Kitabı oku: «La casa de nuestra madre», sayfa 2
Mientras leía, el llanto de los niños pareció apaciguarse. Y cuando mencionaba a la madre, los labios de sus hermanos dejaban escapar un pequeño suspiro.
¿Quién es ésta que sube del desierto, recostada sobre su amado? Debajo de un manzano te desperté; allí tuvo tu madre dolores, allí tuvo dolores la que te dio a luz. Las muchas aguas no podrán apagar el amor, ni lo ahogarán los ríos. Si diese el hombre todos los bienes de su casa por este amor, de cierto lo menospreciarían.
Elsa dejó de leer y alzó la mirada. Observó las distintas actitudes de los niños que la escuchaban y la figura inmóvil sobre la cama, aunque sus pensamientos parecían hallarse muy lejos de ahí. Los niños se quedaron tranquilos y ninguno molestó a Elsa hasta que Hubert le retiró el libro del regazo y lo llevó a la mesilla de noche, su lugar. Mientras dejaba el libro sobre la tela bordada se dio cuenta de que el reloj estaba bocabajo. Lo tomó y se llevó la parte abollada de la caja a la oreja. Luego lo agitó, le dio la vuelta y lo abrió por la parte trasera. En el interior tenía grabadas las iniciales C. R. H. con una caligrafía casi indescifrable. Hubert trazó las letras con la uña del pulgar. Luego suspiró.
—El reloj de Madre se ha estropeado —dijo.
La observación sacó a Elsa de su ensimismamiento.
—Sí, lo sé —contestó con brusquedad—. Ahora vamos, niños: es hora del chocolate. —Se levantó y aplaudió para llamar la atención de sus hermanos.
—¡Chocolate! —gritó Gerty y se puso de pie. Alguien bostezó, y el barullo general se intensificó—. Elsa, ¿puedo quedarme con el peine? —Gerty se paró frente a Elsa y ladeó la cabeza.
—Por supuesto que no.
—¿Por qué?—Gerty defendió su causa.
—¿Cómo que por qué? —respondió Elsa con asombro e irritación. Los niños se detuvieron a escuchar su respuesta—. Porque lo digo yo, por eso.
—Pero Madre ya no necesitará el peine —dijo Gerty. Elsa inhaló profundo—. No lo va a necesitar, ¿o sí? —insistió la pequeña con el tono que usaba para pedir más de comer.
Hubert pensó que, apenas una hora antes, Gerty habría sido incapaz de insistir así, en contra de la voluntad de Elsa. Ninguno, ni siquiera Dunstan, había desafiado jamás la autoridad de la hermana mayor. Pero todo había cambiado ya, y Hubert supo de forma instintiva que a partir de entonces los niños se aprovecharían de cualquier debilidad que Elsa mostrara.
—No lo necesitará, ¿o sí? —repitió Gerty, cuyo rostro regordete desbordaba una enorme sonrisa.
—Sí —respondió Elsa con firmeza—. Sí, Madre necesita su peine. —Luego agregó con vehemencia—: ¡Madre necesita todo!
—Pero… —Gerty masculló con cara de puchero.
—¡Mamá lo necesita!
—Pero no ahora —Gerty apretó el peine contra el pecho.
—Ahora… —Elsa luchó con la palabra—, ahora nada es diferente. Las cosas son tal y como han sido hasta ahora. —Miró fijamente a cada uno de sus hermanos y su expresión se suavizó—. Todo es igual que antes. Lo… lo que pasó no quiere decir que… Eso no cambia nada. ¿Comprenden, niños? Nada ha cambiado —habló con el poder de la iluminación—. Todo será exactamente igual a como era… Todo.
Los niños permanecieron callados. Elsa estiró el brazo para alcanzar el peine. Gerty trató de retenerlo un instante; luego, despacio, cedió.
—¡Vamos! —interrumpió Dunstan de forma abrupta.
Comenzaron a salir de la habitación. Hubert se quedó inmóvil, mirando a Elsa.
El repiqueteo de las pisadas disminuyó cuando los niños llegaron al pasillo y atravesaron la puerta grande, para después bajar la escalera que conducía a la cocina del sótano.
Arriba, el ruido cesó. Hubert y Elsa se miraron el uno al otro sin permitir que sus ojos se desviaran hacia la cama, envueltos por el aire que corría entre la puerta abierta y la ventana, mientras la luz de la vela se mecía y tambaleaba en ebria reverencia.
