Kitabı oku: «A la deriva», sayfa 2

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—Nunca lo llamábamos así —expliqué con la voz calmada—. Nacio. Así lo llamábamos.

—Nacio —repitió Sorcha, como si estuviera probando el sonido de aquellas sílabas.

En momentos como aquel, sentía que algo se retorcía en mi interior; el pesar que se había apostado dentro de mí. Vivía en algún lugar de mi cuerpo, tras las costillas y debajo del corazón. En estas situaciones, notaba como se expandía y se estiraba como un gato, y se me revolvían las entrañas.

Ninguna de las tres dijo nada durante unos minutos y, entonces, sacudí la cabeza bruscamente.

—Perdón —dije, y me obligué a sonreír. Hice un enorme esfuerzo por animarme—. Todavía me cuesta hablar de él.

—Es normal.

—Y he tenido un día muy largo. Se me hace raro estar aquí otra vez.

Traté de reírme brevemente para deshacernos de la tensión que reinaba en el ambiente y Sorcha sonrió con amabilidad.

—Debes de estar agotada. Será mejor que te dejemos descansar.

Se puso en pie y se alisó la falda con un suave movimiento. Observé como sus tacones repiqueteaban contra el suelo y el dobladillo de la falda se le levantaba mientras se dirigía hacia la puerta principal con Avril. A pesar de su compasión y de su preocupación sincera por mí, sabía que no quería que Sorcha se quedase conmigo en la casa, con su corte de pelo perfecto, su vida respetuosa e impoluta, mientras sentía lástima por mí y me juzgaba en silencio. Parecía muy capaz y responsable, y sabía que nunca habría permitido que le ocurriera a uno de sus hijos algo así. Solo el hecho de pensar en ello me hacía sentir culpable y avergonzada de nuevo. Cerraron la puerta al salir y, entonces, el ruido cesó por completo.

La casa se sumió en el más absoluto silencio y noté que todos mis antepasados me observaban con detenimiento desde los marcos. Sentía sus miradas frías y acusatorias. Estaban por todas partes; me juzgaban desde la repisa de la chimenea y me escudriñaban desde las viejas paredes de la casa. Me incliné hacia delante y agarré el bolso, decidida a preparar un remedio que me rescatara de mis emociones. La casa era muy antigua. Crujía y se quejaba con cada uno de mis movimientos y con la ráfaga de los vientos procedentes del Atlántico, que golpeaban los costados y el techo de la vivienda. Las puertas se cerraban con delicadeza, las habitaciones susurraban por los rincones y el rumor de los recuerdos se deslizaba por las paredes.

Encendí el porro, me recosté sobre los cojines y, durante diez maravillosos minutos, me sumí en el olvido. Y durante ese tiempo, dejé de pensar en la casa en la que estaba y no reflexioné sobre si había sido una buena idea regresar al hogar de mi infancia. Olvidé al hombre de ojos ambarinos que vivía en el otro extremo de la playa y toda la historia que había entre nosotros. Y, lo más importante de todo, no pensé en el inmenso océano que se veía desde la ventana y que me separaba de mi hijo. Pasé diez felices minutos con la mente en blanco. La luz entraba por la ventana que había detrás de mí e iluminaba la mesa de café cubierta de tazas a medio beber. Sobre la superficie del té frío estaba formándose una capa turbia. El montón de cartas seguía allí y, desde la distancia, vislumbré una postal colorida que me resultaba familiar. El corazón casi se me sale del pecho cuando la cogí de la pila y le di la vuelta. La postal estaba en blanco: no estaba firmada ni tenía nada escrito, excepto mi nombre, la dirección y el matasellos. Pero no necesitaba ver su firma para saber que era de él. Había vuelto a la carretera y estaba haciendo la misma ruta que habíamos recorrido juntos numerosas veces.

