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Macanaz inaugura el siglo de la crueldad

Todos sabían que, como había escrito Macanaz, el rey era el verdadero maître de l’Inquisition, y por eso todos callaban. «Ante el rey y la Inquisición, chitón». Intentar reformar el Tribunal aprovechando el poder real fue la causa de la primera desgracia del célebre fiscal de Hellín, Melchor de Macanaz Montesinos, estudiado para su tesis doctoral por la gran escritora Carmen Martín Gaite, que nos dio un precioso libro sobre el «paciente de la Inquisición». Macanaz había rozado los límites del régimen con su Pedimento de los 55 puntos, una obra escrita en 1713, en la plenitud de su poder, que justificaba la autoridad del rey frente a la Iglesia tras denunciar los seculares agravios de Roma. Pero fue otro de sus informes, el que escribió al año siguiente contra la atribución por la Inquisición de la censura de imprenta, y el célebre dictamen sobre la reestructuración de este instrumento regio, el Real Consejo de la Suprema, lo que despertó la furia del inquisidor general, el napolitano cardenal Francesco del Giudice. A lo que se entendió como un ataque furibundo contra el Tribunal —en realidad, había habido antes propuestas similares, como la de Chumacero y Pimentel, en 1633—, se unió el odio personal del cardenal hacia el fiscal después de que este le hubiera cortado el paso a la mitra de Toledo porque era extranjero.

Las ideas de Macanaz, en materia regalista, eran tan radicales que aun en el reinado de Carlos III se consideraban arriesgadas. Teófanes Egido ha dicho del Pedimento que es «el material básico y el punto de partida de la Ilustración». Pero, como tantas veces, manos interesadas manejaban políticamente el Tribunal. La conspiración contra Macanaz había llegado muy arriba, hasta Versalles, donde el cardenal Giudice había logrado el favor de Luis XIV para deshacerse del enemigo de la Inquisición. La aparición en la Corte francesa, el 31 de julio de 1714, del edicto de Santo Oficio en que se condenaba el Pedimento produjo el efecto esperado en un Felipe V abatido por la muerte en febrero de su primera mujer, María Luisa Gabriela de Saboya. El rey abandonaba a Macanaz a la voracidad inquisitorial, inaugurando así una línea de conducta clásica de los Borbones en su actuación como maîtres de la Inquisición: un arcano regio empleado por Felipe II contra el arzobispo Carranza, que rebrotará con más teatralidad aun con Carlos III y otra víctima parecida a Macanaz, Pablo de Olavide.

El fiscal aún aguantó en el poder hasta la llegada de Isabel Farnesio, la Parmesana, pero el dominio de la nueva reina sobre la situación política fue pronto total y, para él, sería decisivo. En pocos meses, Isabel Farnesio dejó claro que sus ideas no eran las del equipo reformista dirigido por Orry y Macanaz, al que vio acosado por los sectores más tradicionales de la sociedad castellana a causa de la profundidad de sus reformas. A las dos semanas de llegar la reina, el abad de Nájera escribía al procurador de su orden, el 9 de enero de 1715, quejándose de la situación: se refería a la «calamidad de los tiempos», «todo es embrollo», «todas las claves están turbadas». Pero el abad tenía esperanza en el cambio, pues se despedía diciendo: «Sin que nos quede otro recurso sino el que Dios mejore los tiempos como lo esperamos de la gran novedad acontecida en Jadraque». Lo de Jadraque era la expulsión fulminante, por orden de la joven reina, de la princesa de los Ursinos, la déspota de la corte de Felipe V al servicio de Luis XIV.

Paradójicamente, la nueva reina había sido elegida por la princesa de los Ursinos, influida por un abate astuto, también parmesano, Giulio Alberoni, que le había convencido con engaños de que Isabel era una mujer dulce y educada, entregada a sus oraciones y sus bordados —por cierto, pintaba bastante bien—, cuando en realidad era una mujer soberbia que pronto demostró «su ambición al mandar», como dice el marqués de San Felipe. La princesa comprendió su error en la primera entrevista —y última— que tuvo con Isabel en Jadraque el día 22 de diciembre de 1714, pues la altiva parmesana la envió a la frontera sin permitirle ni siquiera pasar por Madrid a recoger su ropa. La sorpresa de Jadraque produjo un revuelo inusitado en la corte, pues inmediatamente se supo que la reina, con su abate Alberoni, gobernaría al rey, como así fue. La primera demostración se produjo el 7 de febrero de 1715, el día en que salían de España Jean Orry, el confesor padre Robinet y el exonerado Macanaz.

