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VIII. ¿Un nuevo código?

La ley es código. Convierte un activo simple en un activo de capital al revestirlo con los atributos de prioridad, durabilidad, universalidad y convertibilidad. Pero también es cierto que “el código es ley”, como Lawrence Lessig sugirió hace casi dos décadas.[1] Desde que se publicó este libro la digitalización se ha expandido a paso veloz. En efecto, somos testigos del rápido cercado digital de la vida social, política y económica. Esto invoca el espectro de que la ley podría pronto ser remplazada por el código digital como modo dominante de ordenamiento de relaciones sociales y económicas complejas, y los abogados, que se han colocado al centro de la escena como codificadores maestros en la acuñación de capital, quizá deban ceder la mayor parte de su terreno a los “codificadores digitales” que ya están ocupados digitalizando contratos, empresas, dinero y conocimiento. Los amos y maestros del código legal podrían también, claro, adquirir las capacidades de codificación digital, y algunos ya están muy avanzados en ello. Grandes facciones de los codificadores digitales, sin embargo, quieren usar nuevas tecnologías para fines muy distintos.

Está por verse si el código digital tiene la capacidad de remplazar al derecho, si puede operar sin muletas legales como muchos codificadores digitales piensan y si los amos y señores del código del capital se retirarán y rendirán la tarea de codificar capital a los codificadores digitales. Es igualmente posible que el código legal mantenga su ventaja y, con la ayuda de los abogados y de las “obsoletas” instituciones del Estado, imponga restricciones a los codificadores legales que les cortarían el camino. Este capítulo bosqueja el campo de batalla entre los códigos digital y legal como está al día de hoy, repasando brevemente el estado del arte de las versiones digitales de los módulos legales del código para contratos inteligentes, derechos digitales de propiedad, firmas digitales y, por supuesto, dinero digital.

Como el mundo real, el digital también está poblado por utopistas y realistas. A ojos de los utopistas sociales uno de los mayores atractivos del código digital es que puede ser diseñado como un sistema de gobernanza descentralizada que pondría el control de todos los aspectos de la vida en manos de los individuos. El uso de dígitos en vez de leyes para codificar compromisos y relaciones sociales no es sinónimo de descentralización. Al contrario, la posibilidad de llevar a otra escala los códigos digitales permite a unos cuantos supercodificadores establecer las reglas del juego para todos los demás. Algunos avances en tecnología, sin embargo, han creado la posibilidad de la gobernanza descentralizada, siendo la más prominente de ellas la tecnología de blockchain.

Una blockchain es un libro contable que no se puede alterar y que contiene la historia completa de todos los cambios de estado en transacciones que hayan ocurrido en ella.[2] Los contratos inteligentes son piezas de código hechas para ejecutarse en la blockchain. Puesto que toda acción en la blockchain se registra automáticamente, los contratos inteligentes basados en blockchains generan un nivel de granularidad, totalidad y confianza en los datos reunidos que no tiene precedentes. Por lo general, solo se puede escribir sobre una blockchain; no se la puede modificar. Puesto que no permiten que las partes se retracten de los compromisos existentes, los contratos inteligentes que están inscritos en una blockchain generan compromisos aún más vinculantes que los contratos legales. Al hacer transacciones a través de contratos inteligentes basados en blockchains, los participantes aceptan un conjunto de reglas codificadas que son hechas valer por computadoras determinísticas.

Como resultado de ello, no habrá ya ninguna necesidad de poder estatal ni de legislación estatal y quizá el mundo al fin se haga tan plano como muchos economistas lo imaginan desde hace tiempo. Cuando el código digital remplaza al código legal los compromisos que hacemos los unos con los otros quedan grabados en piedra, en el cableado interno de la máquina, y ni siquiera los poderosos pueden simplemente sacudírselos de encima. Puede ser que hayamos llegado a la etapa del desvanecimiento del Estado y sus leyes, solo que no exactamente de la forma en que Engels, más que Marx, y sus seguidores lo habían imaginado.[3]

De hecho, ni siquiera los mayores utopistas sociales entre los codificadores digitales son antimercado: al contrario.[4] Creen que el código digital generará las condiciones para el mercado perfecto, justo como los libros de texto estándar en el primer curso de economía lo describen: un mundo con costos de transacción y de información cercanos a cero y poca, si acaso, necesidad de instituciones, como el derecho corporativo, de contratos o de propiedades, para que los seres humanos se gobiernen a sí mismos y a otros, inclusive si quizá abusen de sus poderes para su propio beneficio personal de tanto en tanto.

