Kitabı oku: «A la deriva», sayfa 3
Habían pasado casi dieciséis años, pero recordaba los detalles de aquel día con intensidad: el empalagoso aroma de la repostería que se adhería a las paredes de la casa, el calor que hacía en aquella habitación, el siseo y los chisporroteos de la turba en la chimenea, todos los familiares que se apretujaban en aquel pequeño espacio, los besos en las mejillas, la cantidad de veces que había dado la mano, las felicitaciones que le resonaban en los oídos… No quería que le organizaran una fiesta; se había opuesto completamente a ello. Pero, por aquel entonces, empezaba a descubrir que nadie daba mucho valor a lo que él quería. Oía el frufrú de las faldas de las mujeres, que se paseaban con tazas de té y platos de comida, y el sonido agudo de sus voces mientras los hombres permanecían sentados, malhumorados, comiendo sándwiches, bebiendo whisky y haciendo comentarios en voz baja. Sorcha estaba sentada en el centro, con las mejillas sonrojadas a causa de la emoción y con un semblante satisfecho y —¿era verdad lo que veían sus ojos?— ¿triunfal? Sintió que un aire cálido le llenaba los pulmones, se le hizo un nudo en la garganta y, de repente, supo que tenía que salir de ahí.
Aquel día, el cielo estaba cubierto de nubes iracundas, que se deslizaban por el cielo sobre un mar de peltre. Cuando escapó de la casa, una salada brisa le azotó la corbata y el cabello. Estaba confuso e incluso le faltaba el aliento. Tenía las ideas desordenadas. Era como si la vida hubiera cambiado de marcha de repente y lo hubiese pillado desprevenido. Tan solo tenía veintiún años, sin embargo parecía que la juventud ya era una cosa del pasado y que sus nuevas responsabilidades lo perseguían. La cadena de acontecimientos que él mismo había puesto en marcha empezaba a cobrar vida propia. En ese momento era imparable, y lo abrumaba y desconcertaba. En medio de la confusión de sus pensamientos, olvidó por un momento las rocas que flanqueaban el camino a ambos lados. Se tropezó, cayó al suelo y se raspó las manos y las rodillas con la gravilla. Sintió cómo se le desgarraba la piel cuando las piedrecitas se le clavaron en la mano.
—¡Joder! —exclamó. Se levantó rápidamente y se giró hacia la casa.
Esperaba que nadie lo hubiese escuchado. No estaba seguro de poder soportar que alguien lo viese así y le preguntara qué había pasado. Se los imaginaba de pie en el umbral y a sus suegros observándolo desde la distancia. El padre de Sorcha tenía una huraña expresión de rechazo en el rostro, su madre, un aspecto ansioso y sombrío, y su propio padre, un semblante pesaroso. Pero lo peor de todo era Sorcha. Se la imaginaba observándolo en silencio con aquellos grandes ojos azules y el ceño fruncido. No tendría que decir nada. Podía leerle el rostro perfectamente. Y ella entendería que lo que Christy le había dicho —las palabras que había murmurado en un débil intento de mostrar entusiasmo— no eran más que mentiras. No lo había dicho en serio.
Se pasó las manos por las perneras de los pantalones para sacudirse la arenilla de las manos y se apresuró hacia la arena gris. Sentía cómo se endurecía a medida que se aproximaba a la orilla. La marea estaba baja e incrementó la velocidad cuanto más cerca estaba, ansioso por poner distancia entre la casa y él. Se llevó las manos al cuello de la camisa, se quitó la corbata y la guardó en el bolsillo de la chaqueta. Cuando estaba a punto de llegar al final de la playa, donde las rocas parecían largas losas de color gris azulado, echó a correr, casi sin aliento, mientras las primeras gotas de lluvia le salpicaban las mejillas. Entonces, la vio desde la distancia. El viento le sacudía el pelo con fuerza y la trémula espiral de humo de su cigarro se fundía con el aire. Estaba apoyada contra una roca y todavía llevaba el uniforme de color azul marino, lo cual era una protesta ya de por sí. Aunque ella estaba de espaldas, Christy sabía cómo se sentía al observar su postura. Tenía la cabeza ladeada de forma desafiante, los hombros tensos y se agarraba con fuerza a la roca sobre la que estaba sentada.