La postal era de Cuzco, un pueblo pequeño de Perú, en el corazón de los Andes. Lo llamaban «el ombligo del mundo». Eché un vistazo a las fotografías cuadradas de sus calles: puertas de madera pintadas con colores vivos; una mujer mestiza con bombín, una falda colorida y ancha, y el pelo largo y negro recogido en dos trenzas; la tosca catedral iluminada por la noche; una gran masa de nieve que cubría las cimas de los Andes, tan majestuosos y benévolos. Recorrí la postal con los dedos e imaginé que estaba allí, de vuelta en el lugar en el que nos habíamos conocido hacía tantos años…

Estaba sentada con las piernas cruzadas en una esquina de la Plaza de Armas, a la sombra del Balcón de Cuzco. Delante de mí, había una caja abierta con bisutería de cuero hecha a mano y con cuentas de colores. Solo atraía algunas miradas curiosas y vendí cuatro cosas a unas chicas suecas. Seguía un poco mareada y tenía náuseas de vez en cuando. Mi cuerpo aún no se había acostumbrado a la falta de oxígeno y la altitud. Desde mi posición estratégica en el lateral de la plaza, observaba los majestuosos edificios coloniales; parecían muy sólidos en comparación con las barriadas por las que había pasado desde Lima. El sol brillaba con fuerza aquel día, y la luz iluminaba el agua que brotaba de la fuente y aportaba un aspecto limpio a los adoquines. Más allá de la ciudad, se erigían los Andes, tan imponentes y cercanos que parecían un brazo protector que rodeaba Cuzco.

Había llegado el día anterior y, por fin, me había quitado de encima a Stan, el hombre con el que me había enrollado en Caracas. Era un exmarine de Estados Unidos y tenía una ristra de carreras empezadas a sus espaldas. Durante dos años, había sido aprendiz de soplador de vidrio en Texas; había estado a punto de obtener la licencia de piloto de avionetas; había intentado meterse en los negocios de internet cuando estaban en alza, pero le habían aconsejado mal y había invertido en la empresa equivocada. Era lo que mi madre habría llamado un perdedor. Cuando lo conocí en Venezuela, tenía una bolsa entera llena de cannabis y una cámara Instamatic. Compartió su botín conmigo y satisfizo sus ansias de fotografiar. No me importaba posar cuando estaba colocada y me convencía a mí misma diciendo que era lo mismo que hacer topless en la playa.

Pero, al cabo de un tiempo, empezó a aburrirme y a serme indiferente. Sentía que las sesiones fotográficas me arrancaban pedazos del alma, y había algo en el peso de sus inquietantes silencios que me hizo sospechar de Stan, así que, cuando llegué a Cuzco, tras escabullirme de Lima en mitad de la noche, me sentía demasiado cansada y sucia como para seguir adelante.

Alejo no me dijo hasta mucho más tarde que me había observado durante todo aquel día, sentado al otro lado de la calle en el puesto que tenía delante de la fuente, en la plaza. Estaba demasiado cansada como para fijarme en alguien, abrumada por el intenso aroma de la comida y la humareda, e impresionada por el ruido y el ajetreo del lugar, con bocinazos cargados de ira, las exclamaciones de los vendedores ambulantes y las estruendosas pisadas de las hordas de personas que pasaban por Cuzco antes de adentrarse en el Valle Sagrado y tomar el Camino Inca. Y, además, estaba nerviosa. Temía descubrir que Stan me había seguido al percatarse de que los doscientos dólares que guardaba en el fondo de su petate habían desaparecido. Pero no lo vi en ningún momento. Cuando el sol comenzó a esconderse tras las montañas, Alejo dejó su puesto y se acercó a mí. Levanté la vista y posé los ojos en los suyos, pequeños y oscuros, y en su amplia sonrisa fanfarrona de dientes cuadrados, tan blancos que hacían que su boca pareciera demasiado grande en comparación con su cara. Tenía las manos en los bolsillos y llevaba el pelo, negro y largo, colocado detrás de las orejas. Por debajo de la gorra de béisbol, asomaba la sombra de un flequillo y mascaba hojas de coca lentamente.