A pesar de su meta de cambiar radicalmente la forma en que se estructuran las relaciones sociales, los utopistas digitales ven poco sentido en desafiar abiertamente las estructuras de poder existentes. El Estado y su aparato regulatorio, así como los grandes intermediarios financieros y con ellos otros representantes muy visibles del orden actual, son casi despectivamente descritos como “titulares” cuyo fin, profetizan, está próximo. No hay necesidad de destronarlos: una vez que el código digital haya ganado notoriedad simplemente serán echados al basurero de la historia. Esto ocurrirá sin la violencia que caracteriza a las revoluciones porque, a diferencia del código legal, el código digital no depende del poder y no conoce fronteras territoriales ni jurisdiccionales. Más bien, vincula a los usuarios dispuestos de todo el globo en la plataforma a la que quieran sumarse para el propósito que quieran perseguir. Una vez que han decidido sumarse quedan constreñidos por las reglas del código digital, que puede construirse de forma que se haga valer a sí mismo.

Si el código digital puede escapar de las jerarquías y el poder es, claro, una pregunta abierta y hay razones para ser escépticos al respecto. Alguien tiene que escribir el código, vigilarlo, arreglar sus fallas, y alguien tiene que hallar la respuesta a la pregunta de a qué intereses sirve el código, o quizá a cuáles debería servir. Efectivamente, algunos codificadores ya han aceptado que el espacio digital necesita instituciones similares a los derechos de propiedad y han hecho propuestas sobre cómo crearlas, pero la mayor fuente de jerarquías quizá sean los codificadores mismos. Ellos hacen las reglas para las plataformas digitales que crean, para los contratos digitales, los derechos de propiedad, las monedas que producen. Quizá el código digital sea una meritocracia, pero las meritocracias son, por definición, jerárquicas, puesto que quienes tienen habilidades hacen las reglas que otros deben seguir. Inclusive si más de una persona participa en la creación del código digital esto rara vez implica que todos los codificadores tengan derechos iguales. Más bien, los proyectos colaborativos de codificación suelen ser iniciados por un codificador líder con un equipo de seguidores. Muchos quizá se separen más adelante del código original, pero eso típicamente ocurre solamente después de que alguien asume el liderazgo y otros lo siguen, y solamente con suficientes seguidores puede una nueva aventura digital convertirse en un verdadero éxito.

No solamente la relación entre los codificadores acusa las huellas de la jerarquía. La relación entre los codificadores y los consumidores de sus esfuerzos de codificación también. Después de todo, los codificadores crean el código y, al hacerlo, establecen las reglas del juego. Más aún: a menudo se reservan el poder de salir de la red cuando el código necesita reparaciones, que es similar al ejercicio de poderes de emergencia en un sistema legal. En efecto, puede decirse que los codificadores digitales tienen un mayor poder sobre el código digital que el que los abogados tuvieron históricamente sobre el código del capital. Estos últimos asumieron su papel como amos y maestros del código solo gradualmente y siempre han tenido que caminar sobre una delgada línea entre las demandas de sus clientes y la necesidad de que el Estado reivindique sus estrategias de codificación. En contraste, los codificadores digitales crean códigos digitales sin mayor —si acaso alguna— preocupación por las leyes y regulaciones existentes. Ignoran no solamente la legislación estatal, sino a los Estados mismos, y sus códigos fácilmente saltan las fronteras territoriales y jurisdiccionales. ¿Qué mejor manera de probar que el código digital no necesita ni a los Estados ni a sus leyes?

