Kitabı oku: «Diario del alma», sayfa 4
Domingo, 4 de septiembre de 1898. He aquí lo que necesito: mayor recogimiento en la iglesia cuando se celebran las funciones públicas; acordarme con más frecuencia de María; no cesar nunca de hacer bien la visita; y sobre todo jaculatorias, y en especial aquellas con las que puedo hacer al mismo tiempo un acto de humildad. Oh María.
Lunes, 5 de septiembre de 1898. Necesito más fortaleza para vencer el sueño que por desgracia a veces se apodera de mí, especialmente por la mañana, incluso durante la sagrada comunión. Además sigo todavía distraído en ese bendito rosario. Es hora de acabar: ¿cuándo voy a querer de verdad tener contenta a la Virgen? En estos días de gozo y de triunfos para ella, también quiero unirme, a pesar de mi miseria, a los sentimientos de tantos prelados, de tantos católicos que aclaman en Turín a la Reina del cielo; y me uno con jaculatorias y especialmente con el obsequio más hermoso, el rosario. Oh María.
Martes, 6 de septiembre de 1898. Parece realmente imposible: cuantos más propósitos hago, menos los cumplo. Eso es lo único que sé hacer bien. Charlar, prometer montañas, ¿y luego?, nada. Si al menos fuese capaz de humillarme. A veces me enredo demasiado en discusiones con el señor cura, y por tanto quizá se verifique aquel dicho: En el mucho hablar no falta pecado. Y además siento mucho gusto en contentar al paladar con la fruta. Ojo, amigo. Atención a ti, recogimiento y mortificación, especialmente en darte todos los gustos que el paladar desea. Esta es la mejor medicina para el alma y el más hermoso regalo a María en estos últimos días de la novena de su natividad.
Miércoles, 7 de septiembre de 1898. Necesito todavía jaculatorias, sobre todo mientras estudio; ellas me darán luz en las dificultades que muchas veces, por la pobreza de mi cerebro, encuentro, y me infundirán más aliento. Además, debo señalar que después de la cena me detengo demasiado charlando con los míos en la cocina, y más teniendo en cuenta que se habla casi siempre de preocupaciones, y por tanto, mientras siembran en mi corazón el desaliento, no sería de extrañar que alguna vez me hicieran olvidar la gran ley de la caridad. Por tanto, acabado el rosario, diré algunas palabras y me retiraré. Preocupaciones, muchas preocupaciones. Pero las mías son de una especie totalmente distinta de las de mis familiares; las suyas se refieren a los cuerpos, a lo material, las mías se refieren a las almas; esto es lo que más me pesa, y el pensar que para mis seres queridos las tribulaciones, en lugar de servir para bien, sirven para mal. Dios mío, tú que lo probaste, di cómo se siente abrumado el corazón. Oh María, da a los míos la verdadera caridad, para que perdonen de todo corazón y soporten con resignación las cruces que les vienen de los que ellos creen ser sus enemigos. Basta, oremos.
Jueves, 8 de septiembre de 1898. Un día hermoso y feo a la vez. Hermoso por el recuerdo de María niña, feo porque no lo he santificado como debía. Siempre así. Cuando más necesito hacerlo bien, lo hago peor, como por ejemplo hoy: voló el examen particular, las jaculatorias, la visita, todo; siempre disipación. Por tanto, volvamos a la calma; recogimiento, con jaculatorias. Señor, Señor, ten misericordia de mí, el más grande pecador.
Viernes, 9 de septiembre de 1898. Hoy las cosas han ido así así; sin duda podían haber ido mejor. La visita puedo decir que no la he hecho, la meditación demasiado tarde y poco bien, estudio poco, jaculatorias no demasiadas; por otra parte, he contentado al paladar todo lo que he podido. Así, pues, no hay mucho de qué consolarse. Mañana, en honor de María, haré lo posible por crecer y reparar, haciendo también algunas mortificaciones corporales; por ejemplo, no probando la fruta. María, haz que lo consiga.
