Kitabı oku: «El pasado cambiante», sayfa 5
Pero, por otra parte, además de la necesidad estratégica de ganar adeptos en la sociedad, en su formación especializada y en su vida el investigador, como todo ser humano, experimenta un proceso de socialización, es decir, recibe ideas y valores que se proyectan sobre su trabajo. Incluso resulta especialmente vulnerable ante los criterios ideológicos dominantes, dado que su disidencia puede significar su marginación y de su comunión básica con los mismos, en esencia, pueden emerger las condiciones iniciales de su éxito. En realidad, este aspecto puede constituir una de las premisas previas para que las necesidades de financiación y apoyo externo apuntadas en los párrafos anteriores se vean complacidas. El filtro es, pues, doble: deben considerarse las exigencias y criterios de la comunidad científica, pero también, solapados a los mismos, los dimanados de unas estructuras sociales e institucionales determinadas. Ahora bien, si el científico social no puede sustraerse a valores e ideas presentes en su entorno global, no ocurre lo mismo con el natural, aunque también se verá condicionado al observar cuestiones con un significado social, como algunas relativas a la naturaleza humana, o de forma indirecta en otras diversas circunstancias.
El tema de las conexiones entre ciencia y sociedad ha sido objeto de enfoques concretos muy distintos. Un punto de partida fundamental lo ha constituido la sociología del conocimiento, especialmente vinculada a K. Mannheim, que a su vez se inspira en parte en la interpretación marxista. Bajo un concepto «total» de ideología que llegaba más allá de la noción que la relacionaba con la conciencia de clase, este autor consideraba que todo el pensamiento –salvo en matemáticas y en parte de las ciencias naturales, capaces de una observación imparcial y desinteresada– está arraigado en una determinada situación social.19 Los sociólogos del conocimiento científico tratarían de vencer la resistencia de las ciencias naturales y exactas a dejar traslucir tras sus contenidos condicionantes sociales y profesionales, pero bajo perspectivas que, aunque centradas en la importancia de los intereses, se alejan ya del esquema marxista basado en la dicotomía infraestructura-superestructura.
La posición ambigua de Marx y de Engels ante las ciencias, al destacar de formas distintas el influjo social y vislumbrar a la vez las posibilidades del objetivismo, ha hecho que se apele a ellos para sustentar argumentos diversos. Aunque sería para subrayar después que la ciencia y la técnica habían devenido en el componente ideológico fundamental en el capitalismo avanzado, J. Habermas (1983: 46-49) resumía la postura de ambos autores afirmando que reconocían como vertientes de la ideología la religión y la moral –y menos evidentemente el arte y la literatura–, mientras la ciencia y la técnica serían «integrantes del potencial de las fuerzas productivas». Para Marx y Engels, el interés de la burguesía había conducido al gran desarrollo de las ciencias naturales y de la técnica en el mundo occidental, pero esa misma clase había difundido una imagen falsa de la realidad social. Tras evocar su conocida convicción de que «las condiciones económicas de producción... pueden determinarse con la precisión de las ciencias naturales», J. Keane (1992: 258-259) veía a Marx sumándose a la suposición positivista, comtiana, de un conocimiento universal basado en la observación, la precisión conceptual y la exactitud metodológica. Para el pensador judeoalemán, resultaba posible alcanzar unos planteamientos objetivos de la realidad social, distintos a los que suponía el enmascaramiento de la ideología burguesa, que permitirían efectuar predicciones, controles y progresos reales del mismo modo que en las ciencias naturales. Al destacar la importancia de la evolución social para entender el presente, frente a la ficción del liberalismo económico de un mundo estable, con leyes naturales que abocaban al equilibrio, la historia aparecía para Marx, en particular, como verdadera ciencia liberadora (Lesourd y Gérard, 1964: 124).
