Kitabı oku: «Diario del alma», sayfa 5
Por lo demás, jaculatorias infinitas y visitas fervorosas, exámenes severos. Y puesto que el buen Jesús me ha enviado otra desgracia con la muerte de mi buen director, me impondré el deber de encomendar con frecuencia al Señor este alma buena junto con la de mi párroco, para que estas dos personas, que conocían muy bien mi conciencia, mis defectos, me encomienden a Jesús y María, y me alcancen humildad, amor ardiente a Jesús y a todas las almas redimidas con su santísima sangre. Jesús, María y José, amores míos dulcísimos, que viva, sufra y muera por vosotros.
Lunes, 28 de noviembre de 1898. En cuanto al primer capítulo de que me lamentaba el pasado domingo, es decir, la excesiva alegría, me parece que he puesto remedio, aunque no del todo. Pero, a fin de cuentas, es siempre mejor estar alegre que triste. Tampoco la visita, en conjunto, ha ido del todo mal, y Dios sea alabado por ello. Pero hay aún muchas cosas que enmendar y, por desgracia, también que eliminar: las distracciones en la oración, el descuido y el no hacer aprecio de las cosas pequeñas, alguna palabrita durante la clase, el no acostumbrarme a los compañeros que, como prefecto, me están encomendados; el no acostumbrarse, diré, a platicar, andando siempre de conversación con los otros prefectos. He ahí cuántas cosas buenas.
Jueves noche, 8 de diciembre de 1898. Viva María Inmaculada. La única, la más hermosa, la más santa, la más grata a Dios de todas las criaturas. Oh María, me pareces tan hermosa que, si no supiera que sólo a Dios se le ha de tributar el honor sumo, te adoraría. Eres hermosa, pero ¿quién puede decir lo buena que eres? Ahora se cumple un año desde que me concediste aquella gracia que tú bien sabes lo poco que merecía, y en este día mismo me la recuerdas con la más viva insistencia, trayéndome a la memoria también los deberes, tan dulces, no obstante, que la acompañaron y que tuve el honor de asumir. Pero, ay de mí, no siempre he correspondido a tu amor, no siempre he sido como tú fuiste conmigo. Mirándome a mí, comprendo muy bien cómo debía ser después de un año, y cómo no soy. He sido siempre un poco alocado, un poco atolondrado, especialmente en estos últimos días. Esa es toda mi virtud.
Jesús parece que se ha alejado un poquito de mí, porque me he alejado de él. Necesito un gran recogimiento, pronunciando frecuentes jaculatorias. Estamos siempre en las mismas. Es preciso, además, que dé mucha importancia a las cosas pequeñas, palabras, pensamientos, etc., guardándome de pecar de ligero, lo cual me perjudicaría doblemente.
Oh María, ya que no he sido como debía ser, ya que tú me recuerdas más vivamente que nunca mis especiales deberes, consérvame siempre en estas disposiciones, es decir, con el máximo fervor de espíritu en hacer el bien. De nuevo me consagro a ti, madre mía; dame un poco de ese buen gusto, de esa exquisitez para el bien que tanto me falta y que tanto perfeccionaría mis obras. Que mi pensamiento vuele muchas veces a ti, que de ti hable mi boca y por ti suspire mi corazón. Sobre todo te encomiendo este asunto que tú bien conoces; tú me entiendes: hazme humilde, y seré santo; hazme humildísimo, y seré santísimo. Te consagro las pequeñas mortificaciones que, con tu ayuda, me propongo hacer. Te pido que estés siempre a mi lado en la piedad, y también en el estudio; ilumina mi mente en las verdades que se refieren a ti y a tu hijo. Por último, oh gran Madre Inmaculada, introdúceme a Jesús, meta última de mis afectos; estréchame a Jesús enteramente, ayúdame a enloquecer de amor por él. Así sea.
Domingo, 18 de diciembre de 1898, retiro. Hasta la Inmaculada he dejado mucho que desear; desde la Inmaculada, menos. Gracias de todo corazón, María. Lo que más necesito en estos días es el recogimiento, con muchas jaculatorias y un gran cuidado en la meditación, misa, visita y, más que nada, en el examen. Por lo demás, humildad, y muy grande. en lo pequeño. Mi corazón mi mente, deben estar empapados del pensamiento, del amor de Jesús Niño. Oh Jesús, hazme pequeño como tú; ya sabes cuánto lo deseo.
