Kitabı oku: «La casa de nuestra madre», sayfa 4

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VIII


—A NADIE… NI A SU MEJOR AMIGO. ¿Entendido?

—¿Puedo decírselo a la señorita Deke? —preguntó Gerty.

—No. Ni a la señorita Deke ni a nadie. —Elsa recorrió con la mirada a los chiquillos sentados a la mesa—. ¿Saben lo que harán si se enteran? ¿Lo sabes, Dun? —Dunstan la miró fijamente, como si estuviera guardando un secreto, pero sólo negó con la cabeza—. Yo sí lo sé —continuó Elsa—. Nos sacarán de aquí. Nos sacarán a todos de aquí y nos pondrán en un hogar.

La cocina estaba en absoluto silencio; los niños bajaron la mirada, como si los hubieran descubierto.

—¿Qué es un hogar? —preguntó Gerty con voz tímida.

—Es un lugar con barrotes en las ventanas. Barrotes gordos de hierro, para que no te escapes. Y no te permiten salir, salvo cuando ellos dicen. Y te dan azotes. Te azotan con látigos, aunque hagas la travesura más insignificante. Ponen a las niñas en un lugar y a los niños en otro, y no les permiten hablar entre ellos. Si lo hacen, los azotan.

—¿Es c-c-como el m-m-manicomio? —preguntó Jiminee.

—Peor.

—¿Por qué nos pondrán en un hogar? —preguntó Gerty.

—Porque somos huérfanos, tonta. —Elsa hizo una pausa y luego agregó con tono solemne—. Le llaman institución.

—Institución —murmuraron entre ellos.

—Por eso no debemos permitir que nadie lo sepa…, salvo nosotros. Ni siquiera… el de la funeraria.

—El sepulturero —corrigió Dunstan.

—Sepulturero, pues. Ni él ni nadie. Si le decimos a alguien, nos delatará. Cualquier adulto nos delataría. Tendremos que hacerlo todo nosotros. —Su voz se fue agudizando—. Tenemos que encargarnos de Madre. Tendremos que ente­rrarla con nuestras propias manos. —Sus hermanos la escucha­ron con absoluta atención. Elsa continuó con voz temblorosa y apresurada—: La enterraremos en el jardín. Lo haremos esta noche, cuando nadie pueda vernos. Ni el viejo Halby ni nadie. Cavaremos una tumba y la pondremos en el jardín. Es donde ella querría estar. En el jardín, donde podrá descansar en paz y donde… donde…

—Donde podrá cuidarnos —intervino Diana en voz baja.

—Sí, donde podrá cuidarnos. Así es, ¿verdad, Hubert?

—Sí —contestó Hubert a regañadientes—. Supongo que es donde ella querría estar.

—La enterraremos entre los lirios —dijo Diana. Hubert volteó a verla, desconcertado por la confianza con que hablaba. Ella solía ser la más tímida de todos—. Como dice en el Libro…, entre los lirios. Así todo el tiempo sabremos que sigue ahí.

Jiminee se agitó en su asiento.

—¿Cómo puede estar ahí si está m-m-muerta?

—Su cuerpo estará ahí —dijo Hubert.

Diana sonrió.

—No, no sólo su cuerpo. Toda ella. Madre está con nosotros todo el tiempo. No debemos olvidarlo jamás. Está aquí, con nosotros, en este momento. ¿Cómo creen que podría de­jarnos? Somos sus hijos. Ella está aquí. —Cerró los ojos y alzó un poco la barbilla, de modo que el cabello rubio le cayó hacia la nuca—. Estás aquí, ¿verdad, Madre?

Willy le dio un puñetazo a la mesa.

—¡Madre! ¡Madre! ¿Dónde está Madre?

Diana abrió los ojos.

—Está aquí, Willy.

—¿Dónde estás, Madre? No veo a Madre. Dinah, no veo a Madre.

—Pero eso no significa que no esté aquí, Willy. Por eso debes portarte mejor que nunca.

—¿Por cuánto tiempo?

—Pues por siempre. Ahora, Madre siempre estará con nosotros.

Willy frunció el ceño.

—¿Ya no se irá a dormir?

—No, ya no, Willy.

Willy volteó en todas direcciones.