Cuando se acercó, Lara se giró para mirarlo, y Christy vio que las lágrimas le rodaban por las mejillas, cortadas y rojizas a causa del viento. Le sorprendió verla llorando. No se lo esperaba.
—No voy a ir —dijo con la voz rota, a modo de advertencia—. No te molestes en invitarme, porque no iré. No pienso ser testigo de esta farsa.
—Lara —dijo él, y dio un paso hacia ella.
De repente, la chica apartó la mirada de él y tiró su cigarrillo a medias a la poza. La intensidad de su gesto hizo que Christy se detuviera. Sabía que debía tener cuidado con ella.
—Yo no quería —empezó a decir, vacilante. Su voz adquirió un tono agudo y absolutamente infantil—. Tienes que entender que no quería que…
—Para —lo interrumpió, y negó con la cabeza de una forma tan tajante que le dejó claro que no permitiría que le diera explicaciones, que no le importaban sus palabras, sus ruines excusas.
Fue como si aquella palabra marcase una línea de separación de todo cuanto habían compartido. Lara no tenía interés en escucharlo hablar de su dolor, no quería que le contara que lo ocurrido había hecho trizas todas sus esperanzas y sus sueños. De poco servía ya.
—Y si crees que me quedaré para veros jugar a la familia feliz, estás muy equivocado.
Cuando Lara acabó la frase, Christy tuvo la sensación de que algo muy pesado se asentaba en su pecho, algo que le arrebató todo rastro de ligereza en su interior. Durante toda su vida, todos los días, los meses y los años que tenía por delante, y las esperanzas que tenía se desvanecieron. La calamidad de su despreocupación le alcanzó y fue como si alguien le diera una patada en el estómago.
—Me iré sin ti —dijo con claridad. Se giró y lo miró para que observara la actitud desafiante que reflejaban sus ojos, para mostrarle que podía ser fuerte sin él—. Puede que me hayas dejado tirada, pero puedo hacerlo sin ti.
—Estoy seguro de que sí —contestó con ligera admiración.
De repente, algo cambió en ella. Su mirada desafiante desapareció y Christy vio el dolor que escondían sus ojos. No podía ocultárselo. Sintió que Lara se preguntaba «¿por qué?» y una chispa de rabia prendió en su interior. ¿Acaso no veía que su vida sería peor? ¿No entendía que ella era la afortunada? ¿Que todavía era libre? Sin embargo, antes de que tuviera la ocasión de preguntárselo, Lara se alejó de la roca, se dio la vuelta para encararlo y se apartó los mechones de pelo que tenía en la cara.
—Me han dicho que te vas a Italia… —mencionó con frialdad. Trató de mostrarse despreocupada, aunque ya era demasiado tarde—… de luna de miel.
—Sí —respondió Christy mientras notaba como la pesadumbre se asentaba en su pecho.
—No será lo mismo, lo sabes, ¿verdad? —Fijó la vista en él y le sostuvo la mirada durante unos instantes con unos ojos tan fríos y grises como el mar—. No será lo mismo en absoluto.
Y, entonces, se dio la vuelta, y Christy observó cómo se alejaba por la playa, entera y orgullosa. Cuando se acercó a su casa, aceleró el ritmo y, prácticamente, echó a correr. Mientras tanto, él se preguntó a qué se había referido. ¿No sería lo mismo para quién?