Con todo, el código digital no es inmune a los poderes que han pasado a controlar el código legal. Los primeros pasos para codificar legalmente el código digital ya están en marcha, y los realistas de entre los codificadores digitales parecen haber apostado ya por este resultado. Están negociando con los reguladores del Estado y están usando la legislación sobre propiedad intelectual para cercar el espacio digital a su favor. El resultado de la carrera aún está en el aire, pero puestas a apostar yo veo como ganador a un grupo de élite entre los “titulares”. Harán todo lo posible por cercar el código digital con la ley y por dejar poco espacio a los utopistas digitales.

Los contratos inteligentes

Un contrato inteligente es un contrato escrito con dígitos. En su forma más simple es un programa de computadora genérico que codifica contratos legales en dígitos. La tecnología de blockchain, sin embargo, hace posible ir todavía un paso más allá y promete que podamos prescindir del aparato del derecho y de aplicación de la ley. Un contrato que se escribe con blockchain —esto es, un libro contable que no se puede alterar— no es solamente un dispositivo para hacer compromisos: es el compromiso.[5] El código digital ejecutará el compromiso sin que ninguna de las partes pueda interferir. Esto requiere, claro, que el código pueda controlar la entrega de bienes, servicios o pagos, pero asumiendo que lo pueda hacer, podemos prescindir de las cortes para interpretar y hacer valer la ley como la conocemos.

Estos contratos son un sueño hecho realidad para los economistas que hace tiempo que lamentan el hecho de que los contratos estén incompletos y que las partes a menudo incumplen los compromisos que han hecho en el pasado. A diferencia de los contratos legales los contratos inteligentes se ejecutan a sí mismos: una vez que se ha logrado un acuerdo el código digital lo ejecuta sin dejar margen para la interrupción, desviación o violación. El antiguo principio romano de pacta sunt servanda (lo pactado obliga) parece estar, por fin, al alcance de la mano, y no como una aspiración normativa, sino como un hecho, como se hacen las cosas con dígitos.

En el mundo real solamente el intercambio simultáneo de bienes y de dinero (las transacciones al contado) se acercan a este ideal. Cada vez que se pospone a una fecha futura ya sea la entrega o el pago una parte queda en riesgo de que la otra incumpla sus obligaciones. Como se dijo antes, la codificación legal de una exigencia o derecho aumenta la probabilidad de que la otra parte reciba lo que acordó. El derecho de garantías hace esto al otorgar a la parte expuesta un derecho sobre otro activo que se mantiene rehén —un terreno, un objeto valioso, una cuenta de banco— y que puede ser tomado y vendido para recuperar las pérdidas provocadas por el deudor incumplido. Como último recurso, la parte engañada puede recurrir al aparato coercitivo de aplicación de la ley del Estado. La codificación legal mejora la certeza legal, pero no es sustituto del desempeño económico. Si al deudor no le quedan activos al momento en que el acreedor quiere hacer valer su exigencia, o si sus activos han quedado sin valor, no hay nada que el derecho pueda hacer para resarcir al acreedor.

Con todo su atractivo, los contratos inteligentes han tenido críticos, algunos de los cuales los han considerado “una idea realmente tonta”.[6] Una debilidad obvia de los contratos digitales que se ejecutan a sí mismos es que ni siquiera un código inmutable es inmune al cambio.[7] El cambio puede venir de fuera —es decir, las proverbiales “perturbaciones exógenas” que llenan los modelos económicos—. Si el mundo cambia en formas que ninguna de las partes haya previsto, quizá quieran renegociar o buscar un mediador para dividir las pérdidas entre ellas. En forma alternativa, los cambios pueden aparecer en la forma de errores (bugs) en el código original, o porque no esté completo. Es decir, porque los codificadores no hayan anticipado todas las formas en que el código puede ser usado en el futuro o en que se pueda abusar de él. Los teóricos de los contratos legales aceptaron hace tiempo que no existe tal cosa como un contrato completo. Los contratos están inherentemente incompletos, porque las partes contratantes simplemente no pueden prever todas las contingencias futuras y tratar de hacerlo sería demasiado caro como para justificar el esfuerzo.[8]