Sábado, 10 de septiembre de 1898. Hoy me he confesado, y he faltado ya a los propósitos que he hecho: atención en el rosario y no perder el tiempo en charlas inútiles. Esperemos que la comunión de mañana lo lave todo, y me haga vivir de la verdadera vida de Jesucristo, como él ardientemente desea. Señor, sana mi alma.
Domingo, 11 septiembre de 1898. Temo casi encontrarme en el estado de aquel pobre obispo al que el Señor mandó decir, por medio de san Juan, que lo rechazaba de su boca por no ser ni frío ni caliente. Y tal estado sería bastante deplorable. ¿Me encuentro yo también en él? No tendría nada de extraño. Hago propósitos y estoy siempre en las mismas faltas; por tanto, ¿vendré a ser rechazado de la boca, del corazón de Jesús? ¿Puedo creerlo sin temblar? ¿Puedo creerlo sin sentirme excitado a salir de este estado? Dios mío, haz que salga de verdad. Oh María.
Lunes, 12 de septiembre de 1898. Hoy he ido a San Gervasio a visitar a uno de mis compañeros, y por tanto meditación y misa han volado; las demás cosas sí las he hecho, pero como suelo hacerlas en circunstancias semejantes. Y entre tanto María sufre, y quizá las espadas de su dolor son demasiado punzantes por mi causa. Dios mío, qué confusión. Una cosa he notado muy especialmente hoy, y es que en ciertas circunstancias dejo rienda suelta a la lengua y hablo quizá demasiado; sin darme cuenta de ello me convierto en un predicador. También esta es una mortificación que debo hacer; atención y parsimonia en el hablar.
Martes, 13 de septiembre de 1898. He hecho un poco de todo; no he estudiado nada, pero esto, pase; he dejado el examen particular, he hecho poca lectura espiritual. En resumen, me encuentro siempre en las mismas. Si se me mira superficialmente, en general, se podrá decir que no hay en mí nada malo, pero si me considero en relación con lo que debería hacer y con las gracias que el Señor me ha dado para ello, me avergüenzo de mí mismo y me debo confesar gran pecador. Y pensar que todas las noches hago estas reflexiones y todas las noches estoy en las mismas. Este es mi gran pecado. Estoy también en el septenario de la Dolorosa, pero mortificaciones y jaculatorias hago muy pocas. María, inundada de dolor, llorad también por mí; pero no porque sea ingrato, sino con el fin de que tus lágrimas ablanden mi corazón que tan duro y cruel es con Jesús. Hágase tu voluntad.
Miércoles, 14 de septiembre de 1898. No puedo hacer más que repetir lo que decía anoche. La gran causa de que no se vea en mí ninguna mejoría es el poco provecho que saco del examen particular especialmente. Mañana, pues, en honor de María Dolorosa, me esforzaré por poner en práctica las normas que tengo escritas con respecto al examen particular. Y que Dios me ayude.
Jueves, 15 de septiembre de 1898. Quizá en estos días aumento con mis faltas las lágrimas de María. Mortificaciones se puede decir que no hago ninguna o hago muy pocas; al bendito rosario siempre le falta algo; la visita de hoy ha sido bastante imperfecta. Y pensar que estoy en el septenario de la Dolorosa. Hay además otra cosa sobre la que tengo que reprenderme, y es el afán de leer periódicos, cosa que en el seminario está prohibida. Mientras lo diga el señor cura, por darle gusto a él, pase; pero ir a buscarlos intencionadamente, eso no. Por tanto, teniendo en cuenta todo esto, me ordenaré más en el porvenir. En adelante mi examen particular versará sobre la adquisición de la humildad, según los propósitos que hice en los santos Ejercicios de este año y que tengo escritos, y las preciosas normas que a este propósito da el P. Rodríguez. Señor, ten piedad de mí.
Viernes, 16 de septiembre de 1898. Recogimiento, eso es lo que necesito. Oh María, ayudadme a conseguirlo.
