Kitabı oku: «Narrativa completa. Juan Godoy», sayfa 4
II
Se oía a intervalos el mugido de unas vacas. Una campanada volcose en el aire turbio como en un charco, tufando hedor amarillo de estiércol, olor vinagre de vegetales podridos, que venían del establo cercano. Algunas muchachas pasaban riendo, con sus jarros colmados de leche espumosa. El rojo revuelo de una falda mostrole a Edmundo una rodilla carnuda de un color goloso y duro que lo llenó de bochorno.
Don Amaranto apareció en el umbral de la puerta de su casa habitación que taponaban como a un tiesto los trapos negros de su corpulencia. Casa de cal y ladrillos a la cual empotrábase la capilla de tablas. Y como Edmundo tuviera aún su mirada adormida en una grupa salobre, riendo con sardónica risa, don Amaranto lo llamó:
–¡Mira, Edmundo! Cómo te va. Necesito hablarte –luego, tomándolo bajo su protección, le apretó los hombros con sus manos peludas, y le dijo con malicia–: ¿Sabes? –parecía como si soplara las palabras–. ¡No te calientes la sangre! –y echó a reír. Como todos los comerciantes gordos, el piadoso fraile reía –el vientre cabalgando la carcajada– y era su risa una risita chúcara, mañosa cabalgadura que conocía muy bien la impericia del jinete.
Cogiolo a Edmundo de una oreja y lo condujo al escritorio. Edmundo asentaba en los libros de tapas rojas de la parroquia, ocultos tras la hoja de un muro, las partidas de bautismo y matrimonio. Estaba algo atrasado don Amaranto, y como el muchacho tenía una bonita letra inglesa, ese trabajo quedó de su cargo.
–Son diez solamente. Cópialas al paso que yo hago mis oraciones –y rezongaron los muelles de su sillón frailuno.
Un reloj de pared carraspeó la media hora; otra vez su tic-tac lento, acompasado. El reloj taconeaba absorto en sus pensamientos, paseando alrededor de una mesa redonda en su cuarto con llave. El rasguear de la pluma en el grueso papel del libro. En el hall don Amaranto decía su latín entre dientes. A intervalos ponía el fraile los ojos en blanco y, cara al techo, cruzaba sus manos peludas sobre el robusto tórax. Estilaban pardas gotas de rapé sus narices de alquitara. En el encerado, un escupitajo bostezaba el hollejo de una pompa de jabón.
Edmundo escribía: «En Santiago, a tanto, puse óleo y crisma a Luis Alberto Rafael, etc.; a Reinaldo Arsenio Rafael», etc.
Todos debían tener de común el nombre del santo patrono de la parroquia. Acababa de escribir Rafael, cuando don Amaranto apareció enmarcado en la puerta como preñada nube negra en el ámbito del cuarto. Sacó su enorme pañuelo castellano y se sonó ruidosamente. Entre sus manos brillaba una cajita de plata que tenía un monograma de oro en la cubierta.
–¡Mira, tú debes confesarte cuanto antes y comulgar!
Edmundo sacó la cara del libro y lo miró a los ojos.
–Hay tiempo; podemos hacerlo ahora mismo –continuó el cura, taconeando de rapé sus anchas narices rezumantes. Sus ojos estaban surcados de venillas de sangre. La cara de abstinente, recién afeitada, tenía tonalidades de ladrillo fundido. Le mostró las espaldas y le gritó–: Ven.
Edmundo lo siguió a la biblioteca. En los estantes se alineaban enormes volúmenes de Bossuet, de negra empastadura e incrustaciones de plata, libros del padre Ginebra, de Balines y místicos franceses y españoles. La sala era más espaciosa y cómoda que el escritorio. Había algunos sillones de cuero y litografías de santos en las paredes, imágenes cubiertas de blanco lienzo. Un óleo de San Luis Gonzaga le llamó la atención por tener este santo una calavera en la mano.
