: el Padre Pío había pedido al Señor ser una víctima perenne, con el fin de que su misión redentora perdurara hasta el fin de los tiempos. Ni que decir tiene que su solicitud fue aceptada.

«Te asocio a mi Pasión»

Pablo VI dijo el 25 de febrero de 1970: «También la Iglesia tiene necesidad de ser salvada por alguien que sufra, por alguien que lleve escrita dentro de él la pasión de Cristo».

La manera más sublime de vivir el sufrimiento vicario, de practicar el carisma de alma víctima, es, como lo atestiguan muchos santos, participar en la pasión de Jesús, la experiencia victimaria más completa y reparadora, ya que tuvo como fruto la redención de la humanidad. Éste fue el centro de la espiritualidad y del ministerio del Padre Pío: la participación total en los dolores físicos y espirituales de la pasión de Cristo. Por eso le fueron concedidos los estigmas.

El Padre Pío fue un alma víctima de especiales características, las cuales hicieron que su misión expiatoria fuera de una importancia excepcional en la historia de la Iglesia, pues esta misión tuvo como manifestación sensible nada más y nada menos que las llagas de Cristo: los estigmas. Las heridas de Cristo son la más pura y auténtica prueba de una misión victimaria, pues asocian a quien las tiene a la víctima perfecta por excelencia: el mismo Cristo.

«Jesús es víctima eterna. Resucitado de la muerte y glorificado a la derecha del Padre, Él conserva en su Cuerpo inmortal las señales de las llagas de las manos y de los pies taladrados, del costado traspasado (Jn 20,27; Lc 24, 39-40) y los presenta al Padre en su incesante plegaria de intercesión a favor nuestro (Heb 7,25; 8,34). La admirable Secuencia de la Misa de Pascua proclama: “Cristo es el verdadero Cordero que quitó el pecado del mundo: muriendo destruyó nuestra muerte, y resucitando restauró la vida”».[19]

Desde su Cuerpo inmortal, Cristo otorga sus eternas y permanentes llagas a un número reducido de creyentes, para que estos estigmas sean presentados ante el trono de Dios como una continua plegaria de intercesión y mediación. Aquí radica el verdadero sentido de los estigmas; ésta será la extraordinaria misión del Padre Pío en su encarnación en esta tierra.

Una reflexión del Cardenal Siri descubre el núcleo fundamental de esta experiencia carismática del Padre Pío: «La agonía de nuestro Señor Jesucristo en el Huerto de los Olivos representa el punto espiritual más profundo e íntimo del Padre Pío... Su misión era renovar la Pasión». Éste es el punto esencial de la experiencia del Padre Pío, que emerge continuamente en una lectura atenta de la documentación y de sus escritos.

«El Padre Pío tiene plena conciencia de participar, con sus sufrimientos físicos e interiores, en el misterio salvífico de Cristo en favor de la salvación del mundo. Tiene conciencia de continuar la Pasión en favor de la Iglesia, al igual que san Pablo: “Completo en mi carne lo que falta a las tribulaciones de Cristo, en favor de su Cuerpo, que es la Iglesia”» (Col 1,24).[20]

Participar en la pasión de Cristo exige amar la cruz. Como escribía el Padre Pío: «Sí, yo amo la Cruz, la Cruz sola, y la amo porque la veo siempre sobre las espaldas de Jesús. Y Jesús sabe muy bien que toda mi vida, que todo mi corazón se ha entregado completamente a Él y a sus penas.

Solamente Jesús puede comprender mi pena cuando se presenta a mi vista la escena dolorosa del Calvario. Nunca entenderemos del todo el alivio que se da a Jesús, no solamente al compadecerse de sus dolores, sino también cuando encuentra un alma que por amor suyo no le pide consuelos, sino ser partícipe de sus mismos dolores.

Jesús glorificado es hermoso; pero a mí me parece todavía más hermoso cuando está crucificado. Busca más estar en la Cruz, que al pie de la misma; desea más agonizar con Jesús en el huerto, que compadecerlo, porque así te asemejas más al divino prototipo».

