Kitabı oku: «Tierra y colonos», sayfa 2

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En los aspectos más económicos se ha profundizado en la existencia de un conjunto de alternativas, con orientaciones distintas y a menudo complementarias, con un carácter de especialización local. Junto a los cultivos destinados a la exportación o la comercialización (seda, arroz, naranjas, vino, cebollas, etc.), conviven una destacada presencia de los cereales y del policultivo de huerta, sin perder de vista que el autoconsumo sólo se abandona de forma muy gradual. Esta convivencia tiene unas lógicas diversas y complejas que generan una dificultad amplia a la hora de explicar su evolución. La «nueva especialización», que se abre paso tras la crisis de principios del siglo XIX, es más bien una «yuxtaposición de especializaciones comarcales» en función de un conjunto de variables que no pueden ser explicadas desde un ámbito general y que además no es ni unidireccional ni irreversible. Esto quiere decir, que dentro de las diferencias internas de la agricultura en los diversos contextos del País Valenciano, no existe un único modelo de intensificación ni de evolución de los cultivos (Millán, 1990; Calatayud y Mateu, 1996). Si bien la orientación hacia el mercado es cada vez más general a través de diversos mecanismos de intensificación, tiene ritmos y manifestaciones diferentes en función de las zonas difíciles de explicar.[7]

Pero también se han realizado algunos avances en otro de los frentes abiertos en el debate español: las peculiaridades del cambio tecnológico, que necesariamente se ha de alejar también del modelo europeo atlántico. Junto a la rápida adopción de innovaciones como el guano o los motores de extracción de aguas subterráneas, se ha puesto el acento en la adaptación y perfeccionamiento de muchas de las técnicas que estaban disponibles en la agricultura del siglo XVIII (mejora de las construcciones de regadío, racionalización de la organización del riego, o nuevas técnicas de drenaje) o en el papel de los diferentes sectores sociales en la búsqueda o adopción de innovaciones.

El planteamiento innovador de Garrabou, profundizaba además en otro aspecto en el que contradecía la visión general del atraso: los mecanismos sociales del capitalismo agrario. Si el dinamismo de la agricultura valenciana era notable, era necesario también revisar la visión retardataria que sobre las élites agrarias se había construido. Resultaba paradójico que se hubiera desarrollado el capitalismo agrario valenciano a través de mecanismos que se consideraban «poco capitalistas», como la renta o la explotación indirecta a través de arrendamientos a pequeños cultivadores. Era necesario revisar los modelos interpretativos que planteaban que el mejor, por no decir único, mecanismo de explotación «eficaz» de la tierra era el que ofrecían las agriculturas atlánticas más avanzadas. El contexto social, es decir, el resultado de la distribución de la propiedad y de la configuración de los grupos sociales a lo largo del XVIII y tras las reformas liberales, generaba unas condiciones particulares para el desarrollo del capitalismo en el campo valenciano.

Desde ese abordaje centrado en las formas de explotación, el debate valenciano también ha sido profundo. Un grupo de historiadores, defensores de que el rasgo característico de la revolución en el País Valenciano era la presencia dominante de las llamadas supervivencias feudales, quiso ver en el arrendamiento valenciano la forma en que los poseedores del dominio directo de la enfiteusis habrían transformado su derecho sobre la tierra. El arrendamiento sería, desde esta postura, la forma en que la enfiteusis se habría traspasado a la nueva legislación liberal. Los poseedores de los dominios directos, fundamentalmente antiguos señores, se habrían convertido en propietarios que arrendaban sus tierras (Sebastià y Piqueras, 1987). La desamortización, según ellos, habría servido también para transformar los dominios directos del clero y las instituciones eclesiásticas en propiedad plena al ser adquiridos por la burguesía. Con ello defendían una «vía prusiana» de revolución que había favorecido a los antiguos señores feudales convertidos ahora en propietarios y que sigue presente en algunos trabajos actuales.