La mayor parte de los codificadores digitales que han apostado por los sistemas descentralizados de blockchain parecen imperturbables ante estos problemas. Para ellos un código que falla o inclusive un colapso es señal de un error que debe ser corregido la próxima vez, no un problema fundamental que invalide todos los esfuerzos por crear compromisos vinculantes ante la incertidumbre futura.[9] Efectivamente, los ortodoxos de entre los codificadores digitales tratan el código digital como algo sagrado, como algo más vinculante de lo que la mayoría de los abogados consideran el código legal. Su alteración es vista como una violación ética que se justifica solamente si se hace por consenso. Cierto, hay código que funciona bien y hay código que funciona mal. La incertidumbre fundamental, sin embargo, es una cosa del todo distinta. Implica que no hay escapatoria de lo que no sabemos que ignoramos. Lo más que se puede hacer es aproximarse al rango de resultados posibles. Algunos contratos quizá sean más fáciles de codificar en libros contables inmutables, pero otros deberán ser adaptables a cambios futuros.

Como siempre, el contexto importa y gran parte de él depende de las especificidades de los contratos en juego. Muchos contratos son lo suficientemente simples como para ser automatizados o puestos en un libro contable inmutable. Las máquinas expendedoras automatizan un contrato de ventas sencillo. Se paga el dinero y la máquina entrega la golosina o el refresco. No hay mucho que negociar ahí. Hoy en día, los algoritmos matemáticos controlan el comercio de acciones corporativas en las bolsas de valores y muchas transacciones financieras, como los swaps, han sido puestas en blockchain. Cuando el código digital tenga acceso a la cuenta de la que se hará el pago cuando sea tiempo (y siempre que haya suficiente dinero en esa cuenta) estos contratos serán plenamente autoejecutables.

Otros contratos que están codificados en la ley son abiertos y las partes simplemente acuerdan cooperar en una fecha futura, cuando el resultado de sus esfuerzos conjuntos en investigación y desarrollo se conozca mejor.[10] En esos casos la codificación digital podrá usarse en ciertos aspectos, pero la mayor parte de ellos muy probablemente siga apoyándose en el código legal. En efecto, algunos despachos legales ya están experimentando con bibliotecas que contienen contratos digitales que pueden combinarse con acuerdos codificados legalmente.[11] Por cierto, esto sugiere que los amos y maestros del código legal no se quedan de brazos cruzados, sino que son conscientes del desafío que supone el código digital para su profesión y están lanzándose al reto con decisión.

El código legal, como hemos visto, es enormemente maleable. Se supone que los contratos están para ser honrados, pero están incompletos y las partes los renegociarán cuando se enfrenten a circunstancias radicalmente alteradas. La mayoría de los sistemas legales han inclusive formalizado las exclusiones o salidas, creando exclusiones y salidas doctrinales o inclusive estatutarias para los contratos vinculantes.[12] Para que los contratos inteligentes igualen a los contratos legales en este frente tendrían que adquirir la capacidad de adaptarse a los cambios futuros. Algunos codificadores digitales ya se dieron a esa tarea, inclusive para los contratos inteligentes basados en blockchain. En un intento de cuadrar el círculo de la inmutabilidad y la necesidad de responder a cambios impredecibles, han reinventado un mecanismo de resolución de problemas de nuestro pasado arcaico: el oráculo. Antes de que los seres humanos dominaran la medicina y la ciencia se dirigían a un oráculo —a menudo presentado como agente de un dios— para hallar respuestas para las que a preguntas que ellos por sí solos no podían responder. En forma similar, algunos códigos digitales incluyen referencias a un agente externo, un oráculo, cuya aportación es necesaria para que el código sigua su curso por lo que quede de la transacción. Los oráculos pueden incorporarse a un contrato inteligente con precios de referencia, como pueden ser tasas de interés y desarrollos de precios, pero también pueden solicitar una decisión de un árbitro externo. Elegir el oráculo adecuado será, claro, crucial, porque una mala elección que están inscrita en el corazón de una blockchain será difícil de revertir.

