Kitabı oku: «A la deriva», sayfa 4
En su lugar, me quedaba callada, y la voz de mi madre me llegaba en aquellos silencios, llenaba la distancia que había entre nosotras y me contaba todas las cosas que habían pasado en el pueblo; que iban a restaurar la peluquería, lo cual la obligaría a ir hasta Killorglan para cortarse y teñirse el pelo; que la escuela de monjas iba a cerrar y que se rumoreaba que el colegio de chicos pasaría a ser mixto; que el Departamento de Justicia iba a trasladar su sede al pueblo y que habían construido un edificio nuevo al lado del puerto. Escuchaba todas estas noticias sin ni siquiera pensar en lo que significaban y me limitaba a centrarme en la paz que me aportaba la voz de mi madre, me dejaba envolver por ella. Hacia el final, en nuestras últimas conversaciones, después de que Nacio hubiese desaparecido, cuando su voz sonaba débil al otro lado de la línea y le costaba respirar, no me di cuenta de lo que aquello significaba. Estaba tan consumida por la tristeza, que me había invadido por completo, que a veces tenía que taparme la boca con la mano para silenciar mi llanto.
A medida que dejaba el pueblo detrás de mí, sentí que el sol de la tarde me calentaba la espalda. Me centré en la carretera que tenía bajo los pies y caminé a un ritmo lento y constante. Las asas de los botes de pintura se me clavaban en las manos, pero persistí. Tenía muchísimos planes de redecoración y regeneración, y una necesidad enorme de hacer que las cosas parecieran nuevas. Delante de mí vi tractores y apisonadoras. Hombres vestidos de naranja pavimentaban la carretera mientras una nube de humo ascendía del asfalto como si fuera una neblina de calor. Caminaba lentamente y contemplé la montaña Killealan en la distancia, que había adquirido un color purpúreo que destacaba con el cielo blanco. Las moras crecían en los zarzales embrollados que había al lado de la carretera y de los setos brotaban las fucsias de septiembre. El sol brillaba con fuerza y, de repente, quise quitarme la ropa, tumbarme en el mar y sentir que las olas me empujaban lentamente y la espuma me acariciaba la piel.
Advertí que un coche ralentizaba el ritmo a mi espalda y me aparté a un lado para dejarlo pasar, sin embargo se detuvo junto a mí. A través de la ventanilla del asiento del copiloto vi a un hombre que se inclinaba y entrecerraba los ojos a causa del rayo de luz que le daba en plena cara. Traté de recordar quién era y tardé unos segundos en recuperar su imagen más joven y sin barba de entre las tinieblas de mi mente. Resollé. Su cara me sorprendió: la seriedad que reflejaban sus ojos, las cejas arqueadas que los enmarcaban… Era una cara que había conocido a la perfección hacía mucho tiempo.
—Eres tú —dije con incredulidad en la voz.
—Sí.
Christy sonrió y, muy a mi pesar, el corazón me rebotó de un lado a otro en el pecho.
—He visto que ibas cargada —comentó, y señaló los botes de pintura—. Llevas mucho material ahí. Te puedo acercar, si quieres.
—Ah, bueno… vale. Gracias.
Sentí una gran conmoción en mi interior, y supongo que él también la sentía mientras los dos salíamos tambaleándonos de la caverna sellada de la historia que habíamos compartido. Christy se mostraba relajado conmigo, pero percibía su comportamiento forzado, notaba el esfuerzo que le suponía actuar así. Dejé mis cosas en el asiento trasero. Era plenamente consciente de los latidos de mi corazón, desbocado en mi pecho.
—Gracias —dije.
Hice el amago de subirme al asiento delantero y me detuve cuando lo vi revolver un montón de hojas y colocarlas a mis pies mientras me sentaba y me ponía el cinturón.
—Perdona —respondió, en referencia a los papeles—. Cosas del colegio.
—Ah.