Sábado, 17 de septiembre de 1898. Aunque se mantenga discretamente alejado, el hombre viejo se deja a veces sentir con ciertos sueños de infierno, en los que a veces, sin darme cuenta, me veo enredado. Yo, en resumen, sigo siendo yo, el gran soberbio y pecador. Qué pensamiento más humillante. Pensar que Dios me soporta y parece que no tenga ojos para ver mis ofensas, ¿cómo puedo disgustarle?, ¿cómo puedo no estar loco de deseos de amarlo y hacerlo amar?
La Virgen Santísima Dolorosa llora porque Jesús no es amado, sino ofendido; quizá llora también por mí. Oh, consuélate, María, mantén en mí muy vivo el deseo de amar a tu hijo y haz que, en cuanto de mí depende, mitigue tus acerbos dolores llevando almas a Jesús y a ti. Para que me ayudes, te consagro mis acciones de mañana. Purifícalas tú, dales esa perfección que tanto necesitan, y que rece el rosario, al menos una vez, como nunca lo he hecho hasta ahora.
Martes, 20 de septiembre de 1898. Tengo gran necesidad de recogimiento y de una mayor presencia de espíritu, recordando con frecuencia los propósitos que de tanto en tanto se hacen. Además, en todas mis cosas debo mostrar que soy un verdadero crío, como lo soy en realidad, y no portarme en todo como un serio filósofo y hombre de mucha valía. Este es mi natural, esta toda mi sustancia: soberbia. Por lo demás, gran resignación a la voluntad de Dios, soportando con verdadera paciencia y sin caer en mal humor las desventuras que Dios me manda en la familia, por ejemplo, la grave enfermedad de mi hermanito Juan. Recemos, recemos siempre por todo, y que todo se haga según la voluntad de Dios, a honra y gloria de Dios. Sí, para mayor gloria de Dios. Amén.
Miércoles, 21 de septiembre de 1898. Es preciso que me guarde de diferir el cumplimiento de mis prácticas de piedad, no reservándolas para más tarde, por darme gusto a mí y a mi paladar. Esto sería una injuria a Dios y una prueba de que no lo amo; esto es una especie de comparación entre Jesús y Barrabás. Y más sabiendo que Dios no se contenta con las cosas hechas a medias, como de prestado. Jesús y María, sed la salvación mía.
Jueves, 22 de septiembre de 1898. Cuántas tribulaciones. Mi hermanito Juan me ha puesto en gran temor por su salud, por eso rezo y rezo. Espero que el Señor se digne escucharme. Esta noche, al pensar en ello seriamente, me acudía el llanto a los ojos. Me imaginaba en aquel lecho y me preguntaba, ¿cómo saldrías si fueras juzgado en este momento? Ir al infierno, lo merecería, pero no lo espero; sí, en cambio, al purgatorio. Y sólo el pensar en el purgatorio me hizo sentir escalofríos.
¿Qué va a ser de mí? Pobre de mí. Qué miserable soy. Me parece que sería capaz de tener una buena muerte; un poco de amor de Dios no me falta. Pero mientras pienso en ello, me dejo llevar de los pensamientos de amor propio.
Mirad —dirían los otros— qué muerte de ángel. Aquí es donde se revela y no se puede esconder mi podredumbre. Antes que nada es necesario que muera enteramente a mí mismo para poder así volar al amor de Dios y evitar, si fuera posible, incluso las penas del purgatorio. Buen Jesús, dirige una mirada a este miserable, al menos en atención al deseo que tengo de amarte y hacer que otros te amen como mereces, cuanto tú eres digno y a mí me es posible. María, cura a mi pequeño Juan.
Viernes, 23 de septiembre de 1898. Siempre que pienso en el purgatorio tiemblo y no comprendo cómo no hago con mayor perfección mis prácticas de piedad, todas mis obligaciones. Necesito frenar un poco cierta inquietud que tengo cuando visito a los enfermos, empleando más caridad al hablar con otros. Todo esto es cosa vieja. Por lo demás, el Señor me ha mandado en estos días una cruz un poco más pesada. Bendito sea; que esto pueda hacerme semejante a él y cancelar la pena debida a mis pecados. Gloria a Dios.