—¿De dónde eres? —preguntó con un movimiento rápido de cabeza. Leí el mensaje de su camiseta: «Intégrate o pírate».

—De Irlanda —contesté.

—Ah, Irlanda. —Parecía que su sonrisa se había ensanchado y su buen humor le iluminó la cara cuando echó un vistazo a mi puestecito de bisutería—. Los irlandeses sois gente con mucho talento y muy creativa. —Asintió con la cabeza—. Artistas, escritores y músicos.

Por un instante, me pregunté si estaba haciéndose el gracioso y riéndose del penoso puesto de bisutería que tenía delante de mí. Ni siquiera era mío. Lo había robado de debajo de la litera de una chica colombiana en un hostal en Miraflores, desesperada por encontrar algo que pudiese empeñar. No soportaba la idea de tener que llamar de nuevo a cobro revertido a mi madre, a Irlanda, para pedirle que me enviara más dinero. Y allí estaba, ofreciéndole una sonrisa bañada por la luz del atardecer, agradecida por su cumplido. Si quería pensar que era una persona creativa, adelante, aunque el único talento que tenía era el don de enrollarme con hombres malos y meterme en líos.

—Bienvenida a Cuzco, irlandesa —añadió con una sonrisa pícara. Observé cómo regresaba a su puesto de productos de cuero, con cinturones, bolsos y pulseras hechas a mano por él.

El corazón me latía a un ritmo frenético. Pensé que era amor, aunque lo cierto es que podría haber sido simplemente a causa de la altitud. No obstante, era propensa a enamorarme a primera vista, y había algo en su forma de caminar despreocupada, con los hombros relajados y las manos metidas en los bolsillos con cierta indiferencia, que lo hacía parecer alguien tan completo, satisfecho y en paz con el mundo que daba la sensación de que nada malo podía pasarle. Deseaba un poco de lo que él tenía: seguridad en sí mismo, naturalidad y serenidad. Pero, sobre todo, lo que de verdad quería desde la primera vez que lo vi era reposar mi cuerpo agotado sobre el suyo.

Observé la postal y entrecerré los ojos para leer la fecha. Le di vueltas una y otra vez, mientras hacía cálculos en silencio. Se me aceleró el pulso al pensar que había vuelto al lugar donde nos conocimos. Sostuve la tarjeta entre las manos y saboreé las imágenes capturadas en la postal. A pesar de todo el tiempo que había pasado, sentí su molesta presencia de nuevo.

Capítulo 2

El coche se balanceó ligeramente a causa del portazo durante unos segundos. Después, se hizo el silencio, y Christy y Sorcha observaron cómo su hija subía la empinada cuesta asfaltada que llevaba a la casa. A mitad de camino, se recolocó la mochila que llevaba colgando del hombro y se apartó el mechón de pelo marrón que parecía cubrirle el rostro continuamente. En silencio, Christy se maravilló de la habilidad de Avril para transmitir completo aburrimiento mediante el lenguaje corporal.

—Bueno, al menos ya hemos conseguido librarnos de uno de ellos —dijo Christy, y se rio momentáneamente mientras daba marcha atrás con el coche. Entonces, recordó que su hijo seguía en el asiento trasero y lo miró a través del espejo retrovisor—. No te ofendas, Jimbo.

El niño no levantó la vista de su Game Boy.

—¿Qué tal vamos de tiempo? —preguntó Sorcha al tiempo que bajaba el parasol y observaba a Avril desde la distancia.

—Mal. Llegamos tarde, como siempre —anunció.

Aquella noche estaba contento, sorprendentemente animado, y tenía el cuerpo alerta para recibir el torrente de adrenalina que le recorría las venas.

Nos alejamos del bordillo. Christy se apoyó en el claxon y miró a Avril. La chica no respondió y se metió en la casa sin mirar atrás ni una sola vez.

Mientras conducía, era consciente de que Sorcha no paraba de tocarse el rizo que le caía sobre la frente, como si apartárselo continuamente garantizara que no le volvería a caer sobre la cara.