Durante un minuto, se hizo un silencio incómodo. Condujo con cuidado, no dijo ni una palabra y, en todo ese tiempo, pensé en cómo había sido tiempo atrás; recordé la seriedad de su mirada juvenil, la nobleza de sus facciones, la ternura que se vislumbraba si prestabas atención… Había algo de orgullo en su cara, su estructura ósea le confería un aspecto majestuoso, pero sus cálidos ojos, enmarcados por unas pestañas largas, lo suavizaban. Tuve la tentación de mirarlo, de escudriñarlo de verdad. Quería ver si quedaban trazas del rostro que yo recordaba, de aquella cara que había significado algo para mí.
—Bien —dijimos a la vez, casi en la misma respiración, y nos reímos.
—Tú primero —se ofreció.
—¿Cómo estás? —pregunté mientras los nervios que sentía se me acumulaban en la base de la garganta.
No sabía qué sentir al respecto. Hacía tiempo que la ira hacia él se había desvanecido; se había disipado con el tiempo y otras cosas la habían eclipsado. Sin embargo, mientras nos mirábamos el uno al otro en aquel coche, noté algo en mi interior: un recelo residual, una sensación de incertidumbre.
—Estoy bien —afirmó—. Iba a… bien, pensé en llamarte para verte, pero supuse que sería mejor darte un poco de tiempo para instalarte.
—Vale.
—Entonces… ¿te has instalado ya? ¿Te las apañas?
—Sí.
—Bien.
Al estar a solas con él en un espacio tan reducido, era consciente de mis movimientos, de mi respiración, de la desnudez de mis piernas y de los monosílabos que intercambiábamos. Me preguntaba qué pensaba de mí, de los cambios que observaba en mi cuerpo, del pelo y la piel secos a causa del sol, de las arrugas, de las marcas que me había dejado la ansiedad y el duelo. Pero lo que más me sorprendió fue el deseo de que no pensara mal de mí; un antiguo anhelo y la voluntad de complacerlo. Jugueteé con la cremallera de mi sudadera mientras pensaba en qué decir.
—He encontrado trabajo. En Crazy Prices.
—¿Ah, sí?
Su voz se volvió más aguda al pronunciar la última sílaba.
—No es nada especial, solo repongo los estantes.
—Genial. Me alegro.
—No está mal.
—Entonces, ¿te quedarás una temporada?
—Puede.
Asintió, pensativo, mientras digería la información, y vi un destello de la escrupulosa mirada juvenil que recordaba. En ese momento pensé en el aspecto que tenía cuando nos conocimos: tenía una expresión vergonzosa y su rostro reflejaba cierta arrogancia. Tenía las facciones oscuras, las manos en los bolsillos con un gesto de despreocupación y esbozó una sonrisa misteriosa que hizo que se me acelerara la respiración, por inexplicable que fuera.
—Seguro que te parece extraño… —dijo, e hizo una pausa para aclararse la garganta—. Volver. Después de todo el tiempo que ha pasado.
—Sí, supongo. En cierto modo, parece diferente.
—¿En qué sentido?
—Pues, mira, para empezar, la casa parece más pequeña. Está llena de cosas y de esquinas oscuras. No lo soporto.
Me miró de reojo y me percaté de lo dramática que sonaba. Entonces, me apresuré por diluir mis palabras.
—Tan solo necesito hacer algo con ella, limpiarla y transformarla en un lugar cálido de nuevo.
Asintió, pensativo.
—Es una buena casa —comentó.
—Sí. Pero no es mi casa. O, al menos, no lo parece.
—¿Tú crees?
—Ni siquiera parece que sea la casa de mi madre, si soy sincera. —Me miró de nuevo antes de fijar la vista en la carretera—. Para mí, todavía es la casa de la tía de Lillian. No ha cambiado prácticamente nada desde entonces.