—Vamos —dijo Elsa.
—Sí —Hubert apartó la mirada de la vela, y una multitud de parpadeantes dagas amarillas se disparó ante sus ojos—. Voy a apagar la luz.
—No, yo la apago. Te toca hacer el chocolate, ¿no?
—Sí.
—Pues entonces más vale que te apresures.
—¿Y qué hay de ti? —Cerró los ojos mientras hacía la pregunta, y las dagas bailaron con más furia.
—No tardo nada.
—Está bien. —Volvió a abrir los ojos—. Elsa…
—Dime.
—Elsa, ¿tú…? ¿Tú…? —Giró un poco la cabeza y miró fijamente el foco desnudo en el centro del techo.
—¿Yo qué?
La imagen solitaria de la luz refulgía.
—Nada —respondió.
III
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HUBERT REVOLVIÓ EL AGUA Y LA LECHE en la olla grande. El silencio de los niños sentados ante la mesa a sus espaldas sólo lo interrumpía el roce del cucharón contra las paredes de la olla. Poco a poco, los grumos de polvo de cacao se fueron disolviendo, dejando tras de sí estelas color marrón. Hubert cuidó que, al hervir, la leche no se derramara por la orilla.
Sus hermanos esperaron en silencio. Ninguna desgracia ni culpa previa había podido silenciarlos de esa manera. Aun cuando Madre guardaba cama, ellos conversaban y reían como de costumbre.
Y Madre había podido bajar a cenar los domingos, hasta que de pronto…, Hubert no consiguió recordar la última vez que había estado con ellos, apaciguándolos, jorobándolos, observándolos. Y riendo… porque Madre tenía una risa peculiar. Y todos comían, incluso Madre, hasta estar llenos como costales. Y ella les preguntaba:
—¿Queda rastro alguno de apetito? —y luego decía una plegaria con el tono de voz que reservaba para Jesús. Después se ponía de pie, se limpiaba las manos en el delantal y afirmaba—: ¡Listo!
El chocolate caliente empezó a hervir, así que Hubert lo quitó de la estufa y lo virtió en la primera de las tazas alineadas sobre el escurridor. “¡Listo!” De pronto la mano le empezó a temblar y un chorrito de chocolate goteó por la base de la olla. Hubert inhaló profundo y se mordió el labio con fuerza. Miró la cicatriz que tenía en el índice derecho. “¡Sé un hombrecito!”, le dijo su madre cuando aquella cicatriz era una herida que dejaba entrever el destello blanco del hueso.
—¡Sé un hombrecito! —masculló entre dientes. No había dejado de verter el chocolate. Llenó la última taza con mano firme. Luego llevó la olla al fregadero y la llenó de agua fría.
—¡Está listo! —anunció.
Elsa se puso de pie para ayudarlo, y entre los dos repartieron las tazas. Los niños les agradecieron en voz baja.
—Gracias, Hu.
—Gracias.
—Gracias, Elsa.
—Gracias.
Mantenían la mirada baja. Sólo Gerty tuvo la audacia de darle un sorbo.
—Más azúcar —pidió mientras Hubert y Elsa tomaban asiento. Ambos la miraron, sin responder. Tenía un bigote blanco alrededor de los labios—. Bueno —agregó—, es que no está lo suficientemente dulce.
—Silencio, que falta la plegaria.
—Sí, la plegaria —dijo Elsa. Echaron las sillas hacia atrás y se pusieron de pie, cabizbajos. Hubert clavó la mirada en la mesa. En la superficie de su chocolate comenzaba a formarse una nata. Con delicadeza le sopló y vio cómo se arrugaba—. Señor —arrancó Elsa—, te damos gracias por estos dones…
—¡Escuchen! —la interrumpió Jiminee.
—¿Pero qué te…?
—¿Qué es…?
—¡Escuchen!
—Alguien está tocando la puerta.
Todos escucharon hasta que el sonido se repitió. Hubert se dirigió a la puerta abatible de la cocina y la abrió. El sonido era inconfundible. Quizá paraba unos diez segundos para luego reiniciar. Toc, toc, toc.
—¿Quién podría ser? —murmuró Gerty.
—Tal vez sea la señora Stork —dijo Diana.
—La señora Stork no haría ese alboroto —intervino Elsa—. Además, no le toca venir en viernes.
