Kitabı oku: «El pasado cambiante», sayfa 3

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También Mariano Artigas (1999: 22, 120), además de diferenciar unas dimensiones espirituales en el conocimiento humano que estarían en la base de la metafísica y de la fe en Dios, insiste una y otra vez en la contraposición que se produce entre la ciencia y la experiencia ordinaria. Sin embargo, también este autor reconoce la proximidad y continuidad en que se encuentran una y otra forma de conocimiento: por igual, se trata de entender por qué suceden las cosas, se plantean problemas y se persigue su solución mediante el esfuerzo intelectual. La diferencia esencial, según él mismo plantea, reside en un rasgo que ante todo cabe entender en función de una dedicación profesional intensiva: «en la vida ordinaria, esa búsqueda puede ser más o menos consciente; mientras que en la ciencia se trata de una búsqueda sistemática» (y rigurosa –añade en seguida– mediante pruebas que permitan comprobar la validez de las teorías). En realidad, ni siquiera la sistematización, el rigor y la búsqueda de pruebas resultan ajenos al modo como se forja el conocimiento común.

Peter B. Medawar (1988), que dista de ser relativista tanto como los dos analistas anteriores y, a diferencia de ellos, sólo considera las ciencias naturales y no las sociales, se refiere varias veces, como un continuum, al mundo de la ciencia y del sentido común. Para él, en cualquier caso, la ciencia es el único ámbito capaz de ofrecer explicaciones racionales sólidas, aunque nunca concluyentes y cerradas ante la crítica. Como Artigas, aunque sin desembocar en similar creencia en Dios, distingue una serie de cuestiones inabordables para la ciencia –lo que él llama las preguntas sobre lo primero y lo último, sobre el origen, el destino y el propósito del hombre– que competen a otras esferas como la metafísica, la religión y la literatura imaginativa. En realidad, de este modo, este autor se está refiriendo a campos no regidos por la razón, sino por la fe, la intuición, la evasión u otros elementos que tampoco conllevan respuestas últimas para quien exige criterios racionales.

Para Medawar, la labor científica no requiere capacidades raras, superiores o insólitas y la principal cualidad exigida al científico es el «profesionalismo», reflejado en una serie restringida de estratagemas exploratorias. A lo sumo, ve también conveniente en ellos, como rasgo que, en último extremo, caracteriza también con más o menos fuerza al «hombre común», una disposición previa a «imaginar lo que la verdad podría ser». Todo esto no quiere decir que la profesión científica no exija esfuerzo, dada la alta complejidad conceptual alcanzada por especialidades que, lejos de aislarse totalmente entre sí, aunque disten de comunicarse a fondo, no dejan de coger préstamos de otras, como la biología de la física y de la química.

Nuestra equiparación entre el conocimiento científico y el común concuerda especialmente con la visión del filósofo A. Naess (1979: 46), para quien «en general, la investigación no es más que el descubrimiento cotidiano efectuado con alguna mayor profundidad, transmitido a los demás con alguna mayor exactitud y con un poco más de acento en la verificabilidad». También T. Ibáñez (1988: 38), por su parte, niega a la ciencia el monopolio del uso de la razón para destacar cómo, al margen e incluso con anterioridad a ella, el conocimiento general y el progreso técnico no han prescindido de alimentarse de fundamentos racionales. Aunque no deja después de preconizar como necesarias determinadas cualidades entre los científicos, E. Primo (1994: 57), siguiendo a R. Weisberg, se aproxima a estas ideas al desmentir que los investigadores que pasan por «geniales» aparezcan dotados de cualidades intelectuales y psicológicas especiales para la creación: son seres normales, nos dice, que siguen caminos ordinarios y cometen usualmente errores, aunque, eso sí, acumulan varios conocimientos previos y se dedican con tesón a su trabajo.