Tenemos aquí, por tanto, una modalidad especial de sufrimiento vicario, que busca asumir los sufrimientos que Cristo experimentó durante su Pasión y Muerte, como medio de testimoniarle su amor, de aliviarle en sus tribulaciones, y con el fin último de colaborar en su obra redentora. No se pretende sufrir en lugar de Él, sino compartir sus dolores. Esta actitud destaca especialmente en los estigmatizados, los cuales sufrieron los estigmas, entre otras razones, debido a su ferviente deseo de participar en la pasión de Cristo.

«Los iniciados, místicos y esotéricos estudian el significado simbólico y místico de la crucifixión. En el momento en que Jesús atravesó la llamada Pasión de Cristo, Él vivió una experiencia de tomar para sí mismo el sufrimiento o karma de la humanidad. Ese proceso haría que, en vez de que el karma de la humanidad se abatiese contra millones y millones de personas, solamente Jesús, en el acto de la crucifixión, sentiría los dolores, enfermedades y sufrimiento del mundo. Es eso lo que es llamado la “remisión de los pecados” por la Iglesia católica y que en el esoterismo es conocido como “transmutación del karma de la humanidad”.

Se dice que cada uno de los avatares, grandes almas y redentores que vinieron a la Tierra transmutó una porción del karma planetario, tomando para sí mismo el sufrimiento de las masas y de cierta forma “salvando” a las personas de sus errores de vidas pasadas. Esto permite a la humanidad sufridora aprender por la sabiduría y no por las experiencias o, en última instancia, por el sufrimiento.

Cuando un santo recibe las llagas de Cristo, acepta íntimamente dar continuidad a ese proceso de purgación del karma planetario. En la medida en que siente el dolor de las llagas, él en verdad está sintiendo el dolor del karma de millares o millones de individuos y ayudando a aliviar el sufrimiento humano. Fue así primero con San Francisco de Asís, y con varios otros individuos que lo sucedieron. Una de esas almas fue el Padre Pío».[21]

El primer estigmatizado del que se tiene noticia es san Francisco de Asís. Desde entonces, en la historia de la Iglesia se conocen más de 350 casos comprobados de estigmatizados, pero de entre ellos solamente unas sesenta instancias han sido aceptadas como de carácter sobrenatural por la Iglesia católica.

Setenta y dos estigmatizados han sido declarados santos. En esta lista destacan nombres como Ángela de Foligno, Catalina de Siena, Rita de Cascia, Catalina de Génova, San Juan de Dios, María Magdalena de Pazzi, Margarita María de Alacoque, Ana Catalina Emmerich, Ana María Taigi, Gema Galgani, Teresa Neumann, el Padre Pío de Pietrelcina, etc. El caso más espectacular lo constituye, sin duda, el Padre Pío, por varias razones: en primer lugar, es el primer sacerdote estigmatizado de la historia de la Iglesia; en segundo lugar, por su extraordinaria duración, 50 años exactos; finalmente, porque sus estigmas fueron visibles y se manifestaron continuamente desde su aparición, y no solamente los jueves y los viernes, como ocurre en muchos estigmatizados.

En la actualidad se siguen produciendo casos de estigmatizados, frecuentemente asociados a apariciones marianas, entre los que pueden destacarse los de Irma Izquierdo, Gladys Herminia Quiroga de Motta, Mirna Nazour, Julia Kim y, sobre todo, el controvertido caso de Giorgio Bongiovanni.

Sin embargo, la Iglesia nunca ha usado estos hechos maravillosos para captar adeptos, más bien todo lo contrario: ha potenciado las virtudes y el testimonio de una vida piadosa y consagrada como muestra de la veracidad de sus creencias de fe. Hasta tal punto llega esta reserva y esta cautela que, a pesar de las abrumadoras pruebas que demostraban el origen sobrenatural de los estigmas del Padre Pío, ¡la Iglesia nunca declaró oficialmente que fueran de origen divino!