—No te creo, Dinah. Me quieres engañar. Madre no está aquí.

—Sí, ¿d-d-dónde está, D-D-Dinah? —intervino Jiminee con inquietud genuina—. ¿C-c-cómo sabes que está aq-q-quí?

—Porque lo siento —contestó Diana con absoluta serenidad—. Porque tengo fe.

—Yo también lo siento —dijo Dunstan y cerró los puños con fuerza—. Willy y Gerty son demasiado chicos para sentirlo. Eso es lo que pasa.

—Yo lo siento. Lo siento. Sí, sí —afirmó Gerty.

—Yo también —dijo Willy.

Dunstan sonrió con desgano y se encogió de hombros.

—De acuerdo. Todos lo sentimos. Tú también, ¿verdad, Hubert?

A Hubert aquello no le gustaba nada, y Dunstan no tenía derecho a hacerle algo así, pero estaba acorralado, sin salida.

—Sí, supongo —contestó.

—¿Supones? —repitió Dunstan.

—Bueno, sí, puedo sentirlo, pues. —Si no hubiera sido por Diana, no habría permitido que lo manipularan de esa manera.

—Y Elsa, por supuesto, también… —dijo Diana sonriendo—. Estoy segura de que Elsa sabe tan bien como nosotros que Madre está aquí. Y Jiminee también. —Su voz tenía el mismo tono inexorable y la tersa confianza de las brisas otoñales que arrancan las hojas de los árboles—. Es obvio, ¿verdad?

Y, al igual que las hojas, los niños murmuraron su conformidad.

—A ver —dijo Elsa—, hay que ser sensatos.

—¡Sensatos! —exclamó Dunstan.

—Ay, Elsa —dijo Diana.

Hubert inhaló profundo.

—Lo que Elsa quiere decir es que tenemos que… tenemos que ir al grano, ¿verdad, Elsa? Las palabras no dan de comer, y necesitamos tener un plan, tenemos que…

—Así es. Hay muchas cosas que hacer y no sirve de mucho sentarnos nada más a parlotear sobre… cosas. —Se armó de valor—. Comenzaremos a medianoche. Con eso debe ser suficiente, y lo haremos por turnos. Gerty y Willy son demasiado pequeños para cavar, así que tendrán que irse a la cama. Y otra cosa: debemos descansar tanto como podamos esta tarde para tener fuerzas en la noche.

—A medianoche —repitió Jiminee—. ¡D-d-dios!

Elsa se puso de pie.

—Si hay algo en lo que no hayamos pensado aún, lo podremos decidir mañana. Y, claro, de ahora en adelante haremos estas juntas familiares más seguido.

Iba camino a la puerta cuando Dunstan alzó la voz.

—No nos respetas lo suficiente, ¿verdad, Elsa?

—¿De qué hablas?

—De que no nos respetas lo suficiente. De eso hablo. ¿Quién te dio derecho a encargarte de todo? ¿Quién te dio derecho a decidir? Tú no eres Madre.

Hubert se inclinó hacia delante y espetó:

—¿Entonces quién va a tomar las decisiones? ¿Tú, ratita de biblioteca?

Dunstan palideció. Se quedó callado un instante; cuando por fin habló, lo hizo con una dignidad de la que ninguno de sus hermanos había sido testigo antes.

—No llegaremos a ningún lado poniéndonos apodos, Hubert. Creo que deberías ser más maduro.

—Pues tú me pones apodos —le dijo Elsa.

—No te puse un apodo, simplemente pregunté… —Dunstan hizo una pausa—, sólo pregunté quién te dio derecho a decidirlo todo. No consultas nada con nosotros, ¿o sí? Las reuniones no solían ser así. Antes todos decidíamos…, todos. ¿Verdad que tengo razón, Hu?

—Antes las cosas eran distintas y lo sabes, Dun. Las reuniones navideñas y de cumpleaños eran sólo para decidir el regalo de Madre…, no se parecían en nada a esto. Era… —Hubert buscó las palabras para describir la diferencia—. Bueno, ahora todo es distinto. A eso me refiero.

Diana se puso de pie, apoyó las manos en la mesa y se inclinó hacia delante, mirando fijamente a Hubert.