¿Acaso sabía Lara en aquel momento cómo irían las cosas? ¿Intuía lo que ocurriría en el futuro? ¿Cómo era posible? ¿Cómo podría haber sabido que mientras él se pasearía entre las ruinas de Pompeya, Sorcha se sentaría delicada y pacientemente en la sombra, mientras se abanicaba con el sombrero, enmascaraba su aburrimiento y se moría de ganas de que Christy volviera? ¿Cómo era posible que Lara hubiese previsto que los quejidos y el cansancio de hacer cola para entrar en la galería Uffizi bajo el calor abrasador de Florencia lo pondrían de los nervios? ¿Que le provocarían una irritación muy poco familiar? Lara no podía saber que tendría que recordarse a sí mismo que su nueva esposa estaba embarazada y que era injusto hacer que esperase bajo el sol. Por muy bien que los conociera a ambos, era imposible que hubiese imaginado que acabarían pasando su luna de miel tumbados bajo parasoles al lado de la piscina del hotel, sin apenas dirigirse la palabra, mientras él se perdía toda la historia y la cultura de Italia.
Los campos eran negros y una calma inquietante reinaba en el terreno que había a su alrededor. El cansancio lo invadía poco a poco mientras conducía y le nublaba la mente. Tensó los músculos de la espalda y sintió todas las contracturas que le recorrían la columna. La mano de Sorcha todavía reposaba en su muslo. Tenía una sensación peculiar, aunque era incapaz de describirla. Recordó la frialdad que reflejaban los ojos de Lara el último día que habían hablado. Todo rastro de calidez y cercanía se había desvanecido de ellos. Intentó deshacerse de aquellos pensamientos y centrarse en la carretera que tenía delante, en los faros que iluminaban el asfalto y las nubes que brillaban bajo la luz de la luna sobre las montañas que se veían a lo lejos. «No será lo mismo en absoluto». Al bajar la ventanilla, oyó los rugidos del mar.
Capítulo 3
Me entrevistó en su oficina. Delante de nosotros, había dos capuchinos de máquina enfriándose; la espuma se endurecía en los vasos de cartón. No estaba preparada para aquello teniendo en cuenta que esa mañana me había despertado con un fuerte dolor de cabeza, el estómago vacío y con náuseas. Hacía tiempo que no tenía una resaca así, y me había llevado un tiempo recomponerme. Había conseguido salir a rastras de la cama y me había quedado en cuclillas en la bañera, bajo la alcachofa, durante quince minutos. Después, me había vestido con la ropa más sobria y decente de que disponía, me había recogido el pelo en una coleta y, con una selección de cosméticos, esbocé sobre mi rostro el de una persona sana y con posibilidades de encontrar trabajo.
De algún modo, había llegado a tiempo y, cuando leí el cartel de la puerta —Alan Woodgate, gerente—, traté de imaginar qué clase de persona poseía un nombre tan sencillo y ordinario al mismo tiempo. Me imaginaba que sería un hombre alto que se movía como si sus articulaciones fueran mecánicas, de esos que te dan un firme apretón de manos. No me decepcioné del todo cuando lo vi.
—Así que ¿eres de por aquí? —preguntó el señor Woodgate sin levantar la vista de mi solicitud—. ¿Del pueblo?
—Sí, pero he vivido bastante tiempo fuera.
—Sí, ya veo…
Su cabeza tenía un aspecto céreo bajo la luz del despacho y tenía algunos cabellos levantados alrededor de la coronilla. Era joven, alto, se estaba quedando prematuramente calvo y tenía una nuez muy puntiaguda que era incapaz de dejar de observar y que subía y bajaba mientras bebía el capuchino. Estaba sentado encorvado frente a mi solicitud, con un bolígrafo entre los labios, y releía los detalles de mi vida. Detrás de él había una ventana que daba al supermercado, pero, desde donde yo estaba sentada, solo veía las luces fluorescentes que colgaban del techo como si fueran vigas y me cegaban. Aún me dolían los ojos por culpa de los excesos de la noche anterior. También estaba un poco preocupada por la información que contenían aquellas páginas. Había escrito mi solicitud con la vieja máquina de escribir de mi madre cuando iba un poco colocada.
