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JUNG, ARQUETIPOS Y ESPIRITUALIDAD
La ambigüedad del término «arquetipo» ha propiciado una confusión entre los estadios mítico y arquetípico. Jung ha definido en la tradición clásica a los arquetipos como imágenes arcaicas mitológicas o formas colectivas heredadas. Por desgracia, sin embargo, el nivel mítico-arcaico descansa en la fase prepersonal o, al menos, prerracional, del espectro del desarrollo. Al parecer, Jung interpretó el hecho de que ciertas imágenes mítico-arcaicas se heredan colectivamente como si ello significara que tuvieran un origen transpersonal, cuando lo cierto es que forman parte del inconsciente colectivo prepersonal. A fin de cuentas, todos hemos heredado diez dedos de los pies, y a nadie se le ocurre calificar ese hecho como algo transpersonal. Además, cuando Jung describe explícitamente a los «arquetipos» como el correlato de los instintos corporales biológicos, su posición es evidente. Freud afirmó de manera clara estar de acuerdo con el concepto junguiano de legado filogenético aunque, para él, no se trataba de una herencia transracional sino prerracional.
En mi opinión, Jung estaba en lo cierto cuando decía que más allá del ego racional se encuentra un dominio muy importante de la conciencia. No obstante, no logró diferenciar con claridad el ámbito de lo preegoico (que incluye la magia y los mitos infantiles) del ámbito de lo transegoico (que contiene arquetipos reales y facultades paranormales). En este sentido, Jung se hallaba atrapado en la versión elevacionista de la falacia pre/trans y malgastó mucho tiempo intentando enaltecer las imágenes míticas primitivas a la categoría de los arquetipos sutiles.
Para Platón, san Agustín, los budistas y los hinduistas, los arquetipos son las primeras formas manifiestas que emergen del Espíritu Vacío en el curso de la creación del universo, es decir, las primeras formas creadas en el proceso de la involución, en la emergencia de lo inferior a partir de lo superior, que modelaron toda creación posterior (la misma palabra griega archetypon significa “lo que fue creado como patrón, molde o modelo”). Y hay que decir que este tipo de arquetipos no descansan en el dominio mítico sino en el sutil.
Así pues, el término arquetipo tiene dos significados diferentes aunque levemente relacionados. Por una parte, se trata de modelos transindividuales que descansan en los límites superiores del espectro. Por otra parte, sin embargo, también podemos decir que cada una de las estructuras propias de los niveles inferiores está presente colectivamente, que es arquetípica, o que está determinada arquetípicamente. Por tanto, aunque las estructuras inferiores no sean arquetipos, están determinadas arquetípica o colectivamente. En este sentido, podemos decir que la estructura profunda del cuerpo humano, al igual que la estructura profunda de la materia, de la magia, del mito, de la mente y del psiquismo, es arquetípica. Pero experimentar los arquetipos significa experimentar el nivel sutil y no es posible, como se dice, experimentar arquetípicamente los dedos de los pies y, menos todavía, experimentar arquetípicamente algún tipo de imaginería mítica arcaica. No niego que, en ocasiones, algunas comprensiones espirituales puedan expresarse por medio de imágenes míticas, pero me niego a admitir que ése sea su origen. Todas las estructuras profundas son arquetípicas, pero las imágenes míticas no tienen nada de especialmente arquetípico. Así pues, el uso junguiano del término arquetipo es difuso y se presta a confusión. Estoy de acuerdo con Jung cuando afirma que el ego y todas las formas psicológicas principales son arquetípicas, pero dejo de estarlo cuando, inmediatamente después, pretende que arquetípico es lo mismo que mítico.