—Le dije a Stella que llegaríamos a las ocho —murmuró Sorcha, distraída.

—Creo que nos perdonará por llegar quince minutos tarde —respondió Christy en voz baja.

Iban a casa de Stella y Guy Naseby para tomar algo ligero y unas copas. Christy pensó irónicamente que era muy propio de Stella hacer una invitación tan descarada como aquella, describiendo perfectamente lo que debían esperar de la velada. Casi oía su voz, haciendo la invitación por teléfono, en su tono sonoro y potente. Normalmente, Christy eludía esas invitaciones. Pensaba que Stella era una déspota y en más de una ocasión la había llamado «trol», aunque nunca se lo había dicho a la cara. Guy era más tolerable que su escandalosa y gorda mujer, pero Christy siempre desconfiaba de gente la hippie y bohemia como ellos. Detrás de sus túnicas de estopilla y sus sandalias, detectaba un cierto aroma a capitalismo. Guy y Stella habían llegado de Inglaterra hacía cuatro años. Christy los llamaba «intrusos», aunque lo cierto es que él había hecho lo mismo, pero desde más cerca. Eran los dueños de una tienda de artesanías en lo que antes era una iglesia. Se llamaba The Old Oratory. El interior estaba pintado de color blanco y tenía las vigas de madera al descubierto y vidrieras de colores. Había jerséis, cerámicas y una sección de paraguas hechos con shillelaghs. De fondo sonaba Enya en bucle. «Malditas cachiporras», le susurró Christy a Sorcha la primera vez que visitaron la tienda; la curiosidad sacó lo mejor de él. Pero Sorcha no pensaba como él.

—Hacía falta que viniese un extranjero para enseñarnos cómo hay que hacerlo —comentó Sorcha para gran asombro de Christy.

Le sorprendía la obstinación de su mujer por mantener aquella amistad. Durante tres años, después de que Stella crease un club de lectura y reclutara a Sorcha, habían participado en una pantomima de intercambios sociales, que incluían cenas, tardes jugando a las cartas, noches de fondue e incluso una sesión de tarot, un recuerdo horrible. Sin embargo, mientras conducía, Christy se sintió aliviado por pasar la tarde en su compañía. Agradeció la distracción que le proporcionarían. No creía que pudiese soportar otra larga noche solo en casa junto a Sorcha. No esa noche.

Lara había vuelto. Increíble, le resultaba imposible creerlo, después de tantos años. No estaba seguro de cómo se sentía al respecto. Durante una semana, desde el momento en que sonó el teléfono para anunciar su llegada, había sentido una mezcla de temor, duda y emoción absoluta. A veces, incluso se notaba aturdido. Sentía que todos estos sentimientos y la repentina emoción que lo embargaba era algo peligroso, y desconfiaba de sus propias reacciones. Por ello, sugirió que fuera Sorcha quien recogiera a Lara en la estación.

—Le hará más ilusión verte a ti —dijo.

Y, durante todo el día, evitó la playa, aquel trecho de arena que había entre su casa y la de ella, porque tenía miedo de encontrársela. Necesitaba estar preparado, no sabía muy bien cómo actuar con ella ni cómo lidiar con su dolor, aunque, al mismo tiempo, se moría de curiosidad. A lo largo del resto del día, pensó de vez en cuando en la casa al final de la playa. Trataba de imaginarse qué hacía en aquel momento, si se había instalado, qué aspecto tendría después de tanto tiempo… Se le pasaban por la mente todas estas preguntas, una después de otra, pero no se atrevía a pronunciarlas en voz alta por miedo a parecer demasiado ansioso o necesitado de conocer las respuestas. Al principio, escuchó a Sorcha hablar sobre su prima y los cambios a los que se había enfrentado. Intentó adoptar una actitud fría e indiferente para que pareciera que no prestaba mucha atención a la conversación, mientras, en su interior, se sentía realmente ilusionado. Notaba que su mujer se mostraba algo distante y cautelosa. Christy tenía la impresión de que bailaban el uno alrededor del otro, haciendo piruetas verbales; ninguno de los dos estaba dispuesto a preguntar sobre el pasado.