Lo observé por el rabillo del ojo con dificultad. Tenía la barba oscura, como el pelo, pero las primeras canas la moteaban. No lo recordaba con barba. Le hacía parecer mayor, le daba un aspecto distinguido. Tenía el pelo corto y me imaginé que, si lo hubiese tenido más largo, se le habría rizado como cuando era joven. Se le empezaba a clarear por la zona de la frente y advertí que se lo peinaba hacia delante para combatir la señal de envejecimiento; aquel era un pequeño rastro visible de vanidad.
—Avril me ha dicho que Yankee House todavía está en pie —dije, y vi como se le curvaban los labios hacia arriba y esbozaba una ligera sonrisa.
—Bueno, hace tiempo que no oigo a nadie llamarla así.
Tenía los labios largos y rectos, y la barba perfectamente recortada, pero había un rastro de la ternura de su juventud en sus facciones. Se hacía visible en sus ojos marrones que reflejaban la luz a través de su oscuridad. Me pregunté cómo sería besar de nuevo aquella fina línea que era su boca, cómo sería sentir la suavidad de su mandíbula aterciopelada en mi cara. Me pasé la mano por el pelo rápidamente en un movimiento salvaje para quitarme aquella imagen de la cabeza.
—Iba a ver si podía reparar el antiguo Datsun de mi padre. Ir caminando desde el pueblo es una matada —añadí—. Sigue en el cobertizo que hay detrás de la casa, aunque Dios sabe en qué estado estará.
—Me había olvidado de que había un coche —comentó de manera pensativa—. Lillian nunca lo utilizó.
No le expliqué que mi madre odiaba aquel coche: la pintura rojo chillón, la tapicería de color caramelo… Era igual que mi padre: estridente y extravagante. Nunca entendió por qué se lo había dejado. «Te dejo el coche», le escribió en una nota, como si fuera un gran regalo para ella. ¿Es que nunca se dio cuenta de que lo odiaba? ¿De que jamás lo conduciría?
—A estas alturas seguramente está como para llevarlo al desguace —contesté en voz baja.
—Puedo echarle un vistazo, si quieres —se ofreció con un tono de voz comedido y, al mismo tiempo, ligeramente entusiasmado.
Me sorprendió que se ofreciera a ayudarme con el coche. No parecía la clase de hombre acostumbrado a juguetear con motores. Tenía las uñas demasiado limpias y la ropa, impoluta. Su aspecto era el de alguien escrupuloso y delicado. La seriedad de su actitud sugería que estaba más cómodo perdiéndose entre las páginas de un libro que debajo de un coche. Se dio cuenta de lo poco que lo conocía ahora. Lo único que tenía de él eran recuerdos. Los años los habían convertido en completos desconocidos. Quizá era mejor así.
—Vale —respondí—. Si no es molestia…
—Para nada.
La carretera serpenteaba entre las colinas hasta llegar al mar. A lo lejos, se veía el mar, de un azul aguamarina bajo la calima. Era tan raro estar sentada en el asiento del copiloto de un coche de nuevo —el sitio reservado para la esposa— con un hombre al volante que me sentí nerviosa. Había tensión entre nosotros, un silencio cargado de preguntas. ¿Pero qué sentido tenían ahora todas esas preguntas? Todo lo que había querido preguntarle se desvaneció de mis pensamientos; todas las preguntas candentes se habían enfriado con el paso de los años. Se hizo un silencio, aunque no era hostil; me parecía relajante.
Y, entonces, pasó algo. La radio llevaba sonando de fondo todo el tiempo, como si fuera un murmuro constante de voces, pero, en ese momento, en el silencio, las oí con claridad. Era la emisora local, y el presentador estaba leyendo los obituarios. Esa práctica mórbida y peculiar era una de las cosas de aquel rincón del mundo que había olvidado. Nos quedamos en silencio mientras una oleada de incomodidad inundaba el espacio que había entre nosotros y escuchábamos con atención los detalles de todas aquellas personas que habían fallecido antes de que se inclinara rápidamente y cambiara de emisora.