Sentose el cura y le tendió una manta para que se hincara. Lo hizo. Dejaba llevar su voluntad; más tarde escribiría sobre esto. ¿El cura mismo no iba resultando un personaje excelente? Le gustaba indagar en las psicologías ajenas. Además, no se había confesado nunca; apenas si recibió el bautismo; sin embargo, aquella respiración trabajosa del fraile alanceaba su curiosidad.
–Di tus pecados –comenzó don Amaranto una vez que bendijo la ceremonia que emprendía.
En realidad, Edmundo no hallaba qué contestar. No le iba a decir las menudencias cascadas entre él y sus padres, ni otras cosas más íntimas, ni nada. ¿Le diría acaso que él, Edmundo, había organizado a la juventud del barrio y que los mejores deseos de aquella juventud eran aplastarlo como a una cucaracha? ¡Qué incomprensión y qué asco!
Edmundo estudiaba en la Universidad. Su único aporte intelectual a la revista que publicaba entonces la muchachada inteligente de aquel viejo liceo en que hizo sus estudios, fue un aviso económico. Muchos no lo leyeron, otros ni le dieron importancia, algunos reían la risita torcida con que se rehúye a veces a una realidad que muestra los dientes como alambres perros hambrientos. Escribió: «Bachiller en Filosofía con mención en ciencias físicas y matemáticas se ofrece como encerador». Aquello fue como una esquirla de luz arrancada al denso corazón de su destino y al destino de muchos que vegetan, rotos los hilos ideales de anticipación hacia el porvenir, a la sombra de una oficina fiscal o condenados a una eterna inacción… Sus resultados estaban a buena distancia de ser excelentes, aunque en Matemáticas, Castellano y Filosofía, había obtenido notas más que regulares. Iría a Leyes o al Instituto Pedagógico, pues, en cuanto a lo otro, sus aptitudes no eran para mucho esperanzarse. Viose pronto con su papeleta en el bolsillo, y licenciado sin licencia, pisando en falso en el terreno movedizo de un desamparo total. Fuera de sus padres, no conoció a otros parientes, y sin ellos, que le faltaron antes de terminar el último curso, veíase ahora los bártulos revueltos en una pieza sin entablar, de moreno reboque, descascarillados los marcos de la puerta, de una ventana que daba a la hoguera de la cocina, y en cuyo techo, de grandes vigas ahumadas, las arañas tejían sus artificiosas mallas que irisadas de luz daban a su buhardilla el lindo nombre de «El palacio de cristal».
Edmundo no formaría en la falange de esos muchachos vendidos al oro de los clérigos y que se desparraman por el país formando gran parte del profesorado católico nacional.
–Pero cómo; he de tener varios. No sé por dónde se empieza.
A Edmundo le resultaba aquello muy chusco y chocante para sus propias ideas.
–Sábete –ayudó el cura, pesando con la mirada la gravedad de sus palabras– que debemos fundar en el barrio el círculo de jóvenes de San Rafael (las hijas de María ya están fundadas). Y es mi voluntad que tú seas el presidente de ese círculo. ¡Hombre! –exclamó asombrado, hundiendo sus dedos peludos y regordetes en los blandos cabellos de Edmundo–. ¡Con canas... y a tu edad! ¡Eso es propio de los grandes! ¡Vamos, vamos! Yo te ayudaré.
Aquel fraile voluntarioso disponía de la persona del muchacho como de Dios y de las cosas. Había que servirse la cañita de vino. Y nunca advirtió Edmundo más malicia en esa cara mofletuda. Las chispas de los ojos se aguzaron y se hizo cortante su mirada. Las cejas en triángulo le asemejaban a un mefisto gordo. Pero se embotaba su actitud escrutadora en la mirada dulce y franca de Edmundo. Y el fogonazo helado de las medias lunas fue como si las emprendiera, pelado el corvo, con la falda de una camisa que flamea sobre machunos, recios muslos y no da vientre para la vaciada. Su respiración trabajosa de gordo envolvía en una atmósfera extraña.