Sorcha se miró en el retrovisor. Finalmente, el pelo le hizo caso. Suspiró con alegría, lo cual indicaba que tenía ganas de disfrutar de la velada después del día que había tenido.

—¿Crees que deberíamos haberle preguntado si quería venir con nosotros? —comentó Sorcha, y lo sacó de su ensimismamiento.

—¿A quién?

—A Lara. De algún modo, me siento mal por haberla dejado sola. Es la primera noche que pasa aquí después de tanto tiempo.

—Seguramente quiere estar sola. Debe de estar cansada. Dale tiempo para que se instale.

—Pobre Lara —comentó Sorcha.

Christy sintió de repente que la emoción se apoderaba una vez más de él.

—Tiene un aspecto horrible —añadió Sorcha, y se esforzó por detectar algo tras su tono compasivo. Quizá un indicio de que estaba satisfecha. Sin embargo, no captó nada y se sintió culpable por pensar tan mal de ella—. Ha envejecido.

—Como todos.

—Cierto. Pero me ha sorprendido lo mayor que parece. No sé, una parte de mí esperaba verla igual que cuando se marchó. Radiante. Joven.

—Bueno, es lo que tiene pasar muchas horas al sol —comentó con sensatez.

—No. No es eso. Parece tan…

—¿Tan qué? —preguntó, y se quedó callado, esperando a que contestara, con los ojos fijos en la carretera. Estaba preparado para escuchar la palabra. De repente, se sintió impaciente por saber a qué se refería, por conocer todos los detalles.

—Rota —contestó al fin.

Al oír aquella palabra, se le heló la sangre. Un escalofrío le recorrió el cuerpo y despertó una emoción inesperada en su interior. En aquel momento, aparcó en el camino de entrada de la casa y vio que Stella salía al porche con un vestido ancho de color mostaza. Christy apagó el motor y abrió la puerta. Se alegraba de poder apartar la vista de su mujer. Temía que la expresión de su rostro revelase sus pensamientos.

La cena se convirtió en una oportunidad para Stella y Guy de exhibir sus talentos. Se enorgullecían de su autosuficiencia.

—¿Qué te ha parecido el queso de cabra, Christy? —preguntó Stella. Sus mejillas enrojecidas brillaban bajo la luz de las velas.

—Estaba riquísimo.

—¡Sabía que te gustaría! —La mujer rompió a reír—. Es un queso con un carácter fuerte y variable. ¡Un poco como tú!

Christy reflexionó sobre sus palabras durante unos segundos y decidió no darle importancia.

Pensó que esas cosas estaban poniéndose de moda. Cada vez oía a más personas hablar de la calidad de sus verduras orgánicas o de sus métodos de encurtir alimentos. Pero Guy y Stella lo habían llevado al extremo. ¡Si hasta tenían su propia cabra, por Dios!

Se sentó en el sofá hundido que habían intentado acolchar con media docena de cojines esparcidos y, con el estómago lleno, observó la habitación que lo rodeaba con la mirada empañada ligeramente por la neblina perezosa y placentera del vino tinto. En el sofá de enfrente, Stella y Sorcha estaban sentadas con los cuerpos girados, frente a frente. El voluminoso vestido de Stella le ocultaba las piernas. Desde su posición, veía sus mejillas de color carmesí y los hoyuelos que se le formaban a medida que hablaba, con vivacidad. Junto a aquella vibrante masa femenina, Sorcha parecía pequeña y delgada, igual que cuando la conoció, y se sintió orgulloso de ella. Se dio cuenta de lo mucho que se había esforzado por tener un buen aspecto esa noche —llevaba máscara de pestañas, un elegante vestido negro y zapatos de tacón con tiras finas, que contrastaba con el bohemio atuendo del trol— y sintió una chispa de gratitud. Las mujeres estaban hablado sobre su club de lectura. Solo captaba algunos fragmentos de su conversación.

