Kitabı oku: «A la deriva», sayfa 5
—Me refería a Avril —añadió antes de marcharse en silencio.
Christy caminó hacia el crepúsculo. El aire se introducía en su pecho y le llenaba los pulmones. Inhaló y sintió que se expandía en su interior. El camino que llevaba a la playa adquirió un tono argentino en la penumbra y se dirigió con cuidado hacia la orilla. Le resultaba más fácil respirar en el exterior; tenía más espacio para pensar. Junto a él, las olas rompían como si fueran explosiones saladas. Más adelante, cerca de la punta de las rocas, vio a Avril. La chica caminaba entre los restos que el mar había depositado y que pronto reclamaría.
La observó mientras caminaba, balanceando las caderas, sin ser consciente de que la observaban. Había desarrollado una nueva forma de andar, una especie de paseo indolente y ostentoso que expresaba hasta la última gota de apatía de la que podía hacer gala. Llevaba unos zapatos negros con unos enormes tacones, como mínimo de unos siete centímetros. Odiaba esos zapatos y había protestado enérgicamente cuando llegó a casa con ellos, exigiendo que los devolviese. Era demasiado joven para llevarlos, argumentó; por el amor de Dios, si todavía estaba desarrollándose. Le provocarían una mala postura en el futuro. Pero también había perdido esa batalla.
Le parecía que los cambios que estaba experimentando erosionaban poco a poco prácticamente todo lo que una vez había conocido y amado de su pequeña, su primogénita. Ese mismo verano, en la playa, se había quedado estupefacto al contemplar la metamorfosis que había sufrido su cuerpo, esa voluptuosidad que se había apoderado de ella y la había transformado. Christy no estaba preparado para la velocidad con que la adolescencia se había instalado, ni para ver cómo su cuerpo caía en las garras de aquellas hormonas dañinas. Sufría unos cambios de humor violentos. Lo ponía nervioso acercarse a ella y se preparaba mentalmente para lidiar con sus enojos, pataletas y rabietas repentinas antes de entrar en casa. Todavía la quería, pero últimamente tenía que recordárselo a sí mismo cada vez más a menudo.
La alcanzó al llegar a las largas rocas lisas. La llamó y aligeró el paso cuando Avril se giró y lo esperó. A medida que se acercó, vio el recelo que reflejaban sus facciones, la mirada apagada, severa y atenta con que lo observaba.
—¿Qué? —preguntó con hosquedad cuando su padre la alcanzó, recuperando el aliento.
—¿Podemos hablar un momento?
—Supongo —contestó, y se encogió de hombros.
—Mira, cariño… —empezó a decir, y exhaló en un intento por adoptar una actitud racional—. Siento haberte hablado así antes. Lo que he dicho sobre tu pelo…
—A mi pelo no le pasa nada.
—Lo sé, lo sé. Es que a veces te tapa la cara, y tienes una cara preciosa.
No parecía muy convencida. Christy dirigió la vista más allá de ella, a la espuma que bañaba la playa, y sugirió que siguiesen caminando. Durante un rato, ninguno de los dos pronunció palabra alguna y pensó en cómo abordar el tema de su comportamiento, las peleas que tenía con su madre y su insolencia, algo que él no podría tolerar durante mucho más tiempo. Pero había algo tan agradable en aquel silencio, casi mágico, que no quería estropearlo. Hacía tiempo, Avril y él eran muy buenos amigos. Desde su nacimiento, se había sentido embargado por un poderoso deseo de protegerla, acompañado de una especie de asombro por todo lo que hacía. Cuando tenía dos años, le fascinaban las mariposas. «Parimosas», las llamaba ella, y Christy nunca se vio capaz de corregirla. Sintió una punzada de tristeza el día que descubrió cómo se pronunciaba de verdad. Y, en ese momento, en una oscuridad creciente, quiso ser su amigo de nuevo.
—¿Así que vas a ver a Lara?
—Ajá.
—Parece que últimamente pasas mucho tiempo con ella.
—Sí. Mola.
—Sí, supongo que sí.