—Perdona —murmuró, y colocó la mano sobre el volante de nuevo.
La música de los Who llenó el coche de música. «The Seeker» empezó a sonar por los altavoces y los dos nos quedamos quietos mientras escuchábamos la letra.
I asked Bobby Dylan,
I asked The Beatles,
I asked Timothy Leary,
But he couldn’t help me either.
Lo miré fijamente y vi que se había sonrojado. Advertí que se sentía avergonzado por el hecho de que hubiese oído hablar sobre muerte. Le ardían las mejillas y miraba hacia todos los lados. Sentí su humillación. De repente, parecía tan ridículo que una carcajada empezó a formarse en mi interior. Traté de contenerme, pero no pude evitarlo y rompí a reír estrepitosamente. Fue como un grito ahogado, como un hipo sonoro. Christy me miró, confundido, y noté que estaba a punto de soltar otra carcajada. Y, entonces, no pude frenar la hilaridad. Era imposible de contener, emanaba de mis labios como si fuera una cascada. Asombrado, me miró mientras las lágrimas me resbalaban por las mejillas. No podía controlarme. En ese momento, él también comenzó a reír. Los dos estábamos sentados en la parte delantera del coche, tratando de respirar mientras reíamos a carcajada limpia. Y de la fuente más inesperada, de las circunstancias más ridículas, sentí que me deshacía de un gran peso que llevaba sobre los hombros. Noté como me liberaba de ello y la ternura que había debajo de tanta hilaridad.
Cuando conseguimos dejar de reír, me sentí liviana y etérea, como si alguien hubiese abierto una ventana en mi interior y una ligera brisa me atravesara enérgicamente. Y, así, sin más, supe que todo iría bien entre nosotros, que la ira, el dolor y los años que habían pasado no significarían nada. Puede que él también lo notase, porque aunque había dejado de reír, seguía sonriendo. Poco después, detuvo el coche en el camino de la entrada de la casa, cubierto de césped.
—Bueno… —dije mientras me quitaba el cinturón y le sonreía—. Gracias por traerme.
—Para eso estamos, Lara —contestó con amabilidad, y me miró a los ojos por primera vez en todo el trayecto.
Salí y saqué los botes de pintura del asiento trasero. Entonces, cerré la puerta y miré por la ventanilla abierta de nuevo.
—¿Entonces…?
—Entonces… quizá me pase algún día de la semana que viene para echar un vistazo al coche.
—Claro. Genial.
Se hizo un silencio muy breve antes de que arrancara el coche y, entonces, algo se me pasó por la cabeza y lo solté sin más.
—¿Christy? ¿Es el diminutivo de Christopher?
Era algo que nunca supe y que nunca se me había ocurrido preguntar. Su rostro adquirió una expresión de sorpresa mezclada con confusión y dejó de hacer lo que estaba haciendo.
—Christian —contestó en voz baja, y añadió en un tono diferente—: Pero ya nadie me llama así.
No sé por qué se lo pregunté, pero había algo tan triste en aquella última confesión después del alegre momento y las risas que habíamos compartido que me obligó a decir al marcharme:
—Gracias por traerme, Christian.
Esperó a que recogiera la compra y a que me metiera en casa. Noté que me observaba mientras caminaba y sentí que tenía la mirada clavada en mí. Cuando crucé el umbral sana y salva y cerré la puerta, oí que el coche se alejaba de la casa.
Capítulo 4
Después de cenar se refugió en su estudio —una habitación pequeña con una ventana que daba al mar— para trabajar en su libro. Abrió el documento de Word en el capítulo siete y echó un vistazo al último párrafo que había escrito. La obra había nacido hacía un año como una historia sobre celos, avaricia y corrupción; narraba la pelea entre dos hermanos por unos terrenos y la trama secundaria involucraba a una mujer de la que ambos estaban enamorados. Pero, tras escribir las primeras treinta mil palabras, Christy empezó a temer que el escenario fuese demasiado provinciano y que eso confiriera al relato un sentimiento nostálgico en lugar del estilo contemporáneo que esperaba. Así que había retrocedido y reescrito la historia de modo que uno de los hermanos estuviese relacionado con una red de pedófilos en internet, un movimiento radical que sospechaba que no era del todo convincente. Al mirar las últimas frases que había escrito, las palabras se emborronaron y se convirtieron en nubes. Christy apartó los ojos del monitor y recorrió la habitación con la mirada.