Máximas tomadas de las meditaciones en los EE. EE.
1. Dios es mi gran dueño, que con inaudita bondad me ha sacado de la nada para que lo alabe, lo ame, le sirva y procure su honor. Soy, por tanto, una cosa totalmente de Dios, y no puedo ni debo hacer más que lo que Dios quiere, lo que sirve para su gloria. Por lo cual, todas mis acciones, todos mis pensamientos, todas mis respiraciones deben tender sólo a esto: Para mayor gloria de Dios. En consecuencia, cuando busco sólo mi propio honor, cuando doy gusto a mi amor propio, traiciono los designios de Dios, salgo fuera del camino, me convierto en un hombre inútil, rebelde a mi buen Señor, y rechazo el premio que él me ha preparado. Qué injuria más atroz al Corazón de Jesús, abandonarlo así, usar tan malamente las dotes que él me ha dado para amarlo y hacerlo amar. Los pájaros del aire, los peces del agua, las fieras de las selvas, los animales todos de la tierra sirven al Señor mucho mejor que yo. Qué vergüenza para mí, tan lleno de mí mismo, dejarme aventajar por las bestias en el alabar al Creador.
2. Cuando esté en ocasión de levantarme sobre los otros, de dar gusto a mi amor propio, he aquí un buen remedio que me curará, que me humillará: pensar en lo gran pecador que soy, que no soy digno de comparecer delante de mi Jesús, que debía dar gracias al Señor y considerar un honor el ser tratado como el último, no diré de mis compañeros, sino de todos los hombres.
3. Soy seminarista. Por tanto, debo recordar siempre que cualquier falta, aunque mínima, en mí es siempre gravísima, y debo evitarla como si fuese un pecado mortal, del que no debería conocer ni siquiera el nombre. Debo, sobre todo, pensar que de estas faltas nunca estuvo libre ninguna acción mía. ¿Dónde está el seminarista bueno que yo creía ser? Qué buen golpe para mi amor propio.
4. Soy seminarista. Por tanto, debo ser con Dios como un ángel. Qué feliz coincidencia. La Providencia divina me ha querido dar a conocer este deber, disponiendo que fuera bautizado con el nombre de Ángel. Pero qué vergüenza para mí, ser llamado siempre Ángel, deber ser en mi comportamiento un ángel, y no haberlo sido nunca realmente. El nombre de Ángel, por tanto, debe ser un estímulo en mí para que sea un verdadero seminarista ángel. Para lo cual, cuando me oiga llamar así, debo hacer que este nombre despierte en mí la idea de la perfección a que debo llegar y me obligue a hacer un acto de humildad, pensando a qué estoy llamado y qué soy en realidad, todo lo contrario de ángel.
5. Dios mío, ¿qué es este cuerpo que tanto mimo? Mejor preguntaré, ¿mimo este cuerpo, este saco de podredumbre, este vivero de gusanos, y por defenderlo ofendo a Dios? Qué necedad, qué estupidez. ¿Entre tanto, el alma? Pobre alma. Luego presumo de hombre sabio, de hombre prudente. Amigo mío, es necesario bajar esa cabeza tan llena de humo, es necesario que sientas vilmente de ti mismo, de lo contrario andarás a ciegas y caerás.
6. Bellísimo pensamiento. Un ángel del paraíso, nada menos, está siempre a mi lado y al mismo tiempo se halla arrebatado en un continuo éxtasis amoroso con su Dios. Qué delicia de sólo pensarlo. Por tanto, estoy siempre ante los ojos de un ángel que me guarda, que intercede por mí, que vela junto a mi lecho mientras duermo. Qué pensamiento, pero, a la vez, qué sonrojo para mí. ¿Cómo podré tener ciertos pensamientos de soberbia, decir ciertas palabras, realizar ciertas acciones ante los ojos de mi ángel de la guarda? Y, sin embargo, lo he hecho. Oh Espíritu que me acompañas, ruega a Dios por mí, para que no haga, diga o piense cosas que puedan ofender tus ojos purísimos.