En general, dentro del esquema marxista conocido como «ortodoxo», que hace derivar la cultura, como superestructura, de la realidad social, la ciencia –en particular, la ciencia social– se convertía en uno de los espacios fundamentales de la sociedad capitalista que reclamaba transformación. Se entendía que, si el desarrollo capitalista impedía la evolución natural de la ciencia, éste sería posible en un marco socialista. En la práctica, lejos de desembocar en un nuevo clima de libertad científica en el área de países comunistas, esta denuncia, que lejos de suponer el rechazo del objetivismo venía a pregonarlo como lógica y excelsa aspiración, conduciría a nuevas formas de rigidez, sobre todo en la época estalinista. En el fondo, como revelaba A. W. Gouldner (1978: 72-73), pero con unas consideraciones extensivas a otras formas de pensamiento, el marxismo no podía renunciar a sus pretensiones objetivistas ni juzgar también su propio discurso condicionado por el contexto social, porque ello habría debilitado su capacidad de adhesión y de acción: «El relativismo puede alentar la tolerancia mundana de diferentes dioses y desalentar los sacrificios costosos por las propias creencias, pues se piensa que están lejos de estar seguras».
De particular trascendencia resultó, en la línea marxista que relacionaba el desarrollo científico con el interés de la burguesía, la contribución sobre el pensamiento de Newton que el soviético B. Hessen presentó en el segundo Congreso Internacional de Historia de la Ciencia, celebrado en Londres en 1931.20 Aunque explicaba las preocupaciones científicas del físico inglés bajo el acicate que suponía el desarrollo industrial, Hessen no dejaba también de concebir sus resultados y teorías como consistentes con la realidad. De forma general, también elaboró una postura de este tipo John D. Bernal, especialista en cristalografía que indagaría asimismo en otros capítulos de las ciencias naturales. En Historia social de la ciencia,21 este autor relacionaba el desarrollo científico en el mundo occidental con la búsqueda de dominio social y con el interés militar de gobiernos y monopolios. Si bien no manejaba similar sutileza en su análisis sobre la situación del mundo comunista, que presentaba como contraste, Bernal, que había colaborado activamente como asesor del gobierno británico durante la Segunda Guerra Mundial, se erigiría en crítico de la orientación militar de la ciencia. Frente a la creencia en la mera experimentación, destacaba el influjo directo del medio social e intelectual en la conformación de teorías, llegando a asimilar el proceso, como otros analistas, al de la difusión de la filosofía o la religión. Pero ello no lo llevaba a negar que las ciencias, especialmente las naturales, fueran incapaces de captar de forma neutral la realidad. Si este autor suscribe la idea del atraso de las ciencias sociales respecto a las naturales es, en parte, por su mayor «vinculación con actividades de personas interesadas y no con el mundo material indiferente». Para él, la experimentación es más difícil en los estudios sociales por la existencia de restricciones derivadas del respeto a la propiedad privada, a los intereses creados y al beneficio. Así, la iniciativa de desarrollo del valle del Tennessee, en el marco de la crisis de los años treinta, no se habría repetido «a causa de su mismo éxito»,22 de modo que, en general, sólo se podían afrontar experiencias triviales. También recalca la dificultad de examinar unas realidades que, a diferencia de los fenómenos naturales, están sometidas a un cambio continuo. Se refiere, en este sentido, como ejemplo, al tipo de análisis que mantenían muchos economistas en la tercera década del siglo XX (Bernal, 1973: 248): antes que como productos naturales de la evolución interna del capitalismo, estos analistas consideraban el imperialismo, los monopolios y las restricciones estatales como obstáculos externos indeseables para una economía libre.
Inspirado por argumentos de Marx, otro autor, Stefano Sonnati (1983), estimaba que el desarrollo burgués y el científico resultaban paralelos. Su explicación se extendía a todo el espectro de la historia de la humanidad. Desde la Antigüedad, aunque los científicos trabajaran de forma normalmente aislada, el poder político se había servido de ellos, apreciando especialmente su papel en el desarrollo de la fuerza militar. Pero fue sobre todo desde el siglo XVI cuando la investigación progresó de la mano de una ascendente burguesía que, así, sobre todo mediante la conexión entre ciencia y técnica, encontraba nuevos caminos de enriquecimiento. Ese impulso, que suponía una institucionalización progresiva de la ciencia, toparía con la resistencia de la vieja jerarquía eclesiástica y civil, reacia a consentir que el hombre pudiera juzgar a través de su propia razón y cuestionar, así, el viejo orden social. Sonnati, que cita el conocido pasaje donde Marx alude al gran impulso que la burguesía propina a las fuerzas productivas, entiende ese estímulo, ante todo, como un fomento externo, fundamentalmente financiero, en forma privada o pública, de una labor cuyos procedimientos y contenidos perfilan los propios científicos. Pero, a la vez, en una manifestación de relación más profunda, el interés burgués y los afanes nacionalista e imperialista se proyectan en el siglo XIX sobre las tesis evolucionistas que Darwin trazó influido por Lamarck: mediante ellas, no sólo pierden sustancia las ideas de estirpe y sangre de la vieja nobleza, sino que se legitiman, como comportamientos naturales acordes con la «lucha por la existencia» de las especies animales, la competencia entre industriales y la rivalidad entre estados. Para el autor italiano, en el siglo XX, tanto en el mundo capitalista como en el comunista, aunque con marcadas diferencias, la ciencia pierde su contexto de libertad original y de cosmopolitismo para subordinarse al interés pragmático y a las programaciones del poder político.