—No, no. Te equivocas, Hu. Y mucho. Como ya dijo Elsa, nada ha cambiado.

Elsa la interrumpió al instante.

—Eso no es justo, Dinah, no dije que…

Diana sonrió.

—Creo —la interrumpió antes de que pudiera terminar— que deberíamos retirarnos a dormir.

Elsa se quedó callada. Uno a uno, los niños se pusieron de pie y siguieron a Diana hacia sus habitaciones. Al final sólo quedó Hubert, haciéndole compañía a Elsa. Pero no se miraron a los ojos. Hubert encontró una mancha de grasa sobre la mesa y empezó a frotarla con la punta del dedo. Estaba todo tan silencioso que incluso se escuchaba el zumbido del reloj eléctrico. Percibió el sabor a tarta de salmón en la boca y sintió un poco de náuseas.

Elsa fue al fregadero y volvió con un paño húmedo. Apartó la mano de Hubert y limpió la grasa con delicadeza. Ambos miraron fijamente la superficie húmeda y limpia.

—¿Qué hice mal, Hu?

Él negó con la cabeza y pasó la punta del dedo por encima de la capa de humedad.

—Debiste decirme… debiste decirme lo que planeabas que hiciéramos.

—Pero no… no crees que me equivoco, ¿o sí, Hu?

Hubert no alzó la mirada.

—No sé. No es una cuestión de estar bien o mal. Es que…

—¿Qué?

—No sé. —Quería que esa conversación se terminara.

—Es que… —Elsa agitó el paño húmedo que sostenía con la mano— nunca antes había visto a Dinah actuar así.

—Dinah está chiflada —contestó Hubert de forma abrupta. La mesa ya se había secado. Se puso de pie—. Lo hecho, he­cho está. Y, si a esas vamos, todos estamos bastante chiflados.

—¿Hu?

Él la miró y enseguida desvió la mirada.

—¿Hu?

Hubert sacudió la cabeza de forma enfática.

—Me iré a acostar. —Pasó junto a su hermana de camino a la puerta, pero luego volteó a verla. Ella seguía ahí, parada con el paño en la mano, contemplándolo. Era pequeña, y eso lo enfurecía—. ¿Tengo monos en la cara o qué? —Elsa no tenía derecho a mirarlo así, como si fuera un niñito. Sabía que eso la haría llorar, y si no se iba de ahí, él también lloraría. ¡Chiflados!

Chiflados. Dejó a su hermana en la cocina y azotó la puerta al salir.

—¡Chiflados! —exclamó. Atravesó el pasillo corriendo y se metió al salón que rara vez usaban. De inmediato percibió el olor a cera para pulir y al polvo eterno del sofá acolchonado.

Hacía calor, con las ventanas cerradas y el sol que había brillado casi todo el día. Las ventanas se veían iluminadas y blancas, pero por lo demás el interior estaba oscuro, con las paredes cubiertas de papel tapiz marrón, los muebles oscuros y el tapete oscuro sobre el piso oscuro. Era como una iglesia lóbrega, aunque agradable y bien cuidada. Cuando Hubert tuvo sarampión y mantuvieron en penumbra el cuarto de arriba porque se suponía que la luz le lastimaría los ojos, se veía parecido a esa estancia. En aquella ocasión no tuvo tareas que hacer. Fue apacible. No tenía que pensar.

Se quedó parado en el centro de la habitación. Estaba cansado y débil…, casi como si tuviera sarampión otra vez. Poco a poco, el sol se ocultó detrás de las nubes, y el resplandeciente velo blanco de las ventanas se apagó hasta que sólo quedaron las cortinas.

Hubert suspiró.

No debía estar enojado con Elsa. No era culpa de su her­mana. Si tan sólo le hubieran llamado a alguien, quizás al viejo Halby. A él podrían habérselo dicho. Estaba muy mal eso de enterrar un cuerpo en el jardín.

Un cuerpo…, ¡pero si era Madre!

Hubert se arrodilló.

—Señor —suplicó—, por favor no me permitas olvidar a Madre. Te lo ruego.

IX


NO HABÍA LUNA. La tierra junto al muro de la casa donde crecían los lirios era rocosa y dura. Tal vez sólo los lirios del valle podían florecer ahí.