Pero la visión más extendida era la que veía en el funcionamiento de los arrendamientos comportamientos poco capitalistas. Esta visión planteaba que las clases terratenientes más acomodadas de las últimas décadas de siglo XVIII o la nueva burguesía gestionaba sus patrimonios con escaso espíritu empresarial, contentándose con la percepción de unas rentas fáciles y mostrando comportamientos poco emprendedores. Para explicar la falta de dinamismo de la renta se planteaba la existencia de un absentismo acusado, con un tratamiento muy descuidado de sus patrimonios o con comportamientos paternalistas hacía los labradores. Estas ideas se basaban en las críticas que los sectores más dinámicos de la burguesía agraria hacían de algunos comportamientos rentistas a lo largo del siglo XIX, en la visión social acuñada por algunos literatos como Blasco Ibáñez y en la obra de algunos agraristas del XX. La existencia de los arrendamientos históricos sería una consecuencia de estos comportamientos paternalistas, que habrían permitido que las pautas descuidadas de gestión heredadas del Antiguo Régimen se mantuvieran en una clase caracterizada por el absentismo.

El resultado sería una pérdida de dinamismo en el sector agrario y la persistencia de comportamientos retardatarios del crecimiento. Los rentistas, ausentes de sus patrimonios y poco implicados, se habrían dedicado únicamente a percibir sus rentas sin preocuparse de la mejora constante de sus explotaciones. La renta habría perpetuado un sistema de campesinos cultivadores apegados a los sistemas agrarios de subsistencia que difícilmente aumentarían su vinculación con el mercado. Estos comportamientos explicarían que en algunos entornos agrarios cultivos supuestamente de subsistencia (como por ejemplo el trigo) se hubieran mantenido retrasando el avance de otros más dinámicos como el naranjo y la viña (Palafox, 1984; Carnero y Palafox, 1982). Muy diferente hubiera sido si en lugar de arrendarlas los propietarios hubieran explotado directamente sus tierras con mentalidad capitalista, asumiendo mayores riesgos de inversión y utilizando mano de obra asalariada, o las hubieran cedido a grandes arrendatarios.

Los planteamientos de Garrabou y de un conjunto de historiadores capaces de analizar la renta de la tierra desde otro prisma empezaron a dibujar una concepción diferente del arrendamiento y de los mecanismos rentistas. Si se había producido un fuerte dinamismo en la agricultura era porque la renta se había mostrado como un mecanismo eficaz para articular el capitalismo agrario en el contexto valenciano. Apartándose nuevamente de los modelos atlánticos de desarrollo, la articulación del capitalismo se habría realizado básicamente a través de la renta y las pequeñas economías de labradores cultivadores.

A partir de aquí, los estudios han ido mostrando que el mantenimiento de mecanismos rentistas era una respuesta a los condicionamientos técnicos y ambientales de las formas predominantes de agricultura mediterránea, pero también el resultado de cálculos de rentabilidad económica en los que no estaban ausentes las condiciones sociales en las que se realizaba el cultivo. El arrendamiento a corto plazo, que salvaguardaba los derechos de libre disposición de la tierra y mantenía la posición preponderante del propietario, permitía el cultivo estable de la tierra, la aplicación de la cantidad de trabajo y de los conocimientos técnicos necesarios, reduciendo al mínimo los costos laborales. El sistema de arrendamientos, que permitía la revisión periódica de la renta a corto plazo, se mostraba como la fórmula más rentable de explotar la tierra.

Además el arrendamiento, pese a su peso en algunas zonas como en l’Horta de València, tenía una presencia variable en las diferentes comarcas del País Valenciano. Presentaba mayor importancia en el regadío que en el secano y convivía con formas de explotación diferentes, y no era en muchos lugares la forma mayoritaria de explotación. Por lo tanto no podía asumir todas las culpas del pretendido atraso de la agricultura. Los estudios sobre patrimonios rentistas, aún escasos, han mostrado que muchos propietarios combinaron diferentes formas de explotación. Podían cultivar las tierras directamente, cederlas en arrendamiento o incluso en aparcería en función de sus intereses y de la coyuntura económica, siguiendo cálculos de rentabilidad.