Además de confundir a las imágenes míticas con los arquetipos transpersonales, Jung sostenía que «los arquetipos» constituyen una herencia de la evolución pasada real que persiste en nosotros como un reflejo de la forma de pasadas cogniciones. Y, si bien es cierto que hemos heredado las estructuras pasadas del desarrollo, no lo es menos que esas estructuras descansan en nuestra faceta simiesca, no en la angelical. Los arquetipos no son, pues, como Jung pensaba, un legado colectivo de primitivos estadios evolutivos, sino estructuras que descansan en el extremo opuesto del espectro, al comienzo de la involución. Si Jung hubiera advertido que la conciencia es arrastrada hacia los arquetipos por los mismos arquetipos, habría asumido el mismo punto de vista que Platón y Plotino, por ejemplo, y se hubiera librado de la incomodísima situación de tener que considerar a los arquetipos como algo arcaico y divino al mismo tiempo. De esta manera, la noción junguiana de «arquetipos» se deriva de la falacia pre/trans que confunde los arquetipos reales con las formas míticas inferiores, y la gloria transracional con el caos prerracional. Por ese motivo, los terapeutas junguianos se ven compelidos a adorar a los arquetipos y a temblar en su presencia. En muchos sentidos me considero un junguiano pero debo decir que, en este punto, la teoría junguiana precisa de una urgente revisión.
Los tres ojos del conocimiento, 222-225
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Jung descubrió que los hombres y mujeres modernos pueden producir de manera espontánea –en los sueños, la imaginación activa, las asociaciones libres, etcétera– casi todos los temas fundamentales de las religiones míticas del mundo; un hallazgo que le llevó a deducir que las formas míticas básicas –a las que denominó arquetipos– son comunes a todas las personas, las hereda todo el mundo y se transmiten gracias a lo que él denomina inconsciente colectivo. Y luego afirmó aquello de que –y cito literalmente–: «el misticismo es la experiencia de los arquetipos».
Pero, en mi opinión, este punto de vista incurre en varios errores cruciales. En primer lugar, es evidente que la mente, incluso la mente moderna, puede llegar a producir, de manera espontánea, formas míticas esencialmente similares a las que podemos encontrar en las religiones míticas. Ya he dicho que los estadios preformales del desarrollo mental –en especial, el pensamiento preoperacional y el pensamiento operacional concreto– son naturalmente mitógenos. Todos los hombres y mujeres de nuestro tiempo atraviesan esos estadios del desarrollo durante la infancia y, por consiguiente, todos los hombres y mujeres de nuestro tiempo pueden acceder de manera espontánea a la estructura de pensamiento mítico, sobre todo en los sueños, donde los niveles primitivos del psiquismo pueden aflorar con más facilidad.
Pero eso no tiene absolutamente nada de místico. Según Jung, los arquetipos son form as míticas básicas vacías de todo contenido; mientras que el misticismo, por su parte, es conciencia carente de forma. No parece existir, por tanto, ningún punto de contacto entre ambos.
En segundo lugar, Jung tomó prestado el término «arquetipo» de grandes místicos como Platón y san Agustín. Pero la forma en que lo utiliza no es la misma en la que lo utilizaron ellos, ni tampoco es la forma en la que lo han utilizado los grandes místicos del mundo entero. Para los místicos –Shankara, Platón, san Agustín, Eckhart y Garab Dorje, por ejemplo–, los arquetipos son las primeras formas sutiles que aparecen cuando el mundo brota del Espíritu carente de forma, del Espíritu no manifestado. Para ellos, los arquetipos son los modelos en los que se basan todos los demás modelos manifestados. El término arquetipo procede del griego arche typon, que significa “modelo original”. En este sentido, los arquetipos son formas sutiles, formas trascendentales, las primeras formas manifestadas, ya se trate de manifestaciones físicas, biológicas, mentales, etcétera, etcétera. Y en la mayoría de las formas de misticismo, esos arquetipos son pautas de radiación, puntos de luz, iluminaciones audibles, formas y luminosidades de colores radiantes, luces irisadas, sonidos y vibraciones, a partir de los cuales se manifiesta y condensa, por así decirlo, el mundo material.