—Me parece maravilloso. El sentido del humor y el modo en que captura la voz del padre…

—Y la de la madre.

—Sí, pero admitámoslo, Sorcha, capturar la voz de la madre no suponía un problema para ella. Quiero decir, ya lo ha hecho otras veces. Pero capturar la del padre…

Christy no sabía qué pensar de su club de lectura. Había sido ocurrencia de Stella, por supuesto; una reunión mensual de mujeres («¿por qué solo de mujeres?», se preguntaba) en The Old Oratory presidida por Stella y con Sorcha como secretaria. Había leído algunas de las minutas de esas reuniones escritas en su ordenador y le sorprendía la forma en que las personalidades de todas las presentes se plasmaban en la pantalla. Sorcha se mostraba seria, tímida y ambivalente con respecto al material de lectura, pero, al mismo tiempo, ansiosa por complacer al resto: «A Sorcha le gustó, no lo recomendó ni lo rechazó, y le pareció que estaba muy bien escrito». Sin embargo, Stella era muy estridente, directa, agresiva y dejaba clara su opinión: «Stella declaró que el último libro de Eugenides era una obra de arte y que era incluso mejor que su novela anterior, Las vírgenes suicidas. Una representación maravillosa de la traición del acervo génico y de su capacidad para dejar una marca indeleble en las vidas de las generaciones futuras. Una lectura imprescindible».

Christy acabó lo que le quedaba de vino y pensó en su propia novela, para la que aún no tenía título. Se preguntó cómo la recibirían las integrantes del club de lectura si algún día conseguía acabarla y qué comentarios perspicaces le ofrecerían si pudieran leerla. Lo cierto es que no sabían nada sobre esta novela; había mantenido oculta su faceta de escritor después del desastre del recital de poesía. Hacía dos años de aquello, pero el recuerdo todavía lo atormentaba. La remembranza magnificaba lo ocurrido: veía a todas aquellas mujeres perplejas y a él mismo, en el medio, recitando con un tono exageradamente afectado para contrarrestar sus nervios. Se lo había tomado demasiado en serio. Hizo una mueca al recordar lo ocurrido.

Elijah estaba sentado entre Stella y Sorcha. Era un niño de diez años pálido y delgado. Parecía que había heredado una buena parte del material genético de su padre y muy poco del de su madre. Stella le pasaba las manos por el pelo, oscuro y largo, y lo enroscaba alrededor de su dedo mientras hablaba. Parecía que Elijah no se daba cuenta. Estaba absorto en la revista que tenía delante de él, la Guía de la buena comida. Christy pensó que el niño ya estaba condenado. ¿Qué esperanzas podía tener si sus padres lo educaban en casa? En parte, Elijah era la razón por la que estaban allí; Sorcha quería que los dos chicos entablaran una amistad. Su hijo estaba sentado en un puf a sus pies y apenas había hablado en toda la velada. Ninguno de los dos niños parecía interesado en hablar con el otro. Jim era muy vergonzoso y Elijah prefería la compañía de los adultos. Christy dirigió la vista a Sorcha y trató de que lo mirara, pero no vio decepción en su rostro ante el fracaso de sus esfuerzos por que los dos fueran amigos. Estaba enfrascada en la conversación.

—Ya estoy aquí —anunció Guy cuando salió de la cocina con una botella de vino en cada mano—. Pasadme las copas, que no os dé vergüenza.

A pesar de su estilo de vida saludable, Guy y Stella bebían bastante.

El vino era un Bordeaux Clairet intenso y ligeramente dulce. No tendría que haber bebido tanto. Tenían que volver a casa en coche. Pero los pensamientos no le dieron tregua durante toda la noche y, al parecer, no era capaz ni de controlar su mente ni su ingesta de alcohol.

—¿Se lo has enseñado a él? —preguntó Guy a Stella.

—¡Madre mía, se me había olvidado por completo!

Guy atravesó la habitación a zancadas y rebuscó por las estanterías unos instantes antes de localizar el recorte de prensa.