Había pasado una semana desde aquel trayecto en coche y, al cerrar los ojos, vio de nuevo sus piernas descubiertas, el destello de diversión en su boca, el oscuro pesar que reflejaban sus ojos… Y oyó su voz, la forma en que pronunciaba su nombre…
«Para», se dijo a sí mismo mientras sacudía la cabeza para despejarse.
El estudio era su santuario, un lugar al que escapaba cuando las voces de su familia se volvían estridentes e insoportables. Un sitio que le ofrecía tranquilidad para escribir su libro. En las paredes, había colgado pósteres de los lugares que quería visitar junto a sus mapas, algunos de ellos de la época de su padre. El atlas también era de su padre y recordaba con cariño las horas que habían compartido estudiando minuciosamente las zonas rosas y verdes. Christy había intentado hacer que su hijo se interesara por los misterios de esos destinos remotos, pero, aunque a Jim parecía gustarle sentarse y escuchar, la falta de brillo en sus ojos reflejaba aburrimiento y desinterés. Sus hijos no mostraban entusiasmo por sus pasiones y sus pasatiempos, y eso entristecía a Christy. Exhibían el mismo desdén por la poesía y la literatura. Aunque físicamente se parecían mucho a él, sobre todo Avril, sus personalidades le resultaban lejanas y extrañas. ¿Cómo era posible que los genes de Sorcha se hubieran acumulado e impuesto sobre los suyos de una forma tan abrumadora? ¿O acaso tenía más que ver con su papel de madre, la influencia que había tenido en ellos y con el hecho de que había tenido mucho más éxito que él a la hora de ejercer su identidad?
Dirigió la vista de nuevo al monitor y tecleó unas cuantas palabras más, una descripción de la chica en el centro del triángulo amoroso; cabello oscuro, unos vaqueros desgarrados, chanclas y una mirada salvaje.
Paró de teclear. Se había dejado llevar por un momento; resopló y se tranquilizó a sí mismo. Sin embargo, el texto que tenía delante parecía aburrido y anodino, y Christy no estaba lo bastante concentrado como para dotarlo de energía, así que, en su lugar, comenzó a navegar por internet.
Desde el día en que la había llevado a su casa en coche, sentía que algo comenzaba a apoderarse de él; era como si tuviese algo en la sangre, algo que le costaba identificar. El cambio le había parecido extraordinario. A Christy le resultaba increíble que todo el mundo lo mirase del mismo modo. No obstante, era consciente del distanciamiento creciente entre él y su familia, que se había creado con tanto sigilo que prácticamente no se había dado cuenta. Pero aquella noche, durante la cena, advirtió la distancia que los separaba. Sorcha y Avril estaban finalizando otra larga y tediosa discusión. Ambas mostraban sus personalidades llevadas al extremo: su hija se había retraído, oculta tras una cortina de pelo, y unas densas olas de furia la cubrían; su esposa forzaba cierto entusiasmo, una alegría extenuante, en un intento por restar importancia a lo ocurrido. A Christy le pareció que Sorcha chillaba demasiado e imaginó sus cuerdas vocales hinchadas, púrpuras y refulgentes. Jim cenaba en silencio, tarareando para sí mismo, y Christy observó que el chico recorría la superficie de la mesa con una mirada perezosa y sonámbula. Se preguntó, no por primera vez, qué era exactamente lo que ocupaba los pensamientos de su hijo. Christy creía que aquella mirada inescrutable y distraída era una especie de defensa, como un sólido muro que se levantaba entre ellos. En muchos sentidos, su hijo era un completo desconocido para él, mucho más que el resto.