Jiminee esbozó una sonrisa pícara.
—Recuerdo que v-v-vino un viernes, v-v-vino a…
—¿Por qué no puedes recordar las cosas importantes por una vez en la vida? —preguntó Dunstan con una furia repentina, proveniente de la tenebrosidad de sus fantasías macabras.
—Por lo regular no viene en viernes, Jiminee. Además —agregó Elsa—, ¿por qué vendría la señora Stork a estas horas de la noche?
—A lo mejor es el repartidor.
—A lo mejor se ir-irán si no abrimos—dijo Jiminee.
—A ver —intervino Hubert—, sea quien sea tenemos que ir a ver.
—Por supuesto —dijo Dunstan.
Todos voltearon a ver a Elsa.
—Está bien —dijo—. Voy yo.
—Creo que debería ir un hombre —señaló Gerty de repente, con voz arrogante.
—A nadie le importa lo que tú creas —contestó Dunstan, furioso—. No eres más que una niña tonta. —Nadie le respondió. El silencio se quebró con otro arranque de golpes a la puerta: toc, toc, toc. Desde la puerta, Hubert notó que Dunstan palidecía y le temblaba el labio al caer en cuenta de que era su responsabilidad por ser “el mayor” de los varones. Poco a poco, la discreta fuerza de las opiniones infantiles se asentó sobre sus hombros—. A nadie le importa lo que creas —repitió, casi titubeante.
¡Toc, toc! ¡Toc, toc!, tocaron a la puerta.
—¿P-p-por q-q-qué no vas, Dun? —preguntó Jiminee.
—Porque le da miedo —contestó Gerty—. Eso creo yo.
Dunstan apretó los puños encima de la mesa refregada y meneó la cabeza gacha y tensa.
—Claro que no —susurró.
—Bueno, entonces, ¿por qué no…? —empezó a decir Gerty, pero Hubert la interrumpió.
—Iré yo —dijo—. De cualquier forma, estoy más cerca. —Salió al pasillo y la puerta abatible se agitó a su paso. Por un instante se quedó quieto, atento al silbido de la puerta. Una vez que ésta se detuvo, Hubert siguió andando por el pasillo y subió los escalones que llevaban al vestíbulo principal.
En la puerta había un hombre robusto; traía un uniforme azul claro y un gorro bien puesto en la cabeza, cuya visera le tapaba los ojos.
—¡Pero bueno! ¡Ya era hora! Eres más lento que un sepulturero viejo y bruto —dijo entre risas.
—Hoy no, muchas gracias —respondió Hubert y empezó a cerrar la puerta.
—Espera, espera —intervino el hombre—. Ni siquiera me preguntaste a qué vine.
—Bueno, ¿a qué viene?
—A ver a Vi.
—¿A Vi?
—Sí, a Vi. La señora de la casa. —Cruzó el umbral de un paso—. Imagino que será tu madre, amiguito.
—Me temo que no está en casa.
—¡Ja! ¿Cómo que no está? Pero este es el número 38, ¿no?
—Sí, pero me temo que no es la casa que busca.
—En eso tienes razón. No es la casa lo que busco —dijo y volvió a reírse—. Sólo dile a Vi que la busca el Sargento de Vuelo Millard. Apuesto a que para el Sargento de Vuelo Millard siempre está en casa.
—No…
—Mira, llevo un tiempo lejos, ¿sabes? ¡Y en Adén… carajo! —Se asomó al vestíbulo y sonrió—. Lo recuerdo muy bien. Nunca olvidaría algo tan bueno. Es mi primer permiso en un año y vine directo aquí.
—Creo que no conocemos a nadie llamado Miller.
—¡Millard! No Miller, Millard. —El Sargento de Vuelo Millard se puso tenso, pero luego se relajó—. Bueno, quizá no recuerde mi nombre, pero dile que… dile que trate de recordar…, veamos…, la noche del 18 de enero del año pasado. —Soltó una risotada—. Memoria de fichero. Así se llama, amiguito. Presiono un botón, saco un archivo y ahí tengo la respuesta. ¡Bum! Así nomás. —El Sargento de Vuelo Millard de pronto avanzó medio metro de un brinco y azotó la palma de la mano sobre la mesita de la entrada—. ¡Así nomás!
Hubert permaneció quieto.
—Madre no está en casa.