–Tú has pecado. Tú no eres virgen. Tú has conocido mujeres. ¿Cuántas mujeres?
De la cocina se oía el fregado de las ollas. Arriba en los altos trajinaba Ventura, el sacristán, hombre silogístico que leía a Balmes. Y una pregunta vino a retozar al pico de su lengua:
–Perdone. ¿Y usted, don Amaranto? Sí, ¿Usted?
–No digas eso, Edmundo, no –y dejose penetrar por la mirada del muchacho.
Ridículamente cómico, aquel desarmarse del fraile les hundió a ambos en tierra fofa y temblona donde el uno temía sospecha equivocada del otro. De pronto le pareció a Edmundo tan grosero aquel hombre, tan salida de madre su gordura insolente, que le cosquilló el ver que un mastodonte pudiera ser virgen cuando él, un muchacho, había dejado de serlo simplemente porque le molestaba. Y despeñó una carcajada brutal, desacostumbrada –la misma carcajada de Augusto–, sin miramientos, como si estuviera ebrio. Se estremeció de súbito en un grito de dolor: una patada del fraile le bañó la cara de sangre, manchándole la camisa de sport. Saltó del asiento el cura. Le tomó en sus brazos. Le limpió el rostro con su pañuelo castellano con que enjugaba sus anchas narices taconeadas de rapé. Le pidió perdón suplicante. Su cara abotagada se había puesto lívida y sus ojos, acuosos. No era su virginidad lo que este cura guardaba como la parte más noble de su persona, sino su virilidad de veinte garañones.
–¡Ventura, agua, Ventura! ¡Un lavatorio, pronto! ¡Lienzos, sí! Este joven se ha caído. ¿Una copita de coñac? No; dos añejos grandes.
Bebieron. Y así conocía Edmundo a don Amaranto.
La corneta de un automóvil destempló bulliciosamente los ruidos de la calle. Una viejecita bajó del coche.
–¿Cómo estás, hijo mío? –saludó al cura, lagrimosos los ojillos miopes. Estrechó a don Amaranto entre sus brazos pellejudos, maternos. Cogió de manos del chauffeur un paquetito blanco, y alargó al cura una bandeja de merengues que tanto gustaban a su niño. Edmundo la vio andar acezando sobre la tierra seca y resquebrajada, y subir el umbral, alzando la cabeza cubierta de negro manto, como una lagartija. Rendía culto fálico a las tonalidades de ladrillo fundido.
Rumiando sus ideas, sonrió Edmundo, y se alejaba cuando ella se hundió en la casa.
El viejo reloj de pared contó las horas. Otra vez taconeaba absorto en sus pensamientos, paseando, alrededor de la mesa redonda, en su cuarto con llave.
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La vejete cabeceaba como un trompo.
III
Edmundo quería saber su verdad, comprenderla a toda costa. ¿Sus compañeros? No le era extraño –nada le era extraño– que le despreciaban; pero, al menos, le dejaban su libertad de atormentarse. Edmundo no era un peligro para aquellas ambiciones. Él conocía la angustia dolorosa del ambiente. Cada cual se echaba encima un fardo más pesado para demostrar sus fuerzas. ¿Sería él un mediocre? Ninguno de sus compañeros era un mediocre. «Tal vez sean un poquito poseur; pero es así que el poseur es un creído; luego, tienen acaso un poquito helado el espíritu, y, por consiguiente, son quizá un poquito ridículos». Siempre los mediocres se hacen representativos de todas las esferas de la cultura en la confusión de los conceptos. Le consolaba a Edmundo siquiera el pensarlo. Sin embargo, cuidaba su propia vida como si hubiera de dar a luz algo muy bello y profundo, criándose dentro de su alma, que los otros hombres no lograrían jamás. Y no se le alcanzaba cómo algunos muchachos arrostraban hasta el peligro de muerte por alguna idea que no estaría clara ni en sus propios cerebros.