Sábado, 24 de septiembre de 1898. Antes de mediodía las cosas han ido un poco desordenadamente; después, o mejor, a última hora, he faltado quizá más de la cuenta en mis modales con los presentes por lo que se refiere a las atenciones con mi querido hermano. Hubiera convenido más calma. Comprendo que si callo a veces, me toca oír incluso cuando me parece que procuro el mayor bien y me toca aguantar y aguantar, pero sea todo en honor de Jesús y María, para mayor bien de mi alma y de la de mi pequeño Juan. Cuando me siento así oprimido me parece que puedo abandonarme con más confianza en los brazos de Dios y soy feliz. Oh dichosos, mil veces dichosos los religiosos que lejos de los cuidados de este mundo sólo viven en Dios. Para mí sois verdaderamente dignos de envidia. Pero, en fin, Jesús me quiere así, él me envía la cruz para que la soporte. Sea diez mil veces bendito.
Domingo noche, 25 de septiembre de 1898. Qué cruz ha caído sobre mí hoy. Dios mío, sólo el pensarlo me da escalofríos. Mi buen padre, el que tanto ha hecho por mí, que me ha educado, que me ha orientado hacia el sacerdocio, mi párroco Don F. Rebuzzini, ha muerto, y, pobrecito, ha muerto de repente. Oh Jesús, sabéis qué congoja trae esto a mi pobre corazón. Esta mañana mis pobres piernas no me sostenían, un clavo me había penetrado en el corazón; mis ojos no daban, o daban pocas lágrimas. No lloré; dentro me sentía como petrificado. Al verlo en tierra, en aquel estado, con la boca abierta y rojo de sangre, con los ojos cerrados, me parecía –siempre conservaré esta imagen– un Jesús muerto, bajado de la cruz. Ya no hablaba, ya no me miraba.
Ayer me había dicho: Hasta la vista. Oh padre, ¿cuándo nos volveremos a ver? En el paraíso. Sí, al paraíso vuelvo los ojos. Él está allí, lo veo, desde allí me sonríe, me mira, me bendice. Dichoso de mí que pude gozar de las enseñanzas de tan gran maestro. La muerte lo sorprendió de improviso, pero él estaba preparado para ella desde hacía setenta y tres años. Murió mientras luchaba para vencerse a sí mismo, para vencer el mal que le aquejaba; y todo para ir a celebrar la santa misa. Muerte, por tanto, siempre y en todo sentido preciosa y envidiable. Si pudiera ser también así la mía. Como he dicho, la postura en que lo encontré me dice que se había puesto de rodillas y cayó hacia atrás, sin que le fuera posible sostenerse.
Hace veintiséis años el Corazón de Jesús le concedía el consuelo de venir a vivir entre los que serían sus hijos; el año pasado, el Corazón de Jesús le concedió la gracia de celebrar sus bodas de plata con la parroquia; este año el Corazón de Jesús le ha preparado una fiesta más solemne, una fiesta eterna, y todo ello en el IV domingo de septiembre que aquí, entre nosotros, está dedicado al Corazón de Jesús. Y ahora, tras esta verdadera prueba que Jesús me ha dado, tras el dolor más grande que jamás he sufrido en mi vida, ¿qué debo hacer?
Basta de lamentaciones, que ya hemos concedido demasiado a la naturaleza. ¿Dónde está mi padre? Allí, junto al Corazón de Jesús, como aquellos de los que él es un verdadero modelo. Miremos, pues, hacia allí, esforzándonos por hacernos en todo semejantes a él. Que las oraciones del buen párroco que sin duda ha rezado siempre por mí, que puedo considerarme su benjamín, las que ofrezco por él, su vida que tendré siempre ante mis ojos, puedan hacerme verdadero imitador suyo, para poder así realizar el hasta la vista de ayer tarde y abrazarnos en el paraíso, después de cumplir la misión que el buen Jesús me ha confiado. Que sus ejemplos, sobre todo, de humildad, de sencillez, de rectitud se graben en mi ánimo, de modo que pueda moderar mi soberbia y hacerme más grande delante de Dios, no siendo delante de Dios soberbio, sino hombre recto, íntegro temeroso de Dios (Job 2,3) como mi párroco. Jesús, ten misericordia de mí, abre mis ojos a ejemplos tan luminosos.