La llovizna vespertina había humedecido la capa supe­rior de tierra, por lo que cavar fue fácil al principio. Sin embar­go, después de un rato, por mucho que lo intentara no conseguía hundir la pala más de cuatro o cinco centímetros. Una rígida barra de hierro le colgaba a Hubert de los hombros mientras cavaba. En la trinchera poco profunda, empujó la pala contra la tierra con todas sus fuerzas. Le dio una patada al filo para intentar que se hundiera más, levantó un puñado muy magro de tierra y lo tiró a un costado. Empujar, patear, levantar. Empujar, patear, levantar. Ya había dejado de contar hacía rato. Las piernas de sus hermanas y hermanos, como tallos erguidos y oscuros, lo rodeaban mientras trabajaba, pero ya también había dejado de percibir su presencia.

Hacía mucho había soñado que estaba parado en la cima de un altísimo acantilado, debajo del cual no había más que penumbra. Pero no era la oscuridad somnolienta del piso superior de la casa cuando apagaban las luces, sino la negrura gélida de la caída al vacío. Tuvo miedo. Al despertar experimentó una peculiar sensación de rigidez entre las piernas. Esta vez, con cada estocada de la pala y con cada extracción, volvía aquella sensación. Empujar, patear, levantar. De forma gradual, la pala y él parecieron convertirse en una unidad en movimiento cuya energía provenía de aquel núcleo rígido y palpitante.

—¡Shhh! —dijo alguien cuando la punta de la pala raspó una piedra.

Hubert siguió cavando. Decían que si cavabas lo suficientemente profundo llegabas a Australia. Empujar, patear, levantar… Australia. Sintió cómo el cabello le hacía cosquillas en la frente y percibió el olor de su propio sudor. Llegaría hasta allá, hasta Australia. Cuando uno de los costados se deslavó, no participó en el gruñido colectivo, sino que atacó la tierra recién desprendida. El temblor de sus brazos y el arco rígido de su mano no se comparaban con la manera en que vibraba todo su ser al pensar en Australia.

—¿Cuánto llevamos? Vamos a ver.

Hubert estaba levantando la pala cuando la luz de la lámpara de mano de Jiminee lo deslumbró. Parpadeó varias veces, mientras el haz de luz bajaba. Luego observó el agujero poco profundo, los bordes irregulares y la superficie dispareja.

—Debe ser al menos medio metro —dijo una voz optimista.

Hubert negó con la cabeza. La superficie tenía huecos marrones de donde había sacado las piedras. Pensó que se parecía a aquel queso agujereado. Debían de llevar horas ahí, ¡y esto era todo lo que habían logrado! La vibración en su interior fue menguando lentamente.

—Es mi turno, Hu —intervino Elsa.

Le entregó la pala y salió del hoyo. Le dolían tanto las piernas que apenas podía flexionarlas. Se enderezó y se alejó un poco de sus hermanos. Jiminee apagó la lámpara. Había empezado a llover.

Hubert alzó la cara para que la lluvia le mojara el rostro. El agua le refrescó la frente sudorosa como una mano fría. No había viento, y la llovizna era tan ligera que no hacía el menor ruido. Lo único que se escuchaba era la respiración de Elsa, el rasguño de la pala y la tierra fresca que caía en lo alto de un montículo contiguo a la tumba. Hubert cerró el puño y sintió la tensión de una ampolla incipiente bajo la mugre adherida a la piel.

El jardín estaba lleno de figuras negras y pesadas que de pronto se inflaban y luego se encogían mientras las observaba. La espesura de los árboles ocultaba la luz neón verduzca al otro lado del muro, y sólo las hojas de la copa resplandecían con su brillo. Hubert olió los troncos húmedos e intentó recordar los sucesos del día. Los Halbert se habían ido a dormir hacía mucho y las ventanas de las casas a lo largo de la calle estaban oscuras. Todo mundo estaba durmiendo, salvo por ellos. El jardín era un enorme foso lleno de noche. Aunque la oscuridad los ocultaba, no era muy reconfortante.

Un susurro de Elsa lo sacó de su ensimismamiento.

—Ustedes cuatro métanse o se morirán de frío. Iré cuando termine mi turno para que salga el siguiente.