Pero Jung utiliza el término refiriéndose a ciertas estructuras míticas básicas que son comunes a todos los seres humanos, como el tramposo, la sombra, el Sabio, el ego, la máscara, la Gran Madre, el anima, el animus y demás. Para Jung, pues, los arquetipos no son tanto trascendentales como existenciales, simples facetas de la experiencia comunes a la condición humana cotidiana. Coincido con Jung en que esas formas míticas constituyen un legado colectivo y también estoy plenamente de acuerdo con él en que es muy importante «llevarse bien» con esos «arquetipos» míticos.
Si, por ejemplo, tengo un problema psicológico con mi madre, si tengo lo que se llama un complejo materno, es importante que me dé cuenta de que gran parte de la carga emocional no sólo proviene de mi propia madre biológica sino también de la Gran Madre, una poderosa imagen del inconsciente colectivo que condensa, por así decirlo, la quintaesencia de todas las madres del mundo. Es decir, el psiquismo porta la imagen de la Gran Madre del mismo modo que también parece estar equipado con las formas rudimentarias del lenguaje, la percepción y diversas pautas instintivas. De este modo, si se reactiva la imagen de la Gran Madre, no sólo tendré que habérmelas con mi propia madre biológica sino también deberé afrontar miles de años de experiencia materna. Así pues, la imagen de la Gran Madre conlleva una carga y tiene un impacto muy superior al de mi propia madre biológica. Llegar a entrar en contacto con la Gran Madre, a través del estudio de los mitos de todo el mundo, constituye una buena forma de hacer frente a esa forma mítica, de tornarla consciente y poder diferenciarse así de ella. Estoy totalmente de acuerdo con Jung sobre este punto. Pero, en cualquier caso, esas formas míticas no tienen nada que ver con el misticismo, no tienen nada que ver con la auténtica conciencia trascendental.
Lo explicaré de una manera más sencilla. El gran error de Jung, en mi opinión, consistió en confundir lo colectivo con lo transpersonal (con lo místico). El hecho de que mi mente herede ciertas formas colectivas no significa que esas formas sean místicas o transpersonales. Todos heredamos diez dedos en los pies, por ejemplo, ¡pero el hecho de experimentar los diez dedos de mis pies no supone, en modo alguno, estar viviendo una experiencia mística! Los «arquetipos» de Jung no tienen casi nada que ver con la conciencia espiritual, trascendental, mística y transpersonal, son formas heredadas por todos que compendian algunos de los encuentros más fundamentales, cotidianos y existenciales de la condición humana: la vida, la muerte, el nacimiento, la madre, el padre, la sombra, el ego, etcétera. Pero en esto precisamente no hay nada místico. Colectivo sí, pero transpersonal no.
Hay elementos colectivos prepersonales, elementos colectivos personales y elementos colectivos transpersonales. Y Jung no los diferencia con la claridad necesaria. Y ese descuido, creo, desvirtúa toda su comprensión del proceso espiritual.
Así que estoy de acuerdo con Jung en que es muy importante entenderse con las formas tanto del inconsciente mítico personal como del inconsciente colectivo. Pero ninguno de ellos está relacionado con el verdadero misticismo que consiste, en primer lugar, en encontrar la luz más allá de la forma, y en segundo, en encontrar la ausencia de forma más allá de toda luz.
Gracia y coraje, 212-214
LA VISIÓN ROMÁNTICA
Veamos, para ilustrar el error fundamental de la visión romántica, el caso de la infancia. Desde la perspectiva romántica, el niño comienza su andadura en una especie de Cielo inconsciente, es decir, su yo todavía no se ha diferenciado del entorno que le rodea (de la madre) y, en consecuencia, es inconscientemente uno con el Fundamento dinámico del Ser. Así pues, el Cielo inconsciente –dichoso, extraordinario y místico–, constituye el estado paradisíaco del que no tardará en caer y al que siempre anhelará regresar.
En algún momento de los primeros años de la vida –prosigue la visión romántica–, el yo se diferencia del entorno, se rompe la unión con el Fundamento dinámico, el sujeto y el objeto se separan, y el yo se aleja del Cielo inconsciente para aproximarse al Infierno consciente (al mundo de la enajenación, de la represión, del terror y de la tragedia egoica).