El seguimiento de su gestión hacía visible que la cesión de la tierra en arrendamiento no implicaba una desconexión respecto al cultivo o una actitud pasiva. No sólo se mostraban atentos a la gestión de su patrimonio, sino que a través de distintos mecanismos se implicaban en la actividad agraria. El arrendamiento no se podía ligar con ligereza, como se hacía habitualmente, con actitudes poco capitalistas. Muchos de estos propietarios se preocuparon también a través de diferentes instituciones de fomentar la incorporación de numerosas innovaciones, algunas con poco éxito pero otras con bastante proyección de futuro, que habían ayudado a dar con los elementos dinamizadores de la agricultura del XIX (Calatayud, 1999). Por tanto, las etiquetas utilizadas para la burguesía agraria y sus mecanismos de explotación de la tierra tenían poca razón de ser.

A partir de estas coordenadas podemos situar nuestro trabajo. Nuestra intención de partida es profundizar en el conocimiento de los mecanismos rentistas en la agricultura valenciana, en este caso en las comarcas centrales. ¿Cuáles eran los mecanismos de gestión empleados en los grandes patrimonios rentistas? ¿Cómo evolucionaron y se adaptaron estos mecanismos a la crisis del Antiguo Régimen y posteriormente a la nueva sociedad liberal? ¿Qué diferencias adoptaban en los diferentes espacios donde se desarrollaban? ¿Cómo variaron los comportamientos y las actitudes de propietarios y arrendatarios a lo largo del periodo? ¿Cómo evaluamos el papel desempeñado por los diferentes agentes sociales en el desarrollo de la agricultura? ¿Cómo respondieron en momento de crisis y transformación? ¿Favorecieron o retrasaron los cambios? ¿Qué estrategias de colaboración o de enfrentamiento se dieron entre los amos de la tierra y sus colonos? ¿Actuaron los propietarios como elementos retardatarios, anulando las posibilidades de crecimiento, o incentivaron la incorporación de innovaciones y nuevas orientaciones de cultivo? ¿Cuál fue el papel de propietarios y colonos en la difusión de la nueva especialización y en la intensificación que caracterizó el siglo XIX? Son muchas cuestiones que, caso de contestarse, nos ayudarían a la reevaluación y comprensión del dinamismo de la agricultura rentista valenciana.

La vía de acercamiento es el estudio del Santo Hospital General desde 1780 hasta 1860.[8] El amplió abanico geográfico y productivo de sus tierras, sumado a la diversidad y riqueza de las fuentes documentales que ha generado, lo convierten en un espacio privilegiado de observación de la agricultura rentista valenciana. Veremos minuciosamente desenvolverse al propietario y sus colonos en diferentes momentos, espacios, tipos de explotación y contextos sociales lo que nos permitirá hacer algunas aportaciones que consideramos interesantes. La diferencia constatada entre el marco legal de actuación y la gestión cotidiana en la economía rentista dota de mucho valor a estos estudios en la dimensión micro.

En el caso del Hospital, se trata de un patrimonio institucional, por lo que no comparte la misma lógica individual de los patrimonios de la burguesía agraria. Pero utiliza los mismos mecanismos de explotación, lo que nos permite profundizar en su funcionamiento. Además el carácter institucional del Hospital debería hacer de él un prototipo de propietario conservador y retardatario en sus comportamientos económicos según la visión tradicional. Si el Hospital no corrobora este estereotipo, debe darnos pistas para replantear el papel de los propietarios agrarios en el campo valenciano en las primeras décadas del periodo contemporáneo.

El inconveniente más relevante de nuestro estudio es la dificultad para generalizar las conclusiones extraídas. Se trata de un estudio de un único patrimonio en un largo plazo, por tanto, las conclusiones son necesariamente provisionales. No podemos decir la última palabra, pero confiamos en que esta investigación sirva para ir avanzando posibles respuestas. Esperamos que el esfuerzo, por nuestra parte y por la de los lectores, valga la pena.

TABLA DE EQUIVALENCIAS

Medidas de superficie

1 hectárea = 12 hanegadas (aprox.)

1 cahizada = 6 hanegadas = 0,5 Hectáreas (aprox.)

1 hanegada = 4 cuartones = 200 brazas.

Monedas

1 libra valenciana = 20 sueldos.

1 sueldo = 12 dineros.

1 libra valenciana = 15 reales.

[1] Mapa del Reino de Valencia. A. H. Dufour. París. 1838.

[2] El debate se ha renovado con la publicación de dos obras que reflejan los puntos de vista divergentes: James Simpson (1997) y Josep Pujol, Manuel González, Lourenzo Fernández, Domingo Gallego y Ramon Garrabou (2001).