Hubert se alejó de la tumba y siguió a sus hermanos a regañadientes. Cuando Dunstan encendió la lámpara de la cocina, la luz volvió a deslumbrarlo. Nadie tenía nada que decir. Permanecieron de pie, con las manos en los costados, como si hubieran cometido un delito.

Hubert miró el reloj y notó, sorprendido, que apenas era la una y media. Por un instante pensó que quizás el reloj de la cocina también se había detenido, pero el segundero seguía girando con absoluta confianza. Quizá sí lo lograrían, pensó.

—¿P-p-por qué no tomamos chocolate caliente? —preguntó Jiminee con timidez.

Durante unos segundos nadie le contestó. Luego Hubert intervino.

—Yo no quiero.

—No creo que sea apropiado beber chocolate ahorita —dijo Diana.

Jiminee se sorbió los mocos y se frotó despacio la nariz con el dorso de la mano, cuya humedad le limpió una franja de lodo en la mejilla. La inhalación ominosa de Dunstan era una señal de advertencia.

—Perdón, Dun —dijo Jiminee de inmediato.

Parecía hacer más frío en la cocina que afuera. Hubert se estremeció. La calidez vibrante que sintió al cavar se había esfumado por completo. Sentía frío en las rodillas y en el dorso de ambas manos. Habrían podido encender la estufa para calentar la habitación, pero Hubert no se atrevió a sugerirlo. Era como si se merecieran tener frío.

—Quédate quieto, Jiminee —le reclamó Dunstan en voz alta, con lo cual rompió el silencio y frenó el perpetuo baile tembloroso de Jiminee, cuya sonrisa iba y venía mientras intentaba mantenerse quieto. El único momento en el que Jiminee genuinamente dejaba de sacudir las extremidades era cuando estaba absorto dibujando.

Hubert quería decirle que no importaba, pero hablar implicaba un esfuerzo demasiado grande en ese momento. Se recargó en la mesa de la cocina y clavó la mirada en el lodo de sus zapatos. Los domingos les tocaba limpiar sus zapatos, pero quizás esta vez Madre lo pasaría por alto. ¡Madre! Alzó la mirada de inmediato, como si hubiera enunciado una blasfemia. Los otros no se dieron cuenta. Hubert los miró uno por uno. No se estaban fijando en él. Cada quien estaba absorto en sí mismo. Dunstan tenía el ceño fruncido, como de costumbre, como si estuviera viendo un sapo grande y feo que viviera dentro de él, pensó Hubert. Sonrió y contuvo las risitas explosivas que de pronto le inundaron el pecho. Miró a Diana… Tenía algo de bíblico: hermosa era la Diana de los efesios, aunque “hermosa” no era la palabra, sino otra. Siempre le venía eso a la mente al mirar a Diana. Y Jiminee, el pobre Jiminee, tenía la lengua de fuera para relamerse los labios antes de esconderla de nuevo. Estaban solos, muy solos. “¿Por qué no decimos nada?”, pensó Hubert, pero sabía que cada quien estaba en otro mundo. Quizás aunque gritara, ninguno de ellos lo oiría.

Para entonces empezó a hacer mucho calor. ¿Por qué Elsa no volvía? Ya se había tardado mucho, y la pobre Madre seguía esperando su frío lecho entre los lirios.

De repente ya no eran cuatro, sino cinco. Hubert parpadeó varias veces. Era Gerty. Estaba parada en el umbral de la puerta, con gesto adormilado y las trenzas sobre los hombros. El camisón azul, que había heredado de Jiminee el año anterior, aún le quedaba demasiado largo y casi se arrastraba, y las larguísimas mangas le ocultaban las manos.

—¿Qué quieres? —le dijo Dunstan.

—Lleta —balbuceó Gerty y caminó con decisión hacia la alacena.

—Galleta —dijo Dunstan—. ¡No puedes comer galletas cada vez que quieras! —Hubert ya no pudo contener la risa—. ¿De qué te ríes? —le reclamó Dunstan.

—De que siempre estás en contra de todo, Dun, ¿o no? No, no, no. Así es siempre contigo.

—¡Deja de reírte!

—No, no, no. Deja, deja, deja —canturreó Hubert en el frenesí de las risas.