—Vaya, has tenido una carrera accidentada, si me permites el comentario —dijo.
El hombre levantó la vista y me miró con una sonrisa divertida. Se toqueteó la corbata y apoyó los codos sobre la mesa.
—Sí, pero, tal y como dice en mi solicitud, he trabajado en el sector servicios.
—En lavanderías, bares, mercados, restaurantes… —enumeró con una voz nasal—. El último lugar en el que trabajaste antes de marcharte del país fue el bar Wimpy, en High Street.
—Exacto.
—Y, dime, ¿por qué dejaste el trabajo?
Pensé en el Wimpy, donde trabajaba después de las clases y durante las vacaciones de verano con otras tres chicas. Llevábamos delantales a rayas y nos dedicábamos a freír patatas mientras nos turnábamos para escoger una canción de la gramola. Las ventanas estaban grasientas, había una capa de suciedad sobre los mostradores, Madonna, Aha y Tina Turnes sonaban por el equipo de música, y el pelo y la piel me olían a grasa. Me encantaba aquel trabajo. Me habría gustado quedarme allí si Matt, el propietario, con seis hijos y una barriga cervecera que le sobresalía de los pantalones, no hubiese tratado de empotrarme contra el mostrador y besarme una noche que me tocaba cerrar. Después de aquello, no pude regresar.
—Tenía exámenes. Necesitaba tiempo para estudiar.
—Pero no hiciste los exámenes de acceso a la universidad. Lo pone aquí. —Señaló el formulario con el bolígrafo—. No acabaste los estudios.
—Bueno, no —contesté, avergonzada—. Pasó algo y decidí viajar. Pensaba que podría regresar y hacer los exámenes a la vuelta.
—Pero no lo hiciste.
—No. Supongo que me distraje.
—¿Durante dieciséis años?
—Exacto —dije, y traté de sonreír como si fuese una mujer segura de sí misma que no estaba a punto de vomitar en cualquier momento a causa del cuarto de botella de Southern Comfort que se había bebido la noche anterior.
A juzgar por la mirada de desaprobación que vi en su rostro, supuse que mi sonrisa no lo había convencido. Quería preguntarle qué importancia tenían los exámenes de acceso a la universidad para reponer estantes. Porque la verdad es que no lo necesitaba, y ambos lo sabíamos. Tuve un impulso repentino de echarme a reír ante aquella situación tan absurda: estaba sentada en aquel despacho, resacosa, mientras me entrevistaba un capullo plasta y Ronan Keating sonaba de fondo por los altavoces del supermercado. Sabía que me daría el puesto de trabajo, pero no hasta que hubiese sacado toda mi historia a relucir para ejercer su autoridad sobre mí y mostrarme quién era el jefe antes de que fichara. Así que me quedé sentada, aguantándome la risa que amenazaba con escaparse. Curiosamente, era optimista a pesar de la resaca; estaba segura de que conseguir el trabajo estaba al alcance de mi mano. Al fin, tendría una rutina, un poco de estabilidad en mi vida.
Lo dejó pasar y revisó algunos detalles más. Entonces, cuando se preparaba para terminar la entrevista y apilaba los papeles cuidadosamente, me dio la impresión de que relajaba los hombros cuando se recostó en la silla, me miró y preguntó:
—¿Qué te hizo volver? ¿Por qué te marchaste de Sudamérica?
De repente, sin preaviso, me encontré en Chile de nuevo, en San Pedro, en el polvoriento puesto fronterizo del desierto de Atacama.
«Vuelve a casa», me dijo Alejo con la mano apoyada en mi pecho, ligera pero firme, para que me sintiera anclada a la cama, aunque no era una amenaza. «Vuelve a Irlanda».