—No es como los demás adultos, ¿sabes? No me está diciendo siempre si no debería estar en casa o si no se preguntarán mis padres dónde estoy ni ningunas de esas mierdas. Me deja hacer lo que quiera.
Christy contuvo el impulso de regañarla por emplear aquel vocabulario soez y se preguntó exactamente qué permitía Lara hacer a su hija que no pudiese hacer en casa.
—¿Y qué hacéis? —dijo con indiferencia.
—La ayudo con la casa. La está renovando.
—¿Renovando?
—Sí, está quitando todas esas fotos viejas, pintando las paredes, ya sabes, ese tipo de cosas.
—Claro.
Intentó recordar cómo era la casa mientras Lillian aún vivía. Había largos rollos de papel matamoscas colgando del techo, con moscas pegadas a él como si fueran grosellas. Aquellas espirales pegajosas repletas de cadáveres negros le provocaban náuseas. También lo hacía el olor de la casa, sobre todo hacia el final, cuando Lillian ya estaba muy mal y el desagradable olor del desinfectante contrarrestaba una hediondez todavía peor. Pero el papel matamoscas ya no estaría ahí, e imaginaba que la fuerte brisa que entraba por las puertas y las ventanas abiertas se habría llevado aquel hedor.
—He hecho esta cinta para Lara —dijo tímidamente.
—¿Qué le has grabado?
—The Cure, Interpol, The Bravery, Franz Ferdinand y The Killers —enumeró, y Christy percibió en su tono de voz que estaba orgullosa de esos grupos, de que le gustasen.
—¿The Bravery? —interrogó—. ¿Quiénes son?
—Oh, es un grupo muy chulo —contestó entusiasmada, y toda su hostilidad desapareció. Observó cómo le ondeaba el pelo alrededor del rostro. Avril había bajado la guardia y mostraba el apasionante optimismo que tenía cuando era una niña. Christy notó la sangre que bombeaba su corazón y un antiguo sentimiento de amor familiar por su hija se apoderó de él—. Tienes que ver uno de sus videoclips. Hay una hilera enorme de fichas de dominó en una especie de fábrica grande y un montón de mecanismos se activan cuando las piezas los alcanzan. Es muy guay.
—Suena guay.
Sintió la calidez del buen humor que compartían de nuevo. Lo agradeció después de todos los silencios tensos y hostiles cargados de amenazas tácitas. Hacía unas semanas, durante una discusión, Avril le había dicho que era un perdedor. Le sorprendió que utilizara aquel término y se quedó sin palabras. Después de decirlo, la expresión pareció flotar en el aire entre ellos, resonando con violencia. ¿Cómo supo qué palabra usar, el adjetivo que iba directo al corazón de todas sus inseguridades, aquella palabra incriminatoria que lo hería más que ninguna otra? No le consolaba que la emplease para describir a otras personas. Para Avril, el mundo entero parecía estar poblado de perdedores, inútiles, imbéciles, idiotas y gilipollas.
Los cambios en su hija lo preocupaban: la forma en que se alejaba de él, el nuevo vocabulario que utilizaba y la negatividad de este, así como su nueva habilidad para herirlo con el más mínimo golpe. Pero durante aquel corto paseo por la playa, mientras la noche se cernía sobre ellos y Christy observaba unas cuantas estrellas dispersas sobre sus cabezas, olvidó esa mirada que a veces le dirigía, aquella expresión cercana al odio, una mueca que aunaba aversión y vergüenza. Esa mirada lo dejaba helado.
En la distancia, hacia el final de la costa, sobre las rocas donde rompían y estallaban las olas, una luz brillaba en la oscuridad. Era extraño ver el tenue y áspero brillo que asomaba por aquellas ventanas tras dos años de oscuridad. Alcanzaron el empinado tramo de escalones que serpenteaba sobre la arena y la hierba hasta el desvencijado porche. Entonces, vio pasar una sombra por la ventana, una figura delgada, y algo se aceleró en su pecho. Lara.