Más tarde, sin embargo –prosigue esa misma visión–, el yo puede efectuar un giro de 180° en su desarrollo y regresar al estado de unión infantil anterior y reunirse con el gran Fundamento del Ser, sólo que ahora de un modo completamente consciente y autorrealizado y redescubrir, de ese modo, un Cielo, sólo que ahora un Cielo consciente.
Ésta es, pues, la esencia de la visión romántica, una visión según la cual el desarrollo se inicia en el Cielo inconsciente (en una unión inconsciente con lo Divino), luego se pierde esa unión inconsciente y se sumerge en el Infierno consciente y, finalmente, termina recuperando lo Divino en un nivel superior y más consciente.
Pero el primer paso –la pérdida de la unión inconsciente con lo Divino– es completamente imposible. ¡Todas las cosas son una con el Sustrato Divino que es, después de todo, el Fundamento mismo de todo ser! De modo que perder la unidad con ese Fundamento significa dejar de existir.
Veamos esto mismo desde otra perspectiva ya que, si todas las cosas son una con el Fundamento, no existen más que dos posibles alternativas, ser conscientes de esa unidad o no serlo, es decir, ser conscientes o ser inconscientes de nuestra unión con el Fundamento Divino.
Y, puesto que, según la visión romántica, usted parte de una unión inconsciente con el Fundamento, ¡no puede perder esa unión! Tal vez, usted haya perdido la conciencia de esa unión ¡pero no puede perder esa unión porque, en tal caso, dejaría de existir! De modo que, si usted es inconsciente de esa unión, las cosas ya no podrán, ontogenéticamente hablando, irle peor, porque ése será ya el culmen de la enajenación. Usted ya está, por así decirlo, viviendo en el Infierno, usted ya está inmerso en el samsara, sólo que no se da cuenta de ello porque carece de la conciencia necesaria para apercibirse. Ése es, de hecho, el estado real del yo infantil, el infierno inconsciente.
Lo que ocurre entonces, sin embargo, es que el yo comienza a despertar al mundo alienado en que se encuentra. Usted pasa del infierno inconsciente al infierno consciente y, en ese proceso, va cobrando conciencia del infierno, del samsara, del dolor inherente a la existencia y, al llegar a ser adulto, se descubre sumido en la pesadilla de la miseria y la alienación. El yo infantil no vive, pues, en el cielo, sino que no es lo suficientemente consciente como para sufrir las llamaradas del infierno que le rodea. El niño se halla inmerso en el samsara, sólo que no es lo suficientemente consciente como para darse cuenta de ello. ¡La iluminación, pues, no tiene nada que ver con un retorno a este estado infantil […] ni siquiera con una «versión madura» de ese estado! Ni el yo del niño ni el de mi perro se retuercen en la culpabilidad, la angustia y agonía ¡Por esta razón la iluminación no consiste en recuperar la conciencia de perro (ni siquiera una «forma madura» de conciencia canina)!
En la medida en que la conciencia del niño se desarrolla, va cobrando lentamente conciencia del dolor inherente a la existencia, del tormento intrínseco al samsara, de ese mecanismo de locura propio del mundo manifiesto y empieza a sufrir. Es entonces cuando va dándose cuenta de la Primera Noble Verdad, la estre-mecedora iniciación al mundo de la percepción cuya única regla es el fuego del deseo insaciable. No existe, pues, ningún mundo anterior ajeno al deseo, ningún estado previo «paradisíaco», sino una inmersión inconsciente en un mundo del que el yo va tomando conciencia lenta y dolorosamente.
Es así como, en la medida en que va creciendo la conciencia del yo, pasa del infierno inconsciente al infierno consciente, donde puede permanecer durante toda su vida, buscando torpes consuelos que emboten sus sentimientos y aturdan su desesperación. La vida se convierte, entonces, en la búsqueda de lenitivos, de compensaciones con las que el yo trata de convencerse, al menos provisionalmente, de que el mundo de la dualidad es algo positivo.