[3] Una síntesis rápida de esta visión en Emili Giralt (1968 y 1970). Los orígenes historio-gráficos de esta interpretación en Pedro Ruiz (2001).

[4] De entre los estudios de esta época destacan los de Pedro Ruiz (1981), Jesús Millán (1984), Isabel Morant (1984), Carmen García (1985) y Ana Aguado (1986). La industria de la seda se trata en Vicente M. Santos Isern (1981).

[5] Así lo ha venido a confirmar el magnífico trabajo de Manuel Ardit (1993).

[6] Nuevas aportaciones en Lluís Torró (1996) y en Joaquim Cuevas y Lluís Torró (2004).

[7] Se pueden seguir ritmos diferentes de expansión o de retroceso del naranjo o el cáñamo en diversas comarcas en función de variables complejas, como indican Samuel Garrido (1999, 2000 y 2004) Salvador Calatayud (1989c).

[8] Un primer trabajo referido a la comarca de l’Horta de València en José Ramón Modesto (1998a).

I. EL HOSPITAL GENERAL COMO INSTITUCIÓN

Omito algunas cosas dignas de atención en la ciudad, pero no puedo menos de contar algunas particularidades de su hospital general. Lo vasto del edificio, la limpieza, el buen orden y cuidado que se advierte en todos sus ramos, forman un conjunto admirable, y un modelo digno de imitarse. Locos, expósitos, enfermos de qualquier dolencia, nación y religión que sean, todos hallan refugio en aquella casa de piedad. No están en sus propias casas tan bien cuidados los enfermos como en el hospital.

ANTONIO JOSEF CAVANILLES (1795)

1. EL HOSPITAL GENERAL: UNA INSTITUCIÓN DE BENEFICENCIA

La lectura de estas líneas de Cavanilles nos ayuda a comprender la importancia que el Hospital General tenía en la Valencia de finales del XVIII. La ciudad fue pionera en sus instalaciones hospitalarias desde el siglo XV. En 1409, el padre Gilabert Jofré, de la orden de la Merced, fundaba el Hospital dels Inocents. Era el primer hospital para dementes del que se tiene noticia. La obra nació con la idea de recoger a todos los dementes (inocents i furiosos) que deambulaban cotidianamente por la ciudad, expuestos al hambre, al frío y a los malos tratos. De esta manera, la población urbana quedaba también a salvo de los dementes más violentos. Para el mantenimiento del Hospital dels Inocents, un grupo de diez comerciantes de la ciudad, al mando de Llorenç Salom, formaron una cofradía. Los comerciantes acudieron pronto a la protección del rey y las autoridades de la ciudad. Ya en 1410 consiguieron el permiso para comprar casas, tierras, censos, alquerías y otros bienes para dotar de rentas a la institución.

En 1512 volvía a producirse una importante innovación en el ámbito asistencial. En Valencia existían varios hospitales, creados de forma particular en momentos distintos y con diferentes finalidades, pero la inexistencia de un asilo donde recoger a los niños abandonados provocó una reunión entre los diversos hospitales.[1] De esta iniciativa capitaneada por el cabildo eclesiástico, el Ayuntamiento y los diputados del Hospital dels Inocents, se originó la unificación de los diferentes hospitales, que añadiría la creación de una inclusa. Nacía entonces en 1512 el Santo Hospital General fruto de la confluencia de intereses de la Iglesia, la corona y las autoridades de la ciudad de Valencia.

Inicialmente la Junta Rectora se formó con miembros del cabildo, dos jurados del Ayuntamiento y uno de los diputados del Hospital dels Inocents. Pero en 1668 la corona creó la figura del visitador real, con la finalidad de que la monarquía pudiera supervisar su actividad y racionalizar su gestión. Durante las diversas reformas de su funcionamiento a lo largo del siglo XVIII (principalmente las de 1752 y 1785) se intentó fortalecer la presencia de las clases adineradas y notables de la ciudad. El Hospital General tenía pues en el siglo XVIII las características de las instituciones de beneficencia del Antiguo Régimen: se salvaguardaba el papel esencial de la Iglesia en estos asuntos, se potenciaba la presencia de los intereses de la monarquía y se buscaba el apoyo de las clases acomodadas.[2]