Por un instante, se sintió confuso; no estaba seguro de lo que debía hacer. No había hablado con su hija, como le había prometido a Sorcha. Sin embargo, sentía que había progresado con ella.
—Bueno, dejo que te vayas.
—Vale.
Permanecieron unos instantes de pie, mirándose en la oscuridad mientras las olas derramaban con su murmullo agua sobre la arena.
—Ah, y una cosa, Avril…
—¿Sí?
—Dale un respiro a tu madre, ¿vale?
La chica reflexionó sobre aquellas palabras durante un momento.
—Adiós, papá —dijo, y la huella de ternura en su voz le dio esperanzas.
La observó subir los escalones y percibió optimismo en sus pasos ligeros sobre las tablas de madera. Más arriba, oyó una puerta abrirse, y la luz que brotó de repente del interior hacia los escalones le bañó el rostro. Escuchó cómo se saludaban y esperó a que se giraran hacia él, pero, en su lugar, entraron en la casa y cerraron la puerta.
Esperó un momento, con la vista puesta en la ventana. Casi quería verla surgir de entre las sombras, llamándolo e invitándolo a entrar. Permaneció allí dos o tres minutos antes de dar media vuelta, enfadado consigo mismo por pensar tal estupidez. Se recolocó la chaqueta y regresó caminando por la playa, solo en la oscuridad, mientras el mar avanzaba a su lado.
Capítulo 5
Sorcha estaba sentada al fondo del Old Oratory, en el sitio que Stella llamaba el muelle del café, esperando pacientemente. A su alrededor, unas voces se mezclaban con la música que emitían los altavoces, una cadencia lenta y rítmica, mientras ella observaba el vapor que emanaba de la taza de café que sostenía entre las manos. Había algo placentero en el hecho de sentarse sola y calentarse las manos con una taza de loza. Era un lujo no tener nada más que hacer, solo sentarse y esperar.
Un año antes, Sorcha había visitado a su médico de cabecera, un hombre alto y de aspecto decente que había sido su doctor desde niña, y le había hablado de su duelo. Había ido a verlo ante la insistencia de Christy. La preocupación de su esposo por sus constantes ataques de llanto y su propia alarma ante la neblina de apatía que se había asentado con tenacidad sobre sus pensamientos la llevaron a buscar ayuda profesional. Ocurrió unos meses después de la muerte de Lillian, pero todavía se sentía frágil y extenuada. Temía que la atiborrasen a antidepresivos o la remitieran a un psiquiatra, de modo que, cuando el doctor le sostuvo las manos, fijó sus ojos penetrantes en los suyos y le dijo: «Sorcha. Debes aprender a tratarte mejor», una nueva oleada de emociones la abatió. De repente, los ojos del doctor eran demasiado amables y su voz, demasiado compasiva.
Tomar café y tarta en el muelle del café era uno de los pequeños lujos que se permitía, un ritual del que disfrutaba. Le gustaba pensar que era una parte de su medicación mental. Levantó la vista y vio a Stella en la barra, atendiendo a un cliente y articulando «dos minutos» en su dirección. Pero a Sorcha no le importaba esperar; podía vagar en sus proprios pensamientos. Debía atesorar aquellos momentos de soledad, arrancados del clamor incesante del día a día. Admitió para sus adentros que la aliviaba el hecho de que el verano hubiera acabado. Ahora que los niños y Christy habían vuelto a la escuela, tendría la casa para ella de nuevo. Aquel verano en concreto había sido más estresante que los demás. La nueva agresividad de Avril, con sus repentinos arranques de mal genio, habían hecho mella en todos. Christy había respondido como de costumbre: se retiraba a su estudio o se marchaba a la playa para pasear a solas. Todavía la sorprendía su necesidad de estar solo. Su hijo parecía haber heredado algo de esa naturaleza. Esa era otra de sus preocupaciones: la tendencia que tenía Jim a retraerse, esa quietud suya y lo que significaba. Saltaba a la vista que su hijo no tenía amigos, y esto le resultó más que evidente durante los meses de verano. Le rompía el corazón verlo quedarse en casa constantemente, holgazaneando delante de la tele con los ojos vidriosos o encerrado en su cuarto con una Game Boy y cómics. Era algo que había compartido con Stella durante una de sus charlas mientras tomaban café. Y cuando vio que Stella se acercaba, tras haberse zafado al fin de sus tareas, Sorcha se preguntó si debería mencionarlo de nuevo, sobre todo teniendo en cuenta el fracaso de su intento por juntar a Jim y Elijah la otra noche.