En España, Carlos Paris (1992: 67-70) ofrecía una visión singular también de eco marxista que conecta ampliamente el conocimiento científico y el general con las estructuras sociales y políticas. Para este autor, en toda formación cultural existe un «saber oficial» en manos de grupos de profesionales –chamanes, filósofos, clérigos, sabios modernos– que codifican sus procedimientos y negocian de forma variada sus relaciones con la clase económica y política dominante. Aunque, de esta forma, tal colectivo puede actuar como servidor de esta clase, también puede asimilar aspectos de las subculturas o nueva cultura de las clases dominadas. A la vez, ese grupo intelectual puede asumir un papel rector o liberador, como denotan el proyecto de una república platónica o, en España, las actitudes ilustradas tardías de la Institución Libre de Enseñanza. Bajo el dominio del saber hegemónico transcurren otros saberes más o menos reprimidos o marginados, aunque también pueden ser asimilados parcialmente. Como ejemplo de esto último, C. Paris alude, precisamente, a la posición difícil, como «fugitivos», de los primeros científicos frente al saber oficial de las universidades.
Entre los científicos naturales españoles que han valorado con rotundidad las conexiones entre sociedad y ciencia, en términos también de estímulos y contenciones externos, se encuentra Javier Tejada (1984). Frente a la concepción utópica de los físicos que actúan de forma independiente, este ensayista arguye que las estructuras económicas y políticas marcan su actividad, sus medios y sus tipos de investigación. El sistema social que en la física conforman investigadores, técnicos, bibliotecarios y administradores traduce la estructura social en que se enmarcan. Las discrepancias entre científicos, políticos, economistas y otros sectores derivan, en el fondo, de su divergencia respecto al modelo social a alcanzar. El ideario desarrollista que, en particular, domina en el mundo occidental promueve un tipo de física que beneficia, sobre todo, a determinados intereses del sistema económico y político. A la vez, la especialización creciente en que desemboca el influjo de la industrialización en la investigación científica conduce a un alejamiento de los problemas reales de la sociedad.
Varios de los autores relativistas mencionados en los puntos anteriores subrayan la incidencia del medio social de formas diversas, aunque normalmente sin considerar como marco expreso de referencia, al modo marxista, las estructuras capitalistas y el subsecuente predominio social e ideológico de la burguesía. Para L. Fleck, además del colectivo de pensamiento y del individuo, en el desarrollo del conocimiento también interviene el medio social, dada su distinta receptividad en cada momento. B. Barnes también enfatiza, con el papel coactivo de la comunidad científica, el criterio de agentes externos con poder, es decir, de intereses económicos y políticos, que influyen en el carácter contingente y efímero, no inmutable, del conocimiento generado. Como veíamos, Woolgar (1991) venía a destacar el carácter social de la ciencia por la importancia de las negociaciones internas, pero valoraba a la vez las estrategias a que abocaba la necesidad de captación de recursos y apoyos externos. En una reflexión sobre los estudios sociológicos del laboratorio, Karin Knorr-Cetina (1995: 200) apuntaba asimismo unas relaciones significantes de los científicos que no se constreñían al ámbito interno de los compañeros de especialidad, sino que se extendían a agencias de financiación, administradores, representantes de industrias, editores y gerentes de sus institutos. Para esta autora, de la misma manera que los especialistas adoptan actuaciones al margen de la que supone la investigación en sí, en el desarrollo de ésta también pueden influir agentes externos:
Es más, los científicos, incluso los colegas de especialidad, pueden interactuar cotidianamente en papeles «no-científicos» en los cuales administran dinero o deciden carreras profesionales. Del mismo modo, un funcionario del gobierno o un representante de una empresa proveedora puede negociar con un científico especialista los métodos usados en un proyecto de investigación o las interpretaciones adecuadas de una medición.