Antes, Isabel Farnesio había pasado por la corte de Bayona para ver a su tía Mariana, desterrada por Felipe V en 1706 tras mostrar su adhesión a la casa de Austria cuando el archiduque entró en Toledo, donde se encontraba. Sin duda, Isabel Farnesio salió de la pequeña corte de Bayona bien aconsejada, corroborando las informaciones de Alberoni sobre el desgraciado rumbo de la monarquía, entregada a franceses y radicales, humillada la nobleza y suplantada por medradores sin escrúpulos como Macanaz. La propia reina viuda había sido vejada, obligada a salir de Toledo, según sus palabras en carta a Felipe V, «considerando se me trataba no como quien soy, ni como Reina que he sido de España, sino es como si fuera vasalla más inferior y delincuente». El duque de Osuna, encargado de su expulsión, se presentó en Toledo el 20 de agosto de 1706 con una compañía de guardias de corps que desplegó en el alcázar, residencia de la reina viuda, pensando que su corte opondría resistencia. Ni siquiera Osuna sabía el destino final de la viuda de Carlos II, que fue negociado directamente con Luis XIV. En principio, se le hizo creer que la llevaban a Burgos. Mariana intentó retrasar el viaje poniendo toda clase de excusas, incluyendo su estado de salud, mientras Osuna apresaba a la mayoría de sus criados y los enviaba a diferentes prisiones. La reina se negó a salir sin un séquito decente, que se había reducido a su mayordomo, conde de Alba de Liste, y a su camarera, la duquesa de Linares, y aún estos tuvieron que ser forzados por el duque de Osuna para acompañarla, pues todo el mundo intuía que el viaje significaba el exilio. La camarera hizo saber a Osuna «que ella no quería ir por jefa de cerveceras, que es el nombre que aquí dan a los desafectos».

La comitiva salió de Toledo el día 22 de agosto y avanzó penosamente, soportando la oposición de la reina que empleó todas las artimañas para impedir el viaje. Fingió que estaba enferma, se empeñó en desviarse a El Escorial a hacer la última visita a la tumba de su difunto marido —lo que se le negó—, protestó por todo y hasta amenazó a Osuna con «que si no la sacaban arrastrando y con grillos, y de ese modo la metían en la litera, no lo habían de lograr». Pero el viaje siguió. Pasaron por Miranda de Ebro y por Vitoria y llegaron a San Juan de Luz, donde Osuna recibió instrucciones —estas venían ya de Versalles— para llevar a Mariana a Bayona. La primera intención de Luis XIV fue que la reina pasara a Pau, pero al fin se decidió que siguiera en Bayona, donde disfrutó muchos años de un dorado exilio, rodeada de una curiosa corte de sirvientes, músicos y artistas, en la que se disfrutaba de la música y la lectura. En adelante, sería cumplimentada por toda clase de personajes, desde el duque de Orleans —se llegó a hablar de boda entre ellos—, a Luisa Isabel, esposa de Luis I, mientras al fin veía satisfechos sus deseos de recuperar su dinero y sus joyas, así como una renta anual de 100 000 ducados con cargo a la Corona española. Mariana vivió hasta 1740, pero pocos años antes de morir, acosada por las deudas, aceptó la magnanimidad de Felipe V, que le permitió volver a España. Murió en el palacio de los duques del infantado de Guadalajara.

Con Mariana estaba en Bayona cuando llegó la Farnesio nada menos que el cardenal Francesco del Giudice —que poco antes había sido destituido del cargo de inquisidor general—, el gran enemigo de Macanaz, que debía salir al exilio si no quería exponerse a la prisión inquisitorial. Del equipo reformista de los años 1713 y 1714 solo quedaría José Grimaldo, desde ahora encargado de la Secretaría de Estado y hombre de confianza del rey hasta el final, un burócrata que mantuvo el sistema de secretarías sobre el que iba a fundarse el régimen político de los Borbones y la vía ejecutiva o vía reservada que daba origen a la fórmula «ministros con el rey». José Grimaldo, como tantos que le siguieron en el cargo, era un hombre de modestos orígenes, nacido en el seno de una familia de vizcaínos que habían hecho carrera administrativa en las covachuelas.