–Hay una carencia completa de valores universitarios –le había dicho en cierta ocasión Alfredo Vinales, un joven de frente redonda y untuosa, de rasgos muy araucanos, a lo cual Edmundo repuso con firmeza.
–Sí; no hay valores reales; pero… hay muchos valores emergentes.
¿Sería él uno de esos valores? Nunca estuvo más torpe la intuición de las masas estudiantiles.
Quería saber su verdad, comprenderla a toda costa. Todas las cosas las estaba realizando allá en el futuro, y los días, los meses, los años, se sucedían implacables como el fluir de su propia vida. Y nada había realizado aún. ¿Sería un vago temor de comprenderse, de fracasar lo logrado en el ensueño?
Un pardo terroncito alado chilló desde el cielo a las sombras rebullidas que bostezaban sus brumas blancuzcas hacia los cerros. Cayéndose del aire, el tiuque zahareño rebotaba volando sobre un maizal. Al fondo, destacábase la ola muerta de la cordillera, de un color gris pizarra. Un álamo solitario se incendiaba en la tarde.
* *
El hombre se esforzaba en alcanzar a Edmundo, rudamente lo sacó de sus cavilaciones.
–¡Oiga, patrón! –lo abordó Ñico, mozo de anchas espaldas y poderosos hombros, con risa extraña, que mostraba una dentadura blanca y dura, hasta las muelas–. ¡Ud. primero!
–¡Vaya! ¿por qué? –sorprendióse Edmundo, saliendo de sí mismo. Y Ñico, aquel mozo carretonero, capaz de reventar a un hombre con un dedo, le hizo una mueca para que mirase. Carretones areneros boca arriba; las bestias las habían llevado ya a Lo Aránguiz. Los aperos se agrupaban sobre caballetes de roble bajo un galpón techado de totora, y una humareda de bosta de caballo ardida ennegrecía los corrales, ahuyentaba nubes de zancudos que venían de las vegas, de las viñas, del maizal. Sobre la paja, descansaban, echados, el huacho Arturo y el Caballo Bayo. En un rincón, babeaba su borrachera la Titina, moza pulposa y ligera de cascos. Bebían los hombres y disputaban.
–¡Mira, huacho, qué grupa, qué alzada tiene la moza!
–¡Vaya unas nalgas! –y tiraban los naipes.
–Una vaca me mira
y un buey me aguaita.
–Déjalo que te mire:
será tu taita.
–¡Sootaa, huacho!
* *
–Sí, usted el primero –repitió su decisión el Ñico.
En verdad, Edmundo había sido el primero. No lo sabían esos borrachos. Aquella muchacha montaraz y riente. Tan graciosa en el decir con los hombres.
En la cortadura de pencas, la había tumbado Edmundo sobre la yerba. Jadeaban sangrando las bocas de labios carnudos, y sus dientes mordían la pulpa de las lenguas. La espigadilla los miraba desde las tapias con sus pupilas verdes, atardeciendo. En zarzamoras, de cárdeno brillo, quemantes de espinas, hervía una brasa de sol. Las piernas al aire. Piernas morenas, retostadas, de carne reventona que se rasga madurando. Bebían las brisas borregas frescor maduro en la hondonada. Encrespaba su rumor yodado y de resaca verdosa, el cañaveral.
No… eso… no. Comprendía Edmundo la intención de aquellos hombres. Habían emborrachado a la muchacha, y se disputaban la primacía de gozarla. Con oscura inconsciencia, al divisarlo, se avalanzaban a él, y le ofrecían derecho de pernada.
Siempre se negó Edmundo a que le tratasen de patrón, no porque no tuviera dinero, sino a causa de sus propias convicciones. Se había esforzado en sacar a esos borrachos de sus estúpidas vidas de bestias de carga, hincando en ellos la rebeldía, mostrándoles sus derechos, arrastrándolos a la lucha.
Lo rodearon los tres hombres, y esperaban que Edmundo bebiese unos tragos de una sopera saltada, zangoloteando de chicha que le ofrecía, obsequioso, el Bayo, para iniciar sus rijosas complacencias.