El código legal tampoco está completamente libre de oráculos. Ahí está la libor (London InterBank Offered Rate, tipo interbancario de oferta de Londres), una tasa de interés que sirve como referencia para billones de contratos de deuda por todo el mundo. Un puñado de bancos de confianza establecen la libor reportando los costos que enfrentan en sus préstamos. El problema es que no siempre reportan toda la verdad. Ha aparecido evidencia después de la crisis de 2008 de que la libor fue manipulada para artificialmente mantener los costos de los préstamos por debajo de las tasas reales.[13] Los reguladores han intentado hacer que los intermediarios financieros la dejen poco a poco y la remplacen con un punto de referencia a prueba de trucos, que debería remplazar a la libor en 2021, aunque los detalles todavía tienen que afinarse.[14] Los costos de cambiar de un ancla externa a otra son altos y probablemente haya perdedores que se resistirán a cualquier cambio, pero inclusive los ganadores enfrentan hoy una enorme incertidumbre legal.

Cambiar un oráculo digital podría ser aún más difícil por la inmutabilidad del código digital. Si bien esta característica tiene muchas ventajas, su rigidez probablemente privilegiará el statu quo.[15] Esto siempre estorbará a los cambios en el mundo real, y tanto más en áreas en las que el cambio es una constante como es, por ejemplo, el caso de las finanzas. La experiencia en la redacción de contratos legales para los activos financieros aporta lecciones importantes. La aplicación sin trabas de los derechos legales, como los ajustes de los márgenes de garantía (las margin calls o las collateral calls) que permiten a una parte obtener pagos en efectivo de su contraparte cuando los precios de los activos caen de forma generalizada, puso al sistema financiero al borde del abismo ya en 2007, un año antes de que Lehman detonara algo muy cercano a un ataque cardiaco.

Un buen ejemplo es la suerte de las permutas de incumplimiento crediticio (en inglés, credit default swaps, cds), una especie de contrato de seguros que permite a una parte adquirir una cobertura sobre el valor de activos financieros que no posee.[16] Siguiendo un contrato de cds, el asegurador deberá hacer pagos en efectivo a las partes aseguradas (un pago de garantías) si y cuando el valor de los activos que protege cae debajo de cierto límite.[17] Nadie esperaba que esos límites se cruzaran, y si acaso ocurría, se pensaba que pasaría solamente con ciertos activos. Cuando, contra toda probabilidad, los precios de los activos cayeron en forma generalizada, el principal vendedor de seguros cds, una subsidiaria de la compañía multinacional de seguros American International Group (aig) se vio anegada en demandas de garantías. Cuestionó el tamaño de las exigencias solamente para encontrar que no había solución contractual al predicamento en el que ella y las contrapartes a las que había asegurado se hallaban. El contrato que habían firmado determinaba que la parte que exigía el pago tenía derecho de calcular las pérdidas con base en precios de mercado observables. Sin embargo, cuando las partes de estos contratos más necesitaban a los mercados estos ya no existían. Pocos estaban haciendo intercambios y por tanto no había precios que referir; lo único que podían hacer entonces era un estimado y, para sorpresa de nadie, los estimados variaban enormemente.[18] Solamente saliendo del carril y negociando caso por caso las cantidades que las contrapartes de contratos de cds se debían las unas a las otras se pospuso el inicio de la crisis y se suavizó su estallido.[19] Los contratos inteligentes quizá no sean tan inteligentes.