7. Si en esta vida siento sonrojo y no sé cómo presentarme ante un superior que simplemente esté algo descontento de mí, de mis acciones, ¿qué terror deberé experimentar pensando que habré de presentarme ante Dios airado contra mí, ante mi Creador, mi Padre, mi Jesús, que entonces ya no será mi amigo, sino mi irritado enemigo? ¿Mi ángel de la guarda? ¿Mi madre María qué dirá cuando Dios me condene? Pobre ángel, pobre madre. Todas estas cosas las creo; sin embargo, cuando no me porto como debo, he de soportar las reprimendas de los superiores y mucho más las reprimendas terribles de Dios. Qué insensatez. Es preciso comprenderlo de una vez con san Pablo: Si nos examinásemos a nosotros mismos, no seríamos castigados (1Cor 11,31).
8. Debo convencerme para siempre de esta gran verdad: Jesús no quiere de mí, seminarista Ángel Roncalli, solamente una virtud mediocre, sino suma; no estará contento conmigo mientras no me haga, o por lo menos no me aplique con todas mis fuerzas a hacerme santo. Tantas son y tan grandes las gracias que él me ha dado para este fin.
1899
Notas espirituales
15 de enero de 1899, retiro mensual. La muerte de mi queridísimo director Isacchi, el encontrarme con un nuevo director, aunque no han alterado grandemente en mí la marcha de las cosas, han producido algún pequeño cambio; por ejemplo, el nuevo director, ciertamente, no me conoce como me conocía Isacchi; por tanto, todavía no tengo la intimidad que tenía antes; pero será necesario dar tiempo al tiempo, y las cosas se arreglarán. En cuanto a poner por escrito mis cosillas, como he venido haciendo desde el año pasado hasta el mes último, parece que el nuevo director no lo toma con demasiado calor, como el otro. En una palabra, uno piensa que es mejor de un modo, y otro de otro. Así se comprende la laguna desde la última fecha hasta hoy. El pensamiento de la muerte, reavivado por el reciente luto del seminario por la muerte del director Isacchi y últimamente renovado por la muerte de mi queridísimo rector, don Jacinto Dentella —que Dios lo tenga en su gloria y lo acoja en compañía de mi llorado párroco y del director Isacchi—, me ha sacudido fuertemente.
19 de marzo de 1899, retiro mensual. Es el día de mi san José; ¿cómo no reanudar la costumbre de poner por escrito mis pensamientos, costumbre interrumpida desde enero hasta hoy, no sé si por culpa mía o de nadie? ¿Cómo no nombrar a san José?
16 de abril de 1899, retiro mensual. Siempre que recorro estas pocas páginas y llego al final me avergüenzo de mí mismo, viendo que en tres meses he cumplido bastante mal el propósito hecho en los EE. EE. del año pasado, 1898, de poner por escrito algún pensamiento referente al estado de mi conciencia. Como se ve por la última vez, apenas comenzaba a escribir cuando sonó el final del retiro, quedando así todo truncado para no volver a pensar en ello. Al volver ahora de las vacaciones de Pascua, en este día de retiro he querido emprender de nuevo esta mi útil costumbre que, con la ayuda de Dios, espero no volver a interrumpir.
Hoy me he recogido un poco; pero ¿qué digo recogido? Aquí comienzan las faltas. Había debido recogerme, pero no he sido capaz de hacerlo sino sólo hasta cierto punto. Soy bueno para sugerir a los otros el modo de obrar bien, pero para ponerlo en práctica yo, no. Por tanto, de ahora en adelante, especialmente por lo que se refiere al recogimiento, no diré nunca cosa en cuyo ejercicio no sea capaz de servir de modelo a los otros, como es mi deber. Pondré una especial atención en el rezo del oficio de la Virgen María, y especialísima en el rosario, pues a este respecto, en los días pasados, he dejado no poco que desear. Otra cosa que necesito, y que me podría ayudar bastante, es el ejercicio continuo de frecuentes jaculatorias. Con ellas mi mente estaría siempre en Dios, y también, por tanto, siempre presente en sí misma, y así no correría peligro, como quizá ha sucedido, de hablar inútilmente de otros, cuando no se puede hablar sin señalar sus defectos, de discutir sin una cierta circunspección. He aquí, pues, tres cosas que considero consecuencia y fruto del presente retiro: rosario, jaculatorias y discreción, cuidado en las conversaciones para no hablar mal de otros inútilmente.