Pero el yo también puede proseguir su proceso de crecimiento y desarrollo y adentrarse en los dominios auténticamente espirituales, trascender la sensación de identidad separada y llegar a identificarse con la Divinidad. La fusión con lo Divino, una fusión o unidad que había estado presente –aunque de forma inconsciente– desde el mismo comienzo, relumbra ahora en la conciencia en una fulgurante explosión iluminadora que le pone en contacto con lo inefablemente ordinario, entonces es cuando actualiza su Identidad Suprema con el Espíritu, con la misma evidencia que la brisa fresca de un día claro de primavera.
Éste es, pues, el proceso real de la ontogenia humana: desde el infierno inconsciente hasta el infierno consciente y, desde ahí, hasta el cielo consciente. Y en ninguna de esas fases el yo pierde su unidad con el Fundamento ¡porque, en tal caso, dejaría de existir! Dicho en otras palabras, la agenda romántica tiene razón en lo que respecta al segundo y tercer paso (el infierno consciente y el cielo consciente), pero se halla completamente equivocada en lo que respecta al estadio infantil (que no es tanto el cielo inconsciente como el infierno inconsciente).
Ahora bien, el estado infantil no es el inconsciente transpersonal, sino el inconsciente prepersonal; no es transracional, sino prerracional; no es transverbal, sino preverbal; no es transegoico, sino preegoico. Y el curso del desarrollo humano –el curso, en suma, de la evolución– va desde la subconsciencia hasta la auto-conciencia y, desde ahí, hasta la supraconciencia; desde lo prepersonal hasta lo personal y, desde ahí, hasta lo transpersonal; desde lo inframental hasta lo mental y, desde ahí, hasta lo supramental; desde lo pretemporal hasta lo temporal y, desde ahí, hasta lo transtemporal […] o, dicho de otro modo, a lo eterno.
Así pues, el desarrollo no es una regresión al servicio del ego, sino una evolución al servicio de la trascendencia.
El ojo del Espíritu, 67-69
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Desde el siglo XVIII hasta hoy en día, los ecorrománticos se han esforzado en mantener en marcha la maquinaria regresiva que les conducía a aquel estadio pasado en el que suponían que la cultura se hallaba menos diferenciada de la naturaleza. Con ellos comenzó la gran búsqueda del paraíso perdido.
Pero su búsqueda no anhelaba el Espíritu atemporal del que nos alienan las tendencias contractivas del presente sino un espíritu que se hallaba supuestamente presente en algún remoto pasado –fuera histórico o prehistórico–, que terminó siendo «exterminado» por el gran crimen de la cultura.
El destino final favorito del tren regresivo de los primeros románticos, como Schiller, por ejemplo, era la antigua Grecia porque, en su opinión, en esa época la mente y la naturaleza constituían una «unidad» (cuando lo que ocurría, por cierto, es que ni siquiera habían llegado a diferenciarse). Y resulta en especial curioso su olvido de que, precisamente por ese mismo motivo, uno de cada tres griegos era esclavo y que casi lo mismo ocurría con las mujeres y los niños. Es cierto que esas sociedades padecían muy pocas de las servidumbres de la modernidad […], pero también lo es que tampoco disfrutaban de sus considerables ventajas.
En la actualidad, sin embargo, la antigua Grecia ha perdido el favor de los románticos porque, al estar inmersa en una estructura agraria, también eran patriarcales. Es así cómo los románticos volvieron a poner nuevamente en marcha la dinámica de la regresión hasta recalar en las sociedades hortícolas, el punto de mira actual de las ecofeministas porque estas sociedades se hallaban gobernadas por la Gran Madre y solían ser matrifocales.