Lunes, 26 de septiembre de 1898. En este día, un poco el dolor, un poco las ocupaciones, el trabajo para los funerales, me han distraído y apartado de las prácticas de piedad. Pero el amor, demostrado en el dolor, no puede en manera alguna ser nocivo al amor a Dios, porque santo es el objeto que amo y santo el fin. He venido a poseer, como precioso recuerdo del párroco, su Kempis, el mismo que él usaba todas las noches desde que era seminarista. Y pensar que leyendo este librito se ha hecho santo. Este será siempre para mí el libro más querido y una de las joyas más preciosas que pueda tener.
Miércoles, 28 de septiembre de 1898. Hoy se ha celebrado el funeral por mi llorado padre. Ahora ya no está entre nosotros con el cuerpo, pero lo está con el espíritu; lo está con la huella de las más selectas virtudes, con su afecto de padre. Pero he quedado huérfano, con inmenso daño. Qué pena me causaba hoy tener que esforzarme continuamente por ocultar las lágrimas que a veces acudían a mis ojos. Es mi dolor más grande, el mayor de todos los que he pasado. Me siento como desorientado, no sé qué hacer: hacer alguna cosa buena, hacerla también a los demás; no sé adaptarme a vivir como en un mundo nuevo para mí.
Pero, tengamos buen ánimo. Si mi padre ha desaparecido, me queda Jesús, que me tiende los brazos invitándome a acudir a él en busca de consuelo. Sí, vayamos a él, y con él, en todos los días libres de otra cosa, me uniré en la comunión hecha con este fin. Él dará paz al alma bendita de mi párroco y, sobre todo, me hará verdadero imitador suyo, especialmente en la humildad. Por ahora me resignaré en Dios, devolviendo la calma a mi ánimo fuertemente atormentado y reanudaré con exactitud, en sufragio de aquella alma, todas mis prácticas de piedad, haciéndolas con especial fervor. Mi querido párroco. Jesús, hazme semejante a él. Mira, y actúa según el modelo.
Jueves, 29 de septiembre de 1898. Hoy he sido un poco más ordenado que ayer, pero no del todo como conviene; por ejemplo, la visita no sé decir si la he hecho. En estos días tengo siempre ante mis ojos la santa figura de mi párroco y, al ver la enorme diferencia entre él y yo, no puedo sentirme contento. Quién sabe si este ejemplo tan luminoso, aparte los beneficios que ya me ha hecho, me excitará más a la virtud, al amor del prójimo. Así lo espero; tanto era lo que me quería mi párroco. Si alguna vez me viene la inspiración de hacer alguna mortificación, no debo dejarla escapar; la ofreceré a Dios por el eterno descanso de este alma bendita. Tal sacrificio es nada en comparación de los que el buen sacerdote ha hecho por mí. Dios mío, no nos dejes huérfanos.
Sábado, 1 de octubre de 1898. Hoy, jaculatorias casi ninguna; visita se puede decir que no he hecho, y la causa es esta: que Jesús me parece como extraño. Mi gran mal, como he observado otra vez, es la poca reflexión y presencia de espíritu. Si pensase un poco más en los propósitos que hago continuamente, si hiciera el examen particular y general según las normas que tengo escritas y que ampliamente he leído en el P. Rodríguez, no cabe duda que daría algún paso más y lo notaría; pero soy como un caracol, no me hago sentir absolutamente por nada.
Por tanto, hace falta más brío. Volveré a comenzar mañana, buscando en primer lugar la perfección en las prácticas de piedad, especialmente en la visita y el rosario, y además guardándome bien de hablar no bien de cualquier persona, aunque los defectos sean más que evidentes. Y haré, además, todo por María, y María del rosario me ayudará a conseguirlo todo; ella que es poderosa y terrible como ejército en orden de batalla. Señora, sálvame.