En el momento de iniciar nuestro estudio, el Hospital se gobernaba mediante una Real Junta de Gobierno formada por consiliarios de cuatro tipos: caballeros (nobles y cargos municipales), hacendados (propietarios de inmuebles o tierras), eclesiásticos y comerciantes. Mediante esta configuración se garantizaba la implicación, junto a las autoridades eclesiásticas y políticas, de los sectores nobiliarios y burgueses de la ciudad de Valencia. Como todas las instituciones benéficas, tenía una gran autonomía de actuación, recortada únicamente por la supervisión real de algunos aspectos administrativos. En el último cuarto del siglo XVIII se detecta una intensificación en el control de la monarquía, pero el amplio margen de autonomía que tenía la institución se mantuvo hasta la construcción del Estado liberal.

La entrada en vigor en 1836 de la Ley de Beneficencia de 1822, que había tenido una breve vigencia, supuso la conversión del Hospital en una entidad de beneficencia pública adscrita a la órbita de la autoridad municipal (Díez, 1993). Esta ley reflejaba la implantación del un modelo liberal progresista, en el que los municipios asumían importantes responsabilidades y descentralizaban en su beneficio amplias parcelas de poder. En este caso, se aplicaba este modelo progresista a la beneficencia y el Hospital pasó a depender de la Junta Municipal de Beneficencia, que gobernaba todos los establecimientos asistenciales de la ciudad.

Pero el moderantismo posterior adscribió el Hospital definitivamente a un modelo diferente, dibujado por la Ley de Beneficencia de 1849 y el reglamento de 1852. La orientación centralizadora que imprimió la burguesía moderada al naciente Estado liberal alcanzaba también el ámbito de la beneficencia y ligaba las instituciones asistenciales al control de los órganos de gobierno de la provincia. El Hospital adquirió carácter provincial y pasó a depender de la Junta Provincial de Beneficencia. Esta Junta era una nueva amalgama de diferentes intereses, pues estaba controlada por el gobierno central, la Diputación provincial y el arzobispado, pero ahora bajo la supervisión del Estado.[3]

Tras la ley de 1849 el Hospital mantuvo también una cierta autonomía a través de su Junta Administrativa, pero siempre supervisado por la Diputación. Además los cuadros administrativos, tanto del Hospital como de la beneficencia provincial, estuvieron intensamente ligados a las familias del liberalismo moderado. Personajes influyentes de la nobleza y burguesía liberal, y expertos conocedores del mundo agrario, como el conde de Ripalda, el barón de Santa Bárbara, el marqués de San Joaquín o D. Joaquín Roca de Togores formaron parte de los órganos de gobierno del Hospital, lo que induce a pensar que la ley de 1849 fue también el instrumento para orientar la asistencia publica en función de los nuevos intereses del moderantismo.[4]

Dentro de la polivalencia que caracteriza las grandes instituciones de beneficencia del Antiguo Régimen, en la Valencia del XVIII los dos grandes establecimientos existentes se habían especializado y separaban los enfermos de los individuos considerados socialmente indeseables. La Casa de Misericordia, nacida en 1673, era una institución de carácter asilar que recogía y disciplinaba a los mendigos y la población más pauperizada (huérfanos, ancianos, viudas sin recursos, disminuidos físicos, etc.). El Hospital General recogía la población que necesitaba una atención sanitaria, dedicándose a cuatro grupos con preferencia: dementes, expósitos, enfermos pobres y soldados. Esta polivalencia, si bien permitía una flexibilización en la dotación de recursos de cada tipo de población atendida, era también el resultado de la incapacidad del sistema para generar instituciones especializadas más adaptadas a las necesidades de los diferentes colectivos de atención.