Por lo demás, en cuanto al mostrarme demasiado simple, crédulo en cosas sin importancia y dar así ocasión de que se rían a mi espalda, no puedo por menos de alegrarme, viendo así de algún modo humillado mi amor propio, y considerándome así asemejado, aunque de un modo verdaderamente insignificante, al buen Jesús, que fue tratado de loco. Si él me concediese que enloqueciera de amor por él. Así, poco me importaría lo demás.
Finalmente, por lo que se refiere a las preocupaciones de familia, renovadas especialmente en estos días de vacaciones, las he depositado todas en el Corazón bendito de Jesús, mi único amor. Él sabe que no deseo a los míos riqueza y placeres, sino sólo paciencia y caridad. Él sabe que si siento pena, la siento sólo por la falta en ellos de estas virtudes. Que él me dé la gracia de verlos a todos un día en el paraíso, y ya puede suceder lo que quiera; a todo me resignaré por la mayor gloria de Dios y en satisfacción de mis pecados. Oh Jesús, que muera de amor por ti.
Lunes, 24 de abril de 1899. En esta semana no he estado del todo mal, especialmente por lo que se refiere al recogimiento en las prácticas de piedad, por lo cual debo dar muchas gracias a Dios y pensar que, en cuanto de mí depende, no serán cosas duraderas, tan débil y flaco soy. Lo que más debo procurar es una piedad interior, de la que la exterior es sólo un vestido; piedad que se funde en humildad verdadera, de la cual tengo una necesidad grandísima. Por tanto, prestaré más atención a mortificarme, especialmente en el entendimiento, a estar unido más íntimamente con Dios por medio de muy frecuentes jaculatorias, y poder así prepararme mejor para el inminente mes de mayo. Así sea.
Domingo, 7 de mayo de 1899. Hace ya unos días que ha comenzado el mes mariano; y sigo necesitando recogimiento, especialmente en la meditación, en el rosario, etcétera. En las cosas de piedad quizá sea un poco demasiado poeta. Por lo demás me parece que las cosas no van mal del todo, y doy por ello las gracias a Dios y María. El año pasado, en el mes de mayo, pedí a María dos cosas: humildad y amor. Al acabar el mes fui escuchado y tuve ocasión de ejercitar la una y el otro. Este año vuelvo a empezar y espero que la Virgen me escuchará también. Es tan buena. A decir verdad, me cuesta trabajo humillarme, pero espero que será un trabajo que me ganará rica recompensa. Todo está en hacerse a ello con empuje, desde el principio. Jesús, María, ya sabéis que quiero agradaros y amaros.
Lunes de Pentecostés, 22 de mayo de 1899, retiro. Señor, perdonadme, que soy el más grande pecador. ¿Qué más puedo decir? Quiera o no quiera, debo confesarlo. Este es el pensamiento que puede curar todos mis males. En estos días pasados, aunque, gracias a Dios, no me he dado a una vida relajada y muy tibia, no obstante la imaginación ha trabajado demasiado, con el consiguiente daño para el entendimiento, el cual, si bien no se ha unido totalmente a la imaginación e incluso ha procurado frenarla, sin embargo, no cabe duda que habrá sufrido su influencia. La fiesta en honor de mi nuevo párroco, los versos que he escrito para esta ocasión, luego los ordenados, las secretas aspiracioncillas del amor propio, oh cuánto aceite a mi soberbia. Ojo a la imaginación. Gracias a Dios me parece que el entendimiento no se ha adherido a ella, pero tampoco al entendimiento le sentaría mal el ser humillado. De cuando en cuando alguno me humilla y, creyendo que no me ofendo, me hace sangrar. Estos son los momentos de callar y de regocijarse. Dicen y creen que soy un simple. Puede que lo sea, pero el amor propio se resiste a creerlo. Aquí está lo bonito del juego. Aquí tengo un buen campo para ejercitarme en la paciencia, en la mortificación, para agradar a María, a mi bella Inmaculada. En realidad no sé cómo expresarme. Oh Espíritu Santo, oh mi Jesús Eucarístico, oh Inmaculada, vosotros conocéis mis necesidades, mis defectos, mi afán de aparentar, mi necesidad de permanecer escondido, de rebajarme, de ser despreciado, y con todos estos defectos mi deseo de amar, de hacerme santo; humilladme, pues, cuidad de mí, hacedme santo. Humildad y amor.
Domingo, 28 de mayo de 1899. Menos mal; pero necesito aún mayor recogimiento, especialmente en estos últimos días del mes de mayo. Por otra parte, fuego, fuego. Es la semana del Corpus Domini, de mi Jesús en el Sacramento.
