Kitabı oku: «El pasado cambiante», sayfa 4
Como instrumento fundamental en el adoctrinamiento que supone la iniciación en una disciplina aparece el manual. A diferencia del carácter excesivamente elucubrador que pueden presentar los trabajos especializados y también a distancia de la presentación simple y atractiva de los textos de divulgación, los manuales deben reproducir los conceptos, métodos básicos y verdades fundamentales de una tradición científica. Esto no significa que resulte nítido qué debe incluirse y qué desterrarse en ellos, aunque, en esencia, no deben faltar los términos de uso más común, las teorías más aceptadas, los temas de identificación del colectivo, las referencias históricas más legitimadoras e incluso las direcciones más prometedoras de investigación. En último término, el manual, lejos de aparecer como un producto lógico y transparente, es el resultado, como ya recordaba L. Fleck (1986: 166 y ss.), de concesiones mutuas e instigaciones obstinadas. Pero, como ocurre con la convicción exigida al profesor en el aula, estos textos deben adoptar un tono apodíptico, ignorar las incertidumbres, las discordias más enconadas y las contradicciones más flagrantes. Los cambios profundos experimentados en la dirección del pensamiento desaparecen prácticamente para presentarse el paradigma como conjunto de verdades reveladas de forma acumulativa. En algunos casos, también tienen cabida las polémicas más difundidas, aunque estilizadas y orientadas de acuerdo con los criterios imperantes en cada momento. Pero, por lo general, como señalaba B. Barnes (1987: 67), se presenta una sola interpretación, se minimizan los problemas asociados a la misma y se idealiza su desarrollo histórico, de forma que aparece como única interpretación aceptable. Como manifiesta J. Ziman (1981: 137138), a fin de cuentas, el estudiante no puede dedicar tiempo, como tampoco el experto, a comprobar los «viejos mapas» de su especialidad siguiendo los caminos de construcción de sus antecesores, sino que debe aceptar como obvios y ciertos los asertos de profesores y libros. Por otra parte, no es factible elaborar un currículum que englobe el conjunto total de trabajos teóricos, experimentos y respuestas a todas las críticas y dudas potenciales.
El momento crucial que asegura el logro previsto en el proceso formativo es la evaluación, dado que en ella se dirime el grado en que el neófito se ha provisto de los utensilios y esquemas de pensamiento de la comunidad científica. Con los exámenes y demás ejercicios de valoración como forma institucionalizada de distribuir honores o castigos, según el perfeccionamiento alcanzado en la comunión con los planteamientos básicos, la evaluación y la reevaluación constituirán procesos permanentes en la trayectoria del investigador. Los premios y gratificaciones, las publicaciones, las ayudas concedidas, el aseguramiento de una trayectoria profesional... prolongan el proceso que la evaluación de las asignaturas, mediante la exigencia de respuestas programadas y métodos normalizados, se encarga de iniciar.
Aparte de las ideas expuestas desde el dominio de la sociología, desde determinadas líneas de reflexión didáctica y desde otras tradiciones se ha insistido especialmente en el papel socializador de la enseñanza, entendido como subordinación a intereses concretos o como difusión de valores ideológicos globales que vendrían a inhibir el sentido crítico. Cuando ya en 1902 un autor como John A. Hobson (1981: 209-210) destacaba la sumisión de la enseñanza universitaria a la jerarquía social y al dinero y descifraba tal virtualidad especialmente en la «economía clásica», lo hacía valorando aspectos como el nombramiento previo de profesores, la selección y jerarquización de asignaturas y el uso de determinados libros de texto e instrumentos didácticos. El economista británico resaltaba estos vínculos en un periodo donde resultaba manifiesta la dependencia del sistema de enseñanza de fondos privados: «la mano que puede brindar ayuda y protección –nos decía– es también la que pone grilletes a la libertad intelectual». De ahí que concluyera reclamando la necesidad de financiación pública de la enseñanza superior. Décadas más tarde, al observar precisamente ese periodo en que vivió Hobson, John K. Galbraith (1985b: 409426) también destacaba el poder coactivo de los empresarios privados sobre la enseñanza: «El poder pecuniario se expresa de un modo poco sutil; ofrece compensación pecuniaria por la conformidad y amenaza con perjuicio pecuniario en caso de discrepancia». Pero este otro autor subrayaba también el impulso reformista que animó a algunos profesores universitarios, como en el apoyo a leyes antimonopolistas o en la protección a los sindicatos, y descubría, en cambio, una identificación mayor entre el estamento pedagógico-científico y el sector empresarial en una etapa posterior, cuando pasó a resultar sustancial la financiación estatal. Con el ascenso de la «tecnoestructura» a la función empresarial, nos dice Galbraith, se estrecha la colaboración entre ambos sectores, desaparecen las connotaciones revolucionarias de una parte de la ciencia social y se difunden formas de enseñanza, especialmente en economía, que reducen la percepción del poder alcanzado por la gran empresa.