—¡Cállate! —gritó Dunstan, pero Jiminee empezaba también a corear. Luego se unió Gerty, sosteniendo entre sus regordetas manos la lata de galletas.

—No, no, no. Deja, deja, deja. No, no, no.

Era una tonadita extraordinariamente pegajosa y ocurrente, con el potencial de volverse eterna. A Hubert lo hacía sentir tan débil que apenas si podía mantenerse en pie.

—Deja, deja, deja. No, no, no.

Ignoraban los gritos suplicantes de Dunstan.

—¡Cállense! ¡Cállense!

De la boca de Hubert salían risas burbujeantes y tan veloces que las palabras no alcanzaban a ser más que susurros agudos y faltos de aire.

De pronto algo emergió de la cabeza de Hubert y ascendió tan alto que casi llega al techo. Desde ahí pudo ver la cocina completa; veía a Jiminee bailoteando, a Gerty dándole palmadas a la lata de galletas y a Dunstan petrificado. Y se vio a sí mismo riendo y agarrándose el estómago. Y vio también a Diana, con los ojos bien abiertos y mirando uno por uno a sus hermanos.

Luego vio la puerta abierta y a Elsa entrar. Traía la pala en una mano, y con la otra intentaba quitarse de la cara un mechón de cabello que se le había salido de la coleta y le colgaba junto a la mejilla. Tardó un buen rato en acomodarse el cabello mientras observaba a los demás. No había ningún sonido, salvo por la voz de Hubert. Se escuchó a sí mismo, su voz menguante que seguía y seguía canturreando.

—No, no, no. Deja, deja, deja…

—Sus voces se oyen hasta en el jardín. —Mientras Elsa hablaba, de pronto aquella parte elevada de Hubert cayó del techo y se metió de nuevo a su cabeza.

Gerty dejó la lata de galletas sobre la mesa.

—Yo no fui la que empezó, Elsie.

—No —dijo Dunstan—, no fue Gerty.

—Jiminee —dijo Elsa—, deberías ser más responsable.

—Por favor no te enojes, Elsa.

—No estoy enojada…

—Tampoco fue Jiminee. Fue Hubert.

Diana meneó la cabeza.

—Fue muy grosero.

—Y merece un castigo —agregó Dunstan.

Hubert no escuchó sus palabras. La forma en que Elsa lo miraba resultaba dolorosa. Se le dibujaron dos circulitos rojos en las mejillas, lo cual significaba que estaba enojada. Sin embargo, cuando abrió la boca, sonó tranquila.

—Súbete las calcetas, Hubert —dijo Elsa. Él se agacho y tardó un largo rato en jalar las pesadas calcetas de lana hasta las rodillas y doblar el borde elástico por encima de la tela. Sentía que la sangre le retumbaba en la cabeza. Volvió a sentirse acalorado y muy débil—. Todos debemos recordar —continuó— que hemos de guardar silencio.

—Sí —murmuró Diana—, no hay que molestar a Madre.

Elsa titubeó un instante.

—No debemos molestar a nadie.

—Hubert merece un castigo.

—Pensaremos en eso mañana, Dunstan —dijo Elsa—. Ahora tenemos trabajo por hacer. Y es tu turno. —Le tendió la pala—. Vamos —dijo y le abrió la puerta trasera.

—Está bien. —Tomando la pala con firmeza, Dunstan fulminó de reojo a Hubert y azotó la puerta al salir.

Elsa le dio una galleta a Gerty y la mandó a dormir. Después de eso, empezó de nuevo la espera. Cada uno tomó una galleta, de las que reservaban para los domingos. Estaban rellenas de crema espesa. Hubert tenía la boca seca y apenas podía deglutir las migajas. Se limpió la crema de los dientes y le regaló a Jiminee el trozo que le quedaba. No se atrevía a mirar a Elsa.