Recuerdo que me ardían los ojos y la sequedad que sentía en la garganta mientras intentaba reincorporarme en la cama, pero su mano no me lo permitía. Traté de protestar y sentí un gusto amargo en la boca; mis palabras estaban recubiertas de alambre de espino, tan afilado como una cuchilla. Dejé que cortaran el aire que había entre nosotros. Durante un instante, Alejo cerró los ojos, sus pequeños ojos negros, y los párpados ocultaron la luz que había en ellos. Cuando los abrió de nuevo, solo vi tristeza.
«Se acabó, Lara», dijo. «Se acabó».
Oí el ruido del motor de una furgoneta que estaba fuera y sabía que eran los demás, que lo esperaban; lo habían escogido a él antes que a mí. Sentí que me rompía en mil añicos bajo el peso de su mano, azotada por una nueva sensación de traición.
Se levantó de la cama y, tras él, vi su petate al lado de la puerta, preparado para cuando tuviese que marcharse. Me pregunté durante cuánto tiempo había estado planeando su fuga.
«¿Qué haré sin ti?», pregunté. Incluso ahora, cuando recordaba aquel momento, me odiaba a mí misma por ello, por ser tan débil y dependiente. No obstante, ignoró la pregunta.
«Cuídate, cariño», susurró mientras me miraba con su dulce rostro lleno de dolor y pesar; su mirada me decía que tenía que hacerlo, que no le había dejado otra opción. Lo había llevado al límite, y si no se iba ahora, quizá nunca sería capaz de hacerlo.
¿Qué otra cosa podía hacer aparte de regresar a casa? ¿Qué alternativa me quedaba? Me abandonó en un pueblecito en mitad del desierto de Atacama. No conocía a nadie más en aquel lugar. Apenas me quedaba dinero. No podía volver a aquella carretera polvorienta sin él. No tenía ni ánimo ni fuerzas para empezar a buscarlo otra vez. «Vete a casa», me había dicho. ¿Acaso no se había dado cuenta de que el único hogar que había conocido de verdad era él?
Pero eso no fue lo que le conté a aquel hombre calvo y pálido, atrapado por su propia autoridad burocrática, que me observaba con expectación y las manos cruzadas sobre mi exitosa solicitud.
—Porque no había nada que me retuviera allí.
—Es un gilipollas —me confirmó Ger el primer día—. Es importante que lo sepas ya.
Estábamos juntos en el pasillo de la repostería, apilando natillas en las estanterías. Ger tenía bastante estilo para colocarlas de forma que las etiquetas estuvieran orientadas hacia delante y perfectamente alineadas. Dimos un paso atrás para observar nuestra obra maestra mientras intercambiábamos comentarios sobre Alan, que estaba en su despacho.
—Un día, tuvo el descaro de hacer un comentario sobre el aspecto de mi uniforme —continuó Ger, e hizo una mueca—. No es que esté sucio o desgastado. «Te va un poco justo, ¿no crees?», me dijo el muy capullo.
Ger y yo llevábamos camisas de color azul y pantalones azul marino, pero parecía que su uniforme se le ajustaba más a su cuerpo. Cuidaba su aspecto. Tenía el pelo negro recubierto de gomina y se lo peinaba con un tupé en la parte delantera, como Tintín. Llevaba anillos en casi todos los dedos. Se había pasado la mañana enseñándome las normas y los gajes del oficio. Me alegraba que fuera joven y tuviera encanto, pero, sobre todo, que pareciera no estar al tanto de mi situación. Había más gente en la sala de personal, algunas chicas que recordaba de la escuela, cuyas silenciosas miradas exhaustivas sugerían que sabían quién era, que habían oído lo que le había ocurrido a Nacio.