A partir de una observación más directa de los métodos educativos, otros analistas han resaltado en distintos momentos una subordinación manifiesta de la educación a un sistema social marcado por la jerarquía y la desigualdad. En un libro publicado por primera vez en Nueva York en 1969, N. Postman y Ch. Weingartner (1981: 48) equiparaban los procedimientos de la enseñanza a los de la producción en serie. Como en estos sistemas, dominaría una rígida planificación de los tiempos, una escrupulosa división entre profesores y alumnos y un mayor detenimiento en los resultados que en el proceso, pero también una «recompensa elevada a la conformidad y sospecha de cuanto suene a originalidad (o a cualquier otro comportamiento divergente)». F. Cocho, en una obra de 1980 confeccionada a partir de sus conferencias en la facultad de Físicas de la Complutense, atribuía también a las universidades unos procedimientos «tayloristas» para formar especialistas acríticos de modo autoritario, dogmático y a menudo elitista. En 1979, el norteamericano M. W. Apple (1986) seguía las difundidas ideas de Gramsci al descubrir en el sistema educativo un medio de saturación de la conciencia, tanto mediante los mensajes como mediante las prácticas rutinarias, para lograr un control social sin recurrir a mecanismos de dominación. En los valores transmitidos, este autor se refiere a la ética del rendimiento, la sociedad como sistema de cooperación, las visiones negativas y «disfuncionales» del conflicto, los medios legítimos de obtener recursos en una sociedad desigual y el modo de relación con las estructuras de autoridad. Pero también observa entre esa especie de mixtificaciones, precisamente, la idea de una comunidad científica en búsqueda de la verdad, mediante la verificación empírica, sin detectar las influencias políticas y personales externas y las pugnas entre «escuelas de pensamiento». Más reciente resulta un trabajo de un profesor de Didáctica de la Universidad de La Coruña, J. Torres Santomé (2001), que denuncia una progresiva orientación clasista de la enseñanza española bajo el mismo proceso de «mercantilización» e «hiperindividualismo» que impregna otros ámbitos de la realidad social. El propio objetivo de «excelencia» educativa, tan extendido, no apuntaría tanto a estrategias y condiciones que permitan generar cambios sociales como a la obtención de productos estandarizados, dentro de la misma tónica fordista y postfordista del sistema productivo.
Las asignaturas de historia, por poder concernir a todos los aspectos de la sociedad en el pasado, ocupan una posición preeminente en la difusión directa de valores. Aunque el gran potencial de esta disciplina para reflexionar sobre el medio social la puede convertir en un instrumento importante para ubicar al individuo en su contexto y estimular su sentido crítico, también puede actuar como vehículo para instigar meras actitudes conformistas. Mediante la selección de contenidos, los conceptos implicados y las interpretaciones planteadas, aunque también mediante las técnicas seguidas, se pueden difundir esquemas de pensamiento y hábitos de comportamiento acordes con los planteamientos políticos y sociales de los inductores. En el caso de España, resultan especialmente numerosos los trabajos, ya desde las páginas editadas por Ruedo Ibérico, que han incidido en esos programas de socialización durante el primer franquismo, bajo la égida del nacionalcatolicismo.16 En esa fase inmediatamente posterior a la Guerra Civil, y de forma menos contundente también después, el interés en promover la cohesión nacional y social y el respeto al régimen dictatorial avivó el modelo de una historia narrativa, memorística, centrada en acontecimientos políticos y militares protagonizados por las minorías rectoras, con visiones maniqueístas, apologías y estigmatizaciones continuadas. Bien es cierto que, a la vez, como argüía P. González Blasco (1980: 37) al descubrir una escasa valoración de la investigación científica en la España de los setenta, con raíces en la posguerra, un sector amplio de las clases medias, de forma pragmática, contemplaba el estudio como vía para alcanzar una posición económica y social. En ese marco, perdía interés el trabajo investigador, con un alto coste de oportunidad para el individuo respecto a otras carreras profesionales, pero, además, sobre todo en la medida que también mejoraba la situación económica y social, se hacía menos «necesaria» la inculcación directa de valores.