El móvil de Avril, que no dejaba de sonar y vibrar, interrumpió la cena.
«Deja eso», le ordenó mientras su pulgar se deslizaba sobre el aparato, tecleando frenéticamente. La joven le lanzó una mirada acusatoria antes de dejar el móvil sobre la mesa con cierta brusquedad.
Le enfurecía el continuo intercambio de mensajes de texto; el constante movimiento de su pulgar, los pitidos de las respuestas entrantes y las risillas y sonrisas privadas que provocaban. Se preguntó con quién estaría comunicándose y recordó a las chiquillas con las que antes jugaba y lo mucho que disfrutaba de sus correteos por la casa y de los chillidos y las carcajadas que acompañaban sus juegos. Pero en algún momento de los últimos dos años, esas niñas inocentes se habían convertido en unas señoritas de mirada insolente, irrespetuosas y desdeñosas. Se sentía incómodo en su presencia, como si lo evaluaran en silencio. Cuando salía de la habitación, rompían a carcajadas y él sentía que la sangre se le subía a las mejillas. Parecía que Avril pasaba horas al teléfono, encerrada en conversaciones y murmullos urgentes. Le desconcertaba lo mucho que tenían que hablar esas chicas. Y también le asombraba la forma en que el tono de su hija cambiaba según la persona a la que se dirigiese. «¡Papá!», le soltaba de forma concisa y brusca, como si diera una puñalada al aire, mientras que, cuando hablaba con sus amigas, subía el tono y canturreaba al despedirse. «¡Adióóóóós!», decía, antes de volver a ponerse de mal humor. Cómo añoraba su risa, la simple felicidad que había en ella…
«¡Por el amor de Dios, sonríe!», quería decirle, entre risas, para quitarle gravedad.
Pero el tiempo en que podía darle órdenes, incluso si las formulaba con ligereza, había quedado atrás. Avril lo consideraría una agresión, un intento de suprimir su independencia, y ya sabía qué respuesta le espetaría: «¿Por qué iba a sonreír?».
Durante la cena, mientras un aire negro y pesado se cernía sobre ellos, Christy miró a su hija y, al ver que tenía el ceño fruncido, se dijo para sí mismo: «Una vez quise a esta chica».
Christy se reclinó en la silla. Su mente vagaba por esos pensamientos negativos mientras hacía una búsqueda en Google: «Niños desaparecidos Brasil». Se sorprendió al ver el número de páginas web que aparecieron. Echó un vistazo por encima y eligió una de ellas. A medida que la página se cargaba, poco a poco, unos rostros empezaron a observarlo, casi todos de chicos adolescentes. Los miró por encima antes de modificar la búsqueda a chicos que hubiesen desaparecido hacía dos años. Una serie de huellas dactilares aparecieron en la pantalla —en tal cantidad que resultaba alarmante— y pasó el cursor por encima de cada una de ellas en busca de detalles, con paciencia. No tardó mucho en encontrar lo que buscaba. Ignacio Moreno de Salvatore. Se distinguía por su edad. Era el único niño de cuatro años en medio de un mar de adolescentes. La foto no era muy nítida —una instantánea durante unas vacaciones—. Christy la escudriñó de cerca y trató de encontrar en aquel pequeño y oscuro rostro trazas de Lara. Tal vez había algo de ella en la curva de su boca o en el travieso brillo de sus ojos. Notó que se le encogía el pecho y que el aire abandonaba sus pulmones, y deseó no haberlo hecho. Se sentía como un mirón contemplando con despreocupación aquel dolor.
La puerta se abrió a su espalda y se obligó a concentrarse. Se inclinó rápidamente y minimizó el documento Word en la parte inferior de la pantalla cuando Sorcha cerró la puerta del estudio.