3. Los científicos se enclavan en líneas de pensamiento intraducibles entre sí

Los investigadores desarrollan su trabajo en el marco de tradiciones distintas, de modo que la comunicación interna, dentro de cada una de ellas, resulta fácil, pero la que se desarrolla al margen, con componentes de otros colectivos, se complica o hasta es imposible. Formar parte de una de esas tendencias es necesario para poder desarrollar una labor científica, pero significa también una ruptura con los miembros de otras. Son estas tradiciones, líneas de pensamiento o paradigmas los que dirigen toda la actuación del científico, los que le proporcionan un lenguaje, unos métodos, unos conceptos, unos criterios de identificación de problemas, unos esquemas de interpretación, unos modelos de referencia y unos caminos de solución. Incluso prefiguran las preguntas que se deben formular y las respuestas que se deben dar, que a veces ya aparecen implícitas en las primeras. Los descubrimientos y las innovaciones encierran, de este modo, una paradoja en sí mismos: son descubrimientos e innovaciones a partir del momento en que son validados en el seno de un determinado colectivo y, por tanto, exigen una cierta comunión previa con esquemas, conceptos y lenguajes ya cultivados, aunque distintos a los desarrollados por otros colectivos anteriores o coetáneos.

La aversión de unos grupos hacia otros puede ser amplia, mientras, en casos de menor divergencia, se operan verdaderas «traducciones» al estilo de pensamiento propio. Toda traducción significa una transformación de la aportación original, que puede llegar a resultar totalmente desconocida. Si ya la apelación a una reflexión de un autor por parte de otro enclavado en la misma tendencia implica una menor o mayor deformación, en el caso de que ambos se ubiquen en tradiciones distintas la distancia entre el original y la referencia puede ser abismal. La nueva perspectiva siempre supondrá olvido de matices y adopción de otros nuevos, pero, sobre todo, se insertará en una cosmovisión distinta. En casos de gran distancia y oposición de «estilos», los investigadores rechazan o ignoran los trabajos ajenos. Al no coincidir sustancialmente con su línea, en efecto, descubrirán en ellos errores, deficiencias, limitaciones, falta de matices, generalizaciones no claras, etc. Pero, de forma más destructiva, los temas, las líneas de interpretación y el lenguaje mismo de otras tradiciones serán considerados, con frecuencia, irrelevantes, insustanciales, triviales, cuando no una «mística», «propaganda» o mera palabrería hueca y arbitraria. Se entiende que lo fundamental pasa desapercibido para los componentes de esas otras tendencias, por lo que, en definitiva, lo mejor es ignorarlas totalmente, conseguir que no se difundan e, incluso, lograr su desaparición, sobre todo si, además, la competencia en la captación de recursos y en la cooptación de personal resulta marcada. De esta forma, es la identificación con la línea propia, antes que los detalles específicos y las aportaciones concretas de cualquier trabajo individual, lo que inicialmente determina su aceptación. Así, la lectura de unas pocas frases ya despierta inmediatamente una actitud de solidaridad y estima o, si se inscribe en otra línea, de rechazo. En última instancia, el conjunto del trabajo puede ser ampliamente aceptado si sus resultados responden al entrenamiento y al lenguaje prefijados por la línea propia, al margen de la credibilidad de sus afirmaciones. Y de la misma forma, un texto que contenga afirmaciones verosímiles, pero enclavado en las pautas de una tradición rival, será fácilmente descartado.

Estas ideas, especialmente impulsadas a raíz de la obra de Kuhn, ya aparecían prefiguradas en el trabajo de L. Fleck (1986) a través de lo que llamaba un «estilo de pensamiento». Este concepto también había sido empleado por