Aquello era horrible. ¡Esos hombres ebrios y repugnantes! Ella les arrojaba lejos de sí, pateándoles el vientre. Y pedía que la dejasen. Los hombres se enardecían. La falda subida, los muslos desnudos, desnudo el sexo, los convidaba ella en su abandono a que gozaran sus curtidas vidas, goce de carne fresca, de mujer precoz, sana y bella.
Un agradecimiento de macho invadía a Edmundo. Comprendía que esos borrachos no dejarían a su presa. Bebió. Entró al corral. Sacudió a la muchacha, que giró sus alcoholados ojos verdes en las órbitas. Algún pensamiento extraño cruzó en su cerebro que la hizo sonreír. Se abandonó al sueño, y dulcemente, cabecearon sus muslos y se abrieron como valvas de una cajita de joyas.
Edmundo la puso de pie. Y sin decir palabra la sacó del corral. En los ojos de los hombres brillaba un furor de macho desencadenado.
Arturo miró a Ñico con mirada de desprecio de sus ojos pitañosos:
–¡Carajo! ¡Yo no caliento el agua a nadie! ¡Yo también puse pa la chicha! –y agarró del pelo a la muchacha derribándola sobre la paja. Luego sacó su cuchillo, de luz fría y cortante. Y montó a la mujer, retando con la mirada a sus rivales. El Bayo saltó sobre Arturo. Con una estaca le golpeó en la mano arrancándole el cuchillo. Se mancornaron; rodaban por la paja, por la bosta ardida de humos picantes y agrios. La Titina gemía llevándose las manos a la cabeza como si sus cabellos la quemaran. De pronto Ñico cogió a la mujer en sus membrudos brazos de árboles, y huyó por entre los matorrales. La cabellera de la Titina se agitaba con el viento, y sus piernas colgaban abandonadas. Ñico huía hacia el desagüe. Se metió en el agua hasta los muslos. Bañó la cabeza y la cara de la muchacha. Le restregaba los brazos. Y cuando ella abrió los ojos asustada, y se encontró en los brazos de aquel hombre, y sentía el olor extraño que manaba de él, de su agitado pecho, suavemente, dulcemente, cabecearon sus muslos; se abrieron las valvas de su cajita de joyas, y se entregó. Él la besaba, le besaba los pies, le recorría los muslos en un beso succionador y largo.
–¡Eres mi mujer, eres mía! No sabía lo que tú eras. No te dejaré jamás. No lo sabía, créeme.
Titina sonreía, al amparo de aquel hombre. Y lo apretaba hacía sí con ojos velados de placer; un crujir del matorral le aguzó a ella el oído, y vio al huacho Arturo y al Bayo que venían. El uno traía su cuchillo y el otro una estaca.
–¡Mira, Ñico, vienen ésos! –y se arrimaba al cuerpo del mozo como una gata.
Ñico miró a la mujer. Ya no la deseaba. Podía dejar el campo a esos hombres. Acaso se pelearían allí mismo. Mas hubo en ella una mirada tan tierna hacia él. Era tan suya esa mujer que comprendió que estaría siempre ligado a ella.
Esperó con calma a sus rivales. El Bayo le gritó:
–¡Ah, le rompiste la cachá e mote! ¡Aguanta la palá! –y le descargó un terrible golpe sobre el hombro izquierdo, saltando el palo hecho astillas. Se trenzaron a golpes. Por la espalda, se aprestaba ganoso a apuñalearlo Arturo. Una pedrada de la Titina lo derribó por tierra. Se alzó furioso el huacho dispuesto a matarla. Ella se escabullía en torno de los combatientes; pero una terrible bofetada alcanzó al Bayo en la quijada, derribando a Arturo el Bayo en su caída. Ñico los cogió, a uno en cada mano, y les dio cabeza con cabeza. Los arrastró del cuello hasta el desagüe, y los arrojó en la parda corriente del agua.