—Por fin —dijo Stella, y se desplomó en el estrecho banco con un corto y sonoro suspiro. Su rostro resplandecía con salud y benevolencia mientras se inclinaba y sujetaba a Sorcha de las muñecas. Stella era una persona a quien le encantaba el contacto físico, algo que a Sorcha todavía le resultaba encantador tras varios años de amistad—. ¿Cómo estás, querida?
—Bien. Por fin soy libre.
—Ah, sí. ¡La vuelta al cole! —Se detuvo para remover el azúcar de su café y golpeó la cuchara contra el borde tres veces con vivacidad—. Guy está en casa hoy, dando clase a Elijah.
Para Sorcha, había algo pintoresco en su decisión de educar a su hijo en casa. Ni ella ni Christy tendrían bastante paciencia como para sentarse durante todo el día con alguno de sus hijos. Lo máximo que podía hacer era repasar los deberes con Jim durante una hora en la mesa de la cocina.
—¿Lara no viene? —preguntó Stella, y Sorcha se sonrojó al recordar que había comentado con despreocupación que invitaría a su prima la próxima vez que quedaran.
—No. Tenía que trabajar.
—Oh, qué pena. Bueno, seguro que la conoceré pronto.
Sorcha sonrió, dio un sorbo a su taza y escuchó a Stella hablar sobre los planes que tenía para la siguiente reunión del club de lectura, pero, mientras estaba allí sentada, en silencio, pensó en Lara, en la incomodidad que parecía persistir entre ellas y en cómo esta había amenazado en convertirse en auténtica hostilidad cuando había ido a visitarla.
Al principio, Lara pareció un poco sorprendida cuando abrió la puerta. Parpadeó ante la luz como si acabara de despertarse mientras Sorcha esperaba en el porche, con una gran sonrisa. Su propia voz le resultó estridente cuando le preguntaba con vivacidad si era un mal momento.
«No, no. Pasa», dijo Lara, y le sujetó la puerta.
Sorcha la siguió hacia el interior y se detuvo en seco mientras observaba las paredes, más luminosas y más limpias de lo que recordaba. Y, entonces, se dio cuenta: las fotos habían desaparecido. Aquellas fotos enmarcadas, en blanco y negro, en sepia, con colores desvaídos, las fotos que Lillian adoraba, ya no estaban.
«¡Las fotos!», exclamó antes de poder evitarlo. «¿Qué ha pasado?».
Había un tono de acusación en su voz, no pudo ocultarlo, y oyó la respuesta de Lara, cautelosa y controlada.
«Me daban muy mal rollo», respondió suavemente, «así que me he deshecho de ellas».
Sorcha trató de impedirlo, pero dio un grito ahogado.
«Pero Lillian…».
«Lillian las detestaba».
«¡Eso no es cierto!».
Entonces, Lara la miró y Sorcha supo que se había pasado de la raya al utilizar aquel tono de voz y haber hecho aquella pausa cortante en la conversación. Había tensión entre ellas, una confrontación tácita que hacía que pudiese estallar una discusión en cualquier momento. A Sorcha no le gustaban las discusiones. La hacían sentirse herida e indefensa. Al final, apartó la mirada de Lara y forzó una sonrisa mientras contemplaba las paredes.
«Bueno, es agradable y luminoso», añadió débilmente.
Durante los siguientes veinte minutos, permaneció sentada conversando con su prima mientras tomaban té, escuchando cómo su falsa voz resonaba en aquella habitación recién pintada mientras Lara fumaba un cigarrillo tras otro.
No le contó nada de eso a Stella.