K. Mannheim para referirse, en general, al influjo de un estrato social en un conjunto de ideas (en Lenk, comp., 1982: 218-225). Para Fleck, las verdades científicas forman el patrimonio de un «colectivo de pensamiento» que crea una disposición para percibir y actuar y estructura su lenguaje de acuerdo con su sistema, de modo que se rechazan los postulados y lenguajes de otros estilos o se incorporan al propio si no resultan muy discordantes. Feyerabend se extiende asimismo en esta cuestión, destacando no sólo la existencia de «tradiciones científicas», sino también de otras al margen de ese culto a la racionalidad. Para este filósofo, las críticas de algunos miembros de una tradición hacia lo destacado por los enclavados en otra puede encerrar, simplemente, una falta de coincidencia en las líneas básicas. Según la tradición adoptada, los puntos de vista pueden parecer racionales y aceptables o, por el contrario, ridículos y absurdos: «El argumento que para un observador es propaganda, para otro es la esencia del discurso humano». Pero, en medio de ese mundo de pautas comunes y contrastes, Feyerabend (1982: 101-102) insiste también en la búsqueda de acuerdos que, saldados como verdaderas soluciones políticas, cierren las discusiones y la generación de opiniones muy distintas entre sí: «Los disidentes son eliminados o guardan silencio para preservar la reputación de la ciencia como fuente de conocimiento fidedigno y casi infalible». Bajo la unanimidad alcanzada y el abandono de determinadas posibilidades pueden subyacer errores que resulta posible descubrir al hombre de la calle y al aficionado.11 La necesidad de adoptar patrones comunes de pensamiento lleva implícito otro de los problemas que este filósofo atribuye al comportamiento científico: la separación estricta entre la actitud profesional y la conducta en la vida privada. Esta escisión rompe con la expresión de las emociones en el trabajo especializado de una forma que no aparecía en el pasado. Para él, esto desemboca en un distorsionado desarrollo de la personalidad, del que no se puede escapar por las propias circunstancias de opresión y vigilancia que lo determinan.12

Como manifiesta Barry Barnes (1987), uno de los iniciadores del conocido como programa fuerte en la Universidad de Edimburgo, el seguimiento de unas pautas comunes e impersonales hace que el resultado carezca de aristas y no se perciban los defectos y excentricidades de cada miembro. Se trata, dentro del símil o de la verdadera equiparación que este autor maneja en algunos momentos de su exposición, de una forma de participación dentro de un trabajo en cadena que excluye la comunión con la cultura común en que también se incluye cada científico (lo cual, por tanto, implica una forma de deshumanización).

Para un autor menos relativista como Ziman (1981), participar en una concepción común tras un prolongado adiestramiento y renunciar a las actitudes independientes e imparciales del principio se convierten también en necesidades si se pretende llegar a ser un experto. No es posible el debate entre especialistas si previamente no se comparten determinados principios y patrones de referencia. El consenso no es, por tanto, algo que pueda resultar linealmente del debate, sino que ya se debe haber alcanzado con antelación en cierta medida, por ejemplo para centrar la atención en determinados problemas y no en otros. Por ello –aquí vemos coincidir a Ziman con Feyerabend– los grandes cambios proceden comúnmente, más que de estos profesionales perfectamente «encauzados», de «científicos que han cruzado los límites disciplinares convencionales y no tienen más autoridad que un lego en un campo desconocido». Para este analista, la necesidad de una percepción común hace que el conocimiento científico sea esquemático y teórico. El investigador debe prescindir de los detalles misceláneos y adventicios que detecta en la vida real para centrarse exclusivamente en lo consensual. De ahí deriva también la importancia de encontrar lenguajes formalizados al máximo, lo que adquiere su mejor expresión en la utilización de las matemáticas. Si la física se ha convertido en modelo paradigmático de la ciencia es, precisamente, según Ziman, porque selecciona aquellos objetos y fenómenos de la naturaleza más susceptibles de análisis cuantitativo.13

4. Lo que sustenta las líneas de pensamiento son las comunidades científicas y, en particular, los colegios invisibles

La idea de que el investigador se mueve dentro de una serie de esquemas prefijados por determinadas tradiciones conduce a la observación de un elemento esencial en el interés de la sociología: el de la comunidad científica. Ésta puede identificarse, en efecto, como el sujeto transmisor y supervisor de las tradiciones o paradigmas. Todos los profesionales de una disciplina caben dentro de ella, pero los papeles y los grados de poder de unos y otros individuos son muy distintos, y dado que en cada comunidad concurre más de un paradigma, más o menos incompatibles, los grados de heterogeneidad y las exigencias de negociación interna difieren entre sí.

