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EL DESARROLLO HUMANO

«La Humanidad –dice Plotino– se halla a mitad de camino entre los dioses y las bestias.» Pues bien, mi interés es precisamente el de rastrear la prehistoria y la historia que han conducido al ser humano hasta tan delicada situación. Comenzaremos nuestra investigación en el momento en que el ser humano –o las primeras criaturas humanoides– apareció sobre la faz de la tierra, hace ya varios millones de años, en una época legendaria conocida como lejano Edén o paraíso prehistórico y, a partir de ahí, proseguiremos a lo largo de la historia hasta llegar al momento presente con la intención de entrever el futuro y tratar de esbozar nuestra posible evolución. Porque si bien el hombre y la mujer descienden de las bestias, es muy probable que acaben siendo dioses. A fin de cuentas, la distancia que existe entre el hombre y los dioses no es mucho mayor que la que hay entre el hombre y las bestias. Ya hemos dado el primer salto, y no hay razón alguna para suponer que no podamos terminar dando el segundo. Como bien sabían Aurobindo y Teilhard de Chardin, el futuro de la humanidad es la conciencia de Dios, y nuestra intención, por tanto, es la de echar un vistazo a ese posible futuro en el contexto de la historia humana.

Pero si bien el hombre y la mujer proceden de las bestias y se hallan en el camino hacia su divinidad, son, entretanto, figuras más bien trágicas. Ubicados a mitad de camino entre esos dos extremos se encuentran expuestos al más violento de los conflictos: han dejado de ser bestias, pero todavía no han llegado a ser dioses o, peor aún, son mitad bestias y mitad dioses. Ésta es la esencia de la humanidad. Dicho de otro modo, la humanidad es una figura esencialmente trágica ante la cual se despliega un espléndido futuro… en el caso de que consiga superar la crisis de crecimiento. Por esta razón, he abordado la historia del desarrollo y evolución de la humanidad desde una perspectiva más bien trágica. Hablamos demasiado de nuestro origen simiesco y creemos que cada nuevo paso evolutivo constituye un gran salto hacia adelante, el cual nos abre al desarrollo de nuevas potencialidades, nuevas aptitudes y nuevas capacidades. Y, de algún modo, esto es cierto. Pero también es igualmente cierto que cada nuevo paso evolutivo hacia adelante conlleva nuevas responsabilidades, nuevos terrores, nuevas ansiedades y nuevos sentimientos de culpa. Los animales son mortales pero lo ignoran y no lo comprenden; los dioses, por su parte, son inmortales y lo saben; pero el pobre ser humano, por encima de las bestias pero lejos todavía de ser un dios, es una desafortunada combinación: es mortal y lo sabe. De este modo, cuanto más evoluciona más consciente se torna de sí mismo y de su mundo, más se desarrolla su conciencia y su inteligencia y se da más cuenta de su destino, de su mortal destino. Éste es, en suma, el precio que hay que pagar por cada paso hacia adelante en el proceso de expansión de la conciencia.

Cada nuevo paso en este proceso de expansión cuesta un precio. Ésta es, en mi opinión, la única perspectiva válida para situar a la historia evolutiva de la humanidad en su justo contexto. La mayoría de los relatos existentes sobre la evolución del ser humano confunden alguno de los términos de esta ecuación. En ocasiones, se subraya excesivamente el crecimiento y se contempla la historia de la humanidad como el mero resultado de un desarrollo continuado en la misma dirección, ignorando que la evolución no constituye la simple sumatoria de una serie de avances tranquilos y afortunados, sino un doloroso proceso de crecimiento. En otros casos, ante el sufrimiento y el dolor que aflige a la humanidad, suele asumirse precisamente la actitud contraria, la de contemplar con nostalgia el pasado, aquel inocente paraíso perdido anterior a la autoconciencia en el que el ser humano dormitaba junto a las bestias en bendita ignorancia. Desde este punto de vista, cada nuevo paso evolutivo de la humanidad constituye una especie de crimen, y la guerra, el hambre, la explotación, la esclavitud, la opresión, la culpa y la pobreza son considerados como los frutos de la civilización, de la cultura y de la creciente “evolución” del ser humano. Desde esta perspectiva, el hombre primitivo, en su totalidad, no padecía este tipo de problemas y, si el hombre civilizado y moderno es un producto de la evolución, que Dios nos libre de tal progreso.