—Aquí está. Lo vi en el diario el sábado pasado y Stella y yo nos acordamos de ti enseguida.

Christy fijó la vista en el recorte y leyó los detalles sobre un nuevo concurso de poesía que organizaba The Irish Times con un premio de diez mil euros para el mejor libro de poesía. Sintió un peso en el pecho y dio un sorbo a su copa de vino mientras consideraba la posibilidad.

—¿Qué opinas? ¿Es perfecto para ti, verdad? —preguntó Guy, muy animado.

—Sí. Es fantástico. Tendré que leer las bases para enterarme de todos los detalles, por supuesto. Quizá hay reglas que excluyen algunos volúmenes según el año de publicación y esas cosas…

—¡Tonterías! —lo interrumpió Stella—. No tendrás ningún problema. ¡Seguro que podrás participar!

Guy le dio una palmadita alentadora en el brazo. El entusiasmo y la fe que tenían en él fue como un golpe en el estómago. Entre los libros sobre agricultura orgánica, educación en el hogar y buen sexo, se encontraba un fino volumen con sus poemas, con la cubierta blanca y el título y su nombre en una tipografía roja con florituras: Temporada de salmones, de C. E. Archibald. En la cubierta, había un salmón brincando que había dibujado Stella. Lo de utilizar sus iniciales había sido cosa suya; le parecía más decoroso para un poeta. Al menos, eso había creído en ese momento.

—Tienes que apuntarte —añadió Stella, y Christy le dedicó una amplia sonrisa.

—Supongo que merece la pena intentarlo.

—Se volverán locos, te lo aseguro, Christy. ¡Les encantarás! ¡Y, madre mía, si no es así, es que les pasa algo grave, o que están mal de la cabeza!

Christy continuó sonriendo y asintiendo mientras esperaba a que dejara el tema. Stella poseía una cálida vivacidad que podía resultar agotadora. A veces, Christy se sentía un poco cansado después de hablar con ella y escuchar su risa estridente y su aguda voz. La verdad es que también le asombraba el hecho de que lograra respirar con lo mucho que le debían de pesar los pechos. Siempre había sido una defensora acérrima de su trabajo, algo por lo que se había sentido agradecido al principio. Pero, ahora, empezaba a sentir que el gran entusiasmo de Stella era una carga muy pesada.

Habían pasado dos años desde la publicación de su libro. Lo cierto es que «libro» era un término muy generoso para describirlo, ya que eran veintitrés poemas, impresos y encuadernados, y lo había pagado todo de su bolsillo. Llevado por el optimismo, había pedido trescientos ejemplares. La mayoría seguían en el cajón de su escritorio y desprendían en silencio un aroma a fracaso que impregnaba todo su despacho. Aquel episodio de su vida parecía envuelto por una nube de humillación: su impaciencia y entusiasmo, avivados por el eufórico apoyo de Stella; el hecho de que había permitido que lo convencieran para publicarlo; y la humillación provocada por el fracaso de su proyecto en público. Todavía recordaba el silencio ensordecedor que lo había recibido en la sala de profesores de la escuela. Las miserables felicitaciones que murmuraron algunos de sus colegas apenas lo consolaron.

En un momento de la agradable velada, Christy y Guy salieron al porche a fumar. En mitad de aquella apacible noche, los aromas del jardín les daban la bienvenida. Olió las lilas y la dulce fragancia de la madreselva antes de que Guy encendiera el cigarro y el aroma a tabaco lo inundara todo. A la altura de sus ojos, había un árbol cuyas ramas crujían con el peso de manzanas agridulces. Parecía que una parte de su buen humor, de su alegría, se había desvanecido. Había sido por culpa de la mención del concurso de poesía, que le había hecho recordar sus fracasos. Deseaba que todo el mundo olvidara el pasado.

—Sorcha nos ha contado que tienes una vecina nueva.

—Sí. Bueno, no exactamente.

—¿Y eso?