Notas espirituales en el retiro mensual tras la muerte del párroco Don Francisco Rebuzzini, el santo signo de mi infancia y de mi vocación
21 de octubre de 1898. Me quedan aún trece días de vacaciones. Haced que en ellos me porte como ese seminarista que siempre he deseado ser, sin jamás serlo. Que me alienten los ejemplos de mi amadísimo y llorado párroco, para el cual imploro paz y gloria eterna. Dadme la gracia de que pueda hacer bien estas dos cosas: la visita y el rosario. Las demás vendrán solas. Jesús Eucaristía, por quien quisiera consumirme de amor tenedme siempre unido a vos; que mi corazón esté junto al vuestro; quiero ser con vos el apóstol Juan. Oh María del rosario, tenedme recogido en el rezo de esta oración; atadme para siempre, por medio del rosario, a mi Jesús Eucaristía. Viva Jesús amor, viva María Virgen Inmaculada.
24 de octubre de 1898. Hoy, en conjunto, no ha estado del todo mal; pero si hubiera habido más jaculatorias no hubiera sido demasiado. En el rosario y en la visita me parece que he hecho lo que he podido, a pesar de que no han faltado distracciones. Creo que puede asegurar, en gran parte, el éxito de las prácticas de piedad el prepararse antes. Jesús y María, protegedme siempre.
Martes, 25 de octubre de 1898. Tampoco hoy han andado mal las cosas, y doy por ello las gracias a Jesús. Qué gusto vivir siempre así. Pero, ojo con vanagloriarse. No tengo nada bueno; mi único haber son los pecados. Hoy se celebra la fiesta de santa Margarita Alacoque. Si pudiera tener también la devoción, el amor que ella tenía al Sagrado Corazón de Jesús. Hoy hace treinta días que pasó al paraíso el alma santa de mi querido párroco. Dios le dé el descanso eterno y lo premie con la gloria de los santos.
Miércoles, 26 de octubre de 1898. Aunque el buen deseo no ha faltado, quizá hoy no le ha correspondido enteramente el éxito. Nada de extraordinario. Dios me guarde de aflojar en el bien. Así, pues, observaré mayor recogimiento especialmente por la mañana cuando me visto; seré un poco más severo en no dejar pasar el tiempo inútilmente, y pondré, sobre todo, gran atención en mis palabras, cualesquiera que sean. Oh mi buen san José, haz algo también tú que tanto puedes ante Dios y María.
Jueves, 27 de octubre de 1898. Recogimiento siempre y en todo, esa es mi salvaguardia. A veces me distraigo un poquito demasiado y soy tardo en recogerme en mis prácticas de piedad. Si encontrase alguna cosa que hacer, de modo que pudiera hacer pasar un poco mejor el tiempo, sería cosa buenísima y así estaría menos en peligro de distraerme. Ojo siempre también a las palabras mientras no estén completamente purgadas, y, digámoslo claro, mientras no estén escrupulosamente purgadas cuando se ocupan de los otros, o proceder con excesiva impaciencia. En resumen, hace falta humildad, humildad profunda, de lo contrario edifico sobre arena. Jesús mío, piedad de mí.
Viernes, 28 de octubre de 1898. Necesito un fuerte tirón de orejas. Hace ya dos tardes que casi no hago la visita, pero que dure un tiempo digno. No tengo culpa, porque la obediencia me ha creado un compromiso en otra parte, pero si hiciera caso de la inspiración que a veces me viene de hacer esta visita un poco antes, no habría nada que lamentar. Además, otra cosa que mañana y siempre debo hacer con más atención es el rezo del oficio de María, que hoy he hecho distraídamente. Adelante, esperemos que María haga también algo. Por lo demás, ojo a las palabras y jaculatorias. Jesús, piedad.