—No me vengas con eso, amiguito —dijo el hombre en voz baja—. No me vengas con eso. Eso dicen todas… “No quiero volverte a ver.” Pero no hay que hacerles caso, ¿sabes? Hay una sola cosa que debes saber sobre las mujeres, niño, y te lo digo desde el fondo de mi corazón: siempre dicen lo contrario a lo que en realidad quieren decir. —Miró a Hubert fijamente a los ojos—. Así que no me hagas perder el tiempo y ve a buscarla, ¿de acuerdo?
—Lo siento mucho, pero Madre no está en casa.
—A ver, amiguito. No vengo con malas intenciones. Si tu mamá no está en casa, pues no está en casa y ya. Pero no se atrevería a dejar a un crío de tu edad solito, ¿o sí?
—Pero es que no está. En serio.
El Sargento de Vuelo Millard se acercó más a Hubert.
—No me vengas con eso, hijo. Soy un hombre paciente. Sólo entra y dile que estoy aquí.
Hubert reculó ante la amenaza implícita en la voz del desconocido.
—Creo que debería irse, si no le molesta.
El Sargento de Vuelo alzó la mano de golpe.
—Ándale, niño, ve, ve —dijo y bajó la mano un poco—. No tienes papá, ¿verdad? Tu papá no está en casa, ¿o sí?
—No tenemos…, digo…
El hombre lo tomó de los hombros.
—¿Es eso? ¿Tu papá está en casa?
Hubert intentó zafarse, pero el hombre lo sostuvo con fuerza y lo sacudió. Hubert percibió el olor a cerveza en su aliento.
—Sí. Eso es.
—Pequeño demonio, ¿por qué no lo dijiste desde el principio? —Soltó al niño de forma abrupta—. Vengo desde Victoria, ¿eh? —Se asomó de nuevo al vestíbulo—. Qué idiotez —murmuró. El reloj del vestíbulo marcaba las nueve y media—. Bueno, al menos sigue estando abierto. —Se dirigió hacia la puerta y se detuvo un instante para mirar a Hubert. La luz de la lámpara encima de la puerta iluminaba el piso recién pulido sobre el que estaba, de modo que su figura robusta parecía estar parada a la orilla de un mar de oro—. Qué idiotez… —repitió Millard lentamente—. Bueno, le dejaré un recuerdito mío, para que no me olvide. —Dio un paso al frente, alzó una de sus pesadas botas y la azotó con toda su fuerza sobre los tablones del suelo.
Hubert escuchó las pisadas que se alejaban por el sendero frontal y luego el chasquido de la verja. Después de eso, silencio. Fue hacia la puerta y se arrodilló para mirar el suelo. El casquillo de las botas había dejado hendiduras profundas en la madera lisa. Hubert acarició los agujeros, como un rastreador que examina las marcas del enemigo que ha pasado por ahí antes. De pronto recordó el reloj de Madre y las iniciales grabadas con delicadeza: C. R. H. Al pasar los dedos por las mordidas del casquillo en el suelo, le pareció que el diseño regular, al igual que las iniciales alambicadas del reloj, estaba grabado en algún código y que era indispensable descifrar su mensaje secreto para que todo volviera a ser claro y pulcro. Sintió una tranquilidad inesperada al agacharse junto a los tablones heridos, como si reafirmaran la vacuidad de la casa.
Luego se puso de pie. Al parecer había pasado mucho tiempo desde que salió de la cocina. Apagó la luz del pórtico y le cerró la puerta a la noche primaveral del exterior. Hacía rato que era hora de irse a la cama.
IV
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—¿QUIÉN ERA, HU? —PREGUNTÓ ELSA.
Antes de contestar, Hubert ocupó su lugar en la mesa y tomó su taza de chocolate, que para entonces estaba helada. De pronto se sintió exhausto.
—Un hombre —dijo—. Lo mandé a volar.
—¿Qué quería?
—Lo mandé a volar. —Le estaba costando mucho trabajo mantener los ojos abiertos, a pesar de la pregunta que le retumbaba en la mente. Se obligó a abrir los ojos y mirar alrededor. Todos estaban bastante adormilados y tenían poco interés en la identidad del visitante desconocido. Ni siquiera Elsa intentó ahondar en ello.
—¿Por qué no calientas tu chocolate, Hu? Seguro ya se enfrió.
Él meneó la cabeza.