Pero, en lo esencial, ambos puntos de vista son correctos. Cada paso hacia adelante en el proceso evolutivo constituyó un avance, un crecimiento por el que el ser humano tuvo que pagar un elevado precio; cada nuevo paso conllevó nuevas responsabilidades que la humanidad no siempre pudo asumir y cuyas trágicas consecuencias trataremos de describir.

Después del Edén, 9-11

¿QUIÉN SOY YO?

Cuando alguien nos pregunta: «¿quién eres?» y procedemos a darle una respuesta más o menos razonable, sincera y detallada, ¿qué es lo que en realidad hacemos? ¿Qué sucede en nuestra mente mientras lo hacemos? En cierto sentido, estamos describiendo nuestro ser, como hemos llegado a conocerlo, incluyendo en nuestra descripción la mayoría de los hechos importantes, buenos y malos, dignos e indignos, científicos y poéticos, filosóficos y religiosos, que tenemos por fundamentales en lo que se refiere a nuestra identidad…

Sin embargo, hay un proceso aún más básico que subyace en todo el procedimiento para establecer una identidad. Cuando uno responde a la pregunta «¿Quién soy?», sucede algo muy simple. Cuando describe o explica quién «es», incluso cuando se limita a percibirlo interiormente, lo que en realidad está haciendo, a sabiendas o no, es trazar una línea o límite mental que atraviesa en su totalidad el campo de la experiencia, y a todo lo que queda dentro de ese límite, lo percibe como «yo mismo», o lo llama así, mientras siente que todo lo que está fuera del límite queda excluido del «yo mismo». En otras palabras, nuestra identidad depende totalmente del lugar por donde tracemos la línea limítrofe…

De modo que al decir «yo» trazamos una demarcación entre lo que somos y lo que no somos. Cuando uno responde a la pregunta «¿Quién eres?», se limita a describir lo que hay en la parte acotada por esa línea. Lo que solemos llamar crisis de identidad se produce cuando uno no puede decidir cómo ni dónde trazar la línea. En otras palabras, preguntar «¿Quién eres?» significa preguntar «¿Dónde trazas la frontera?».

La conciencia sin fronteras, 14-16

LA FILOSOFÍA PERENNE

La filosofía perenne es la visión del mundo compartida por los principales maestros espirituales, filósofos, pensadores y hasta científicos del mundo entero. Se la denomina «perenne» o «universal» porque se halla implícita en todas las culturas y en todas las épocas y lo mismo la encontramos en la India, México, China, Japón y Mesopotamia, que en Egipto, Tibet, Alemania o Grecia.

Y lo más curioso es que, dondequiera que la hallemos, siempre presenta los mismos rasgos distintivos fundamentales, ya que es un acuerdo universal en lo esencial, algo que, para el ser humano contemporáneo –casi incapaz de ponerse de acuerdo en nada–, resulta ciertamente difícil de creer. Como bien resumió Alan Watts: «Apenas somos conscientes de la extraordinaria singularidad de nuestra postura y nos resulta muy difícil de admitir la existencia de un consenso filosófico único de amplitud universal, sostenido por muchos hombres y mujeres que, tanto hoy como hace seis mil años, comparten las mismas experiencias y han enseñado esencialmente la misma doctrina, desde Nuevo México en el Lejano Oeste hasta Japón en el Lejano Oriente».

Se trata de algo realmente muy notable, y considero que estas verdades de la naturaleza universal constituyen el legado de la experiencia universal del conjunto de la humanidad que, en todo tiempo y lugar, coinciden en las mismas verdades profundas con respecto a la condición humana y al modo de acceder a lo Divino…

¿Cuáles son esas verdades profundas?, ¿cuáles los acuerdos fundamentales?

Veamos las siete que considero más importantes:

Uno: el Espíritu existe.

Dos: el Espíritu está dentro de nosotros.

Tres: a pesar de ello, la mayoría de los seres humanos vivimos tan inmersos en un mundo de pecado, separación y dualidad –en un estado, en suma, de caída ilusorio– que no nos percatamos de ese Espíritu interno.

Cuatro: existe un camino para salir de este estado de caída, de pecado o de ilusión, un Camino que conduce a la liberación.

Cinco: si seguimos ese Camino hasta el final, llegaremos a un Renacimiento, a una experiencia directa del Espíritu interno, a una Liberación Suprema.