Después, con la mujer en sus brazos, se alejó por entre los matorrales hacia el camino. Arturo y el Bayo manoteaban, fluctuando sus cuerpos en el agua cenagosa. Desde entonces, la Titina fue una mujer honrada. Reía como una niña.
Edmundo los esperaba en el camino. Ñico lo miró avergonzado.
–No lo sabía –dijo–. Ahora lo sé; es mi mujer –y se la llevó a su rancho.
Edmundo se sintió muy desgraciado.
IV
Se ofreció desarmado a Augusto. «Vive nuestra chilena y broquelada intimidad» –pensaba entonces Edmundo–, guarnecida por una cota de mallas fisiológicas, que absorbe, una esponja, la vibración espiritual del prójimo, a quien acepta o repudia sin mediar nada. La timidez oculta la vida espiritual de estos hombres, y viven con los demás, una vida de superficie, cruzados los aceros de la sátira, esgrimida por la intuición de sus personas, enrojeciendo y penetrándose. Les falta el sentido de la amistad, y se rodean de penumbra para mostrarse profundos, como si temieran ser descubiertos en su vacío de tumbas. Zahieren porque nada tienen, y se acercan a los hombres, recelosos de descubrir algo en ellos y con el inconfesado deseo de saberlos vacíos y mediocres. Si husmean fuerza nueva y desconocida en ti, te asesinan en sus menguadas almas. ¿Cómo podrán ser tus amigos aquellos para quienes serás su perpetua zozobra?
Augusto quería arrendar el departamento. La madre de Edmundo arrendaba un departamento en aquella época, y confió a su hijo el encargo de cerrar el contrato con el nuevo inquilino.
–Me quedo con él. Aquí hay veinticinco pesos de seña –asintió el gallero–. Cójalos Ud. –vestía un traje azul, lustroso, y llevaba una caja de madera con manilla de bronce. Su dinero eran pesos fuertes. Parecía dudoso que llevase encima mayor cantidad.
* *
Silbó Augusto echando el aire por entre los incisivos apretados, sonriente.
–Luz Dina, sirve el té.
Vendía calugas, manjares, guatones, dulces de nueces. Los mercados de su pequeña industria: almacenes de menestras, emporios, etc., tenían como dueños a italianos. Los bachichas lo llamaban Augusto Caprioli. «Es estúpido ser chileno en el comercio» –vociferaba–. «Además, no hago cuestión de razas; eso no me parece bien».
–Una vez lograda la unidad política y fraternal del mundo, es indispensable que cultiven los pueblos las fuerzas espirituales que les diferencian a unos de otros –(hubiese dejado aquella frase)–; pelear por la sangre o porque hemos nacido en terruños diferentes, es una tontería –vomitó Edmundo, ruborizado y ridículo para sí mismo. Siempre que expresaba algún pensamiento que estimaba seriamente, algo teórico, le sonaban sus palabras a retórica, a caja de resonancia, a pura oreja. Y aún cuando no estuvieran presentes sus compañeros, los buscaba de reojo, y éstos le obligaban a reírse de sí mismo.
–Yo aprovecho mi tipo extranjero, y he logrado la protección de los italianos –exclamó Augusto sarcásticamente–. Tengo mi historia de emigrante. Sin embargo, me dan la peor impresión esas gentes. Conozco a uno que se limpia la cara con escupos…
Después del té, fumaban silenciosamente, sumidos en sus propias reflexiones.
–¿Qué? –dijo el gallero–. Salgamos juntos. Puedes acompañarme si quieres, a ver a los clientes, y luego pasamos a servirnos una copita. Quiero beber unas copitas contigo.
–Una copa, sí.
Leve brisa tocaba el rostro con su ala de seda. Sol moribundo se ahogaba en su propia sangre y salpicaba el paisaje de mortecina luz. Los pardos castaños umbríos y los álamos sonoros y los nogales, sangraban de los rostros, y, atardecido, echándose sus sombras a la espalda, cogían el camino de regreso. A lo lejos, una carreta de tardos bueyes rechinaba por el sendero polvoriento. Les faltaban sólo dos clientes y se habían bebido ya dos cañitas de grueso vino tinto.