1900
Impresiones y reflexiones de los EE. EE. del año de Gracia, seminario de Bérgamo (Febrero 1900)
1. ¿Quién soy? ¿De dónde vengo? ¿Adónde voy? Soy la nada. Todo lo que poseo, el ser, la vida, el entendimiento, la voluntad, la memoria, todo me lo ha dado Dios, luego todo pertenece a él. Hace simplemente veinte años existía ya todo lo que me rodea: el sol, la luna, las estrellas, los montes, los mares, los desiertos, los animales, las plantas, los hombres; en el mundo las cosas se movían ordenadamente bajo los ojos vigilantes de la divina Providencia. ¿Y yo? Yo no existía. Todo seguía su curso sin mí, nadie pensaba en mí, nadie podía hacerse una idea de mí, ni siquiera en sueño, pues no existía.
Dios mío, en un rasgo inefable de tu amor, tú que existes desde el principio y antes de los siglos, tú me sacaste de mi nada, me comunicaste el ser, la vida, el alma, en una palabra, todas las facultades del cuerpo y del espíritu; tu abriste mis pupilas a esta luz que irradia sus fulgores en torno mío, tú me creaste. Por tanto tú eres mi dueño y yo soy tu criatura. Nada soy sin ti, y por ti soy todo lo que soy. Sin ti nada puedo; es más, si tú no me sostuvieras en cada instante, volvería al sitio de donde salí, a la nada. Esto es lo que soy. Y, sin embargo, me envanezco, presumo ante los ojos de Dios de los bienes con que él me ha colmado, como si fuesen cosas mías. Oh necio de mí. ¿Qué tienes que no hayas recibido? Y si lo has recibido, ¿por qué presumes como si no lo hubieras recibido? Dios me ha creado; y, sin embargo, él no tenía necesidad de mí; y el orden del nuevo universo, el ambiente que me rodea, es decir, todo existiría exactamente lo mismo sin necesidad de mí.
¿Por qué, pues, me creo tan necesario en este mundo? ¿Qué soy sino una hormiga, un granito de arena? ¿Por qué, pues, me considero tan grande ante mí mismo? Soberbia, orgullo, amor propio. ¿Para qué estoy en este mundo? Para servir a Dios. Él es mi dueño absoluto porque me ha creado, porque me conserva el ser, luego soy su siervo. Por tanto, mi vida debe estar enteramente consagrada a él, a cumplir su voluntad; enteramente y para siempre. Así, pues, cuando no pienso en Dios, cuando atiendo a mis comodidades, a mi amor propio, a mis alabanzas, falto a un gravísimo deber, me convierto en un siervo desobediente. Entonces ¿qué hará Dios de mí? Señor, aleja de mí los rayos de tu justicia y no me arrojes de tu servicio como por desgracia merecería.
Siervo de Dios. Qué título, qué hermosa mansión esta. ¿No dijiste tú, Señor, que tu yugo es suave y tu carga ligera? ¿No está escrito en tus escrituras que servirte a ti es reinar? ¿Acaso no es el mayor honor para un hombre santo, el poder decir de él que es siervo de Dios? Y tu Pontífice, tu Vicario en la tierra, ¿no se enorgullece con el nombre de siervo de los siervos de Dios? Por tanto, qué dicha servirte a ti, Dios mío. Sin embargo, me olvido tan fácilmente de este deber. Qué vergüenza no servir a un amo tan justo, tan bueno, tan santo como tú. Servir a Dios, ¿y después?, el premio, la patria, el cielo, el hermoso paraíso. Sí, paraíso, paraíso, esa es mi meta, esa es mi paz, mi gozo. Paraíso, donde se ve, donde se contempla a mi Dios.
Señor, te doy gracias por este galardón que me has preparado por cuatro días de servicio; por el honor grandísimo a que me has destinado. Soy un peregrino en la tierra, miro al cielo, mi fin, mi patria, mi morada. Oh cielo, cielo, eres hermoso y eres para mí. En las contradicciones, en las amarguras, en el desaliento, este será mi consuelo: ensanchar el corazón a la bendita esperanza y luego poner los ojos y pensar en el cielo, en el paraíso. Esta es la práctica de los santos, de san Felipe Neri, de mi san Francisco de Sales, del ven. Cottolengo que exclamaba sin cesar: paraíso, paraíso.