Seis: esa experiencia pone fin a nuestro estado de sufrimiento.

Y siete: el final del sufrimiento desemboca en la acción social amorosa y compasiva hacia todos los seres sensibles.

Gracia y coraje, 95-98

LA GRAN CADENA DEL SER

Una de las nociones fundamentales de la filosofía perenne es la de la Gran Cadena del Ser. La idea, en sí misma, es bastante sencilla. Desde el punto de vista de la filosofía perenne, la realidad no es unidimensional, no es una substancia chata y uniforme que se extienda de un modo monótono ante nuestros ojos sino que, por el contrario, se halla estructurada en dimensiones diferentes pero continuas. La realidad manifiesta, dicho de otro modo, está compuesta de niveles o grados diferentes, desde los más bajos, densos e inconscientes hasta los más elevados, sutiles y conscientes. En uno de los extremos de este continuo del ser –o espectro de conciencia–, se halla lo que Occidente denomina «la materia», lo insensible o lo inconsciente y, en el otro, «el Espíritu», «la Divinidad» o lo «Supraconsciente» (el Fundamento que impregna la totalidad del proceso). Entre esos dos extremos, se extienden las otras dimensiones del ser, dispuestas en distintos grados de realidad (Platón), actualización (Aristóteles), inclusividad (Hegel), conocimiento (Aurobindo), claridad (Leibniz), totalidad (Plotino) o sabiduría (Garab Dorje).

Algunas de las descripciones de la Gran Cadena nos hablan de tres grandes niveles (materia, mente y Espíritu); otras, de cinco (materia, cuerpo, mente, alma y Espíritu); otras nos brindan clasificaciones más exhaustivas, y otras, por último –como ocurre con ciertos sistemas yóguicos, por ejemplo–, se refieren literalmente a decenas de dimensiones discretas pero continuas. Por el momento, sin embargo, bastará con una disposición jerárquica simple que abarque la materia, el cuerpo, la mente, el alma y el Espíritu.

La afirmación fundamental de la filosofía perenne es que los hombres y las mujeres pueden crecer y desarrollarse (o evolucionar) a través de toda la jerarquía hasta llegar al Espíritu, donde tiene lugar la realización de la «identidad suprema» con la Divinidad, el ens perfectissimus a la que aspira todo crecimiento y evolución.

Pero lo primero que debemos advertir es que la Gran Cadena constituye, en realidad, una «jerarquía», un término que, lamentablemente, parece haber caído últimamente en desgracia.

Pero como lo utiliza la filosofía perenne –en realidad, como lo utiliza la psicología moderna, las teorías evolutivas y la teoría de sistemas–, una jerarquía no es más que una disposición escalonada de órdenes o eventos que poseen una capacidad holística diferente. En toda secuencia evolutiva, la totalidad de un determinado nivel se convierte en una mera parte de la totalidad correspondiente al siguiente nivel. Una letra, por ejemplo, forma parte de una palabra que, a su vez, forma parte de una frase que, a su vez, forma parte de un párrafo, etcétera. Arthur Koestler acuñó el término holón para referirse a lo que, siendo totalidad de un determinado estadio, constituye una parte de otro estadio superior. En la frase «la corteza de un árbol», por ejemplo, la palabra «corteza» constituye una totalidad con respecto a las letras que la componen pero una parte, al mismo tiempo, de la totalidad frase. Y la totalidad (o el contexto) puede determinar el significado y la función de una parte (el significado de la palabra «corteza», por ejemplo, no es el mismo en la frase «la corteza de un árbol» que en la frase «la corteza cerebral»). La totalidad, dicho en otras palabras, es superior a la suma de sus partes y puede influir hasta el punto de llegar, en ocasiones, a determinar las funciones de sus partes.

La jerarquía, pues, es simplemente una disposición holónica de diferentes grados de totalidad y de capacidad integradora. Éste es el motivo por el cual la jerarquía constituye un elemento tan importante en las teorías sistémicas, en las teorías de la totalidad y, en suma, en cualquier tipo de holismo. Y también es absolutamente fundamental para la filosofía perenne. Cada escalón superior de la Gran Cadena del Ser supone así un aumento en la unidad y una identidad más amplia (en un amplio abanico que se extiende desde la identidad aislada del cuerpo hasta la identidad social y colectiva de la mente y, finalmente, la identidad suprema del Espíritu [la identidad literal con toda manifestación]). Ése es el motivo por el cual la gran jerarquía del ser se representa, a veces, mediante una serie de círculos o esferas concéntricas (o de «nidos dentro de nidos»).