Aunque la cantidad y calidad de sus maravillosos dones místicos fue abrumadora, el Padre Pío fue –y sigue siendo– el «fraile de los estigmas». La adquisición de las llagas del Señor fue un proceso gradual y paulatino, que siguió una evolución del todo punto lógica desde una menor a una mayor espectacularidad, en un proceso de intensificación que duró varios años, especialmente por la resistencia que opuso el Padre Pío, que quería los sufrimientos de los estigmas, pero no su manifestación sensible: «La primera vez que Jesús quiso honrarme con ese favor, los estigmas fueron visibles, especialmente en una mano; después, porque mi alma quedaba bastante aterrada por tal fenómeno, rogué al Señor que retirara ese fenómeno visible. Desde entonces ya no ha aparecido; pero, si las heridas han desaparecido, no ha desaparecido el dolor agudo, que se deja sentir particularmente en ciertas circunstancias y en días determinados.

Levantaré con fuerza mi voz hasta Él, y no cesaré de suplicarle que, por su misericordia, retire de mí no el desgarramiento ni el dolor, porque lo veo imposible y yo siento deseos de embriagarme de dolor, sino estas señales que me traen una confusión y una humillación indescriptibles e inaguantables» (Carta del Padre Pío del 10 de octubre de 1915 al Padre Agostino).

Su estigmatización permanente y visible tuvo lugar el 20 de septiembre de 1918. El testimonio más pormenorizado sobre aquella milagrosa experiencia lo dio el fraile estigmatizado en junio de 1921 a monseñor Raffaello Carlo Rossi, obispo de Volterra y Visitador Apostólico enviado por el Santo Oficio para «inquirir» en secreto al Padre Pío, el cual manifestó que tuvo un coloquio con Jesús crucificado, que le comunicó previamente a la recepción de los estigmas unas palabras reveladoras: «Te asocio a mi Pasión». Era una invitación para participar en la salvación de los hermanos, en especial de los consagrados.

Si bien algunos «expertos» dudaban de la veracidad de los estigmas guiados por sus prejuicios antirreligiosos, y las jerarquías eclesiásticas –como es habitual– guiadas por una prudencia a veces patológica se hacían las reticentes antes de proclamar la sobrenaturalidad de las llagas, el pueblo llano –también como es habitual– entendió enseguida la naturaleza divina del fenómeno: la enorme multitud de personas que acudían a san Giovanni Rotondo no tardó en identificar los estigmas con señales enviadas por Cristo para consumar la salvación de la humanidad en estos tiempos oscuros.

«En el misterio de la resurrección de Jesús, el Evangelio muestra cómo no han quedado canceladas sus llagas. Los estigmas representan un signo de lo que sufrió Cristo durante la Pasión, y por tanto constituyen un dato teológico en el que hay que profundizar mucho más de lo que hemos hecho hasta ahora. En el evangelio de Juan, cuando Jesús entra en el Cenáculo con las puertas cerradas y saluda a los discípulos, muestra los estigmas para identificarse. A santo Tomás le dice: “Mete tu dedo en mi costado”. La consternación de los apóstoles es también un hecho revelador de este misterio. Este fenómeno muestra la eficacia de la salvación de Cristo en la Cruz y permanece de manera particular en el signo de los estigmas, convirtiéndose en un dato distintivo de la eficacia redentora y salvadora de la fe».[22]

Pero, ¿qué significan esas llagas dolorosas en las manos y en los pies de personajes que en algunos casos, con su espiritualidad, han cambiado la historia del mundo y del cristianismo? Se ha analizado muy poco el papel que estos santos y beatos han desempeñado en la Iglesia, no se ha reflexionado suficientemente en la misión particular que está ligada a los estigmas. Transcribimos a continuación algunos textos que aportan distintos puntos de vista a la hora de considerar la trascendencia de los estigmas en general, y de los del Padre Pío en particular, intentando responder al interrogante: ¿por qué y para qué da el Señor esta «gracia» a ciertas personas?