En su seguimiento del científico en su búsqueda de aliados, Bruno Latour se refiere a los de carácter humano junto a los de carácter técnico. Como tanto un artículo como un laboratorio pueden no despertar interés alguno y, por tanto, no encontrar apoyos ni disidentes, el especialista tiene que buscar aliados sociales que suscriban y participen en la construcción de su hecho científico. Por ello, el investigador debe actuar como sagaz negociador en la esfera social. De este modo, se produce una paradoja: el científico que trabaja de forma independiente es, en realidad, aquél cuyos intereses se alinean con los de otros sectores sociales y otros científicos, mientras, si carece de tales vínculos y se aísla, perece inmediatamente como especialista. Conseguir reclutar intereses es necesario para formar parte del conjunto de científicos a los que se atribuye el demiúrgico poder –tras el que se oculta la distinta capacidad estratégica en las controversias– de acertar en su exploración de la naturaleza o de la sociedad. Al tener que lograr ese apoyo social y velar a la vez para que no se desfiguren sus afirmaciones, el científico trata de identificar con su trabajo los intereses de distintos sectores mediante lo que Latour llama «traducción». En contraposición al popular «modelo de difusión», el de «traducción» supone negar que por un lado actúen la ciencia y la técnica y por otro, por separado, la sociedad, que, por el contrario, quedan vinculadas entre sí por asociaciones o cadenas heterogéneas. No cabe la distinción externo-interno como mundos separados o que, a lo sumo, se influyen mutuamente, sino que ambos espacios interactúan entre sí, se traban, se constituyen a la par. Aunque se justifique un trabajo como de interés social, es la constitución de esas redes, tras negociaciones más o menos arduas, lo que garantiza el éxito de un hecho, de una teoría, de una predicción o de una máquina. Al margen de tales redes, ninguno de estos elementos tiene vitalidad alguna y su perforación explica los fracasos.23
En una línea próxima a Latour, Torres Albero (1994: 106-112) subraya la importancia de la negociación política tanto dentro de la propia «cámara sagrada de la ciencia» como en el marco social. Este sociólogo valora, en particular, los aspectos de rivalidad en que desemboca esa actuación. Al perseguir imponer sus versiones del mundo como puntos de paso obligado para otros, los científicos niegan viabilidad a rutas alternativas y tratan de impedir su difusión. Torres Albero (1994: 107-108) interpreta básicamente así, en función de la oposición de tradiciones, un panorama de constantes y obstinadas obstrucciones, donde también podría haber valorado otros móviles circunstanciales:
El recurso a la política, para obtener el control en la vida cognitiva científica, implica una serie de estrategias sociales ya señaladas, pero que afectan también a los aspectos sustantivos, tales como las presiones a los editores o árbitros para que se acepten o rechacen determinados artículos u otras publicaciones, las tácticas para obtener fondos para las propias investigaciones y para negar o retirar la financiación al contrario, las maniobras para obtener firmas para apoyar o rechazar determinadas posiciones o documentos, las habilidades para intentar persuadir a la comunidad de que el trabajo de los otros es patológico, etc...
Pierre Bourdieu (2003: 104-105) también destaca la dependencia que la ciencia tiene de los recursos financieros y administrativos para su realización, así como la pugna entre investigadores en que ello desemboca y el papel arbitral que desempeñan las instituciones controladoras de los recursos, mediatizadas por miembros de la propia comunidad científica. Esa subordinación y, por tanto, el tiempo individual o colectivo en la búsqueda de subvenciones, empleos, contratos, etc. varían, a su juicio, según disciplinas: mientras resultan notables en algunas como la física y la sociología, son nulos, escasos o secundarios en otras como la historia y las matemáticas. Pero esta distinción de Bourdieu, en todo caso, no revela unas mayores facilidades de las segundas para su desarrollo, sino al contrario, precisamente, por presuponérseles menor valor práctico, un más bajo interés por parte de esos agentes externos que lo complica. De cualquier forma, mediante vías más directas o más indirectas, el apoyo y la consideración externos resultan importantes para los trabajos de todas las especialidades, que sólo cobran relieve, en último término, a raíz de su estimación social.