—Hola —dijo, y pasó por su lado. Christy detectó una diminuta fisura de cansancio en su voz—. No te molesto, ¿verdad?
—Claro que no.
Sorcha caminó hasta la ventana y se apoyó en el alféizar, con los brazos cruzados bajo el pecho mientras contemplaba el mar. A veces había en ella una quietud, una contención, que le resultaba calmante. Sorcha poseía una gracia natural que, de algún modo, parecía adquirir un matiz de conmoción, incluso belleza, en momentos de tristeza o cansancio. Quería algo de él —lo supo al ver cómo se dirigía con decisión a la ventana y la postura silenciosa que adoptó— y esperó a que comenzara. Suponía que quería hablar de Avril. Últimamente casi todas sus conversaciones parecían girar en torno a su hija adolescente; ambos estaban desconcertados y confundidos por los cambios que estaba experimentando.
—Dios, me agota —dijo Sorcha en un suspiro. Christy quedó complacido al ver que había acertado—. Últimamente parece que estemos librando una batalla continua con ella.
—Solo es una racha —comentó con sensatez—. Ya se le pasará.
—Y mientras ¿qué hacemos? ¿Nos quedamos de brazos cruzados y observamos cómo las hormonas se apoderan de ella? Madre mía, podría matar a alguien cuando se pone así.
—Bueno, es un consuelo saber que es poco probable que mate a alguien que no sea de la familia. —Le sonrió—. Tú y yo somos las principales víctimas potenciales.
—En serio, Christy. Esto no puede seguir así. —Negó con la cabeza y sus rizos se sacudieron. De pronto, adquirió una expresión de arrepentimiento afectuoso—. Esta mañana me ha dicho que parezco una paleta. No es cierto, ¿verdad?
Su rostro dejaba al descubierto tal dolor que un sentimiento protector afloró en él.
—No, claro que no.
Aún le conmovía la desconfianza de su esposa hacia sus hijos, el poder que ejercían sobre ella. Recordaba con claridad un día en que había vuelto del trabajo cuando Avril todavía era un bebé y las encontró a las dos, a su esposa y su hija, con la cara roja y llorando, una lágrimas de furia e indignación, y la otra, lágrimas de aflicción y desconsuelo por lo que su madre había hecho. Era la primera vez que Sorcha había golpeado a su hija en un momento de ira. Aquel día, Christy la abrazó contra su pecho, meciéndola suavemente, y escuchó sus murmullos de remordimiento. Algo en su interior quería volver a sentirla así de cerca; añoraba aquellos tiempos en que un simple abrazo era suficiente para mejorar las cosas.
—Aun así… —dijo Sorcha, esa vez con firmeza—. Uno de nosotros tiene que hablar con ella.
—¿Quieres que lo haga yo?
—¿Lo harías? Yo lo he intentado hasta la saciedad. A ti te escuchará.
—Lo dudo mucho.
—Por favor…
La observó. No estaba convencido de que sus palabras fueran a surtir ningún efecto en Avril: lo que había ocurrido durante la cena era una prueba más que evidente de que era incapaz de comunicarse con ella. La máscara de cabello tras la cual ocultaba la cara había sido la gota que había colmado el vaso. Aquello lo irritaba muchísimo. Deseaba que se lo apartara con un gancho, una diadema o algo. Durante la cena, se había quedado sentado en la mesa, observando cómo se llevaba la comida a la boca y su tenedor desaparecía tras aquella cortina de pelo.
«Por el amor de Dios, Avril», le había espetado mientras notaba que aferraba con fuerza el tenedor y el cuchillo. «¿Quieres recogerte el pelo de una vez?».
Ella había actuado como de costumbre: le dirigió una mirada vacía antes de levantarse, arrastrando con furia la silla sobre las baldosas, y marcharse indignada de la habitación.
«Más le vale volver y terminarse la cena», le había dicho Christy a Sorcha en un tono prácticamente amenazador.