Dejemos de lado la ceremonia ritual característica de casi todas las sociedades hortícolas: el sacrificio ritual humano necesario, entre otras cosas, para garantizar la fertilidad de las cosechas. Olvidémonos también de que, según los sorprendentes datos aportados por Lenski, entre un 44 y 50% de esas sociedades se hallaban enzarzadas de manera continua o intermitente en escaramuzas bélicas (y que lo mismo ocurría con las pacíficas sociedades de la Gran Madre). Dejemos, por último, de lado que, según el mismo Lenski, el 61% de esas sociedades se basaban en la propiedad privada, que el 14% eran esclavistas y que el 45% de ellas tenía establecida la institución de la dote de la novia. No parece, por tanto, que, como afirman los ecomasculinistas, esas sociedades hortícolas fueran tan «puras y tan prístinas».
Los ecomasculinistas («los ecólogos profundos») dan todavía un paso m ás atrás y consideran que «el auténtico estado puro y prístino original» era el de las sociedades recolectoras. De hecho, según los ecomasculinistas, las sociedades hortícolas, tan idolatradas por las ecofeministas, no se hallaban tan cerca de la naturaleza como pretendían porque dependían de la agricultura, que ya constituye una violación de la naturaleza. Para ellos, las únicas sociedades realmente puras y prístinas eran las de los cazadores y recolectores.
Ignoremos también los datos que evidencian que cerca del 10% de estas sociedades eran esclavistas, que el 37% de ellas tenía establecida la institución de la dote de la novia y que el 58% guerreaban de manera continua o intermitente.
¡Pero ése debería ser el estadio puro y prístino porque ya no es posible volver más atrás! Así es como los ecomasculinistas terminan ignorando los aspectos desagradables de cualquiera de estas sociedades y lo convierten en el estadio del buen salvaje. Punto y final.
Porque, lógicamente, no se trata de regresar a la época de los simios por el hecho de que los simios carecieran de esclavitud, dote, guerra, etcétera, no sería serio extraer la conclusión de que todo lo que ocurrió después del Big Bang haya sido un error colosal. Pero ésa es, sin embargo, la conclusión a la que necesariamente arribará si confunde diferenciación con disociación, si cree que toda diferenciación es un error y si considera que el roble es culpable de haber dado muerte a la bellota.
De este modo, la búsqueda de un estado puro y prístino en el que realmente pudiera tener lugar la tan ansiada inserción en la naturaleza de los románticos nos lleva cada vez más y más hacia atrás, pero en ese proceso vamos también eliminando cada vez más y más estratos de profundidad del Kosmos. Así, comenzamos tratando de curar la depresión mediante una regresión y curamos la enfermedad desembarazándonos de la profundidad y siendo cada vez más superficiales.
Breve historia de todas las cosas, 385-387
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Ahora bien, existe, en realidad, una caída de la Divinidad, del Espíritu, del Fundamento primordial, y eso es precisamente lo que los románticos tratan de definir antes de incurrir en la falacia pre/trans. Pero esta caída se llama involución, el movimiento a través del cual todas las cosas se alejan de la conciencia de su unión con lo Divino, imaginando ser mónadas separadas y aisladas, alienadas y alienantes. Sólo después de que este proceso involutivo haya tenido lugar –y el Espíritu devenga inconsciente y se identifique con las formas inferiores y más bajas de su propia manifestación– es posible la evolución, el despliegue del Espíritu en un gran espectro de conciencia que va desde el Big Bang hasta la materia, la sensación, la percepción, el impulso, la imagen, el símbolo, el concepto, la razón, lo psíquico, lo sutil y lo causal, un camino que conduce al reconocimiento, la autorrealización y la resurrección en el Espíritu. Y en cada una de esos distintos estadios –la materia, el cuerpo, la mente, el alma y el espíritu–, la evolución va tornándose más y más consciente, dándose más y más cuenta, despertando cada vez más, a toda la dicha –y obviamente también a todo el terror– inherente a la dialéctica del despertar.