En general, la interpenetración entre la sociedad y la ciencia ha conducido a una mutua legitimación donde la segunda aparece como servicio general y la primera como gran beneficiaria. Pero varios autores han rechazado esta justificación al vislumbrar el peso que juegan determinados intereses en uno y otro ámbito y negar, por tanto, que la ciencia desempeñe un papel neutral de tipo quirúrgico o estimulante. Al resaltar la importancia del contexto social, Chalmers (1992: 161) llega a denunciar como un efecto adverso, derivado de la confianza ofrecida a la ciencia, rayana en mixtificación, la presentación como cuestiones científicas –especialmente en el análisis económico, pero también en las propias ciencias naturales– de problemas de neto carácter político y social.
G. Fourez (1994) no sólo rechaza el carácter neutral de la ciencia, sino que la conecta directamente, en el mundo occidental, al interés de la burguesía. Este autor considera que a la idea de las ciencias como producción cultural en sí, que implica una concepción –una poética– sobre el mundo y un placer estético al estructurarlo a partir del espíritu, debe sumarse su poder ideológico, es decir, su papel como elemento legitimador más importante de las modernas sociedades industriales. Determinados conceptos –Fourez lo ejemplifica con el término «desarrollo económico»– se dan como obvios, como objetivos y eternos, cuando, inevitablemente, han sido construidos en un contexto histórico determinado y son siempre discutibles. Frente a las conexiones anteriores con la naturaleza, el proyecto de control y dominio del entorno por la burguesía conduciría a visiones del mundo independientes de los sentimientos y a una observación de la realidad como objeto de cálculo, previsión y dominio. Todo se convierte en mensurable y las particularidades desaparecen en concepciones que interpretan toda la realidad como plasmación de leyes generales. Sólo determinados problemas recientes no resueltos por las ciencias e incluso acentuados por ellas –contaminación, energía, armas, problemas sociales, Tercer Mundo...– llevarían a algunos sectores a cuestionar esa actitud de dominio y a buscar nuevas formas de contacto con la naturaleza.
La crítica a la ciencia y la presentación de alternativas por parte de G. Fourez se encuentra en la línea con que Arne Naess, en 1979, comentara un artículo donde Feyerabend exponía sus tesis básicas. El filósofo noruego concluía este trabajo evocando una serie de alegatos, expuestos a discusión, que denunciaban la alianza entre los científicos y cualesquiera regímenes políticos que les ofrecieran compensaciones, así como su acatamiento mayoritario de la sociedad de clases, su escaso carácter autocrítico, su apoyo a la tecnocracia y su contribución al despilfarro. En su texto, Naess también se refería, secundando a Feyerabend, a sectores sociales que, como los pescadores ante los proyectos de edificación, podían ofrecer mejor información y teorías más relevantes que los expertos. Además, en algunos casos, los caros proyectos científicos, especialmente gravosos en países subdesarrollados, sólo producían escasas conclusiones que ya eran de dominio público entre los afectados. Pero, a la vez, Naess (1979: 52-53) situaba a Feyerabend, y con él su talante crítico, en un contexto personal especial, de elevado prestigio, «dentro del aparato ambiental de la física cuántica», ajeno, por tanto, a un tipo de ciencia minoritario, pero significativo:
Mucha de la investigación social e histórica de la oposición de izquierdas tiene prácticamente todas las características que Feyerabend encuentra a faltar en lo que él llama «ciencia»: los investigadores tienen poco respeto por la metodología pedante, creen implícitamente en el «todo vale», se dedican a la reforma radical o a la «revolución», sus pretensiones «científicas» son moderadas, exaltan otras culturas distintas de la industrial, ponen el acento en aspectos no intelectuales de la racionalidad, luchan contra el elitismo y contra el dispendio que supone la jerárquica ciencia oficial.
Para el filósofo noruego, preocupado por cuestiones semánticas, por el ecologismo o el pacifismo de Gandhi, la ciencia dominante se explicaba, en buena medida, dentro de una determinada sociedad y, por tanto, el cambio científico exigía previamente del cambio social. Su texto muestra todos los signos de una época en que la utopía, aunque distante, alentaba en alto grado la pluma de algunos teóricos.