«Déjala», había respondido su esposa, agotada, al tiempo que se oyó un portazo en la planta superior, seguido por una música estridente; Christy notó que su apetito disminuía.
—Por favor… —suplicó en ese momento Sorcha, y él sintió la necesidad de apaciguarla.
—Vale, cariño, lo intentaré.
Pareció que algo se destensaba en su cuerpo cuando Christy accedió. Sorcha relajó los hombros, aliviada por deshacerse de aquella carga. Le sonrió, alejó los brazos del pecho y se separó del alféizar. Se detuvo detrás de su silla, se inclinó para besarle en la coronilla y él le acarició la mano, que descansaba sobre su hombro.
—Gracias.
—No me des las gracias hasta que no haya hablado con ella.
Sorcha tenía el rostro apoyado sobre su cabeza y Christy notó que miraba la pantalla que tenía delante.
—¿Cómo va el libro?
—Bien.
—¿Has tenido alguna noticia más de aquella agente?
Christy se tensó ligeramente ante aquella mención y se revolvió en la silla.
—No, todavía no. Primero tengo que mandarle el resto del libro, ¿recuerdas? Entonces se pondrá en contacto conmigo.
—¿Todavía no lo has hecho?
—No, Sorcha, aún no he terminado.
Se le quebró la voz al sentir una repentina irritación y le soltó la mano. No podía evitarlo: el hecho de que hubiese mencionado a la agente le había molestado. En ese momento deseaba no haberle dicho nada y se arrepintió de la versión de los hechos que le había ofrecido y de la forma en que había permitido que atase cabos, haciéndole pensar que prácticamente había terminado la novela cuando lo cierto era que apenas había comenzado a escribirla.
—¿Te has enterado de algo más sobre el certamen de poesía?
—Por Dios, Sorcha, ¿de qué va esto? —soltó en un suspiro. No pudo evitarlo.
—Solo preguntaba.
Una tensión se apoderó del ambiente tras su repentino estallido. Sorcha dio un paso atrás, como si percibiera su incomodidad y su desánimo ante la mención de la poesía.
—Bueno, te dejo seguir trabajando. —Pero antes de marcharse, añadió—: Avril está en la playa. Creo que irá a visitarla.
—¿En serio?
—Sí, creo que la idolatra un poco. Y, sinceramente, no estoy segura de que sea una buena idea. Para ninguna de las dos.
—¿Por qué dices eso?
—Venga ya, Christy. Lara no es el mejor ejemplo a seguir para una adolescente muy influenciable, ¿no crees? Además, ya tiene sus propios problemas. No creo que quiera que Avril esté encima de ella todo el rato.
—Sí, supongo que tienes razón.
—¿La has visto ya?
—La vi un momento. La llevé a casa el otro día.
—No me lo habías dicho.
—¿No? Se me debió de pasar —contestó, intentando sonar relajado y simular una calma que no sentía.
—¿Cómo la viste?
—Ah, pues eso, cansada, triste y algo distraída.
Notó que se le sonrojaba el rostro y se giró hacia el ordenador para que ella no lo viese. Por un momento, pareció que se hacía el silencio entre ellos y, entonces, oyó el pomo de la puerta girarse.
—Sorcha…
—¿Mmm? —musitó, y se dio media vuelta para mirarlo de nuevo.
—No le habrás dicho nada a Stella, ¿verdad? Sobre la novela, sobre lo que dijo la agente, ¿no?
Lo miró durante lo que pareció un largo instante y, luego, arqueó las cejas. Su rostro reflejaba una perfecta inocencia.
—No. No, claro que no. —Y, luego, cambiando de tema, inclinó la cabeza hacia la ventana, que mostraba un cielo que oscurecía—. Ahí está.
Por un momento, Christy no supo de quién hablaba y se giró hacia el mar. Pero, entonces, dirigió la vista a Sorcha. Su esposa pareció oír la pregunta que se hacía y algo en ella se tensó.