–¿Sabes, Augusto, por qué somos un pueblo triste? –dijo Edmundo–. Viene un inglés y nos dice: Uds. son un pueblo triste; viene un francés y nos dice: Uds. son un pueblo triste; viene un yanqui y nos dice: Uds. son un pueblo triste; vienen todos y nos dicen: Ustedes son un pueblo triste. ¡Y somos irremediablemente tristes hasta en la ironía de nuestros parques ingleses!... No se puede ser triste, Augusto, sin haber vivido antes una tragedia. ¿Cuál fue nuestra gran tragedia? ¿Depusimos las armas sin agonía, sin lucha? Los pueblos tristes son los pueblos de esclavos, el Quijote vencido que ya no quiere ser ni pastor. ¡Bien!...
–dijo golpeándole el hombro al dulcero– el roto ríe en las sombras… sin embargo, no tenemos consuelo. ¿Sabes tú lo que es tener alegría?
–¿Son ésas tus ideas?
–No. ¿Acaso es necesario que las ideas sean de alguien? Las mejores ideas son de la humanidad.
Al dulcero y preparador de gallos le hablaban de cosas que sabía desde antes, que llevaba en sus propios instintos. Le daba lo mismo que las dijese otro. Por otra parte, estaba satisfecho de su venta y, en consecuencia, tenía su opinión formada sobre Edmundo.
–No obstante –dijo– te impartiré una breve enseñanza: todo hispano-americano nace con una guitarra en su corazón. ¡Viva la guitarra anti-imperialista!
–Mis ojos, Augusto, son dos sudosas cucarachas reventadas. Con el alfiler largo con que sujetaba sus sombreros mi madre, he agujereado a una rata viva –exclamó Edmundo con gesto de gran agudeza mental.
–Yo he matado a un hombre –hubiera dicho el otro reposadamente; pero se limitó a decir–: El roto ríe en las sombras –y se calló.
* *
Estaban sentados a una mesa pringosa. Clavado a un álamo largo y angosto, aspa del viento y polvareda desangrando callejones criollos, había un letrero: «Quinta de Recreo las Delicias». Era un galpón espacioso, de vigas hollinadas y piso de tierra. Frente a la entrada, el mesón. En los anaqueles se alineaban botellas de cerveza como soldados alemanes. Grandes jarros de chicha cruda chispeaban sobre unos troncos su picardía criolla.
Canta un huaso en su rincón:
Chichita coloradita,
que ponís los pasos lentos:
a mí no me los ponís
porque te paso pa entro.
Con rojo crepitar de hogueras rotas, música de jazz giraba en la victrola. Una de las mujeres que servían a las mesas examinaba cuidadosamente las puntas de las agujas; la otra los atendía y estaba sentada al lado de Augusto. Acababa de humedecer sus labios grosezuelos en los bordes de su vaso.
–Oye ¿hagamos opereta? ¿Quieres? (¿Por qué cuento yo esto?) –se preguntaba Augusto interiormente–. Yo no comprendía palabra de aquel juego–. Se había quemado. La Berta ni Edmundo tampoco comprendían mayor cosa; pero se empinaban en sus palabras como si de este modo se aconchara vislumbre, advirtieran en el fondo de sus propias conciencias el nacimiento de un brote potente y agrio.
–¡Hagamos, pues, opereta! –rogome un día Hertha y cogiome de la mano– tenía el gallero su hablar lascivo, la saliva ligosa, africaba las palabras.
«Ella era entonces una mocosita rubia, de ojos azules. Tenía la boca un poco grande.