8. El relativismo no aboca al caos. Detractores y esperanzas
Son varios los autores que, aun conectando a veces con las posturas relativistas en algunos puntos, han abominado de ellas por considerar que sólo pueden generar desorden e incertidumbre. Para estos pensadores, negar la posibilidad de progreso lineal en el conocimiento sólo puede provocar efectos adversos para el desarrollo de la ciencia y de la sociedad. En última instancia, lo que erigen en común estos críticos del relativismo es la idea de que sí resulta posible captar o, al menos, acercarse a una verdad externa por encima de los elementos subjetivos que pulsan sobre el individuo. El objetivismo no constituye, para ellos, una pretensión inalcanzable y el desarrollo científico efectivo pasa por una aproximación máxima al mismo.
En general, las críticas al relativismo se han sucedido desde posiciones teóricas y especialidades distintas, a veces con alto grado de indignación. Ya antes, en notas de pie de página, nos hemos referido a algunos comentarios con los que Chalmers y Ziman trataban de autocontenerse en su tono relativista. En la crítica que de forma breve desarrolla Scott Gordon (1995: 712), plantea, como observación preliminar, la necesidad de no identificar el desarrollo científico con el descubrimiento de verdades apodípticas, de lo que derivaría, si resultara posible, la muerte de la ciencia. El acceso absoluto a la verdad no existe, pero sí la posibilidad de acercarse a ella. Aunque reconoce el poder que la ideología y las creencias pueden tener en el desarrollo científico, especialmente en las ciencias sociales, considera que es posible desterrarlos y construir teorías y conceptos asépticos. El estilo lingüístico que destacaba D. N. McCloskey no es para él una actuación consustancial dirigida a persuadir y embaucar al oyente, sino una estrategia para aclarar y simplificar. Bajo una actitud bastante complaciente con la dinámica seguida por las ciencias en el mundo occidental, Gordon deplora los sistemas de control organizados por los propios científicos, se aleja de las concepciones sobre el «ineludible» colegio invisible y confía en la libre competencia de la investigación para alcanzar la objetividad. En esa línea, rechaza también la idea de la inconmensurabilidad de paradigmas, puesto que algunos de ellos deben aproximarse más que otros a esa realidad objetiva y, en ese sentido, como en los planteamientos de Popper y Lakatos, resulta posible compararlos.
Robin Dunbar (1999), aunque crítico con los argumentos de Popper, rechaza también tan ostensiblemente las actitudes relativistas que no duda en relacionarlas con una «indolencia intelectual» de fondo y un camino hacia lo que negativamente juzga como un verdadero «anarquismo intelectual». Al advertir sobre sus riesgos, y en particular sobre las formas más extremas del postmodernismo, este autor entendía que era en las ciencias sociales e históricas donde tales posturas estaban causando mayores estragos, afectando, a su vez, a la confianza en las ciencias naturales. A su juicio, mediante estas actitudes, se desembocaba en una mera presentación acrítica de teorías, sin primar ninguna como más plausible y dejando al lector plena libertad de elección. Aunque acepta el recurso a la negociación en los científicos, niega que se trate de compromisos similares a los de los precios o a los de tipo diplomático. Por el contrario, ve estas negociaciones como debates donde se llega a un acuerdo, tras honestas argumentaciones y tras convicciones plenas, sobre determinados aspectos o pruebas (cuyos perfiles no considera variables según la tendencia). Pero, por otra parte, en una línea de negociación externa que podrían suscribir los autores relativistas, Dunbar alude a la difusión de mitos con el fin de conseguir financiación pública. En la búsqueda de convicción entre otros científicos, no duda, también, en considerar los artículos como verdaderas proezas que comprimen –puede pensarse que ignorándolas o simplificándolas– las disputas, que hacen olvidar los intentos fallidos que llevaron a callejones sin salida y que logran aparecer como explicaciones coherentes y entretenidas.