Permaneció sentado en la silla de la cocina, esperando el regreso de Dunstan, de Jiminee, de Diana y de sí mismo. No recordaba haber salido ni haber vuelto. Simplemente estaba ahí, sentado a la mesa de la cocina, sintiendo oleadas de calor y frío que le recorrían el cuerpo. Las caras de sus hermanos y hermanas se fusionaban e intercambiaban y se separaban de nuevo, como un mazo de cartas siendo barajadas. Sentía la resequedad de las migajas de galleta en la lengua. Fue una larga espera. Cuando cerraba los ojos, sentía los restos de crema atorados entre los dientes. En una ocasión, al abrir los ojos, vio a Diana leyendo el libro. Y fue extraño, pues Diana nunca era quien leía. Quizá fue un sueño. No obstante, la escuchó, porque en medio del flujo susurrante y tembloroso de la lectura, las palabras se convertían en campanas individuales que Hubert podía comprender:

Y en sus orlas harás granadas de azul, púrpura y carmesí alrededor, y entre ellas campanillas de oro alrededor. Una campanilla de oro y una granada, otra campanilla de oro y otra granada, en toda la orla del manto alrededor.

Entonces llegó su turno. Volvió a estar a solas con la pala. Sin embargo, no lograba cavar con ritmo; había palabras mágicas que lo ayudarían, pero no lograba recordarlas. Campanillas y granadas, intentó recordar, campanillas y granadas. Tenía los brazos rellenos de algodón de azúcar y no podía alzar la pala. Por fin logró levantarla con debilidad, y una diminuta cascada de tierra y piedras cayó de nuevo al foso. Hubert dejó escapar una risita. Estornudó y sintió las risitas heladas en la garganta. Volteó ligeramente hacia el jardín, a la espera del ataque. Pero estaba todo muy quieto y, a pesar de que Hubert contuvo el aliento, no alcanzó a escucharlo. Estaba al acecho y, con cada momento que pasaba, lo acompañaba, a la espera. Se veía tan apacible, el pasto espolvoreado de luz de luna que se posaba sobre el césped, pero sólo era un truco.

Entonces escuchó el crujido de la puerta del jardín y movimiento entre las hojas. Debían de ser ladrones, ladrones que acechaban en la noche. Hubert se quedó paralizado, como una estatua, mientras las hojas se movían con sigilo. Mil navajas resplandecieron bajo la luz de la luna, preparadas y a la espera.

Ganarían, sin duda. Hubert supo desde el principio que ellos ganarían. No podía pedir ayuda a gritos. Lo único que los mantendría a raya sería que contuviera la respiración y mantuviera los ojos bien abiertos. Pero al interior de su cráneo, la sangre retumbaba de forma rítmica, cada vez con más fuerza, y Hubert no podría contener el aliento para siempre. El sonido del flujo sanguíneo lo mareó.

Ya no podía contenerlo más.

Tiró la pala y, con un veloz movimiento, cayó al suelo de la tumba y se puso boca abajo, en posición fetal. Se cubrió la cabeza con las manos y soltó el aire. Ya no importaba. Nada importaba. Esperó el ataque de las navajas, la embestida en la espalda que le perforaría la columna vertebral.

Tan fuerte como pudo, presionó las rodillas y los codos contra el suelo. Si tan sólo lograba lastimarse lo suficiente o sacarse suficiente sangre, quizá los ladrones le perdona­rían la vida. Sin embargo, sabía que la realidad sería otra. Lo matarían ahí mismo, en la tumba, con sus navajas. Y luego sacarían las navajas de su cuerpo y se reirían, pues ya no sería necesario que siguieran guardando silencio. Eran despiadados.

Hubert empezó a temblar sin control.

Sintió el olor de la tierra endurecida desde hacía mucho y que nadie había tocado en siglos.

Cuando por fin abrió los ojos, estaba rodeado de verdor y luz del sol, y no en un agujero negro. Era un jardín tan distinto que apenas si lo reconocía. Estaba cubierto de todos los tonos de verde, rodeado de muros cubiertos de enredaderas verdes y grises, y arbustos casi azules y flores azules y rojas y anaranjadas, como caléndulas gigantes. El pasto era de un verde más claro, mientras que las hojas del manzano eran de un verde mucho más oscuro, como el de los berros. Del manzano colgaban frutos rojizos y anaranjados que no eran manzanas. Hubert estiró el brazo y una de las frutas se acomodó en su mano. Era redonda y grande, y Hubert se rio porque de inmediato reconoció que era una granada. Tomó otra y, al jalarla, la rama tintineó como campanillas, como en un cuento de hadas. Se estiró para verlas, pero estaban ocultas bajo la densa hojarasca. Al poner más atención, el aire que corría entre las ramas hacía que las campanillas tintinearan todo el tiempo, y entonces supo que estaban hechas de oro. De pronto, con una granada en cada mano, empezó a bailar al ritmo de la música de las campanas de oro. Sus pies descalzos se movían sobre el pasto suave, y el olor a flores y especias lo envolvió hasta cubrirlo con una túnica colorida. Bailó junto a la orilla de la alberca en el centro del jardín, y el agua reflejó la magnificencia de su túnica con tal claridad que lograba distinguir las diminutas granadas bordadas en ella, en tonos escarlata y azul y púrpura, mientras la tela se mecía al ritmo de las campanas de oro.