El exiliado Macanaz tenía ya 45 años de edad y pasaría otros 33 fuera de España, hasta que la llegada de Fernando VI al trono le hizo concebir esperanzas. Se le nombró embajador para negociar los preliminares de lo que acabaría siendo la paz de Aquisgrán, en un rasgo de confianza de Ensenada, pero pronto su comportamiento comenzó a inquietar. Le llamaban ya el «viejón» y el «viejo chocho», su manera de hablar era disparatada, mezclaba todas las lenguas, y creyó que podía pensar por su cuenta y hacer la gran política al margen de sus amigos Carvajal y Ensenada, quienes, hartos de sus dislates —hacer la paz con Inglaterra por separado, uno de ellos—, le hicieron volver a España engañado, en mayo de 1748, para llevarle directamente desde Vitoria, donde le detuvieron los guardias, al castillo de La Coruña, de donde no saldría hasta sus 90 años, en 1760, el año en que murió. Hay que imaginar la dureza de la vida en el castillo de San Antón, el minúsculo recinto coruñés, entonces aislado de la costa —al que se accedía solo en barca—, el tétrico lugar donde tantos desgraciados sufrieron hasta el último aliento.

Nos detendremos un poco ante tan minúsculo símbolo del despotismo más atroz. El castillo hoy se enseña a los turistas, que no pueden ni imaginar el suplicio que padecieron en sus angostas dependencias algunos personajes de primera importancia en la historia de España. El más famoso fue, como hemos visto, Melchor de Macanaz, pero albergó, además, a todo tipo de presos; por ejemplo, a un disoluto mujeriego, Benito Alonso Enríquez y Sarmiento, marqués de Valladares, que dilapidó su hacienda persiguiendo mujeres, fue encarcelado en el castillo y, al final, acabó siendo asesinado en 1757 por su propio hijo Gabriel Enríquez y su mujer Isabel Sanjurjo Galloso y Montenegro. Madre e hijo probaron también las mazmorras de San Antón, donde se les dejó morir de hambre mientras se ahorcaba al matrimonio de caseros a los que se culpó del crimen y de haber emparedado el cadáver, según se recoge en un grueso memorial de la Real Audiencia del Reino de Galicia impreso y accesible en la red. Medio siglo después, San Antón albergó al general Juan Díez Porlier, que fue ajusticiado en 1815 en la plaza de la Leña, y unos años más tarde al mismísimo nieto de Macanaz, Pedro Macanaz y Macanaz, ministro de Fernando VII. Con todo, el caso más estremecedor fue el asesinato de los presos del pequeño barco Santo Cristo de los Afligidos (unos 50 militares encarcelados en San Antón, entre ellos el brigadier Escandón) como consecuencia de la represión tras la entrada del duque de Angulema en 1823, a los que se embarcó con la disculpa de que se les trasladaba a Vigo y, al pasar frente a la torre de Hércules, se les asesinó a machetazos. Durante días aparecieron cadáveres en las playas próximas. Tras el juicio correspondiente, 18 inculpados fueron ejecutados en la plaza de la Leña el 10 de noviembre de 1824.

La sociedad castigada

El rencor, la venganza, la perversidad y el odio no son características de un personaje o de una época determinadas; es obvio. Pero se deben incluir en el discurso de la explicación, pues solo así comprenderemos que ese mundo ilustrado y en apariencia pleno de virtudes cívicas es también el que mantuvo las fórmulas más tiránicas de recluta de marinos y trabajadores en los arsenales y las obras públicas, el que truncó vidas por los medios más crueles permitiendo subsistir al viejo tribunal del Santo Oficio, un verdadero muro ante el que unos y otros mostraron sus debilidades, muchas veces su hipocresía. El propio Carlos III dijo sobre el Santo Tribunal que «los españoles no se quejan y a mí no me molesta»; Aranda blasonó por Europa de haber «limado las uñas al monstruo», haciendo creer que había acabado con la Inquisición; Godoy actuó nombrando inquisidores benévolos y se lavó las manos, incluso se atribuyó el mérito de la vuelta de Olavide y de la protección de las nuevas víctimas que producía el contagio de las ideas revolucionarias, como Ramón Salas, por ejemplo. Ahora bien, ninguno se expuso ante lo que ya era un complejo artificio de poderes presidido por la Corona y destinado, una vez más, a mantener el control social y político. La Inquisición fue utilizada por muchos poderosos que en los salones pasaban por furibundos opositores, por frívolos y libertinos incluso, pero siempre cerca del Tribunal que tan eficazmente supo utilizar el poderoso secreto inquisitorial. Es cierto que solo unos pocos probaron el rigor de sus cárceles secretas, pero fue suficiente para mantener lo que, en definitiva, fue el gran éxito de la Inquisición: provocar el miedo, la autocensura, esa mentalidad inquisitorial de sospecha basada en que siempre podía haber un delator cerca, precisamente lo que luego ha servido de experiencia en todos los tribunales represivos hasta el tristemente célebre Tribunal de Orden Público franquista. Nuestros ilustrados del siglo XVIII se dieron cuenta de que, para lograr paralizar una sociedad por miedo, no hacían falta ya grandes exhibiciones públicas, ni muchos muertos —lo que es una pena que no entienda Elvira Roca Barea—, pues este es precisamente el triunfo de la Inquisición y, por eso, el tribunal fue utilizado políticamente por todos los reyes y, por supuesto, ¡por el mismísimo Carlos III!, como veremos en el caso Olavide.