Estas son las hermosas verdades que tú, mi Dios, me has enseñado; yo, por desgracia, las conozco pero no las comprendo. Soy un nada, y me considero un gran hombre; vengo de la nada y me envanezco de mí mismo por esos dones que pertenecen a Dios. Debo servir a mi Creador y en cambio a veces lo olvido, sirvo a mi ambición, a mi amor propio. Estoy llamado al paraíso y sólo pienso en la gloria del mundo. Qué contrasentido. Señor, que pueda comprenderte, como te pedía tu Agustín; que te conozca a ti y me conozca a mí, para que te ame a ti y me desprecie a mí. Señor, escucha a este ciego que cuando tú pasas te pide a gritos, te suplica que lo cures, tú que eres la luz de mis ojos. Dame la luz, sí, que vea.
2. Tengo un alma. Qué grandeza. No soy una piedra, una planta, un animal cualquiera; soy un hombre, y un hombre por el alma que me vivifica. Por el alma un rayo del rostro divino resplandece sobre mí, y por la memoria vengo a ser semejante al Padre, al Hijo por el entendimiento, al Espíritu Santo por la voluntad. Pero no es esto sólo: el alma humana es de un valor infinito, al ser comprada con la sangre de un Dios. De ahí que el alma de un salvaje sea más preciosa que todas las riquezas del mundo. Qué valor. El alma está destinada a gozar de la misma dicha de Dios. ¿Cómo, pues, me atreveré a ofender a este alma, hermosa con la hermosura misma de Dios? ¿Cómo puedo permitir que por el pecado venga a ser semejante a las bestias, esclava del cuerpo la que es señora del mismo? Y sin embargo lo he hecho. Qué humillación para mí. Por el alma se manifestaron las grandezas de las perfecciones divinas; en la creación, y mucho más en la encarnación, brillaron en su más resplandeciente luz de omnipotencia, la sabiduría y el amor de Dios. Por medio de ella Dios se sometió a los tormentos, a la misma muerte. ¿Por qué no me mortificaré, no sufriré algo para cooperar a la salvación de este alma que, a fin de cuentas, no es de otro, sino mía?
3. Todos los hombres que hay en la tierra llevan en sí la imagen de Dios; le costaron inmensos dolores. Y, sin embargo, son muchos los que no aman a Dios, no le sirven, al contrario, lo pisotean, y muchísimos ni siquiera lo conocen. He aquí el pensamiento que debe excitar en mí la compasión por sus almas y debe encender en mi corazón el deseo vivo de salvarlas también a ellas, y, si otra cosa no puedo, de rezar por ellas: considerar cómo para ellas es inútil la sangre de Cristo, más aún, se convierte en motivo de terrible condenación. Si todos los hombres representan a Dios, ¿por qué no los amaré a todos, por qué los despreciaré, por qué no seré respetuoso con ellos? Esta reflexión debe frenarme de ofender a mis hermanos de cualquier manera: acordarme de que todos son imagen de Dios, y quizá su alma es más hermosa y más querida al Señor que la mía.
4. Me siento orgulloso de mi mismo, casi exijo del Señor sus gracias; y si hago algo bueno, me presento ante él con la actitud del fariseo... Sin embargo, soy pecador. Este es el sentimiento que me debe acompañar siempre cuando entro en la iglesia y en todo lugar. Soy pecador. Por tanto, no arrogancia de palabra, no altanería de porte, sino ojos bajos, humilde de mente y de corazón, afable con los compañeros. Ante Dios, pues, mi conducta debe ser la del publicano que, lejos del altar, se golpea el pecho diciendo: Dios mío, ten compasión de mí que soy un pecador (Lc 18,13) y cuando recibo gracias y consolaciones, debo considerar todos estos dones como limosnas que Dios me concede, sin vanagloriarme de ellos, reconociendo que no los merezco.
5. Todos esos bonitos pensamientos de honores a mí mismo, conseguidos con la ciencia, ¿de qué me servirán en el momento de la muerte? Así pues, cuando vengan a atormentarme, a hincharme el cerebro, este es el modo brusco, pero eficaz, de echarlos fuera: pensar en el momento de la muerte, en los deseos que tendré entonces y preguntarme: ¿De qué me sirve esto para la eternidad?