«La respuesta está precisamente en su misión. Es un servicio que la Iglesia necesita en un momento particular de su historia. Es como un signo profético, un llamamiento, un dato sorprendente capaz de recordar a los hombres las cosas esenciales, es decir, la conformación con Cristo y la salvación de Cristo, que con sus llagas nos ha rescatado.

En cierto sentido, todos nosotros llevamos los estigmas, pues con el bautismo estamos sumergidos en la vida de Cristo, que nos permite participar en el misterio pascual de su muerte y resurrección. En su pequeñez, cada uno de nosotros lleva los estigmas. Si los llevamos con espíritu de fe, esperanza, valentía y fortaleza, estas llagas pueden servir para curar a los demás.

En definitiva, los estigmas representan la aceptación consciente de la Cruz vivida espiritualmente».[23]

«El Padre Pío llevaba la convicción íntima de que Dios se las dio, en primer lugar, para recordar ante los hombres la verdad de Cristo crucificado y resucitado, y para que él fuera, en su persona y en toda su existencia, testimonio indicativo de los misterios de la muerte y resurrección de Cristo. Las llagas son también, en la convicción del Padre Pío, signos externos de su crucifixión interior».[24]

María Winowska describe así este aspecto pragmático o acreditativo de las llagas del Padre Pío: «Dios sabe muy bien que nosotros, los mortales, estamos siempre ávidos y golosos de testimonios externos y de signos visibles para creer. Al Padre Pío, destinado a ser pescador de hombres, le va a ser muy necesario el reclamo, la propaganda [...]. Los carismas nos sirven a nosotros como reclamo para creer, para hacernos caminar. Si los hombres, si muchedumbres inmensas se han llegado hasta este lugar olvidado, tiene que haber una causa que convoque a este lugar... y esta causa, este reclamo, son las llagas de manos, pies y costado del Padre Pío».[25]

«Quien acudía a San Giovanni Rotondo para participar en su Misa, para pedirle consejo o confesarse, descubría en él una imagen viva de Cristo doliente y resucitado. En el rostro del Padre Pío resplandecía la luz de la resurrección. Su cuerpo, marcado por los estigmas, mostraba la íntima conexión entre la muerte y la resurrección que caracteriza el misterio pascual. Para el beato de Pietrelcina la participación en la Pasión tuvo notas de especial intensidad: los dones singulares que le fueron concedidos, y los consiguientes sufrimientos interiores y místicos le permitieron vivir una experiencia plena y constante de los padecimientos del Señor, convencido firmemente de que “el Calvario es el monte de los santos”».[26]

«La divina Providencia ha querido que el Padre Pío sea proclamado beato en vísperas del gran jubileo del año 2000, al concluir un siglo dramático. ¿Cuál es el mensaje que, con este acontecimiento de gran importancia espiritual, el Señor quiere ofrecer a los creyentes y a toda la humanidad? El testimonio del Padre Pío, legible en su vida y en su misma persona física, nos induce a creer que este mensaje coincide con el contenido esencial del jubileo ya cercano: Jesucristo es el único Salvador del mundo. En Él, en la plenitud de los tiempos, la misericordia de Dios se hizo carne para salvar a la humanidad, herida mortalmente por el pecado. “Con sus heridas habéis sido curados” (1Pe 2,24), repite a todos el beato Padre Pío, con las palabras del apóstol san Pedro, precisamente porque tenía esas heridas impresas en su cuerpo».[27]

«Nunca debemos olvidar que san Pablo nos enseña cómo supera él con alegría sus tribulaciones: “Suplo en mi carne lo que le falta a la pasión de Cristo”. ¿Es que no fue completa?: superabundante. Pero en la cabeza, y ahora es a nosotros, los miembros del Cuerpo, a quienes nos corresponde ayudarle a corredimir las almas del pecado con nuestros propios padecimientos por su amor y el de los hombres, que nos vendrán dados o que con generosidad habremos de proporcionarnos nosotros de acuerdo con nuestra diligencia amorosa.