—¿Qué tal lo llevan los niños? —preguntó su amiga.
—Bueno, ya sabes, Avril todavía tiene esos cambios de humor. Lo bueno es que está fuera de casa hasta las cuatro todos los días, así que tengo unas cuantas horas de respiro.
—¿Y Jim?
—Jim. Bueno, lo cierto es que parece el mismo de siempre. Resulta difícil saberlo, no habla mucho de la escuela. Me cuesta saber en qué piensa.
Cuando lo había recogido el día anterior, se quedó sentada en el coche y observó cómo un torrente de chicos salía de la entrada del colegio. Todos estaban bronceados y tenían un aspecto saludable tras el verano, pero entonces apareció su hijo, pálido y cabizbajo, con la mirada clavada en el suelo y solo como de costumbre, y su preocupación por él aumentó.
—¿Has hablado con sus profesores? —preguntó Stella.
—No, la última vez que hablé con ellos fue cuando acabó el curso. Nos aconsejaron que quizá sería buena idea que repitiera curso antes de empezar el instituto.
Stella se mordió los labios y asintió con sabiduría. Sorcha ya sabía cuál era la estridente opinión de su amiga con respecto a aquel tema. Había escuchado sus enfurecidos comentarios sobre el sistema educativo, sus severas advertencias sobre el bullying y la vulnerabilidad de los chicos en particular. Había aceptado en silencio libros y recortes de revistas que hablaban sobre el creciente índice de suicidio entre chicos adolescentes mientras el miedo se arremolinaba en su interior. Hubo un tiempo en que enseñaba esos artículos a Christy, pero ya no, no desde lo ocurrido con el poema de Betjeman. Stella, que pensaba que solo estaba ayudándolos, creyó que era necesario acometer a Christy desde otro ángulo, uno que se ajustase a su personalidad, de modo que presentó a Sorcha un poema escrito por John Betjeman sobre su experiencia del acoso escolar llamado «Pecado original en la costa de Sussex» y, como una tonta, Sorcha se lo había enseñado a Christy. Su reacción fue explosiva.
«¿Qué pretende con esto?», rugió su esposo, zarandeando el poema e iracundo. «¡Es algo muy propio de Stella y de su sabiduría de segunda mano, joder! Tomar prestadas las palabras de otro para asustarnos… ¿Qué espera que hagamos, sacar a Jim de la escuela? ¿Enviarlo a su pequeña escuela de segunda para que le llenen la cabeza de sus tonterías hippies y lo conviertan en un friki como Elijah?».
Por supuesto, Sorcha no mencionó a Stella su reacción. Nunca le contaría el recelo que sentía Christy, ni mucho menos revelaría que Elijah le parecía un chico demasiado precoz, delgaducho y con ojos saltones. En una ocasión, Sorcha se quedó pasmada al oírle decir que Elijah parecía un personaje de una novela de ciencia ficción y no un humano de verdad. Había advertido que los comentarios de su marido sobre Stella, Guy y Elijah se habían vuelto mezquinos en los últimos dos años y sospechaba que se debía principalmente a aquel libro de poesía.
—¿Y qué opina Christy de hacer que repita curso? —preguntó Stella, rescatando a Sorcha de la espiral destructora de sus pensamientos.
—Cree que no es buena idea, que no sería más que una pérdida de tiempo. Parece que piensa que solo está pasando por una mala racha.
Mientras las palabras salían de su boca, se dio cuenta de que esa era la respuesta de Christy a todo lo relacionado con sus hijos. Sintió una punzada de rabia hacia él.
—Hablando de Christy… —empezó a decir Stella. Sus ojos adquirieron un brillo cómplice—. Llamé a The Irish Times para preguntar sobre el certamen de poesía ¡y resulta que puede presentarse! —Se inclinó hacia atrás triunfalmente e inclinó la cabeza como si dijese: «¡Toma ya!».
—Oh. Vale.
—¿No es estupendo?
—Por supuesto. ¡Es genial!