El supermercado se llamaba Crazy Prices. Era un lugar frío para mi gusto; los refrigeradores zumbaban y enfriaban el ambiente. Todo estaba tan bien colocado, tan bien expuesto y era tan aséptico… Durante todo el tiempo que había pasado en Perú, no había visto ni un solo supermercado. Nunca. Allí, los mercados eran al aire libre, y los pocos que estaban cubiertos no tenían nada que ver con este lugar desinfectado e iluminado por fluorescentes. Mientras trabajábamos, le conté a Ger mil detalles sobre los bloques rotos de cemento; las básculas antiguas; las manos sucias con las uñas rotas que agarraban la fruta de los puestos, o sacaban cereales o legumbres de sacos abiertos; las mesas que goteaban grasa y sangre al suelo, que se acumulaba en las alcantarillas; los perros que olisqueaban y rebuscaban; y el ruido, los constantes repiqueteos y zumbidos de los comercios. Frunció el ceño, repugnado. Era joven y tenía un gran sentido de la estética. Siempre olía a colonia. Crazy Prices, con su música anodina que se filtraba por los altavoces, era su hábitat natural, un lugar tranquilo y antiséptico en comparación con los mercados que yo recordaba.
El tiempo pasaba rápidamente. Los días eran muy ajetreados, y me sorprendió que el trabajo me pareciese gratificante. Al tercer día, Alan —o el señor Woodgate, como él insistía en que lo llamáramos— me informó de que en un par de semanas me pondría al frente de una caja registradora.
—Cuando hayas demostrado que eres digna de mi confianza —dijo.
Me quedé mirándolo fijamente mientras pronunciaba aquellas palabras. Lo cierto es que me gustaba más ocuparme de los estantes, apilar, ordenar y reponer el stock. Podía perderme en mis propios pensamientos mientras trabajaba. Me sorprendía a mí misma pensando en Alejo cada vez con más frecuencia. No pensaba en dónde estaría o con quién, pero me acordaba del tiempo que habíamos pasado juntos, y repetía los recuerdos una y otra vez en mi mente, como si fueran una película antigua; como si, al hacerlo, los mantuviese vivos. Una parte de mí tenía miedo de olvidarlos para siempre tras haberme marchado de aquel lugar. Se me había pasado por la cabeza ponerlos por escrito, e incluso había tratado de hacerlo en alguna ocasión, pero el resultado había sido un tanto vergonzoso y parecía un híbrido entre una novela romántica, una guía de viajes y las confesiones de una porrera. Era mejor sumergirme en los recuerdos mientras ordenaba latas de fruta en almíbar. Me ayudaba a seguir adelante.
A veces, Ger me pillaba absorta en mis pensamientos.
—¿En qué piensas? —preguntaba en un tono escandaloso, como si yo estuviese reflexionando sobre los espeluznantes detalles de algo en concreto.
Cuando Alan vino y me dijo lo de las cajas registradoras, pensé sobre aquel día en Cuzco, el segundo, en que la lluvia llegó de los Andes. Estaba tan empapada que parecía que el agua me calaba los huesos.
Me acordaba de cómo, al igual que muchas otras mañanas de aquel año en Perú, me había despertado el ruido que hacían otras personas; los gemidos, los bostezos y la tos; ruidos a los que me había acostumbrado. Aquel hostal era mejor que otros en los que me había quedado, donde el miedo me quitaba el sueño y siempre tenía que estar alerta por la noche. No me había percatado de que llovía hasta que salí fuera. Estaba muy ansiosa por ir de nuevo al lugar donde lo había conocido. Hacía tiempo que no me sentía tan entusiasmada con alguien y, por extraño que fuera, me sentía sobria y embriagada a la vez. Me acordaba de aquellos ojos, del modo en que me habían mirado durante unos segundos y después se habían apartado, y de que sentí que algo me atravesaba el corazón. Pero cuando vi el tiempo que hacía, sentí una presión enorme en el pecho y mis esperanzas se desvanecieron. Algo similar a la desesperación me invadió y se apoderó de mi cuerpo.