Entre los autores, relativistas o no, que venimos considerando a lo largo de todo este capítulo, la educación se liga de diversas formas al poder coactivo de las comunidades científicas, más o menos concebidas en unas estructuras sociales concretas. En esa línea, algunos de estos analistas enfatizan la conformación de unos seres no sólo poco proclives a la crítica general, sino inmersos en esquemas y planteamientos que suponen, en el fondo, un gran distanciamiento de la realidad, una carencia de libertad efectiva y una falta de fundamentos para encontrar sentido a la propia existencia. Así, L. Fleck, al valorar la iniciación de los individuos en un «colectivo de pensamiento», no dudaba en hablar de «introducción didáctica autoritaria» y de «enseñanza puramente dogmática», donde se inculca un mundo cerrado en sí mismo y se ignora la conformación histórica real de ese saber. En el nivel genérico en que se mueve Feyerabend al distinguir tradiciones racionalistas y no racionalistas, sugiere como propuesta ideal que el individuo debe familiarizarse con el mayor número posible de alternativas para construir su verdad personal, pero estima que las posibilidades de hacerlo son difíciles. La enseñanza desde la infancia significa, a su juicio, un proceso de socialización y aculturización que profana las más nobles cualidades humanas y no ayuda en la eliminación de limitaciones para el logro de una libertad relativa. Dentro de ese papel, Feyerabend no duda en calificar a los estudiantes emergidos de la universidad como «ceros a la izquierda serviles que se esfuerzan inútilmente por identificar la fuente de su miseria y pasan el resto de sus vidas intentando encontrarse a sí mismos».17 Estas valoraciones no deben hacer olvidar que la búsqueda por el estudiante de su realización profesional inmediata, en detrimento de una formación integral y sin interés en la investigación, hace desarrollar formas de «crítica» muy alejadas e incluso opuestas a las reivindicaciones del filósofo austriaco.
Siguiendo la analogía común de equiparar la preparación en la ciencia moderna al aprendizaje de un oficio, B. Barnes (1986 y 1987) subraya el carácter subordinado con que el estudiante, al estilo de un aprendiz profesional, adquiere una competencia determinada en un terreno científico. Para ello, debe aprender conceptos y procedimientos rutinarios que se presentan de manera autoritaria, relegando otras opciones históricas o reelaborándolas en una especie de trayectoria hacia el conocimiento transmitido. Tal actitud excluye, de este modo, la verdadera crítica, y se presenta como una precondición necesaria para poder aplicar en el futuro, ya sin esfuerzo, las destrezas adquiridas. El mecanismo se incluye, por tanto, dentro de la tendencia a la especialización, a la división del trabajo, que ya recalcara A. Smith, pero conduce en sus formas más extremas –Barnes evoca el arquetipo del profesor lunático y distraído– a formas obsesivas de dedicación, a seres deshumanizados y mentalmente bloqueados.