Los enfermos eran tratados de dos formas: ambulatoria o residencial. La «cura de puertas» realizaba una asistencia ambulatoria a la población pobre que acudía al Hospital. La atención a los enfermos que quedaban internados se organizaba según las dolencias y los sexos. Había una sección de hombres y una de mujeres, y dentro de ellas había salas para sifilíticos (mals de siment o galicados), para fiebres y para enfermos contagiosos. En la sección de mujeres había además una sala para parturientas. La sección de expósitos tenía una inclusa donde eran atendidos y alimentados los lactantes abandonados, y un sistema de lactancia externa que enviaba los niños a diferentes familias, fundamentalmente de las poblaciones cercanas a Valencia, donde eran alimentadas por nodrizas pagadas por la institución. Los dementes, por su parte, eran organizados también por sexos y según su agresividad. Paralelamente existía un espacio destinado a la atención de los soldados heridos o enfermos. Esta condición militar del Hospital se mantuvo hasta 1838 en que se separó definitivamente la sanidad militar de la institución.

Como ha planteado Fernando Díez, en el Hospital se atendían los sectores más pauperizados y marginales de la población valenciana, rodeados frecuentemente de un fuerte estigma social. En el caso de los enfermos y dementes acudirían al Hospital como último recurso. La población enferma carente de apoyos familiares o de recursos para afrontar la situación se remitiría al Hospital como última opción nunca deseada. Allí, demostrada su condición de pobreza, son atendidos gratuitamente. Algunas de las enfermedades por su carácter contagioso, su cercanía a la locura o su procedencia venérea provocaban con facilidad el rechazo social.

En el caso de las mujeres y los niños el estigma era posiblemente aún mayor. Entre las mujeres un número nada despreciable de pacientes se habían dedicado a la prostitución. Existía además una sección de ocultas, un asilo para dar a luz, reservado a mujeres que sufrían un embarazo fuera del matrimonio. La inclusa se destinaba a hijos ilegítimos y población infantil abandonada o entregada al Hospital a causa de su orfandad o simplemente por la pobreza de sus padres. Para entregar a los lactantes existía un torno en una de las puertas del Hospital que permitía hacerlo de forma anónima, evitando la vergüenza de ser reconocidos.

2. LOS INGRESOS

El mantenimiento de una institución tan grande necesitaba de una movilización de recursos considerable.[5] A finales del siglo XVIII las principales fuentes de ingresos eran los censos cargados a la ciudad y a los particulares, los arriendos de tierras y casas, los derechos dominicales, las limosnas, las pensiones apostólicas y las subvenciones reales en forma de dinero o de derechos. A mediados del XIX los ingresos principales eran fundamentalmente los mismos, aunque se observaron modificaciones importantes: los derechos dominicales y las pensiones eclesiásticas habían desaparecido y a partir de 1848 el presupuesto provincial asumió una parte importante de la financiación.

La parte más importante de los ingresos (cerca del 45 %) fue siempre la correspondiente a las rentas fijas. Estas eran el resultado de los arriendos de las casas, las tierras, el teatro de comedias y algunas otras propiedades como una posada, una carnicería o los morerales del foso de la muralla. Estas propiedades eran fundamentalmente fruto de herencias y donaciones o compras del Hospital. Junto a ellas la institución había heredado o instituido censos sobre la ciudad, diferentes instituciones y particulares. Algunos censos enfitéuticos de pequeña cuantía y los derechos dominicales del lugar de Benicalaf de les Valls (hoy el término municipal de Benavites), que el Hospital había heredado en 1755, completaban estas rentas fijas.

Los legados testamentarios eran limosnas en metálico. Su cantidad era variable en función de las donaciones realizadas, aunque posiblemente fuera una pauta generalizada en los testamentos. Existían también algunas herencias consistentes en suscripciones anuales de cierta cantidad. Así mismo, se recibían limosnas de particulares o recogidas a través de diferentes mecanismos: colectores de limosnas, aguinaldos, limosnas extraordinarias, etc.

Como apoyo de la monarquía, el Hospital gozaba desde finales del siglo XVI del privilegio de explotar diferentes fiestas y espectáculos públicos. Se dedicó fundamentalmente a la Casa de las Comedias y los espectáculos taurinos, pero recibía también ingresos de la celebración de juegos de pelota, peleas de gallos, representaciones cómicas en las calles, etc. A finales del siglo XVIII dejó de regentar la Casa de las Comedias y arrendó su explotación a particulares. Los espectáculos taurinos, la parte más sustancial de estos ingresos por su carácter masivo y popular, siguieron siendo explotados hasta que fueron asumidos por la Diputación.