La Plaza de Armas estaba desierta. Los chorros de agua de la fuente apenas se veían a través de la incesante capa de lluvia, que transformó el suelo en una superficie resbaladiza y traicionera. Las personas se cobijaban bajo los balcones y en las tiendas del paseo. Era como si la actividad que había llenado las calles el día anterior hubiese sido un sueño. Los vendedores ambulantes no estaban por ninguna parte. Se habían llevado con ellos las bolsas, los cinturones y la bisutería que exponían en sus mantos étnicos. Solo estaban los trabajadores de los restaurantes que sostenían menús abiertos e intentaban atraer a los turistas para que se refugiaran de la lluvia. Recordaba haber estado en una esquina de la plaza y notar que el agua de las alcantarillas me empapaba los tobillos. Indecisa, empecé a sentir pánico. Estaba desesperada por encontrarlo y sentía que se me escapaba. Fui de pub en pub y pasé por Los Perros, Crosskeys y el African Bar. Pero no estaba en ninguno de ellos. Sabía que era peruano por sus facciones: era bajito y de piel morena. Y cabía la posibilidad de que viviera en Cuzco y que estuviera alterándome por una nimiedad. Pero también sabía qué clase de persona era: de esas que sienten la llamada de la carretera, de las que se ponen nerviosas cuando permanecen demasiado tiempo en un mismo sitio, de esas que se marchan de un lugar simplemente para evitar el mal tiempo, sin mirar atrás.
Finalmente, me senté a las puertas de la catedral. Estaba encogida junto a la entrada, rechazada, empapada. El frío me calaba hasta los huesos. «¿Qué estoy haciendo?», me pregunté, y sentí la desesperación que se formaba en mis entrañas. Los turistas observaban la lluvia desde el interior de la catedral, pero yo no me atrevía a unirme a ellos por miedo a atraer a la mala suerte; ya me había hartado de eso. No sé cuánto tiempo estuve allí sentada, pero fue lo bastante como para que parase de llover, el sol se asomara entre los nubarrones e iluminara el agua de los charcos que se habían formado en el suelo, y la plaza cambiara de aspecto. Vi que los turistas salían a recibir la luz del sol y sentí que me entraba sueño. La cabeza me pesaba tanto como las extremidades, empapadas. Y justo cuando estaba cerrando los ojos, oí una voz que provenía de arriba.
—Hola, irlandesa.
Me olvidé de inmediato de la ropa mojada y de que tenía el pelo húmedo, y noté que mi corazón se animaba mientras una sensación cálida me invadía por dentro.
Fuimos a un bar que había detrás de la catedral y, de camino, nos detuvimos en una tienda para turistas, donde me compré una camisa de Inca Kola, me cambié en la tienda y saboreé la sensación de sentir el algodón seco contra la piel. En el bar, nos sentamos en un cubículo que había al final, tomamos chicha y hablamos. Tenía la voz suave y melosa; era un hilo de frases rotas musicales. Había aprendido inglés en la carretera, gracias a los extranjeros que había conocido por el camino. Me contó cosas de su vida y yo le conté algunas de la mía. Pero, por algún motivo, me daba la sensación de que los detalles de mi pasado no le afectaban. No necesitaba saber dónde había estado, a quién había conocido o qué había hecho. Me miró fijamente con sus ojos negros y brillantes; era como si pudiera verme el alma. Nunca me había sentido tan expuesta.
Aquella noche no regresé al hostal. Uno de sus amigos tenía un apartamento en vía del Piso y le había dejado quedarse en una de sus habitaciones. Después de que acabara de llover, las calles se habían quedado en silencio y seguían vacías, como si el agua hubiese limpiado la ciudad y se hubiera llevado consigo todo el ruido. También había tranquilidad en aquella habitación mientras lo abrazaba, deslizaba los pies por detrás de sus piernas y lo acercaba a mí. Había tanto silencio que lo oía todo: los latidos de su corazón contra el mío y el sonido que hacían nuestras pieles cuando se rozaban.