Sorcha oyó la debilidad que había en su voz y recordó el pequeño suspiro que emitió Christy cuando sacó el tema en su estudio. No era un hombre propenso a suspirar, y aquella pequeña y exasperada exhalación la preocupó. Nunca habían hablado de la gran desilusión que le provocaba su poesía. Preferían dejar aparcado el tema en los límites de su matrimonio, acumulando polvo. Ignoraban todo el doloroso episodio que rodeaba el silencio ensordecedor que había recibido su publicación, la forma en que había sido ignorado por todos los periódicos y revistas. Solo hubo una reseña, una, un pequeño párrafo no demasiado entusiasta en el Kerryman, apenas un murmullo. Y luego estaba la vergüenza que sentía por haberse gastado tanto dinero en imprimir copias que jamás se vendieron, por no hablar de la humillación privada que había sufrido aquella noche, en el Old Oratory, mientras escuchaba a su marido leer su obra en voz alta, con un estilo farragoso, ampuloso y exageradamente arrogante. Al mirar a su alrededor, vio las miradas ausentes de los presentes y sintió una fuerte punzada de dolor provocada por su marido, por su pomposa declamación, por lo ridículo que resultaba, al tiempo que se percató de repente de lo horribles que eran sus poemas. También se sintió culpable por haberle permitido hacerlo, por no haber tratado de protegerlo de las heridas que provoca la crítica o la frialdad de ser ignorado. Se ruborizó de nuevo al recordarlo.
—¡Asegúrate de decirle que presente el libro! —le ordenó Stella, que golpeó la mesa con su regordete índice para dar énfasis a sus palabras.
—Lo haré.
—Y si no lo presenta, ¡entonces lo haré yo misma!
Sorcha sabía que no era una simple amenaza. Era consciente de que Stella tenía una actitud posesiva al respecto. Esto se hizo aparente desde el momento en que Stella leyó los poemas por primera vez e inició su enérgica campaña de apoyo. Su actitud posesiva se vio fortalecida cuando Christy le pidió que diseñase la cubierta, una petición que, según Stella, era un honor recibir. Stella se veía a sí misma como una especie de mecenas debido a que era dueña de una tienda de artesanías que apoyaba a artistas locales y a su predisposición a celebrar lecturas y talleres después de la jornada laboral en el Old Oratory. Sorcha sabía que lo hacía con buena voluntad, aunque fuese algo inapropiado. Puede que por eso le hubiese contado a Stella lo de la agente de Londres, algo que le había hecho sentir pequeñas punzadas de remordimientos desde entonces.
—Stella —dijo con vacilación Sorcha—, ¿recuerdas lo que te conté la otra noche sobre la agente?
—¡Ay, Dios mío! —Stella dejó su café sobre la mesa y volvió a sostenerle la muñeca—. ¿Le ha dicho algo más?
—¡No, no! No es eso. Es que… ¿te importaría no decírselo a nadie? Es decir, no hay problema en que se lo cuentes a Guy, por supuesto, pero quizá deberías decirle que lo mantenga en secreto.
—Claro. ¿Por qué? ¿Hay algún problema?
—No, no pasa nada. —Sorcha emitió una risa nerviosa—. Es solo que se suponía que no debía decírselo a nadie, no me di cuenta.
—¿Christy está delicado con el tema? —preguntó Stella con una sonrisa—. Tranquila, cariño, lo entiendo perfectamente. Estos artistas…
—Sí —concordó Sorcha, preguntándose si debería mencionar a Stella que tampoco debía decir nada a Christy. Quizá fuese el alegre entusiasmo con el que su compañera se terminó el café antes de inclinarse hacia delante para acariciarle la mano o la culpabilidad que sentía en su interior, pero, finalmente, decidió no decirle nada.