La comunidad científica es el punto de salida y el de llegada en toda actividad de investigación: ella es la que marca los métodos y normas de percepción, posee vías internas de comunicación, mantiene unas convenciones al publicar, canaliza las ayudas, juzga los resultados y otorga el reconocimiento que se requiere para continuar desarrollando los proyectos, proseguir por otros derroteros e incluso cambiar de actividad. Sólo la incorporación en citas y recensiones, sin críticas adversas, permite la aceptación unánime de un trabajo, aunque éste aparece expuesto siempre a revisión y a olvido, sobre todo en la medida que las modas fluyen de manera veloz y priman la novedad y el encanto de lo último. En realidad, es tanto lo que se elabora en el marco de cada especialidad, sobre todo en las últimas décadas, que muy poco de ello se incorpora como verdaderamente significativo, pese a que las aportaciones sean juzgadas como dignas y fiables en algún momento. Las posturas heterodoxas encuentran, así, una realización especialmente difícil, pero, en general, también las ortodoxas se enfrentan a dificultades si se carece de algún aval especial, no resultan oportunas o no juega a favor la suerte. Si el seguimiento de una partitura no significa un camino fácil, los desafines aparecen prácticamente apagados y extinguidos. Varios aspirantes a participar en las controversias científicas quedan al margen sin tener que haber recibido necesariamente rechazos ostensibles: ellos mismos se autoexcluyen cuando pierden interés en unos debates donde no se les da cabida, aunque también pueden proseguir buscando la integración afinando sus «desacordes».

La comunidad científica no es un cuerpo monolítico, dada la concurrencia de paradigmas, subparadigmas e intereses diversos. C. Torres Albero (1994: 92-97), al definir una comunidad en función de relaciones personales y emocionales, considera que tal concepto no es apropiado para el conjunto de investigadores que concurren en una disciplina. Entre éstos puede hablarse mejor, a su juicio, de una asociación o sociedad, puesto que sus relaciones responden a fines utilitarios y aparecen impregnadas de un neto carácter racional. Más próximos al concepto de comunidad estarían, en todo caso, los grupos y subgrupos de colaboradores, escuelas o colegios invisibles ligados a áreas determinadas de problemas dentro de cada especialidad.

Si al hablar de la comunidad científica como ámbito de proliferación de unas determinadas reglas tratamos de descubrir qué individuos concretos influ-yen en ese proceso, en su creación y consolidación, hallamos que no es, básicamente, el total de investigadores que integran un área. Aunque algunos problemas son objeto de un debate amplio que incluye al conjunto de especialistas e incluso a no especialistas, lo común es que sean los expertos más acreditados quienes negocien los criterios fundamentales. Esta afirmación lleva a subrayar la importancia de un elemento que varios estudiosos de la ciencia han destacado como verdadera pieza motora en la conformación y difusión de los paradigmas y del conocimiento: se trata del llamado «colegio invisible» que D. J. Price identificara a partir de la observación del caso inglés en el siglo XVII. En el estudio preliminar que realiza a la publicación en castellano de la obra de 1963 de Price, J. M. López Piñero (1973: 16) define estos colegios como «grupos dirigentes que fijan la temática, los métodos y la terminología en cada momento, que publican en revistas, series y editoriales más prestigiosas y organizan las reuniones y congresos nucleares». Price (1973) destacaba en este libro la gran distancia interna entre los autores de prestigio, directores de trabajos en equipo e impulsores de las pautas de investigación, y el mayor número de especialistas que actúan como colaboradores y encuentran más problemas para publicar de forma autónoma. El poder de los miembros de los colegios invisibles, explicable para este autor dentro de un contexto social donde se valoran especialmente las aportaciones en capítulos como el sanitario y el militar, resulta decisivo para las posibilidades de desarrollo de los trabajos.