Federico García Moliner, en su libro La ciencia descolocada (2001), se mueve también bajo un cierto eclecticismo. Por un lado, niega la existencia de una ciencia neutral, ajena a intereses sociales e ideológicos, y valora la trascendencia de la negociación, de la adaptación a las modas y del recurso al «eufemismo» en los proyectos de investigación para conseguir apoyos externos. Pero el cariz relativista de estas y otras afirmaciones se desnaturaliza un tanto al atribuir un carácter anómalo y negativo –no consustancial e ineludible– a estos comportamientos. Aunque no cabe pensar en verdades incuestionables, García Moliner considera posible un progreso continuado a partir de la evidencia experimental y atribuye a los distintos trabajos una calidad y una validez en sí mismas, sin estimarlas condicionadas por la tradición desde la que se juzga.
Uno de los autores que ha arremetido de forma más despectiva y continuada contra las visiones relativistas, erigiéndose en fuerte defensor del cientifismo, ha sido Mario Bunge. El físico y filósofo argentino no acepta totalmente la caracterización popperiana de la ciencia basada en la falsabilidad, refutabilidad y crítica de las hipótesis, por considerar que elude el sentido básicamente verificacionista que guía al científico. Como opción, presenta una serie de criterios –capacidad de predicción, técnicas experimentales y matemáticas, rechazo de criterios de autoridad, etc.– (Bunge, 1985b: 28-29) que lo llevan a distinguir entre ciencias maduras, emergentes, estancadas, heterodoxas y pseudociencias. Entre estas últimas quedarían, junto a un campo cuyo objeto de interés no es nada tangible, como es la parapsicología, otros cuyos enfoques interpretativos juzga meramente especulativos y alejados de la realidad, como el psicoanálisis, el conductismo y, precisamente, los estudios relativistas sobre ciencia y tecnología. Tampoco estima como verdaderas ciencias las economías neoclásica y marxista, que se habrían quedado ancladas en torno a una realidad capitalista propia del siglo XIX y tendrían meramente un sentido «escolástico» e ideológico, de confirmación o destrucción del capitalismo en cada caso.
A nuestro juicio, salvo en el caso de la parapsicología, la astrología y otros campos no racionalistas, los enfoques que Bunge rechaza no suponen sino formas determinadas de enfrentarse a procesos complejos y no mecánicos, especialmente recalcitrantes a interpretaciones, delimitaciones y conceptualizaciones únicas. Lo ideológico resulta, en nuestra consideración, consustancial a las ciencias sociales y a determinados aspectos de las naturales, dada la necesidad de desarrollar una concepción sobre la realidad social. Por lo demás, el análisis en estas esferas no se ha desplegado bajo el cetro inamovible de idolatradas autoridades. Así, por ejemplo, sin seguir literalmente todos sus esquemas, las propuestas de Freud han servido para valorar en los rasgos y en los conflictos psíquicos la importancia de las normas interiorizadas, de las vivencias del pasado y de su sello en el inconsciente (categoría no delimitada orgánicamente, pero tampoco de base inmaterial, contra lo que Bunge señala). La economía marxista, y también, en parte, algunas líneas conectadas a la neoclásica, no dejaron de inspirar pronto nuevos enfoques, muy distintos entre sí y alumbrados por ideologías contrapuestas, que recogían aspectos como el peso de la gran empresa, el desarrollo de nuevos desequilibrios y el papel del Estado. La alternativa de Bunge (1985a, 1985b) de observar la realidad económica y aplicar unas técnicas apropiadas de planificación, reservando cierto papel a la competencia, no deja de aparecer también condicionada por sus propias pautas ideológicas –en un contexto preciso– y hallará frente a sí criterios distintos. Contra lo que advierte en otros escritos (Bunge, 2000: 229), tampoco la idea de un Estado del Bienestar constituye una propuesta neutral, libre de connotaciones ideológicas, que pueda superar en sí misma las posiciones enfrentadas en la lucha de clases, como han revelado tanto sus valoraciones como instrumento al servicio del sistema capitalista como, en sentido muy diferente, las críticas neoliberales contra el mismo. Más allá de esa hipotética neutralidad y de esa armonía resultante, un autor como C. Offe (1990: 142) resaltaría la contradicción que el capitalismo encuentra bajo el Estado del Bienestar: si por un lado la política social y asistencial desalienta la acumulación privada de capital y las ventajas empresariales en el uso de la mano de obra, por otro las condiciones económicas y sociales de la economía industrial requieren su desarrollo y harían que su desaparición tuviera efectos explosivos y paralizantes.