Digamos también, finalmente, que toda jerarquía es asimétrica, porque el proceso discurre en una sola dirección (en la dirección de una -arquía «superior»). Por ejemplo, tenemos letras, luego palabras, después frases y, por último, párrafos, pero no viceversa. Y es precisamente ese no viceversa el que evidencia la irreversibilidad de la jerarquía, un ordenamiento escalonado, un orden asimétrico de totalidad creciente.

El ojo del Espíritu, 55-56

* * *

Como ya he dicho antes, las grandes tradiciones de sabiduría del mundo son, esencialmente, versiones diferentes de la filosofía perenne, de la Gran Holoarquía del Ser. En su maravilloso libro La verdad olvidada, Huston Smith resume en una sola frase las grandes religiones del mundo: «una jerarquía de ser y sabiduría». En Shambhala. La senda sagrada del Guerrero, Chögyam Trungpa Rinpoché dice que la idea esencial que impregna todas las filosofías de Oriente –desde la India hasta Tibet y China, la idea que subyace detrás del sintoísmo y el taoísmo–, es «una jerarquía de tierra, ser humano y cielo», que equipara también a «cuerpo, mente y Espíritu». Y, según Ananda Coomaraswamy, las grandes religiones del mundo, sin excepción alguna, «representan, en sus diferentes grados, una jerarquía de tipos o niveles de conciencia que van desde el animal a la deidad, niveles distintos desde los que puede operar el mismo individuo en diferentes ocasiones».

Y esto nos lleva a la paradoja más patente de la filosofía perenne. Ya hemos visto que las tradiciones de sabiduría suscriben la noción de que la realidad se manifiesta en niveles o dimensiones y que cada dimensión superior es más inclusiva y, en consecuencia, está más «próxima» a la Divinidad, es decir, al Espíritu. En este sentido, el Espíritu es la cúspide, el peldaño superior de la escalera de la evolución, pero también –y al mismo tiempo– la substancia de la que está hecha la escalera y cada uno de sus peldaños. El Espíritu es la «talidad», la «esidad», la esencia de todas y cada una de las cosas que existen.

El primer aspecto –el aspecto peldaño superior– constituye la naturaleza trascendente del Espíritu, que trasciende, con mucho, a toda cosa o criatura «mundana» o finita. Aunque la Tierra (o incluso el universo) se desvaneciese, el Espíritu, no obstante, permanecería. El segundo aspecto –el aspecto substancial– se refiere a la naturaleza inmanente del Espíritu, que se halla igual y plenamente presente, sin parcialidad alguna, en todas las cosas y todos los eventos, desde la naturaleza hasta la cultura y desde los cielos hasta la Tierra. Desde esta perspectiva, ningún fenómeno, sea el que fuere, se halla más cerca del Espíritu que otro, porque todos están igualmente «compuestos» de Espíritu. Así pues, el Espíritu es, al mismo tiempo, la meta superior de todo desarrollo y evolución y el fundamento de todo el proceso y se halla plenamente presente tanto al comienzo como al final de toda la secuencia o, dicho de otro modo, el Espíritu es anterior a este mundo pero no es ajeno a él.

El fracaso al tener en cuenta ambos aspectos del Espíritu ha abocado históricamente a visiones muy fragmentarias (y políticamente peligrosas). Porque las religiones patriarcales han tendido a subrayar en exceso la naturaleza trascendente del Espíritu y a condenar, de ese modo, a la Tierra, la naturaleza, el cuerpo y la mujer a un estado inferior. Con anterioridad a eso, sin embargo, las religiones matriarcales tendieron a enfatizar exageradamente la naturaleza inmanente del Espíritu, dando así origen a una visión panteísta del mundo que equiparaba a la Tierra (creada y finita) con el Espíritu (infinito y no creado). Y, si bien usted es libre de identificarse con una Tierra limitada y finita, no lo es para concluir que se trata de lo Infinito y lo Ilimitado.