Desde un esquema interpretativo no básicamente relativista, Miguel Martínez Miguelez, en El paradigma emergente, cuestiona los fundamentos de los sistemas de enseñanza al negar que los tan cacareados objetivos de estimular el sentido crítico y la creatividad se vean correspondidos en la realidad. Es más, no duda en afirmar que, al aparecer de forma espontánea, estos rasgos resultan perseguidos. Después de valorar la evaluación escolar como el medio más efectivo para desterrar la crítica y la divergencia, como también para ahogar las potencialidades creativas y preprogramar al alumno, Martínez Miguelez (1993: 40) realiza la siguiente reflexión:
La verdadera creatividad la favorece y propicia un clima permanente de libertad mental, una atmósfera general, integral y global que propicia, estimula, promueve y valora el pensamiento divergente y autónomo, la discrepancia razonada, la oposición lógica y la crítica fundada. Como podremos constatar, todo esto es algo que se proclama mucho de palabra, pero que se sanciona, de hecho, en todos los niveles de nuestras instituciones «educativas». Siempre es peligroso defender una opinión divergente. Los representantes del status toman sus precauciones contra esos «fastidiosos perturbadores del orden», contra esos «desestabilizadores del sistema». Por esto, no resulta nada fácil forjarse una opinión propia. Ello exige osadía intelectual, esfuerzo y valentía, y una personalidad muy segura, independiente y auténticamente madura.
Como veíamos más arriba, también un autor no relativista como J. Ziman (1981: 136-138) ve el proceso educativo como un entrenamiento previo a la aceptación del individuo en comunidades científicas, donde, pese a la insistencia en las excelencias del escepticismo y del espíritu crítico, se difunden prejuicios y creencias erróneas (Ziman no relativiza bajo ningún sentido la noción de «error»). El alumno recibe, en expresión de este comentarista, un álbum completo y esquemático de mapas e imágenes que asimila como prolongación del mundo del sentido común que comparte con la humanidad. Pero, dado el carácter simplificado y elemental de esas adquisiciones, lejos de procurarle una aproximación mayor a la realidad, ello puede extremar su distanciamiento de la misma.
Marcelino Cereijido (1994: 126) coincide ampliamente con los dos anteriores ensayistas al caracterizar la educación como instrumento de adoctrinamiento que restringe la imaginación y el sentido crítico, aunque también deplora el papel que otras instituciones juegan en la formación general de los individuos. Cuando tanto en la escuela como en la empresa se preconiza «creatividad», nos dice, es asimilando el concepto al de productividad: «se espera que resulte en producir algo para vender». Al insistir después en la importancia de esas cualidades en el quehacer científico, Cereijido (1994: 138-139) plantea que los propios directores de los trabajos pueden inhibir su desarrollo al encauzar estrictamente la labor según determinados parámetros, por ejemplo para desarrollar experimentos específicos. Pero, además, este autor argentino presenta en los siguientes términos la posibilidad de un cuadro formativo general bastante nefasto:
Claro que para ser investigador no basta con ser trabajador, estudioso, generoso, atento, aprovechar los congresos y tener la carcajada a flor de labios. El ingrediente principal es la creatividad, cualidad que si bien un buen mentor puede hacer despertar, estimular y enseñar a usar, difícilmente podrá desatrofiarle a un alumno que llega con veinticinco años de chatura, autoritarismo, padres y maestros castrantes y despóticos, televisión con cantitos comerciales, periodismo con lugares comunes, sacerdotes convencidos de que el misticismo humano está contenido en liturgias estupidizantes, falta de hábito por la lectura, tendencia a manejarse con frases hechas y que cree que discutir consiste en salir a porfiar con los prejuicios que se le fueron incrustando en el cerebro.
Como denotan las aseveraciones de Cereijido, el proceso de socialización de los miembros de la comunidad científica no concluye con la obtención del primer título universitario, sino que se prolonga en la incipiente tarea investigadora, que es la que verdaderamente abre las puertas para formar parte de esa entidad. A propósito del terreno de la historia, G. Noiriel (1997: 21-22) ha visto en la realización y defensa de la tesis doctoral el acto mediante el que, con la evaluación de los conocimientos, también se asegura el respeto del doctorando a las normas del colectivo profesional. La aceptación de este proceso por parte del neófito es tanto mayor en la medida que, mientras no se produce saturación en el nivel del profesorado, su subordinación al maestro garantiza el avance de su carrera. También G. Duby, como veremos, reparaba en el carácter «ritual» de este evento, convertido así en un punto obligado de paso y admisión para quienes manifiestan su voluntad de entrar en el colectivo.