De manera inmediata, el colegio invisible nos puede parecer un cuerpo homogéneo e inexpugnable, formado por profesionales que, por su forma de afrontar la verdad, adquieren un ascendente natural dentro de toda la comunidad científica. Pero, bajo los grados de consenso y de consideración logrados, pueden yacer también las fracturas que brinda la comunión con diferentes paradigmas e ideologías, si bien algunas líneas –sobre todo en la medida que se perfila un «pensamiento único», que es en realidad un «pensamiento dominante»– pueden perder representación y quedar marginadas en el seno del grupo general. Por otra parte, la pertenencia de un individuo a esta entidad protagónica no viene dada por unas cualidades especiales en la aproximación a la verdad ni por la mera intensidad del trabajo realizado, sino que, al requerir el reconocimiento oportuno, encierra tras sí los procesos necesarios de ascenso profesional, captación de recursos, negociación y desarrollo de capacidad retórica. Además, el colegio invisible no constituye un coto perfectamente delimitado, puesto que determinados especialistas, aun reuniendo algunos de esos requisitos, no forman parte plena de él y pululan por una especie de periferia de límites fluctuantes.

Un autor que observa y critica con detenimiento las implicaciones del profesionalismo en la ciencia, con esa dicotomía entre el colegio invisible y el resto de los investigadores, es Homa Katouzian (1982: 145-167). En la explicación de este economista es éste, el colegio invisible, quien verdaderamente posee la batuta del control y la coacción en un mundo de licenciados universitarios que, normalmente de forma accidental, han terminado dedicándose a la actividad científica como vía de avance material y reconocimiento social. Es este agente quien determina qué información debe incorporarse a una disciplina, oponiendo fuertes resistencias ante los planteamientos que cuestionan los férreamente aceptados o tolerándolos sin introducir verdaderamente cambios en las visiones centrales. Sobre todo, son las ideas de los autores ya establecidos las que pueden prosperar en estos limitados términos, las que encuentran mayores facilidades de publicación.14 Pese su autonomía, también los miembros de estos cuerpos aparecen condicionados, según Katouzian, por las reglas que fija la moderna sociedad industrial, no para criticarla, dirigirla o reconstruirla, sino para actuar a su servicio, como «técnicos de mantenimiento». Sólo en caso de desastres totales se solicitarán sus diagnósticos y prescripciones. En realidad, lo que se exige al científico es centrarse en parcelas muy especializadas y en la resolución de enigmas puntuales en detrimento de los problemas principales que afectan a la sociedad. A fin de cuentas, los trabajos apenas son leídos y su función capital, cada vez más probablemente única, es contribuir a hacer avanzar la carrera académica de su autor y no la de ofrecer soluciones. La agenda de investigación viene señalada en cada etapa por los cambios de modas que el colegio invisible marca en función de su propio capricho, poniendo en alerta al conjunto de profesionales para encontrar algo sensacional entre lo sugerido. Pero ello no significa que se prime la innovación. La mayor o menor aceptación de las ideas expresadas en un trabajo no está en función de una supuesta relevancia intrínseca o de su nivel de originalidad, sino de criterios que obligan al investigador a no traspasar determinados diques, moderar su sentido crítico y mostrar a la vez cierto ingenio (Katouzian, 1982: 153):

Se invierte el significado que adquiere la originalidad en la investigación intelectual. Una tontería inofensiva puede pasar en el caso de que no se haya dicho antes. Un esfuerzo humilde por revivir y enriquecer viejas pero importantes ideas puede ser despachada como algo anticuado. Un trabajo que no muestre ingenio puede ser rechazado como palabrería. Cualquier idea que sea críticamente innovadora y atrevida puede (en el mejor de los casos) ser desdeñada por ser «demasiado original».

Para este economista, no seguir la serie de pautas fijadas en el seno de la comunidad científica enfrenta a los atrevidos a otras dos únicas opciones: abandonar la profesión o arrostrar las dificultades materiales y morales que implica la disidencia. Tras comparar la situación actual con otras del pasado, Katouzian (1982: 159) afirma: «El académico contemporáneo es menos libre y está menos seguro que nunca en toda la historia de la profesión académica moderna». Para él, el científico sigue la tendencia general a una especialización laboral que, al mermar las posibilidades de creatividad y de compromiso, aboca a situaciones de escisión entre el individuo y la sociedad, de separación entre la vida y el trabajo y, en definitiva, de frustración personal, desórdenes mentales y búsqueda de alternativas de evasión.