6. Todas mis vanidades, todas mis distracciones en las prácticas de devoción, en la meditación, en los exámenes de conciencia, en el rezo del oficio de la Santísima Virgen, del rosario; todas las palabras, las salidas ingeniosas pronunciadas sólo por un secreto deseo de aparentar, para hacer ver directa o indirectamente que he estudiado; todos mis castillos en el aire, los castillos de naipes, los castillos de España, todas las palabras proferidas en tiempo de silencio, todas las inspiraciones rechazadas: todo, todo al juicio. Dios mío, qué espanto, qué cúmulo de pecados, qué confusión para mí que tan delicado soy en lo que se refiere a la estima, al amor propio. Y sin embargo, piénsalo bien, alma mía: o sientas ahora la cabeza, o tendrás que resignarte a padecer esa humillación con todo lo que seguirá después. Ánimo, piensa bien esta verdad, y antes de repetir alguna de estas faltas, haz bien tus cuentas para no arrepentirte, inútilmente, más tarde. Si nos examinásemos a nosotros mismos, no seríamos castigados (1Cor 11,31)
7. El pensamiento del infierno me aterra; no, no lo puedo resistir. Me parece casi imposible, no soy capaz de imaginarme a mi Dios tan airado contra mí que me aleje de sí, después de haberme amado tanto. Sin embargo, es una verdad certísima. Si no lucho contra mi orgullo, mi soberbia, mi amor propio, me espera el infierno, infeliz de mí. ¿Será entonces verdad, Jesús amadísimo, que ya no pueda amaros? ¿No ver ya vuestro rostro? ¿Que me vea arrojado lejos de ti? Esperemos que esto no suceda; pero podría suceder, por tanto debo vivir siempre con temor y temblor, y trabajar así por mi salvación. Trabajad por vuestra salvación con profundo acatamiento (Flp 2,12). Y, entre tanto, no estará fuera de propósito traerme a la memoria siempre el infierno, o con la vista de objetos externos o con modificaciones. ¿Veo el fuego? Pues este, comparado con el fuego del infierno, no es más que una pintura. ¿Tengo dolor de muelas, me abraso de sed, tirito de frío, me atormenta la fiebre? Mortifiquémonos: el infierno es el lugar de todos los tormentos; en el infierno se cocerá a los condenados, se los quemará como el carbón en el horno; en el infierno habrá llanto y crujir de dientes (Mt 8,12). En el infierno no se podrá mover un dedo; y ¿por qué no podré rezar una oración que sé, el rosario, vísperas, sin inmutarme? En el infierno habrá gritos agudísimos que aturdirán; y ¿por qué no soportaré un rumor que me molesta? En el infierno se padecerá un hambre canina, y ¿por qué no sabré abstenerme de algún bocado más exquisito? En el infierno habrá que aguantar la compañía de los condenados y los demonios; y ¿por qué no sufriré con calma la presencia de los que no me son simpáticos? ¿No he merecido mil veces el infierno? ¿Y no podré merecerlo de nuevo?
Mi dulcísimo Jesús, escucha mi súplica. Envíame, te lo ruego, toda clase de enfermedades en esta vida; clávame para siempre al lecho; redúceme al estado del leproso en la selva; carga aquí mi cuerpo con todos los dolores más torturantes, todo lo aceptaré en penitencia de mis pecados, y te estaré agradecidísimo; pero, por caridad, no me mandes al infierno, no me prives de tu amor, de poder contemplarte por toda la eternidad. Sí, Jesús, te lo digo de corazón.