Sábado, 29 de octubre de 1898. Veo que el recuerdo de mi bendito párroco me tiene quizá un poco demasiado distraído, como ha sucedido en la visita y el rosario. Por otra parte, es preciso que abandone tantas palabras inútiles, charlas en que me enredo por la tarde con mis hermanos y hermanas. Asimismo, es necesario que me esfuerce por levantar la mente a Dios con más frecuencia de lo que acostumbro. Pobre de mí. Con un poco que añada me encuentro de nuevo en los mismos pasos de antes. Humildad, por tanto, y desconfianza de mí mismo, que, solo, no puedo hacer nada. Oh Jesús, en la comunión de mañana abrasa mi corazón de modo que pueda amarte perennemente, pero con el amor de los santos.
Domingo, 30 de octubre de 1898. He cometido hoy una falta grave que me ha hecho perder los momentos más preciosos de la comunión, y quizá ha causado perjuicio también a las otras prácticas de piedad, y ha sido la distracción apenas me levanté de la cama y el no recogerme en seguida apenas llegué a la iglesia. Este hecho merece ser recordado. Otra cosa que me da miedo es ser tratado con esa seriedad de razonamientos y de actos con que son tratados los sacerdotes. Pobre de mí. Y no me doy cuenta de que todo es humo del diablo. Si comprendiera al menos que eso viene de portarme con toda la prosopopeya de un sacerdote y no con la simplicidad y pequeñez de un seminarista. Si comprendiese al menos que todo esto tiene su origen en mi amor propio.
Lunes, 31 de octubre de 1898. A decir verdad, entre hoy y el pasado lunes hay una diferencia discretamente notable. Más claro: cuando voy a algún sitio, no soy capaz de conservarme unido siempre con Dios. Me aparto del mal, pero no hago el bien. Es raro el caso de que en semejantes circunstancias no tenga que lamentarme por alguna cosa. Hoy, por ejemplo, las jaculatorias podría contarlas con los dedos. El examen particular ha volado. El oficio de la Virgen lo he rezado distraído, y poco más o menos igual el rosario. Además, esta noche ha sucedido lo que he lamentado otras veces, me he detenido demasiado hablando, en charlas tontas, en lugar de retirarme. ¿Y no sé, acaso, que también de esto tendré que dar cuenta a Dios? Esperemos que lo que hice el lunes pasado y no lo he hecho hoy lo pueda repetir mañana, día de todos los Santos, comenzando por hacer una buena comunión. Santos y santas de Dios, interceded por mí, preparadme para el nuevo año de felicidad seminarística.
Martes, 1 de noviembre de 1898. Hoy, en cuanto a las prácticas de piedad, no han ido las cosas demasiado bien; y de ello creo estar suficientemente excusado por haber tenido que hacer compañía, por razones de conveniencia, a los sacerdotes en casa del párroco. Pero en medio de esta distracción, me encuentro, hasta cierto punto, satisfecho de este día, pues me parece que no he caído en esos defectos de soberbia, de presunción, como me sucedía otras veces en circunstancias semejantes. Por ahora, humillémonos y bendigamos a Dios y recemos. No resulte ser este el primero y el último día en que pueda ser puesto a prueba y dé buenos resultados mi viejo amigo, el amor propio, el deseo de hacer un papel airoso, de dármelas de sabio.
Se ve que algo ha influido también la comunión de esta mañana. Deo gratias. Esta tarde he comenzado el día de los difuntos, y me ha sobrecogido la tristeza. El día de los difuntos me trae a la mente la querida figura de mi párroco. Es imposible expresar todos los pensamientos. Mañana será un día de sufragio especial por su alma bendita, cuya continua protección siento sobre mí cuando miro a mi amadísimo señor, y ya aquí en la tierra primer bienhechor, el canónigo Morlani. Que mis oraciones puedan proporcionar a su alma, si lo necesita, el máximo beneficio; a él que, incluso en la otra vida, vela por mí y me protege como si todavía viviera. Estos sufragios por mi párroco servirán para aumentar en mí la devoción al Santísimo Sacramento, devoción que va admirablemente unida con la oración por los difuntos. Mañana, por tanto, aplicaré la novísima y extraordinaria indulgencia plenaria, concedida por el Papa con ocasión del presente noveno centenario de la conmemoración de todos los fieles difuntos (9981898), por el alma de mi párroco que descanse en paz.