En el apartado específico de la historia, sin utilizar la expresión «colegio invisible», Jean Chesneaux (1984: 88-93) se refería directamente a este grupo al advertir a través del caso de Francia, pero mediante aspectos que extendía también a Estados Unidos y a la Unión Soviética, del criterio jerárquico que imperaba en la Universidad. El autor francés ve a los historiadores universitarios más poderosos como mandarines, similares a los de otras especialidades científicas, que controlan los nombramientos y promociones, las subvenciones, las revistas, las sociedades especializadas, la organización de congresos y también, de forma creciente, la participación en los medios de comunicación. Los maestros, señala Chesneaux, se reafirman mediante sus discípulos y dirigen las tácticas corporativas que marcan la elección y distribución de temas de estudio en función de los beneficios tangibles que se puedan esperar de ellos. Dentro de su línea interpretativa marxista, que más adelante valoraremos, este esquema ten dría en el mundo capitalista una virtualidad básica (Chesneaux, 1984: 93-94):

El medio social de los historiadores no es neutral. Como la ideología del saber del historiador, funciona en plena conformidad con el orden social capitalista. Pueden existir historiadores que se consideren como «de izquierdas» a título individual, pero el sistema está vinculado al orden burgués, lo refleja y lo consolida a la vez. En la esfera particular de los estudios históricos, contribuye al mantenimiento de las relaciones sociales fundadas sobre el provecho y el dinero, sobre el éxito individual, sobre las jerarquías rígidas del poder, sobre la explotación de los trabajadores subalternos, es decir, los propios fundamentos de la sociedad capitalista.

A propósito también del terreno específico de los historiadores, Gérard Noiriel (1997: 23-24) descubría, tras el crecimiento explosivo del profesorado tras la Segunda Guerra Mundial, un distanciamiento creciente entre una masa amplia de profesionales, alejados de los centros de poder, y un grupo minoritario de «mandarines» familiarizados con estos engranajes. Aunque, a su juicio, la labor investigadora de esta minoría puede quedar resentida por la absorción que implican las tareas burocráticas y el mantenimiento de redes, no dejan de suponer un canal fundamental de influjo en las líneas seguidas al controlar de modo notable las promociones, la distribución de créditos y otros aspectos decisivos en el desarrollo investigador. En otra parte de su trabajo, cuando observa en concreto el ascenso profesional de los dos conocidos fundadores de Annales, Noiriel (1997: 260-264) constata cómo, sobre todo en situaciones de saturación, el inconformismo y la falta de concordancia con las normas defendidas por los «mandarines» se convierten en francos obstáculos en la promoción personal y, por tanto, en la labor investigadora efectiva.15

Aunque sin utilizar expresamente los conceptos «comunidad científica» y «colegio invisible», también en el campo de la economía algunos autores han venido a destacar las implicaciones que tiene el afincamiento de unas ideas custodiadas especialmente por los componentes de más prestigio y poder académico. Al cuestionar varios de los planteamientos de la teoría ortodoxa, Paul Ormerod (1995) se sentía afortunado por haber podido compatibilizar su investigación con su actividad en una empresa privada, porque sólo así había podido escapar a las presiones que en el mundo universitario abocan al conformismo y al acatamiento de esos parámetros como única vía de realización profesional. Este comentarista considera que la actual teoría económica tiene sus raíces en el pensamiento neoclásico de fines del siglo XIX e impregna no sólo el ámbito académico, sino también, aunque sólo sea a través de la repetición de los latiguillos más comunes, otros espacios, como la política y los medios de comunicación. Para esos esquemas dominantes de pensamiento, ni el marco institucional, ni la experiencia histórica ni el contexto global guardan un papel significativo. En cambio, cobra especial relevancia una serie de conceptos, como tasa de interés, déficit público o tipos de cambio, que para él resultan claramente insuficientes. Estos planteamientos no le impiden a Ormerod valorar los altos logros intelectuales conseguidos bajo esa óptica ni dialogar con varios de sus representantes, pero sin dejar de lamentar la falta de sentido crítico en que se desemboca.