Las subvenciones eclesiásticas eran también una parte importante de los ingresos, especialmente el Fondo Pío Beneficial y las pensiones de las Mitras de Valencia, Segorbe y Orihuela. De esta manera, además de las variadas colectas religiosas, se implicaban los estamentos eclesiásticos en el mantenimiento de la institución. Por su parte, el Ayuntamiento de Valencia contribuía a través del suministro diario de una cantidad de carne y una aportación en metálico gravada sobre los bienes de propios (Díez, 1993).

La asistencia a los enfermos era gratuita para aquellos internos que demostraban su pobreza. Pero existían enfermos con posibilidades de pagar su atención, bien por su cuenta o bien a través de alguna Hermandad o Sociedad de Socorros Mutuos. La estancia de los enfermos que provenían de las prisiones y los militares era sufragada por el erario público. El Hospital tenía capacidad para quedarse los efectos de aquellos enfermos que morían y no habían pagado su estancia. En el caso de los dementes podía incluso quedarse con sus propiedades inmuebles, caso de que durante estancias largas su familia no los hubiera mantenido. Con estos efectos el Hospital realizaba frecuentes subastas o almonedas. Existía también un conjunto de ingresos menores, como el arriendo del estiércol producido por los residentes, la venta de la leña de sus explotaciones o de las limosnas recibidas en especie en lugares lejanos o en productos que no consumía el Hospital (salvado, seda, algarrobas, etc.).

Para hacernos una idea de la importancia de las diferentes partidas de ingresos y de cómo varió su cuantía a lo largo de los años que estudiamos, hemos realizado un sencillo análisis agregando a los datos ofrecidos por Fernando Díez para el periodo 1830-1836 los obtenidos por nosotros en los quinquenios 1838-1842 y 1849-1853. El resultado puede verse en el cuadro 1.1.[6]

Según plantea Fernando Díez, el Hospital General mantuvo su capacidad de asistencia durante el siglo XVIII. La afirmación se basa en que la institución aumentó el número de enfermos asistidos al mismo ritmo que lo hacía la población de la ciudad, su principal ámbito de asistencia. Pero el panorama en el siglo XIX cambió sustancialmente. Las diferentes crisis experimentadas por los ingresos del Hospital supusieron una reducción importante de su capacidad de asistencia. Las dificultades económicas de la institución le impidieron mantener su capacidad asistencial al ritmo de la población. Si a esto añadimos que el Hospital en 1849 pasó a tener una clasificación provincial, con lo que aumentó el porcentaje de ingresos de enfermos de las poblaciones de la provincia, e incluso de Alicante y Castellón, podemos entender las razones que llevan a este autor a plantear la «desasistencia» del sistema benéfico del XIX (Díez, 1990 y 1993).

La primera crisis de ingresos que se detecta tras los difíciles años de la Guerra del Francés, tiene lugar en la década 1820-1830. Esta crisis se debió a la reducción de las rentas fijas fruto de las dificultades generales que vivió el País Valenciano. La segunda se detecta entre los años 1836-1842. La causa está en la desaparición definitiva de los derechos dominicales, de las rentas eclesiásticas y el impago por parte de la hacienda de los numerosos heridos atendidos por el Hospital durante la Primera Guerra Carlista. El paso de la beneficencia al control municipal con la ley de 1836, la desamortización eclesiástica emprendida por Mendizábal ese mismo año y las dificultades del cobro de los diezmos hasta su definitiva abolición debieron sumarse para que las subvenciones de tipo eclesiástico, que ya venían reduciéndose a lo largo de las primeras décadas del XIX, desaparecieran de los ingresos del Hospital en 1838, como puede verse en el cuadro 1.1. A la pérdida de estas importantes rentas, el 8,6 % durante el periodo 1830-1836, se sumaron el impago por parte de la hacienda pública de los gastos ocasionados por la atención prestada a los soldados heridos o enfermos a causa de la contienda civil.[7] La separación del Hospital Militar y el Hospital General a partir de 1838, el pago de los atrasos y la asunción de los déficits presupuestarios de las instituciones benéficas por las diputaciones tras la Ley de Beneficencia de 1849 supusieron una inyección económica que sacó al Hospital del bache.