Derechos de propiedad digital

Para la mayoría de los codificadores digitales los contratos lo son todo y los derechos de propiedad son a lo sumo secundarios. Esto se asemeja a cómo entienden los economistas los derechos de propiedad, como derechos residuales, como lo que queda después de que se toman en cuenta todas las obligaciones contractuales específicas. Desde una perspectiva legal esto abre la pregunta de qué dio a las partes contratantes el derecho de hacer contratos respecto de las demás obligaciones en un principio. En otras palabras, usar los derechos residuales para explicar los derechos de propiedad da por supuesto algo que debería explicarse. En el mundo digital el derecho a hacer contratos deberá determinarse examinando la historia de las transferencias de activos. Si la parte que hace la transacción ha adquirido un activo en una transacción verificada se asume que tiene derecho de hacer transacciones con ella. Sin semejante prueba no se puede ejecutar una nueva transacción. Puesto que el código digital mismo verifica cada transacción no puede haber derechos residuales en busca de un propietario. Al menos si pasamos por alto cómo se verificará el derecho de la primera persona que ingresó a la transacción, los contratos inteligentes podrían marcar el fin de los derechos de propiedad.

Algunos codificadores digitales han caído en la cuenta, sin embargo, de que la noción de la propiedad como un derecho residual captura a lo sumo una parte del trabajo que hacen los derechos de propiedad. Como se dijo en el capítulo 1, una característica clave de los derechos de propiedad es que crean derechos de prioridad que se pueden hacer valer ante el mundo. Nick Szabo, una prominente voz en el mundo de las criptomonedas, que quizá sea mejor conocido por su trabajo sobre los contratos digitales, exploró cómo crear derechos de propiedad en el espacio digital.[20] Explicó que los derechos de propiedad son “un espacio definido, sea como espacio de nombres [namespace] o como espacio físico” que marca el alcance de los derechos de control que un propietario puede ejercer. Una vez que se codifica en dígitos la distribución inicial, no habrá ninguna duda respecto de quién es dueño de qué, porque todas las demandas y exigencias estarán registradas en código digital inalterable. Esto demuestra qué tan importante es la distribución inicial de derechos de propiedad, algo que Ronald Coase dijo hace medio siglo.[21] Szabo replantea la propuesta de Coase enfatizando que es clave “acordar los atributos de las subdivisiones de ese espacio o los derechos de controlarlas”.[22] Solamente después de que se haya hecho esta distribución inicial podrán ocurrir transacciones y se podrá utilizar la tecnología de blockchain (o algo similar) para verificar cada transacción subsecuente.

Esto entonces pone una vez más sobre la mesa la “pregunta del origen”: ¿Cómo deberá concretarse la distribución inicial de derechos de propiedad en el mundo digital, y quién está a cargo de ella? Para esta tarea Szabo propuso tres estrategias. La primera es el equivalente digital de un contrato social. Las comunidades existentes deberán acordar colectivamente las fronteras de sus respectivos derechos de propiedad.[23] Para hacerlo debe estar claro quién pertenece a la comunidad y tiene derecho de participar en la negociación. La toma de decisiones colectivas requiere de su propio proceso de gobernanza, como reglas de votación y reglas que gobiernen la resolución de disputas. Finalmente, los derechos de propiedad no solamente deberán estar protegidos en lo que toca a las partes de los contratos sociales, sino ante gente de fuera que podría tener sus propios y distintos arreglos de derechos de propiedad y plantear exigencias respecto del mismo espacio. En pocas palabras, alguien deberá resolver la cuestión de qué activos están disponibles para ser exigidos como derechos de propiedad y qué activos ya están ocupados. Éstas son las mismas preguntas que los comunes pelearon a los terratenientes y que los colonos disputaron a los pueblos originarios, como se dijo en el capítulo 2. En última instancia, estos temas se resolvieron estableciendo derechos de prioridad legal, respaldados por los poderes coercitivos del Estado.