Miércoles, 2 de noviembre de 1898. Tengo que reprocharme de haber perdido un poco el tiempo inútilmente, como también de no haber prodigado las jaculatorias. Es preciso, además, que en la meditación luche contra el sueño y no me deje abandonar, como esta mañana. Jesús, misericordia para mí y paz para los difuntos.
Jueves, 3 de noviembre de 1898. He pasado el día de viaje, y, por tanto, ha resultado como de costumbre. Sobre todo en las conversaciones me he mostrado a veces resentido de algunas desatenciones que me parece recibir; y todo esto es soberbia, soberbia de primera calidad. Además, he estado más bien corto en jaculatorias. Dios mío, compasión de mí que deseo amaros. Mañana es primer viernes de mes, y, por tanto, día de reparación al Corazón de Jesús. Ah si la mía fuera una verdadera reparación por mis ofensas. Jesús, ¿por qué no lo ha de ser, si vos me ayudáis?
Viernes, 4 de noviembre de 1898. No tan mal como ayer, aunque he estado muy distraído en la meditación, un poquito también en el rosario, por lo que debo procurar más recogimiento, sobre todo por la mañana. Estaré también recogido para conseguir, lo más que pueda, esa mansedumbre que en diversas ocasiones me falta a veces, y que es muy necesaria para progresar en la virtud y hacer gran bien a las almas. Jesús, María, san Carlos.
Sábado, 5 de noviembre de 1898. A medida que pasa el tiempo más veo el amor de Jesús comparado con la ingratitud de los hombres, y en especial con la mía. Cuántos defectos, cuántas faltas, qué poco recogimiento, qué pocas mortificaciones en sábado. Se me da bien el imaginar las virtudes, pero no el practicarlas. En cuanto a esto, sólo tengo pretensiones. Ten misericordia de mí, el mayor de los pecadores; no me abandones jamás. Mañana es el último día de vacaciones y quiero, si Dios me ayuda, portarme bien a toda costa. El rosario, oh el rosario, Virgen Santísima, haz que lo pueda rezar como san Juan Berchmans.
Domingo, 20 de noviembre de 1898, retiro. En estos días de seminario he estado demasiado alegre, de modo que la mente voló como mariposa, descuidando así lo que merece la máxima importancia. De ahí las distracciones, especialmente en vísperas; de ahí el no guardar como se debe el silencio durante las clases. En resumen, aunque haya cumplido sustancialmente las reglas de seminarista, siempre les falta esa sal, esa perfección que las hace más hermosas, más agradables a Dios y más meritorias. Soy como un cuadro del que, aunque se hayan quitado las manchas que lo hacían más irreconocible, sigue todavía cubierto de una capa de granitos de polvo, que envuelve como en una sombra al cuadro y lo hace desagradable a la vista. Puedo decir que me encuentro en el mismo estado de esos cuadros viejos y abandonados. Y así, ¿cómo extrañarme de que no sienta en mí el continuo influjo de la gracia, el ardor de la caridad, si estas pequeñas negligencias mías son un obstáculo para ello?
Necesito, por tanto, hacer lo que suele hacerse con los citados cuadros, cuando se quiere volverlos a su estado, para que aparezcan hermosos como cuando salieron de las manos del pintor. Un buen lavado con aceite, he ahí el remedio, si no se quiere que vengan a ser irreconocibles. Sí, hace falta un repulisti de todas estas imperfecciones mías. Y lo conseguiré con el recogimiento desde la mañana, cuando me despierto, y no dando en el exceso de la alegría, pues de lo contrario se acaba en necedad. Ojo a las palabras sobre los otros y en especial ojo a proferir juicios sobre fulano o mengano. Aquí es precisamente donde sale a relucir el amigo.