Los dolores del Padre Pío no son sólo fisiológicos e incómodos. Sus llagas no estaban allí de adorno. Su sufrimiento misterioso es una participación del de Cristo agonizante. Es un miembro eminente de la Iglesia que compadece con el Redentor y que con Él redime. Su eficacia en el Cuerpo Místico de Jesús es enorme. Visiblemente contemplamos el día de su canonización la extensión, si no la intensidad de su dimensión. Ejemplar lección para este mundo nuestro de eficacia y de ejecución, que sólo cuenta lo que aparece y lo que se ve y lo que se cuenta. El Padre Pío de Pietrelcina, “el pobre fraile que reza”, completa en su cuerpo lo que le falta a la Pasión de Cristo».[28]

«El hombre moderno, observando los estigmas del Padre Pío, viendo aquellas manos y aquellos pies perforados, experimenta un sentido de horror. Pero esas heridas hay que verlas en su significado místico. Se llaman el “misterio del sufrimiento”, que es un elemento esencial de la vida cristiana. Jesús, el hijo de Dios, para cumplir la redención del mundo eligió el sufrimiento físico. Habría podido venir entre los hombres como un triunfador, un conquistador y derrotar a las fuerzas del mal con su potencia sobrenatural. En cambio eligió la vida humilde, escondida, anónima, la condición humana y, al final, la muerte en la Cruz, la humillación, el suplicio reservado a los malhechores».[29]

«Pero, ¿por qué recibió el Padre Pío los estigmas visibles, algo que hizo de él una señal pública y que desencadenó un amplio movimiento de conversión? Hay toda una historia que nos queda por contar. Porque esa oferta propiciatoria de la víctima fue la semilla plantada en el momento inicial del más colosal cataclismo espiritual de la historia cristiana. Tendrá que ver con la I Guerra mundial, la gran catástrofe a partir de la que se desencadenó todo (las ideologías del mal, los totalitarismos con sus genocidios, la II Guerra mundial, esas persecuciones contra la Iglesia nunca vistas en la historia). Y tendrá que ver con la gravísima crisis de la Iglesia, la apostasía de nuestro tiempo, el apocalíptico derrumbe del sacerdocio [...].

El haber podido ver y tocar hoy –al cabo de 2.000 años– esas llagas que vuelven a sanarnos en la carne de un hombre de Dios, en la carne visible de la Iglesia, es la señal más clamorosa de que la cabeza, Jesús, quien nos sanó a través de esas llagas, sigue vivo y activo hoy. He aquí su respuesta divina frente a la incredulidad de nuestros días: meted vuestros dedos en mis heridas [...]. Esas llagas, en efecto, vienen representadas en el Evangelio como la prueba suprema de la resurrección y de la divinidad de Jesús. Por eso exclama san Bernardo: “¡Afortunadas esas heridas, que nos confirman la fe en la resurrección y en la divinidad de Jesús!”».[30]

Resumiendo y concluyendo las reflexiones de este capítulo, todos los testimonios parecen apuntar claramente a que la figura extraordinaria del Padre Pío es la respuesta divina a unos tiempos difíciles, oscuros, pudiendo decirse que la concentración de virtudes y dones sobrenaturales en su persona es un hecho con el que la divina Providencia quiere hacer una llamada a la conversión en una época marcada por el laicismo y el materialismo, promoviendo esos dones maravillosos con el fin de contrarrestar el poder omnipresente y retador de las sombras que hoy acechan a la humanidad. «La misión del Padre Pío fue el sufrimiento por el pecado de los hombres. Quizá si el pecado del mundo no se manifestara en todas direcciones, grave, pesado, opresor, con malicia satánica, su caso habría sido otro, y quizá Dios le hubiera otorgado sus dones místicos sin obligarle a estar medio siglo en la Cruz. Pero no ha sido así: ha sido un signo de Dios».[31]

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