Pero no era solo el temible tribunal el símbolo de los horrores, como denunciaron algunos ilustrados españoles y se difundió por toda Europa, aun a sabiendas de que, después de la década de 1720 —cuando rebrotó en España una furia rabiosa antijudía y se ejecutó a decenas de verdaderos o falsos judaizantes—, ya no fueron frecuentes los grandes procesos públicos, con autos de fe, hogueras y escenarios teatrales. Antes y después del siglo ilustrado, la nota de horror la siguieron poniendo las ejecuciones de la pena capital en las plazas públicas dictadas por los tribunales, lo que no producía tanto espanto a nuestros visitantes, pues era un espectáculo parecido al que se veía comúnmente en calles y plazas de sus países. Tampoco ocasionaba muchas preocupaciones la arbitrariedad con que procedían los jueces, la mayoría prevaricadores, algunos verdaderos maestros de la corrupción, como ese juez de Muchamiel desempolvado por Enrique Giménez como símbolo de las habilidades valencianas en la materia, Máximo Terol, que tras infinidad de sobornos, cohechos y malversaciones, vejaciones y percepciones indebidas durante cincuenta años en distintos destinos, se jubiló plácidamente en Cádiz, donde fue nombrado alcalde mayor, a los 77 años, en 1798, «sin mancha alguna en su expediente». El profesor Enrique Giménez ha sabido plasmar, en El lado oscuro de las luces en tierras alicantinas, los efectos de la «violencia estructural, que se expresó en banderías, actos criminales diversos, en la generalización de prevaricaciones y fraudes en las distintas administraciones, con choques frecuentes entre la jurisdicción civil y militar, y ambas con la que ejercían en el terreno espiritual obispos oriolanos que creyeron su deber enfrentarse a una inmoralidad que suponían generalizada». El conde de Aranda describió esa violencia estructural cuando fue capitán general de Valencia.

Muchos años después de que Cesare Beccaria fuera conocido en España y sus máximas sobre la correspondencia entre pena y delito fueran adoptadas por los ilustrados más avanzados (sin aplicarlas en la realidad), un hidalgo rico de Navarrete (La Rioja) denunciaba el estupro de su joven hija por otro vecino del Estado noble que había conseguido sus fines sin violencia contra la joven, quizás esperanzada —ella y su padre— por lograr un buen partido, pues aunque viejo, el abusador era muy rico. El denunciante, que se encontró con el muro de los muchos apoyos del denunciado, quería que, para lavar su honor y el de su hija, se aplicaran «las leyes de nuestros padres», que consistían a su juicio en «que al hombre honrado le impusieran pena de confiscación de la mitad de sus bienes, la vil pena de azotes y de destierro por cinco años a una isla, y al siervo o doméstico, pena de muerte”. Y estábamos ya en 1803. Eran ilustrados, sí, pero el mismísimo conde de Aranda invocó las Partidas, que además merecieron sus elogios como leyes sabias cuando, como presidente del consejo de guerra contra los que habían perdido La Habana, en 1764, pidió pena de muerte para el conde de Superunda, entre otros. ¡Todavía «las leyes de nuestros padres»!

Tan del gusto popular fue el horrible espectáculo de la horca o el garrote que los ciegos de Madrid obtuvieron del Consejo de Castilla, en 1748, el privilegio de vender en monopolio las «relaciones de los reos ajusticiados de esta corte». Para poner en verso las vidas de los ejecutados, recibían de los tribunales un extracto de las sentencias, «para que sirva de escarmiento, como ha sido uso y costumbre», aunque no era así a menudo, pues los reos solían ser presentados como héroes, valientes, listos y hasta buenas personas, inaugurando esa literatura de patíbulo que dio el tono de la España negra. Como ha hecho notar Juan Gomis, la última generación de ilustrados (Campomanes, Meléndez Valdés o Marchena) saltó ante «tales maldades, que aunque contadas groseramente y sin entusiasmo ni aliño, creídas cual suelen serlo del ignorante vulgo, encienden las imaginaciones débiles para quererlas imitar, y han llevado al suplicio a muchos infelices» (Meléndez).