Por este motivo, las visiones unilaterales del Espíritu –tanto las sustentadas por las religiones patriarcales como por las religiones matriarcales– han abocado a desastres históricos semejantes, desde el brutal sacrificio humano a gran escala para propiciar la fertilidad de la Diosa Tierra hasta la guerra santa en nombre del Dios Padre. Pero, en el mismo núcleo de estas distorsiones, la filosofía perenne (el núcleo esotérico común a todas las grandes religiones) ha evitado siempre caer en la dualidad –Cielo o Tierra, masculino o femenino, infinito o finito, ascético o exuberante– y se ha centrado, en su lugar, en su unión o integración («adualismo»). Esta unión entre el Cielo y la Tierra, entre lo masculino y lo femenino, entre lo infinito y lo finito, entre el ascenso y el descenso y entre la sabiduría y la compasión, en suma, resulta evidente en las enseñanzas «tántricas» de las diversas tradiciones de sabiduría (desde el neoplatonismo occidental hasta el budismo Vajrayana oriental). Y es precisamente a ese núcleo no dual de las tradiciones de sabiduría al que se aplica el término «filosofía perenne».

El hecho es que, si queremos pensar en el Espíritu en términos mentales (lo cual, ineludiblemente, comporta ciertos problemas), no deberíamos olvidar esta paradoja (trascendente/inmanente). Porque la paradoja es la forma en que lo no dual se manifiesta en el nivel mental. El Espíritu, en sí mismo, no es paradójico; estrictamente hablando, no es caracterizable en modo alguno.

Y esto resulta aplicable de manera doble a la jerarquía (holoarquía). Ya hemos señalado que, cuando el Espíritu trascendente se manifiesta, lo hace en estadios o niveles (la Gran Holoarquía del Ser) y con ello no queremos afirmar que el Espíritu –o la Realidad–, en sí misma, sea jerárquica sino que la Realidad, el Espíritu Absoluto, no es jerárquico, es sunyata, es nirguna, es apofática, es, en fin, incalificable en términos mentales (holones inferiores). Pero la Realidad se manifiesta en estadios, estratos, dimensiones, fundas, niveles o grados –elija el término que prefiera– diferentes… y eso es precisamente la holoarquía. En el Vedanta, se trata de las koshas (las fundas o capas que recubren a Brahman); en el budismo son los ocho vijnanas, los ocho niveles de conciencia (cada uno de los cuales constituye un estadio inferior –y, en consecuencia, más limitado– de la dimensión superior); en la Cábala se trata de los sefirots, etcétera.

Éstos son los niveles del mundo manifiesto, los niveles de maya. Cuando no reconocemos a maya como el despliegue lúdico de lo Divino, no existe más que ilusión. Jerarquía es ilusión. Hay niveles de ilusión, no niveles de realidad. Pero según afirman las mismas tradiciones, sólo a través de la comprensión de la naturaleza jerárquica del samsara podremos llegar a desembarazarnos de ella, como si la escalera sólo pudiera ser desechada después de haber cumplido su extraordinario cometido.

El ojo del Espíritu, 59-61

* * *

Algunos críticos postmodernos, sin embargo, han protestado diciendo que la misma noción de Gran Cadena del Ser es jerárquica y que, por tanto, es también opresiva porque se basa en algún tipo de ordenamiento vertical (ranking) en lugar de hacerlo en una visión relacionante del mundo (linking). Pero ésa es una queja muy poco clara ya que, en primer lugar, los mismos críticos antijerárquicos –que están en contra de todo tipo de ordenamiento vertical– no dudan en emitir juicios jerárquicos que les llevan a sostener que su visión es mejor que las alternativas. Dicho de otro modo, ellos mismos disponen de su propia jerarquía, una jerarquía muy poderosa aunque, eso sí, a menudo oculta y sin articular (lo cual, por cierto, resulta sumamente contradictorio).

En segundo lugar, la Gran Cadena fue precisamente lo que Arthur Koestler denominó holoarquía, un ordenamiento de nidos o círculos concéntricos en el que cada nivel superior trasciende, al tiempo que incluye, a sus predecesores. Es evidente que se trata de un ordenamiento vertical en el que cada nivel superior es más inclusivo y más abarcador, en el que cada nivel superior engloba más al mundo y a sus habitantes, de modo que los dominios espirituales o superiores del espectro de la conciencia son omniinclusivos y omniabarcadores y dan lugar a una especie de pluralismo radical de alcance universal.

El ojo del Espíritu, 48-49

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353 s. 6 illüstrasyon
ISBN:
9788472459526
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