–«Había una escalerica de palo de rosa. Trepamos por ella a un descanso de follaje, suspendido en dorados hilos de verdes arañas coruscantes, de patitas rojas en vientre de leche, abrazadas a los troncos de unos corpulentos manzanos. Hertha me hizo notar la diferencia que había entre una herida pequeña y rosada y un broncíneo gusanito; luego echose de espaldas. El cielo estaría hondo y su azul asaeteado de luces ¿verdad, Hertha? Sería una gran carcajada azul ¿verdad, Hertha? Ahora me gusta beber en copas azules, boconas... ¡qué fresco es un mate bocón! E insistía que yo, el pequeño Augusto, el nene Augusto, que tendría acaso cinco años, montara a caballito. Jugaba sin sospechar nada. Acaso ella tampoco. Bien pudo ser una de esas muchachitas que desde pequeñas tienen el cuerpecito infantil, los ojos y sobre todo la boca, preñados de presagios para los mayores.
«El encanto de aquel juego quedó deshecho por la brusca aparición de un hombre coloradote y esférico como un queso holandés, de pelo crespo y rubio como chicharrones recién sacados de la grasa. Me cogió a mí en vilo y dijo a Hertha unas palabras raras que no comprendí. Ya en la casa llegaron a mis oídos los gritos de la pequeña Wanda, de mi pequeña Wanda...».
Los ojos de Edmundo estaban brillantes con los sorbos de la chicha.
–De la pequeña Hertha, de tu pequeña Hertha, dirás.
–Imbécil…
–Sigue.
–Bien. Mi tía y Ramiro, un primo mío, me miraron, con sonrisa burlona en sus labios. Ramiro comentaba:
–¡Caracol, caracol, saca tu cachito al sol! Y te lo iban a prender con un alfilercito de gancho.
«Al llegar del trabajo mi tío Eduardo, tozudo de autoridad, quiso castigarme. Me empujó a la calle, cerró la puerta en el momento mismo en que venían arreando unas vacas. Augusto les tenía un miedo horrible a esos rumiantes. Hoy sabe que las vacas no son de temer… Me arrojé a los vidrios de la ventana y los quebré a manotazos. Me entraron a la casa, me pegaron y metieron en la cama.
«Yo no sabía discernir lo bueno o lo malo que había en el juego de la opereta. Pero supe que era maldad para los grandes que los chicos jugaran a ese juego. Mi perplejidad no buscó tampoco mayor solución; ni pedí que la dieran los otros».
–Oye ¿hagamos opereta? ¿Quieres? –exclamó Augusto, mirando rijosamente a la Berta. Asomado a sus ojos, se relame un sátiro en acecho; jadea bajo su mirada, oleaje denso de grupa henchida y salobre. –Yo no comprendía una palabra de aquel juego.
Acabando de un trago medio vaso de chicha, dejó caer la cara en la mesa pringosa y grasienta.
–¡Hagamos, pues, opereta! –y soltó los pesos fuertes de su carcajada. Palpole los muslos morenos a la moza y cogiola de un brazo para bailar. Una pulga le iba picando las espaldas.
–«Es un sensual –se decía Edmundo–, es egoísta y cruel. Ser egoísta es reducirse a la mínima cosa que es uno. Tenía dos caminos; éste, no; es el otro el que interesa: el que no ha vivido. Es largo y huesudo como su fracaso. Lo presintió él mismo, escondiéndose en el fondo de la casa cuando iban a comprarlo unos marineros holandeses.
–¿Quién es la madre del chico? –dijo uno de los marineros. Parecía una brasa entre los carbones de la familia; y pensaban hacer de él un hombre. Pero ya estaba apegado a la tierra. Es un sensual. Sin duda, no se merecía las buenas intenciones de los marineros holandeses».
Agarró de un brazo él, Edmundo, ahora, a la otra muchacha. Quería bailar, y soltó también los pesos fuertes de su carcajada. Dócil, la mujer se dejó llevar como una chicuela por su patrón. Estaba manchado de Augusto, y escupía la misma risa.
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Duros, largos, gordos, goterones de lluvia. Un olor de sexo exhalaba el cuerpo moreno de la tierra.