Stella se despidió de ella con un abrazo en la puerta y, mientras conducía de vuelta a casa, Sorcha se preguntó de nuevo por qué le había hablado a su amiga sobre la agente. Aquella noche iba un poco borracha. Sintió que una ansiedad que le resultaba familiar prendía en su interior mientras Stella hablaba sin parar sobre el certamen de poesía; tal vez lo dijera para que dejara el tema, ya que Christy se sentía visiblemente incómodo al respecto. ¿O tenía más relación con su firme esperanza de que daría algún resultado? Recordaba la emoción en la voz de Christy, aunque comedida, cuando le contó que la agente de Londres a la que había visto en un festival literario había leído los tres capítulos que le había mandado y había mostrado un claro interés. «Claro interés», había empleado esas mismas palabras. ¿O acaso le había hablado a Stella de la agente por alguna otra razón?
Mientras dejaba atrás el pueblo, recorrió con la mirada las coloridas crocosmias que flanqueaban el asfalto. Las nubes se desplazaban velozmente sobre las montañas al frente y Sorcha se percató de que su amistad con Stella había cambiado. Ya hacía un tiempo que era consciente de que trataba de arreglar su relación con Stella después del daño que había sufrido en Clonakilty. Lo había bautizado como «el incidente de Clonakilty». Había sido una tontería, sin embargo, lo ocurrido permanecía en su conciencia, a pesar de que estaba convencida de que la culpa no había sido suya.
Ninguna de las dos habló del tema durante las semanas siguientes; no hubo mención alguna a las cosas que se dijeron, las palabras hirientes ni las confesiones embarazosas. Pero Sorcha lo recordaba todo con claridad. Stella sugirió que las dos fuesen a pasar la noche a Clonakilty. Había un artista allí al que Stella quería conocer con vistas a encargarle obras para el Old Oratory. Lo conocerían, echarían un vistazo a sus cerámicas y pasarían el resto del día mimándose en el spa del hotel Inchydoney. Mientras conducía, Sorcha recordó, algo avergonzada, su cobarde gratitud ante la invitación, lo contenta que estuvo de recibirla. Sorcha creía que algunas personas tenían un don para la amistad, y ella no lo poseía. Cuando echaba la vista atrás, veía un montón de amistades fallidas, arruinadas de algún modo o descuidadas hasta extinguirse. Le preocupaba que su hijo fuese igual que ella. Tal vez por eso lo había estado empujando hacia Elijah, del mismo modo que sus padres la habían empujado hacia Lara. Pero Stella tenía un don para la amistad en abundancia. Reunía fácilmente a la gente a su alrededor; tenía una especie de magnetismo que atraía, un encanto envolvente. Según Christy, Stella era una abusona, y Sorcha era consciente del hecho de que algunos de sus conocidos consideraban que Stella era una repelente. Pero aquella radiante tarde de julio, mientras partían en el Land Rover de Guy, se sintió feliz de estar envuelta en ese encanto, totalmente dispuesta a estar junto a ella.
Hablaron sin parar durante todo el viaje hasta el este de Cork. Sorcha se sinceró sobre lo preocupada que estaba por Jim, por su reticencia y su incapacidad de relacionarse con otros chicos de su edad. Habló de Avril y le dijo que sus cambios de humor empezaban a preocuparla. Y Stella habló largo y tendido sobre sus preocupaciones financieras, suyas y de Guy, el descenso de turistas aquel verano y las repercusiones que tenía en su comercio. Le confió a Sorcha secretos del antiguo matrimonio de Guy: le contó que su primera esposa lo estaba dejando seco con la manutención y lo frustrante que era para Stella verse obligada a mantenerse al margen y no decir nada.
Cuando llegaron al hotel y se acicalaron, decidieron empezar una botella de vino en el bar antes de ir a casa del artista para ver su obra. Sorcha no estaba segura de si la causa fue el hecho de que bebieran antes de comer algo o la alegría general del buen humor que compartía, pero se emborracharon rápidamente. La conversación dio un giro hacia temas más personales, más íntimos. Stella le contó que quería otro bebé, pero Guy insistía en que no podían permitirse tener otro hijo. Eso la desconsolaba y estaba enfadada con Guy por mostrarse tan terco con ella mientras se rendía tan fácilmente ante las exigencias de su primera esposa. Asimismo, Sorcha le habló de las circunstancias en torno a su matrimonio. Le contó que Avril había sido un accidente, que se había quedado embarazada antes de que ella y Christy estuviesen casados o prometidos y le habló de la vergüenza y el miedo que sintió en aquel momento.