8. Terribles son, Dios mío, los decretos de tu justicia, y con sólo imaginármelos tiemblo de terror. Pero ¿quién, quién puede medir la hondura de tu misericordia? Exalte, pues, quien quiera tus otros divinos atributos, ensalce tu sabiduría, alabe tu poder, yo por mi parte no cesaré jamás de cantar tus misericordias. Cantaré eternamente la misericordia del Señor (Sal 88,2). ¿No está llena la tierra, oh dulcísimo Jesús, de tu misericordia?: La tierra está llena del amor del Señor (Sal 32,5). Y tu misericordia, ¿no está en el cielo y sobre todas las demás obras tuyas?: Pero tu amor, Señor, llega hasta el cielo, y tu lealtad hasta las nubes (Sal 35,6). ¿Y no eres tú el Padre de las misericordias y el Dios de todas las consolaciones?: Padre de las misericordias y de todo consuelo (2Cor 1,3). ¿No dijiste tú que no quieres el sacrificio, sino la misericordia?: Misericordia quiero y no sacrificio. Y yo miserable pecador, ¿no soy un portento, un protegido de tu misericordia? Soy la oveja perdida y tú eres el buen Pastor que, solícito, corriste ansiosamente en mi busca, me encontraste al fin y, tras mil caricias, me cargaste sobre tus hombros y me llevaste al redil. Soy aquel infeliz que en el camino de Jericó fue asaltado por los ladrones, golpeado, herido, despojado de sus vestidos y reducido al último extremo; y tú, el compasivo samaritano que me devolvió la vida, derramaste sobre mí el vino, es decir, me hiciste comprender esas terribles verdades que me sacudieron de mi aturdimiento, me ungiste con el bálsamo de tus consuelos, en una palabra: me hiciste partícipe de las larguezas de tu buen corazón. Yo soy, por desgracia, el hijo pródigo que disipó toda su hacienda, los dones naturales y sobrenaturales, y me vi reducido a la condición más lamentable, por huir tan lejos de ti que eres el Verbo por quien todas las cosas fueron hechas, sin el cual todas las cosas son malas, porque son nada. Tú eres el Padre amorosísimo que me recibiste con regocijo cuando, cayendo en la cuenta de mi error, decidí volver a tu casa, busqué de nuevo refugio a tu sombra, en tus abrazos. Tú me recibiste de nuevo como hijo, me admitiste de nuevo a tu mesa, a tu dicha, me llamaste de nuevo partícipe de tu herencia. ¿Qué digo? Yo soy el pérfido discípulo que te traicionó, el presuntuoso que te negó, el vil que te escarneció; el cruel que te coronó de espinas; te azoté, te cargué con la cruz, insulté tus atroces dolores, te di una bofetada, te di a beber hiel y vinagre, y, despiadado de mí, te traspasé el corazón con una fría lanza. Todo esto y mucho más he hecho con mis pecados. Oh qué pensamiento tan humillante para mí. Pensamiento que, a viva fuerza, debe arrancar a mis ojos las lágrimas más amargas del arrepentimiento. Tú eres mi buen Jesús, el mansísimo cordero que me llamó su amigo, me miró amoroso en mi pecado, me bendijo cuando le maldecía; en la cruz intercediste por mí, y del corazón traspasado hiciste descender un manantial de sangre divina que me lavó de mis inmundicias, limpió mi alma de mis iniquidades; me arrancaste a la muerte muriendo por mí y, venciendo a la muerte, me ganaste la vida, me abriste al paraíso. Oh amor de Jesús. Por fin este amor ha vencido, y estoy contigo, mi maestro, mi amigo, mi esposo, mi padre: heme aquí en tu corazón. ¿Qué quieres, pues, que haga? Iba por el camino de la iniquidad y tú me deslumbraste con tu luz divina, como a Pablo en el camino de Damasco. ¿Qué tengo que hacer, Señor? (He 22,10). Enséñame tu verdad, el camino que debo seguir. Enséñame el camino que tengo que seguir (Sal 142,8). Me abrazaré a ti, te amaré, oh mi Jesús, te amaré con el amor de Pablo, de tu amado Juan, de todos tus santos; con un amor de obras, con el amor que es fuerte hasta la muerte. ¿Qué, qué podrá separarme de tu caridad? Ni el hambre, ni la pobreza, ni el frío, ni las tribulaciones, ni los tormentos, ni la muerte. Tanto confío en la ayuda de tu gracia, oh mi Jesús. Y entre tanto, puesto que amándome hasta lo último te has olvidado de mis iniquidades y me has llamado a estar más cerca de ti, me has querido tu ministro, tu familiar íntimo, dispensador de tus misterios, y a ello me mueves continuamente con las secretas y dulcísimas comunicaciones de tu amor, con infinitas inspiraciones, con la miel y el néctar celeste de tus consuelos, que arda y se consuma enteramente este corazón mío en holocausto por ti sobre el altar de tu corazón sacratísimo, que suspire siempre por ti, te busque, tienda a ti; que se revista de tu espíritu, espíritu de sabiduría y de entendimiento, y encienda también en los pecadores sentimientos de conversión, de retorno a ti, y que todos, acogiéndonos a la sombra de tu cruz adorada, podamos cantar perennemente tus misericordias.
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