Poco a poco, comencé a sentir que algo importante estaba pasando. Sin duda alguna, todo lo que tenía a mi alrededor había adquirido una nueva calidad. Las cosas brillaban más y eran más definidas, y el aire amplificaba el sonido. Me aferré a su cuerpo. Quería perderme en él y sentir cómo nos fundíamos. Después, nos quedamos estirados en medio de la oscuridad, mientras le apartaba el pelo negro azabache de la cara y le pasaba los dedos por la curva de sus redondeadas mejillas; unas diminutas marcas de viruela le cubrían la base de la mandíbula. Su respiración se ralentizó y sentí el peso de su cabeza sobre mi brazo cuando se durmió. Pero no traté de moverlo. No quería apartarme de él. Por alguna razón que no lograba describir, me abrumaba una sensación de que tenía un destino. Me quedé tumbada, escuchando la silenciosa quietud. Mi corazón se había quedado mudo después del frenesí salvaje que lo había visitado y, al igual que las calles, llenas de vida y brillantes, sentí que yo también estaba limpia. Finalmente, caí en los brazos de Morfeo.
Para celebrar que hacía una semana que era una ciudadana con trabajo remunerado, utilicé mi descuento para empleados para comprar pintura. La selección era bastante penosa, ya que solo había débiles tonos magnolia, melocotón y avena. Observé las muestras de colores mientras me mordía el labio y, al final, perdí la paciencia.
—A la mierda —dije, exasperada, y agarré dos botes de una mezcla de un tono amarillo mantequilla, un rodillo, una cubeta y unas cuantas brochas.
Estaba cansada de mí misma y del espacio que ocupaba. Me dije que empezaría por la casa y le daría un aspecto nuevo, antes de empezar conmigo.
Me percaté de que el pueblo estaba muy tranquilo para ser un viernes por la noche cuando lo atravesé cargada con todo el kit de manualidades que había comprado, y me pregunté de nuevo por qué recordaba aquel pueblo como un lugar elegante. Me había marchado en 1989, el mismo año en que cayó el muro de Berlín, cuando mil personas fallecieron en la masacre de la plaza de Tiananmén y Jomeini declaró la fetua a Salman Rushdie. Y ahora, Alemania se había convertido en un país completamente diferente, Irlanda mandaba delegaciones de comercio a China y Salman Rushdie, que ya no se ocultaba, salía en las noticias debido a su joven y bella mujer, y veía como todo había cambiado durante mi ausencia. El pueblo tenía un aspecto derrotado y parecía raído y achaparrado a la sombra de las montañas. Los videoclubs se habían multiplicado, al igual que los cibercafés. Todos los edificios que había en la calle principal tenían doble acristalamiento, marcos de plástico blancos y paneles que habían sustituido a las antiguas ventanas carcomidas con cristal ondulado que recordaba.
Mi madre me había mantenido al tanto de todos los cambios por los que había pasado el pueblo en nuestras conversaciones telefónicas, poco frecuentes y esporádicas. Al principio, era yo quien acaparaba toda la conversación con mi entusiasmo febril, en medio de calles polvorientas, mientras le metía monedas al teléfono de la cabina y charlaba de todas las cosas que había hecho, los lugares que había visto y las personas que había conocido. Por lo general, estaba borracha antes de llamar y creo que mi madre lo sabía; la desaprobación y la preocupación retumbaban en sus silencios. Pero cuando conocí a Alejo, me pareció que percibió el cambio que hubo en mí y comencé a sentir que se relajaba al otro lado de la línea, oía el tintineo de su risa en mi oído. Sin duda, se alegraba de que me hubiera asentado. Y por eso, años más tarde, después de que naciese Nacio, durante aquel primer año que pasamos viajando con Roger y aquellas dos chicas danesas, cuando empecé a sentir que Alejo y yo nos distanciábamos cada vez más, vi que había algo entre él y Sylvie, la chica del pelo color maíz, y sentí el primer indicio de sospecha, fui incapaz de contárselo a mi madre. No podía confesarle toda la preocupación y confusión que sentía.