En cada uno de los estadios de este proceso de regreso del Espíritu a sí mismo, nosotros –usted y yo– recordamos, de un modo difuso –o tal vez sumamente intenso– que somos uno con lo Divino. Esta reminiscencia –que alienta en lo más hondo de nuestra conciencia– es la que nos impulsa y estimula a comprender, despertar y recordar qué y quién siempre hemos sido.
De hecho, podríamos llegar a decir que todas las cosas intuyen, de una u otra forma, que su Fundamento es el Espíritu mismo y se ven urgidas, impulsadas y apremiadas a actualizar esta realización. Pero, antes de llegar a ese despertar de lo divino, todas las cosas buscan al Espíritu de un modo que realmente impide su realización ¡de otro modo nosotros lo actualizaríamos ahora mismo!
Es, pues, como si buscáramos al Espíritu de maneras que ciertamente lo impiden. Buscamos al Espíritu en el mundo del tiempo, pero el Espíritu es atemporal y no puede encontrarse allí. Buscamos al Espíritu en el mundo del espacio, pero el Espíritu es aespacial y no puede encontrarse allí. Buscamos el Espíritu en este o aquel objeto, fascinante o conmovedor, pero el Espíritu no es un objeto y, en consecuencia, no puede verse ni comprenderse en el mundo de los objetos y de las emociones.
Dicho en otros términos, buscamos el Espíritu en formas que impiden su realización y nos obligan a la búsqueda de gratificaciones sustitutorias que nos impulsan y nos encierran en el mundo atribulado del tiempo y del terror, del espacio y de la muerte, del pecado y de la separación, de la soledad y del consuelo.
Ése, precisamente, es el proyecto Atman, el intento de encontrar el Espíritu con modos que ciertamente lo impiden y nos llevan a buscar todo tipo de gratificaciones sustitutorias. Y, como veremos, toda la estructura del universo manifiesto se ve movilizada por el proyecto Atman, un proyecto que prosigue hasta al momento en que nosotros –usted y yo– despertemos a ese Espíritu cuyos sustitutos buscamos desesperadamente en el mundo del tiempo y del espacio. La pesadilla de la historia es la pesadilla del proyecto Atman, la búsqueda estéril en el tiempo de lo que, en última instancia, es eterno; una búsqueda que necesariamente genera terror y tormento, un yo desolado por la represión, paralizado por la culpabilidad, acosado por la enajenación, una desdichada tortura que sólo se desvanece en la Esencia radiante cuando concluye la gran búsqueda, cuando la contracción abandona el intento de descubrir a Dios (real o sustituto), y el movimiento en el tiempo concluye en lo No nacido, en lo No creado, en la gran Vacuidad pura que se asienta en el Corazón mismo del Kosmos.
De modo que, cuando lea este libro, trate de recordar el gran evento, el instante en el que respiró y dio origen a la totalidad del Kosmos; recuerde el vacío del que se derramó como la totalidad del Mundo simplemente para ver lo que ocurría. Recuerde las miles de formas y fuerzas que le han llevado tan lejos; recuerde las galaxias, recuerde los planetas; recuerde las plantas que se orientan en dirección al Sol; recuerde a los animales que permanecen alerta día y noche, extenuados en su incesante búsqueda; recuerde a las mujeres y los hombres primitivos, anhelando la Luz; recuerde a la persona que ahora mismo sostiene este libro, recuerde, en suma, qué y quién ha sido, qué ha hecho y qué ha visto, recuerde quién se halla realmente detrás de todos esos disfraces, detrás de las máscaras de Dios y de la Divinidad, detrás de las máscaras que ocultan su verdadero Rostro Original.
Permita que la gran búsqueda concluya, afloje su contracción esencial, repose en la inmediatez de su conciencia, deje que el Kosmos entero se precipite en su ser –dado que usted ya es su mismo Fundamento– […] y entonces sabrá que el proyecto Atman nunca existió, que usted nunca ha cambiado y que todo es exactamente como debe ser, cuando el canto del petirrojo resuena en una hermosa mañana en la que el sonido de la lluvia repiquetea en el tejado del templo.
El ojo del Espíritu, 70-71
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