6. La búsqueda de aceptación de un texto implica la utilización de múltiples recursos
Lejos de ser el resultado de un proceso lineal y perfectamente previsto de observación y experimentación que permita alumbrar verdades evidentes en sí mismas, el conocimiento científico se desarrolla mediante una movilización que abarca frentes diversos, procedimientos técnicos especializados, estrategias de negociación y búsqueda de numerosos aliados. El objetivo central es que los textos confeccionados sean bien recibidos y pasen a circular, en la mayor medida posible, como material de trabajo dentro de la comunidad científica. En último extremo, el culmen del proceso se produce si las conclusiones, la metodología u otro aspecto del texto se incorporan en los manuales de mayor difusión. Pero ello exige una destreza muy alta y una renuncia más o menos marcada a la libertad personal de expresión. Como acto en sí mismo, mostrar la verdad tal como se percibe no abre las puertas en ningún sentido y puede resultar contraproducente. Por el contrario, se hace necesaria la explotación de varios recursos, más numerosos si se trata de convencer no sólo a los miembros del colectivo, sino también a algunos sectores sociales y políticos que pueden apoyar y difundir el trabajo. El proceso también se complica porque, pese al entrenamiento y las pautas comunes, en cada texto no dejan de aflorar rasgos y valores propios, personales, y aparecen condicionamientos diversos, como los que provienen del material, las fuentes o la bibliografía empleados, que conducen a resultados únicos en cada caso. De este modo, nunca el lector real coincidirá exactamente con el imaginario ni, por tanto, se hallará una aquiescencia total ni una comprensión completa entre los compañeros de especialidad.
Los recursos que el científico utiliza para convencer son numerosos y difieren según la disciplina concreta. No en todas existen, por ejemplo, las mismas reglas en el uso del lenguaje, aunque la voluntad de hacer una ciencia universal hace preferir los estilos austeros y simples, lo que, por otra parte, en la actualidad, constituye una ventaja para los investigadores no angloparlantes dada la usual exigencia, también, de expresarse en inglés. Otras directrices se refieren al modo de presentar los argumentos propios, que deben conectarse a los parámetros generales establecidos, aunque ello pueda suponer su deformación y, por tanto, un alejamiento de lo que verdaderamente se desearía transmitir. En relación con esto, las citas se convierten en uno de los factores más característicos. Preferentemente, se convocan en el trabajo a grandes autoridades, a nombres de prestigio, aunque sus ideas sólo de forma marginal se relacionen con las expresadas o no se basen en profundas indagaciones personales sobre el tema. Como manifiesta B. Latour (1992: 33), especialmente interesado en estas estrategias técnicas, las citas pueden ser rutinarias, de mera identificación con un colectivo, o pueden resultar erróneas, estar mal interpretadas o no tener otro fin fundamental que el de alardear. En esa línea que, quizá, halla su culmen de artificiosidad si se usan algunos títulos sólo para el engrosamiento de la bibliografía final, también pueden actuar otros móviles sobrevenidos, como las relaciones de camaradería, la mayor difusión de determinados escritos o el mero azar. Al criticar los métodos bibliométricos de evaluación de la investigación, E. Primo (1994: 246), que también apunta el simple formulismo o la mera búsqueda de prestigio que a menudo orientan las citas, considera asimismo un elemento disuasorio: no se mencionan aquellos trabajos que pueden ensombrecer la originalidad del propio. También aquí se pueden sumar otros aspectos de carácter repelente: se eluden productos de desconocidos, no validados a través de los cauces «normales» del colectivo correspondiente, ni tampoco aquéllos que contrarían de forma contundente las ideas defendidas.