«¿Por qué lo llaman así, “quedarse embarazada”?», preguntó Stella.
«No lo sé. En realidad es una estupidez».
Rieron sin poder contenerse, abrigadas por la calidez del entorno y el efecto desinhibidor del vino.
Stella habló —bueno, no, en retrospectiva, alardeó— de su vida sexual con Guy. Le contó que era un amante muy receptivo y creativo, y que estaba dispuesto a aplazar su propio placer hasta que ella alcanzase el orgasmo.
«Pues entonces es todo un caballero», bromeó Sorcha. De repente, sintió timidez, perdida en esa conversación y recelosa de que le tocase hablar de su propia vida sexual tras el intercambio de confidencias. No podía evitar sentirse fuera de lugar; un puritanismo natural se apoderó de ella. Pero su comentario pasó de largo a Stella, que acababa de empezar.
«Antes de mudarnos a Irlanda —comentó entre risas, enseñando los dientes manchados de vino—, éramos amigos de una pareja. Digamos que teníamos mentalidades afines. Una noche, después tomarnos unas copas de vino, bueno, mejor dicho, después de muchísimas copas de vino, digamos que experimentamos».
Sorcha abrió los ojos como platos, sorprendida. No pudo evitarlo. Lo que la sorprendió todavía más fue la terrible sensación de asco que la invadió mientras Stella narraba su noche de pasión, el ir y venir de un dormitorio a otro.
«¿No te sentiste… incómoda —balbució Sorcha— la próxima vez que los viste? ¿No te morías de la vergüenza?».
«¡Bobadas! Nos echamos unas buenas risas», añadió con una sonrisa cómplice que hizo que Sorcha se preguntara si hubo un segundo encuentro, o incluso un tercero.
Stella había acordado que irían a la casa del artista, Neil Swift, a cenar y él demostró iniciativa al servir la cena en su propia vajilla hecha a mano. Sorcha no sabía de qué se conocían Stella y Neil; era difícil de deducir dada la creciente embriaguez de su amiga. Stella pareció tomar las riendas de la conversación, arrastrándolos con la marea de sus frenéticas anécdotas, sus eufóricas confesiones y sus coqueteos jocosos. Al otro lado de la mesa, Sorcha observaba silenciosamente a su anfitrión. Tenía un rostro pequeño y compacto, los ojos claros y un pelo gris y de aspecto suave que parecía flotar sobre su cabeza. No podía despegar los ojos de su cabello. Tenía la piel de color avellana, curtida por el clima, y hacía que sus ojos parecieran todavía más azules. El hombre se percató de que lo observaba y Sorcha apartó la vista y notó cómo se sonrojaban sus mejillas. Neil se reía afablemente de las bromas que hacía Stella y parecía no inmutarse ante el abundante consumo de vino de su amiga, que arrastraba las palabras y mostraba una franqueza cada vez mayor debido a su estado de embriaguez. Llevaba un jersey azul marino con un par de agujeros que revelaban la prenda de algodón blanco que llevaba debajo. Tenía un aspecto ligeramente descuidado que despertaba cierta simpatía en Sorcha, incluso un sentimiento protector, aunque sonase absurdo entonces. Sorcha era una mujer que se aferraba a la anticuada idea de que los hombres eran criaturas que necesitaban que alguien se ocupase de ellos. Y al observar la pequeña casa de campo de aquel hombre, vio signos de abandono por todas partes: en las telarañas que colgaban de los rincones más altos del techo, en los visillos amarillentos de las ventanas o en el sofá descolorido y destrozado en el que Stella se desplomó tras la cena. De hecho, las únicas cosas que no estaban quebradas, gastadas o mugrientas eran los platos y vasos que él mismo había hecho a mano, en tonos azules, grises y verdes; los colores subían y bajaban por la arcilla y formaban patrones ondulados, como el mar.
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