—Vivió aquí hace muchos años. Es la prima de Sorcha. Digamos que los tres crecimos juntos.

—Vaya. Por lo que sé, ha vivido una experiencia trágica —comentó Guy mientras exhalaba el humo del cigarro.

—Sí.

A Christy se le hizo un nudo en la garganta. No sabía si podía confiar en Guy, un hombre que llevaba su prematuro pelo canoso y largo recogido en una coleta. Era un hombre lento que le daba muchas vueltas a las cosas, y a Christy le daba la impresión de que, tras sus pequeños ojos azules, se escondía una persona fría y calculadora. También se preguntaba qué les había contado Sorcha de Lara y su historia.

—Dime, Christy —dijo Guy, que se quedó con el cigarro a medio camino de la boca. El hombre bajó el tono de la voz y añadió con complicidad—: Esta tal Lara, ¿es atractiva?

Christy se sonrojó. A su espalda, la risa de Stella resonaba en el interior de la casa.

—No lo sé. Todavía no la he visto. A ver, sí que lo era, pero… han pasado muchos años —tartamudeó Christy. La repentina lascivia que había aparecido en el rostro curtido de Guy lo sorprendió.

—Hay algo en las tragedias que hacen que las personas adquieran una belleza característica, ¿no crees?

Guy le dio una fuerte calada a su cigarro antes de apagarlo en la barandilla y tirar la colilla al jardín, un gesto que sorprendió a Christy y que reforzó sus sospechas de que aquel hombre era un farsante.

—Una mujer joven y afligida resulta muy sexy. No sé. Quizá sea el reto de consolarla. Las posibilidades que brinda una situación como esa. ¿Sabes a qué me refiero?

Christy lo sabía. Una mujer rota, pensó. Hablaba de la vulnerabilidad. Ninguno de los dos pronunció palabra alguna durante unos minutos y, en el silencio, sintió que la imaginación de Guy despegaba y sus propias defensas bajaban. Le rondaban la mente todas las preguntas que no había hecho a Sorcha, las que se moría por plantear. «¿Ha preguntado por mí?». «¿Me ha mencionado?». Había cierta desesperación en ambas. Llevaba todo el día pensando en ella.

«Es ridículo», se dijo a sí mismo. «Estás siendo ridículo. Patético». Había pasado mucho tiempo; ya era agua pasada. Y después de lo que había vivido, la relación que habían tenido debía de parecerle a Lara algo completamente insignificante.

El camino de regreso a casa transcurrió en silencio. Jim estaba dormido en el asiento trasero del coche y Sorcha miraba por la ventanilla, con la vista fija en la oscuridad. Christy sentía que le pesaba la cabeza después de beber tanto vino, por lo que conducía lentamente y con cuidado mientras los faros del coche iluminaban la estrecha y sinuosa carretera. Sorcha movió la mano y comenzó a acariciarle el muslo con delicadeza. Era una señal de que quería que Christy le hiciera el amor cuando llegaran a casa. Se le encogió el corazón. Recordó una serie de noches de viernes, apoyado sobre los antebrazos y moviéndose sobre el cuerpo de su mujer con la cara girada hacia un lado de la almohada mientras ella lo agarraba por los hombros. Christy se movía en su interior y fantaseaba. Últimamente no dejaba de pensar que quizá ese acto era algo que los dos debían soportar en lugar de disfrutar.

Mientras conducía por delante de unos viejos barracones a lo largo de la carretera que cruzaba el río y por el terraplén, recordó la palabra que Sorcha había dicho antes: «Rota». Le sorprendió la súbita punzada de dolor que le había provocado. Aquella era una palabra que jamás habría asociado a Lara. Incluso la última vez que la había visto, cuando lo miró con los ojos llenos de dolor, resentimiento e incredulidad, aún había algo de rebeldía, terquedad y fuerza en ella. Sintió que los nervios le erizaban la piel de la nuca y de los hombros cuando evocó aquella mirada. Puede que quisiera ver aquella mirada, para no sentirse tan culpable.

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