Aunque de forma muy concisa, resulta especialmente tajante el juicio de Luis de Sebastián (1997b: 13-16) al presentar la propuesta socialista de D. Schweickart, que catalogaba entre aquellos análisis que, por su atrevimiento y distanciamiento de la ortodoxia, tenían escasas posibilidades de atención. El prologuista habla de verdadera «represión intelectual» en la profesión a partir de la difusión de un «pensamiento único» que no admite y bloquea toda disidencia (aunque, en su contraste de propuestas, Schweickart reflejará la variedad disponible de alternativas a la dominante del laissez-faire). Para De Sebastián, se han extendido unas concepciones estrechas y una metodología matemática que encierran un convencimiento implícito sobre la inmutabilidad del statu quo. Bajo esta actitud, se delimitan las variables «endógenas», basadas en la dinámica del mercado, frente a las que, como la distribución de la riqueza o el poder, serían de naturaleza exógena y, por tanto, dadas de antemano, inamovibles y específicas de otras especialidades como la sociología y la ciencia política.

También R. Heilbroner y W. Milberg (1998: 132) esbozan en Estados Unidos un panorama restrictivo al tratar de explicar la dificultad de cambios básicos en la dirección actual del pensamiento económico. Quienes ostentan cargos en las universidades de elite, afirman, poseen un control desproporcionado sobre salarios, publicaciones y becas de investigación. Sólo los formados en unos pocos programas selectos de graduado se incorporan a esas universidades. Aunque no consideran sólo este factor, de ahí derivaría en buena medida el fracaso de diversos enfoques alternativos como el institucionalismo de Galbraith o las heterogéneas corrientes marxistas y postkeynesianas.

5. La difusión de líneas de pensamiento se desarrolla de forma coercitiva

La difusión de las tradiciones científicas tiene lugar en condiciones de verdadera coerción, que impide o limita toda oposición. La absorción de valores y esquemas de percepción se desarrolla, sin embargo, de forma inconsciente, bajo la máscara de la aproximación a la verdad. Es la comunidad científica, bajo la dirección omnipotente del colegio invisible, pero a instancias últimas, también, de los poderes sociales, la que organiza el proceso. Iniciación en la ciencia y socialización política son, por otra parte, aspectos no nítidamente discernibles entre sí, aunque el primero se realza y el segundo se ignora. En último término, la adopción de determinados valores generales, que es muy anterior a la entrada en la comunidad científica, aparecerá como una tónica siempre subyacente, no explícita. Si ya la familia, los medios de comunicación o la escuela infantil inician el proceso, la socialización política prosigue por cauces no muy distintos, centrados tanto en los métodos y los comportamientos como en los mensajes, al entrar en la universidad o proseguir la formación como investigador. Pero lo que distingue esta última fase –aunque también la enseñanza anterior habría propiciado el camino– es, verdaderamente, la incorporación de métodos, conceptos, esquemas interpretativos y todos los demás elementos del bagaje que conforma la introducción en una especialidad. Por todo ello, son varios los autores que han equiparado la iniciación en una tradición científica al adoctrinamiento dogmático que supone la entrada en una religión. Como en estos otros procesos, se abordaría una deslegitimación similar de otras formas de percepción, una normalización rígida de los cauces del pensamiento, un recurso también común a mitos y claves de identificación y un empleo de recompensas y castigos que aseguran la fidelidad del producto. Algunos conceptos empleados para designar las áreas de estudio, como «materia» o «disciplina», evocan especialmente esa idea de que constituyen cuerpos cerrados de fundamentos que se insuflan por los ya acreditados sobre los que aún no lo están.

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