En la superficie del agua flotaban enormes lirios blancos sobre esteras verdes. De pronto se retiró la túnica y se lanzó entre los lirios al agua fría que lo refrescó del calor causado por el baile mientras nadaba entre las hojas amplias. Con mucha delicadeza, asentó las granadas encima de una de ellas. Era libre. Sabía que había estado excesivamente cansado, pero ya no más. Se recostó de espaldas a disfrutar el aroma de los lirios y escuchar la lejana música de las campanillas mientras la brillante luz del sol lo iluminaba. Su cuerpo se veía húmedo, resplandeciente y apacible.

En el cielo, el sol brillaba con gran intensidad y, mientras lo observaba, parecía hacerse más grande. Se expandía en el cielo y ya no parecía ser suave, sino rígido y amarillo. Hubert se talló los ojos e intentó voltear el rostro, pero de pronto el agua empezó a ejercer resistencia. La luz era tan brillante que lo hizo gritar, y con todas sus fuerzas intentó darse media vuelta, pero algo se lo impedía. Forcejeó para liberarse de la mano que lo tomaba del hombro y alzar los brazos para apagar la luz y aferrarse al jardín que se desvanecía.

—Hubert, despierta. Despierta, Hu.

—No le ilumines la cara con la linterna, tonto.

—Pero es que no quiere despertar.

—Pues sacúdelo.

La luz se apagó, pero alguien lo sacudía con fuerza. Entonces abrió los ojos.

—Ya, basta. Ya despertó. —Era la voz de Elsa.

Hubert no veía nada en medio de la oscuridad. No recor­daba nada. Estaba tendido en el suelo duro y seguía mojado por el agua de la alberca. Sintió la camisa pegajosa y una humedad incómoda entre las piernas.

—Déjalo que se levante. Vamos, Hu, levántate.

—No puedo —susurró con dificultad.

Entonces una mano tomó la suya. Era Elsa; lo supo por la fuerza con que lo jaló para ayudarlo a ponerse de pie.

—¿Por qué demonios te quedaste dormido? —dijo Dun.

Estaba mareado, tan mareado como cuando contuvo el aliento. Parpadeó con fuerza.

—Había unos ladrones —balbuceó—; estaban esperando en el jardín.

—Ladrones —repitió Dunstan con tono burlón.

—¡Había ladrones!

—No digas tonterías, Hu —dijo Elsa.

—Pero ahí estaban, ¡ahí, ahí, ahí! —Mientras hablaba, rompió en llanto, y los espasmos del cuerpo, apaciguados por el sueño, atacaron al unísono.

Su llanto silenció a los demás. Hubert jamás lloraba. Dunstan, Dinah y hasta Elsa lo hacían…, ¡pero Hubert jamás!

Lo observaron, con la cabeza gacha, y escucharon el chirrido del pesar interno y el llanto con que lo expulsaba, pero ninguno sabía qué hacer para reconfortarlo.

Hubert no podía parar.

—¿Hubert?

—¿Hu?

Eran voces confusas pero afectuosas.

Hubert permaneció de pie, solo en medio de la tumba, y sollozó.

—¿Qué pasa, Hu?

—¿Te sientes mal?

De pronto, de forma muy abrupta, se sintió vacío y no pudo seguir llorando. Ya no había nada que sentir ni nada que temer. Estaba hueco por dentro. Ahora lo veía. Veía que el jardín era oscuridad pura. No lo iluminaba el sol ni había ladrones.

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9786079889944
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