La segunda estrategia que propuso Szabo fue dejar el bosquejo de los derechos de propiedad al mercado digital. Cualquier participante en una plataforma digital puede afirmar que tiene derecho sobre un espacio digital. La fuerza de su afirmación lo determinará el número de sus seguidores y, si no hay ninguno, la “raíz” morirá. La clave entonces es acumular seguidores. “Las raíces que den más propiedad a más gente, o que de hecho desplieguen mecanismos para proteger su propiedad, ganarán más respeto para el árbol que iniciaron”, y como resultado “la convergencia en torno a un árbol particular” se habrá conseguido.[24] Esta carrera probablemente la ganará alguien que haga una primera jugada y tenga los suficientes recursos como para pagar a sus seguidores potenciales, y plantea la pregunta sobre de dónde salieron esos recursos. Más importante aún, no está claro que este proceso guiado por el mercado produzca una distribución de derechos significativa. Supongamos que hay muchos que afirman tener derecho a un espacio y apenas unos pocos seguidores: eso daría al traste con el intento de delimitar el espacio digital.

Finalmente, Szabo sugiere que la tarea de definir el alcance de los derechos de propiedad y su distribución inicial deberá ser delegado a “clubes de propiedad”. Para que nadie piense que esto marcaría un regreso al poder del Estado y a la ley estatal aún en un mundo digital, Szabo insiste en que un “club de propiedad” desempeña apenas “una función muy limitada que normalmente se asocia con el gobierno”.[25] Esto, sin embargo, es una gran subestimación de la importancia de los derechos de propiedad en todas sus diferentes manifestaciones en los sistemas legales de hoy. Podría decirse que crear, hacer valer, verificar y reivindicar las afirmaciones de propiedad ante el mundo son las funciones más importantes de los Estados, junto con mantener la paz interna y externa. Al conceder que son necesarios los clubes de propiedad Szabo de hecho reconoce que es necesaria alguna autoridad que diga qué afirmaciones y demandas merecen ser elevadas al rango de derechos de propiedad y quién debería tener esos derechos. Si esta decisión se deja a clubes de propiedad entre los codificadores ellos son nuestro gobierno de facto.

Crear derechos de propiedad de la nada es, claro, una tarea difícil. Sin embargo, aún si limitáramos el papel del código digital a la traducción de los atributos legales de prioridad, durabilidad y convertibilidad con efectos universales del código legal al código digital, está la cuestión, que no es trivial, de cómo llegar de aquí a allá, de afirmaciones y exigencias legales que a menudo son difusas a su digitalización como variables binarias. La experiencia sugiere que cualquier formalización de exigencias y afirmaciones preexistentes altera las fronteras de los derechos existentes, aún si en forma inadvertida. Por eso la zonificación y titulación de tierras siempre ha sido y sigue siendo una tarea muy cuestionada. De Soto ha propuesto simplemente oír a los “perros que ladran”, lo que en la práctica quiere decir que los miembros más poderosos de una comunidad obtendrán un título formal a costa de excluir a todos los demás.[26] Otros miembros de la comunidad quizá se hayan apoyado por décadas, si no es que siglos, en prácticas que les dieron derechos de acceso o uso, aunque fuera en forma temporal, pero sus exigencias y afirmaciones quizá no encajen fácilmente en el nuevo código, o quizá no tengan prueba de que sus prácticas son parte del tejido normativo de sus comunidades, y casi de seguro tienen perros más pequeños.

En resumen, el proceso de formalizar derechos preexistentes otorga a los versados en palabras, escrituras o dígitos la mejor posición, dejando atrás a los que tienen menos recursos. Está bien documentado, por ejemplo, que en los programas de titulación de tierras los miembros varones de un hogar a menudo reciben el título cuando se formalizan las relaciones de tierras a costa de las mujeres, y los derechos colectivos de uso se hacen constantemente a un lado en favor de derechos individualizados de propiedad, lo que da a unos cuántos la oportunidad de monetizar los activos en cuestión para su ganancia personal.[27] No hay razones para pensar que la digitalización de demandas y exigencias será diferente, y esos derechos digitales ahora se eternizarán en un código inmutable.

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