—Da igual. De cualquier forma, ya no lo quiero. —Había ocurrido algo, pero ninguno de sus hermanos parecía darse cuenta. “No sirve de nada quedarse ahí sentados”… Las palabras parecían salidas de los labios de Madre, pero dirigidas sólo a la mente de Hu. Debían hacer algo, tomar alguna decisión—. Hay que llevar a arreglar el reloj de Madre. —Los chiquillos lo miraron, desconcertados—. Dije que hay que llevar a arreglar el reloj de Madre. —Eso era. Eso era lo que debían hacer. Era tan obvio que por eso lo anunciaba en voz tan alta y desafiante.
—¿Por qué, Hubert? —preguntó Elsa.
—Porque es lo que hay que hacer.
—Pero, ¿por qué?
—Tengo sueño —murmuró Gerty.
—¿Por qué no lo arreglas tú? —dijo Dunstan.
Hubert frunció el ceño.
—No sé si pueda. Pero podría llevarlo con el relojero. Él se hará cargo.
—No entiendo por qué es necesario arreglarlo —insistió Dunstan.
—Explícanos, Hu —intervino Elsa.
—Porque…, ¿no lo ven? —Recordó las incontables ocasiones en que se había llevado el reloj a la oreja para escucharlo y las ocasiones en que lo había mirado fijamente con la intención de no perderse el movimiento del minutero. Ahora estaba solo en la mesa de noche de Madre, roto, marcando la misma hora por siempre…, diciendo una mentira. No era correcto—. Porque dijiste que todo seguiría igual, Elsie. Eso dijiste. ¿Cómo podría ser igual si el reloj de Madre está descompuesto?
—No seas bobo, Hu, no me refería a eso —contestó Elsa.
—Pero, Elsie…, todo debe seguir adelante. ¿No lo ves? Tenemos que…
Diana se puso de pie para interrumpirlo.
—Se debe quedar como está, Hubert —declaró y alzó la cara, de modo que la cabellera rubia le cayó hacia atrás—. Es lo que Madre querría. —No lo miró a los ojos, ni a él ni a nadie más, pero sus palabras fueron contundentes, a pesar de su gentileza.
De pronto Hubert se sintió indefenso.
—Pero, Dinah…
—Además —agregó Dunstan—, si quieres saber qué hora es, puedes ver el reloj de la entrada o el de la cocina.
—A ver, chicos, es hora de ir a dormir. —Elsa se puso de pie y los demás siguieron su ejemplo. Sólo Hubert permaneció sentado. Miró el reloj colgado arriba del fregadero. Era eléctrico. Y el delgado segundero rojo recorría de forma imparable la esfera del reloj. Giraba de forma tan fluida y constante que a veces daban ganas de que fuera más rápido o más lento, o de que simplemente se detuviera. Pero Hubert pensó que no era como el reloj de Madre. A aquel segundero… no le importaba nada; simplemente seguía adelante.
—¡Hubert!
Bajó la mirada.
—Dime.
—¿Ayudas a Jiminee a lavar los platos? Dinah y yo arroparemos a los peques.
—No soy peque —intervino Willy con voz somnolienta.
—Está bien —dijo Hubert—. Está bien. Lo haré.
Jiminee ya estaba juntando las tazas.
—Pi-pi-pido lavar —dijo.
Hubert echó la silla hacia atrás.
—Yo seco entonces.
—Ah, y, por favor, Hubert —dijo Elsa desde la puerta—, no olvides apagar las luces cuando subas.
Hubert asintió.
—De acuerdo.
Tomó la toalla del perchero y se paró junto al fregadero a mirar cómo la boquilla del grifo escupía agua. Y no pudo evitar pensar que Elsa tampoco entendía nada, en realidad.
V
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JIMINEE LO SIGUIÓ POR LAS ESCALERAS.
—¿Cómo era ese ho-ho-hombre, Hu? —le preguntó.
Hubert hizo una pausa en el rellano frente a la biblioteca y se asomó al pasillo.
—Un hombre cualquiera —dijo.
—¿Q-q-qué tipo de hombre?
De repente Hubert no quiso seguir subiendo las escaleras que llevaban al cuarto de Madre.
—Mira, era un tipo alto, con bigote.
—¿Como el otro hombre?
—¿Cuál otro hombre? —Hubert caminó hacia los interruptores de la esquina para apagar la luz del vestíbulo.
—El otro hombre que vino.