Pero, además de estas pautas y de esta colección de referencias, el texto debe venir a matizar o a aportar algo nuevo a lo ya acatado, sin contradecirlo de forma flagrante. Un cambio de tonalidad o de perspectiva puede ser suficiente y mucho más aceptable por la comunidad científica que un intento de fuerte ruptura. La labor es difícil por su paradoja interna: es necesario aportar algo y conviene parecer novedoso, pero, en el fondo, no se deben alterar sustancial-mente las verdades básicas vigentes. Además, la posibilidad de refutaciones, sobre todo al poder convocar a menos nombres de prestigio y apelar a menos pruebas, hace transitar al científico con cautela entre algunos argumentos y, en consecuencia, lo lleva a exponer varias ideas como hipótesis susceptibles de contraste o como fenómenos abiertos a una indagación posterior. De este modo, el investigador suscribe un seguro contra las críticas inevitables que aparecerán de ser tenido en consideración. La prudencia y la modestia se cargan, así, de un claro sentido racional.
Entre los recursos técnicos también destaca el uso de datos numéricos, con su apariencia de objetividad, y la inclusión de gráficas y tablas, que ordenan y esquematizan la realidad de acuerdo con criterios diversos. Según se concibe ampliamente, estos elementos permiten escapar de la tendencia a la especulación a que nos conduce el mero uso del lenguaje, de forma que, teóricamente, reproducen mejor la realidad y pueden compararse más fácilmente entre sí. Sin embargo, lo subjetivo también impregna la selección de unos u otros datos, su confección y su presentación. Además, numerosos aspectos trascendentes escapan a la posibilidad de medición y los que resultan proclives a la misma requieren siempre de unas u otras ideas, similares a las que operan sobre otros tipos de información, para realizar su interpretación.
En Ciencia en acción, Bruno Latour juzgaba el empleo de toda esta serie de recursos como estrategias dirigidas a callar y aislar a todo potencial disidente. Las verdades aceptadas y no cuestionadas son para él «cajas negras», similares a las de los artilugios técnicos, que, lejos de resultar de un proceso ordenado convencional, se construyen a partir de discusiones y desacuerdos. De ahí la necesidad en cada científico de buscar aliados técnicos –«inscripciones», según su definición– en apoyo de la postura propia. La captación de la atención hacia las conclusiones previstas pasa por acumular el máximo de cajas negras, de argumentos menos controvertibles e inscripciones que merezcan menos duda, porque el lector, en un comportamiento imprevisible y «exasperante», puede enfrentarse al texto de manera muy personal e incluso de forma errática, sin leerlo íntegro. De la misma forma que, en su labor, el científico contempla la literatura anterior a la luz de sus propios valores e intereses, también su trabajo será incorporado por otros mediante versiones personales. El texto puede ser rebatido, criticado, deformado o referido a la ligera, sin conexión con lo que se pretendía mostrar. Pero, como peor y más frecuente alternativa, en un mundo que nuestro autor juzga despiadado, el texto puede ser simplemente ignorado y su efecto, por tanto, resultar inocuo (Latour, 1992: 160): «La mayoría de las afirmaciones, de los autores, de los científicos, es invisible. Nadie los tiene en cuenta, nadie disiente. En la mayor parte de los casos, parece que ni siquiera se ha desatado el comienzo del proceso». Además, si otros incorporan un enunciado como «caja negra», no es sin alteraciones, sino sometiéndolo a un proceso progresivo de erosión y pulido, a una estilización muy fuerte que puede concluir en una mera referencia sintética sin alusión a su origen.
Estas observaciones de Latour revelan una débil fertilidad, cuando no una total esterilidad, de la mayor parte de trabajos que ven la luz. En principio, la mecánica rutinaria seguida en la confección continuada de textos en torno a una línea de investigación –con sus normas implícitas sobre acumulación de breves citas, criterios de autoridad, necesidad de destacar la aportación propia, etc...– explica que cada autor apenas comente con mínima exhaustividad otros ensayos. Pero, además, al ser tan alta la cantidad de trabajos editados, tan diversas las líneas de reflexión y tan común la falta de sintonía, no sólo se prescinde efectivamente de gran parte de lo publicado, sino que lo consultado queda indispensablemente sometido a procesos de selección, síntesis, estilización, traducción y mera evocación puntual.