Pero la costumbre se impuso y nadie hizo caso de la moralina de los elegantes ilustrados, por lo que el régimen liberal dio nuevos bríos a los verdugos. Todavía Mariano José de Larra describió una ejecución en Madrid como el gran espectáculo, mucho menos edificante que lo que decían pretender las autoridades y, más bien, lugar de reunión en torno al desgraciado de otros delincuentes y gente que hacía burlas y soltaba risotadas. Nada superaba el espectáculo de presenciar, no solo la ejecución, sino las caprichosas operaciones posteriores a la muerte del reo, pues habitualmente se arrastraba el cuerpo, se le encubaba —para echarlo a un río (el culleum romano)— o se descuartizaba, y se destinaba los «cuartos de ajusticiado», especialmente cabeza y manos, a las puertas de la ciudad o los cruces de caminos, donde eran expuestos durante mucho tiempo.

Teófanes Egido ha comprobado en Valladolid que, durante el siglo ilustrado, disminuyeron allí los autos de fe inquisitoriales, pero no las ejecuciones por sentencia del tribunal civil, «que ejecuta sin descanso (…) eso sí: diferenciando con nitidez la condición social del reo en el medio de la conducción, en el lugar (Plaza Mayor para privilegiados, Campillo de San Nicolás para comunes), en el modo e instrumento de ejecución (garrote vil, ordinario o noble, que se va imponiendo sobre la horca constante) y hasta en el cementerio en que se sepultaban los cadáveres». Obviamente, también en el destino de los cuerpos: «El encubamiento se hace más frecuente a medida que el siglo va progresando: solo aparece un caso de encubado hasta 1761 en los libros de defunciones de San Nicolás; 18 desde 1762 hasta 1797». La permanencia de los cuartos de los ajusticiados terminaba en Valladolid el día de San Lázaro (en Zaragoza, el día de la Virgen del Pilar). «Aquel de finales del Antiguo Régimen era un Valladolid salpicado de cuerpos humanos durante todo el año», concluye Teófanes Egido. Todas las ciudades lo eran. En algunas, como en Zaragoza, había una hermandad, la de la Sangre de Cristo, dedicada a retirar los restos de los ajusticiados de los cruces de caminos, las picotas y las puertas de la ciudad: una vez pidieron permiso «porque los perros y las fieras se los comen», otra porque «los restos están muy gastados». En 1823, el Ayuntamiento ordenó a la hermandad (antes del Pilar) «quitar las cabezas y las manos de varios reos por el terror y espanto que producían a los viajantes».

En otros lugares, además de los cuerpos, se exhibían las horcas, a menudo con la cabeza de un ejecutado colgado, como en las antiguas picotas. Era la cuerda tirante, que recordaba todavía Floridablanca y recomendaba para que los alcaldes durmieran tranquilos. En un recado a José Ventura Figueroa, gobernador del Consejo de Castilla, en 1778, le decía: «Acuérdese Vuestra Merced de los mendigos y diga una palabrita a los alcaldes, que por no tener la cuerda tirante todos los días, pierden lo trabajado y tienen después más fatiga».

Era el amenazante instrumento que se veía en plazas, pero también en las puertas de arsenales y cuarteles, el preferido por el cruel Ensenada. Si los cañones eran el último instrumento regio, la horca era el símbolo del poder del déspota, y no solo del déspota cortesano. Esta era una sociedad castigada, que convivía con el castigo, el correctivo y el escarmiento, con el mandar y obedecer, incluso en el último rincón del mundo, como puede ser una aldea riojana de montaña. Por ejemplo, Laguna de Cameros, en la que un simple alcalde había encarcelado a una pobre mujer, encadenándola en la cuadra de su casa, algo parecido a lo que hicieron los frailes del monasterio de San Prudencio con los alcaldes de Lagunilla de Jubera, a los que metieron en las mazmorras del monasterio cargados de cadenas.

Pero estos castigos terribles y públicos no son, por lo general, los destinados a los enemigos políticos. Si se traen aquí es porque los encumbrados convivieron con ellos y, aunque como decía Torres Villarroel, la justicia es como los alfileres, que prenden a los pobres y resbalan sobre los ricos, lo cierto es que el siglo de la Ilustración fue también el del castigo político de los poderosos, nunca seguros en el poder, pues el peligro del absolutismo regio era la real gana y, en esta, a veces, mandaban retorcidos y oscuros instintos. Nuestras víctimas sabían que, para que los alfileres resbalaran, no era solo necesario el dinero, sino también vigilar la coyuntura; no solo el peligro de los enemigos, sino quizás más aún el de los que se ofrecían bajo la capa de la amistad.

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