—¿De qué hablas? ¿Cuándo?
Jiminee sonrió.
—N-n-no me acuerdo cuándo. El otro d-d-día. También era de noche y…
—¿Y qué? —preguntó Hubert.
—Y… Madre abrió la puerta. Y lo m-m-mandó a volar…
—No recuerdo que viniera ningún hombre. Creo que lo alucinaste.
La sonrisa de Jiminee se desdibujó, pero luego regresó con más fuerza.
—Pero la oí, Hu. Le dijo: “V-v-vete y no v-v-vuelvas jamás”. La oí.
El cansancio de Hubert se esfumó.
—¿Cuándo?
—Ya t-t-te dije. No me acuerdo, Hu.
—Trata de recordarlo, Jiminee.
—No p-p-puedo…, ya sabes que no p-p-puedo. —La voz le temblaba.
Hubert apagó la luz del rellano intermedio, de modo que sólo la luz del rellano superior los iluminaba.
—¿Cómo pudiste escuchar algo así, Jiminee? Debías estar en la cama.
—No sé, Hu. Pero l-l-lo oí.
—¿Estabas caminando dormido de nuevo?
—Supongo.
El tictac del reloj del vestíbulo parecía retumbar con más fuerza en la oscuridad. Hubert sabía que no tenía caso hacerle más preguntas a Jiminee; sólo lo alteraría y empezaría a mentir. Nunca servía de nada preguntarle cosas a Jiminee.
—Perdón por decir que alucinaste, Jiminee.
—Está bien.
Jiminee no tenía malicia alguna. Hubert suspiró.
—Supongo que debemos subir —dijo, pero no quería moverse. Por un momento deseó compartir habitación con Jiminee y no con Dunstan, a pesar de que hablaba dormido y caminaba sonámbulo por la habitación.
—¿Hu?
—Dime.
—¿No te da miedo la oscuridad, Hu?
—No, no mucho.
—N-n-no, a mí tampoco. Me gusta —dijo Jiminee, y Hubert pensó que era cierto, pues su hermano jamás prendía las luces si debía subir a buscar algo. Era casi como si él también pudiera ver en la oscuridad—. Pero a Dinah sí —continuó—. Siempre le da miedo l-l-la oscuridad.
—Ya sé. Pobrecita Dinah.
—Sí, pobrecita. Qué pena. Hay m-m-mucha oscuridad, ¿verdad, Hu?
Hubert tomó a su hermano del brazo.
—Vamos a dormir ya.
La escalera de roble era lo suficientemente ancha como para que subieran tres chiquillos tomados de los brazos. Al llegar al rellano principal se hacía más angosta, y los escalones que llevaban al piso superior eran más altos; ahí estaban las habitaciones de los niños. El rellano principal llevaba a la recámara de Madre, al estudio de Hubert y al cuarto vacío donde había un piano vertical. Ninguno de los dos miró hacia la recámara de Madre, y siguieron hacia el rellano superior. Hubert se apresuró, como si no fuera Jiminee quien venía atrás de él, sino una ominosa criatura silenciosa, proveniente de la oscuridad.
—¿Por qué corres, Hu? —le preguntó Jiminee al llegar a la cima de la escalera.
Hubert se detuvo bajo la lámpara del rellano, y la presencia de sus hermanos en sus respectivas habitaciones le infundió cierto alivio.
—No corrí —contestó—. Pero ya es hora de dormir. Tenemos muchas cosas que hacer mañana.
—B-b-buenas noches, pues.
—Buenas noches, Jiminee.
Al entrar a la habitación que compartía con Dunstan, el pretexto que le dio a Jiminee para subir corriendo —eso de que “tenemos muchas cosas que hacer mañana”— le cayó sobre los hombros con la misma fuerza opresora que había sentido en la cocina. ¿Qué iban a hacer?
La luz de la luna iluminaba la habitación, y Hubert notó que había un trozo de papel sobre su almohada. Lo abrió. La luna era tan luminosa que le permitió leerlo sin problemas. La nota decía: “Te veo en el cuarto de Madre a las siete. Elsa”.
Tras desvestirse y meterse a la cama, intentó tranquilizarse pensando que al día siguiente decidirían lo que se debía hacer. Elsa era buena para tomar decisiones. Se llevó la mano a la cara y, justo antes de conciliar el sueño, percibió en sus dedos el aroma a lavanda del jabón de Madre.