7. La construcción del conocimiento científico no se entiende sin su medio social
Como hemos entrevisto en algunos comentarios, no es sólo la comunidad de especialistas, en última instancia, quien desde una perspectiva relativista explica la dirección del conocimiento científico. El medio social también sienta varias de las premisas básicas de ese desarrollo, aunque tal actuación no debe contemplarse, para varios de estos autores, como el mero influjo de un elemento exógeno o como un condicionante más entre otros, sino como una realidad consustancial a la propia gestación, validación y difusión de las ideas científicas. El contexto social no sólo vendría a ser importante por estimular el interés hacia determinados campos, sino que intervendría en la conformación de las pautas de reflexión y en la dirección de los contenidos. Esto, que supone negar que las diversas materias se rijan exclusivamente por unas bases racionales propias, parece claro en las ciencias sociales, pero también caracteriza a las naturales y exactas, aunque de una forma menos meridiana, más difícil de rastrear, que ha llevado a agudizar sus esfuerzos analíticos a algunos sociólogos.
Las conexiones de la ciencia con la sociedad se producen por dos tipos de factores distintos, aunque complementarios: por las necesidades de financiación y por la participación inevitable en unas determinadas concepciones ideológicas. En primer lugar, el desarrollo científico exige unos soportes –bibliotecas, laboratorios, archivos, viajes, material, publicaciones, etc.– que reclaman la financiación desde el medio social. Al depender su trabajo directamente del reclutamiento externo de recursos, el investigador –o algún miembro, si se trata de un equipo– debe desarrollar una labor continuada de negociación en foros diversos. Por ello, la actividad científica es inconcebible sin una actuación destinada a mostrar ante la sociedad –ante las instituciones, ante los poderes sociales– el carácter esencial del trabajo que se realiza. Para muchos investigadores de base, este papel puede ser poco importante, pero porque son otros miembros, preferentemente del colegio invisible, quienes actúan como intermediarios. Estos elementos se han convertido, en efecto, tanto en «líderes» de equipos de investigación como en depositarios de la confianza de las instituciones sociales y en delegados suyos a la hora de evaluar los proyectos, repartir ayudas, decidir publicaciones y, promover, en definitiva, los sustentos del colectivo. En esa tesitura, son estos miembros quienes llevan el protagonismo en las negociaciones «internas» y «externas», mientras otros pueden circunscribirse a las tareas de estudio y exploración. Este papel de intermediación de un sector de la comunidad científica resulta tanto mayor en la medida que a los agentes sociales no les interesa de manera directa gran parte de los trabajos que se elaboran ni se demanda de ellos la resolución de problemas.
Al hacer derivar de esa necesidad de apoyos internos y externos la presión para publicar, la redacción de informes y solicitudes de dinero y la evaluación continuada de los resultados, M. Cereijido (1994: 149 y 159) presenta, como consecuencia, un marco enajenante y angustioso del desarrollo de la profesión, especialmente dañino si, además, concurren en el investigador problemas personales o si los resultados no llegan en la cantidad y calidad deseados. Por otra parte, la importancia de las estrategias de persuasión en la sociedad actual por parte de los especialistas, cuando ha aumentado sensiblemente su competencia por lograr financiación, conducía a F. di Trocchio (1995) a valorar un efecto altamente adverso: el gran desarrollo reciente del fraude y de la manipulación de datos.18 También E. Primo (1994: 106-107) descubría estos comportamientos no sólo entre quienes tratan simplemente de aprovechar las modas, sino también entre investigadores bien preparados, por la lentitud en la obtención de resultados publicables, bajo la intención de reforzar las conclusiones o para ocultar determinados aspectos a un competidor. Con la falsedad de datos, varios analistas presentan otra consecuencia indeseada: la apropiación, como personales, de ideas ajenas, ya posible mediante su mera incrustación en el discurso propio sin mencionar su origen o inspiración. Sin embargo, más allá de los casos más flagrantes, ¿no resulta difícil diferenciar muchas veces estos aspectos como «anomalías» cuando, en la práctica «normal», todo investigador interviene sobre su objeto de análisis, acomoda los datos y adopta como suyas varias ideas de otros miembros del colectivo?