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JERARQUÍAS DE DOMINIO Y JERARQUÍAS DE DESARROLLO
Arthur Koestler utiliza el término holoarquía para referirse a las jerarquías, un vocablo que hoy en día tiene muy mala prensa porque la gente suele confundir jerarquías de dominio con jerarquías naturales.
Una jerarquía natural es simplemente un orden de totalidad creciente (como, por ejemplo, el que va de las partículas hasta los átomos, las células y los organismos, o el que va de las letras a las palabras, las frases y los párrafos), donde la totalidad de un determinado nivel de la jerarquía forma parte de la totalidad propia del siguiente nivel.
Dicho en otras palabras, las jerarquías normales están compuestas de holones y, por esto, según Koestler, podríamos perfectamente llamar «holoarquía» a la «jerarquía», algo muy adecuado porque casi todos los procesos de crecimiento –desde la materia hasta la vida y, desde ésta, hasta la mente– discurren a través de holoarquías naturales compuestas por órdenes de holismo y totalidad creciente (totalidades que se convierten en partes de nuevas totalidades).
Pero hay ocasiones en que un determinado holón de una jerarquía natural no se contenta con el puesto que ocupa y trata de dominar a la totalidad imponiendo una jerarquía de dominio, una jerarquía patológica (algo que ocurre, por ejemplo, cuando una célula cancerosa acaba sometiendo a la totalidad del cuerpo, cuando un dictador fascista tiraniza al cuerpo social, o cuando un ego represivo esclaviza al psiquismo).
El único modo de sanar las holoarquías patológicas no consiste en desembarazarse de la holoarquía –cosa, por otra parte, imposible–, sino en reubicar al holón arrogante en el lugar que le corresponde en la holoarquía natural. Pero los críticos de la jerarquía –sus nombres son legión– confunden las holoarquías patológicas con las holoarquías en general y acaban arrojando al niño junto con el agua de la bañera.
Hay que recordar, en este sentido, que la única alternativa realmente holística es la holoárquica. Cuando los holistas dicen que «la totalidad es mayor que la suma de las partes», están queriendo decir que la totalidad está ubicada en un nivel holoárquicamente superior o más profundo de organización que las partes, lo cual, por supuesto, presupone la existencia de una jerarquía, de una holoarquía. Las moléculas aisladas se agrupan en la célula gracias a propiedades que trascienden a las de las simples moléculas aisladas. En este sentido, la célula se halla ordenada holoárquicamente, puesto que sin holoarquías no hay totalidades sino sólo meros conglomerados.
Dicho en otras palabras, los llamados «holistas» que se dedican a negar la existencia de las holoarquías son, en realidad, «conglomeristas», una forma solapada de reduccionismo.
Porque el hecho es que no hay modo de evitar la jerarquía. Hasta los mismos teóricos antijerárquicos tienen su propia jerarquía, tienen su propia categorización. Sin ir más lejos, según ellos, relacionar es mejor que ordenar, lo cual, evidentemente, presupone la existencia implícita de una escala de valores, aunque la misma negativa a admitir esa situación convierte a esa jerarquía en algo inconsciente, oculto y reprimido. Se trata de una jerarquía que niega la jerarquía, de un sistema de categorización que dice que categorizar es malo.
Por este motivo, la postura antijerárquica es muy contradictoria e hipócrita, porque es evidente que, aunque inconsciente y pobremente elaborada, esa actitud se asienta en un tipo de jerarquía. Y con esta jerarquía disfrazada, arremeten contra el resto de las jerarquías muy satisfechos consigo mismos porque se creen «libres» de toda esta sucia categorización. De este modo, acaban culpando a los demás por hacer lo mismo que hacen ellos sin admitirlo, una pretensión obviamente absurda.
La solución, repitámoslo, no consiste en desembarazarse de toda jerarquía o de toda holoarquía, lo cual es imposible. El mismo intento de desembarazarse de toda categorización es una forma de categorizar, y la negación de la jerarquía está basada, lo queramos o no, en algún tipo de jerarquía. El universo está compuesto de holones, y los holones existen holoárquicamente y, en consecuencia, no es posible escapar a esta jerarquía anidada. Nuestro intento, por el contrario, se centra en diferenciar entre las holoarquías normales y las holoarquías patológicas o de dominio.
No hay modo alguno de escapar de los holones. Toda pauta evolutiva y de desarrollo procede a través de un proceso de holoarquización, a través de un proceso de órdenes de totalidad e inclusión creciente, una forma de categorizar en función de la capacidad holística. Éste es el motivo por el cual el principio básico del holismo es la holoarquía: las dimensiones superiores o más profundas proporcionan un principio, un «aglutinante», una pauta, que une y vincula partes que, de otro modo, estarían separadas, en conflicto y aisladas, en una unidad coherente, en un espacio en el que las partes separadas participan de una totalidad común y escapan, de ese modo, al destino de ser una mera parte, un mero fragmento.
Así pues, el hecho de establecer relaciones es realmente importante, pero hay que tener en cuenta que sólo es posible dentro de un ordenamiento y una holoarquía en un entorno holoárquico que posibilite la unión y la relación. De otro modo, no habría totalidades sino meros conglomerados.
Y cuando un determinado holón quiere convertirse en totalidad y dejar de ser parte, esa holoarquía natural o normal termina degenerando en una holoarquía patológica, en una holoarquía de dominio, otra manera de hablar de la enfermedad, de la patología y de la insania (ya sea física, emocional, social, cultural o espiritual). Hay que decir, en este sentido, que si nosotros «atacamos» las jerarquías patológicas no es para desembarazarnos de toda jerarquía, sino para permitir la emergencia de las jerarquías normales o naturales y posibilitar, así, el proceso de crecimiento y desarrollo.
Breve historia de todas las cosas, 51-54
LA FALACIA PRE/TRANS
Cada vez estoy más convencido de que la diferencia existente entre los estados de conciencia prerracionales (o prepersonales) y los transracionales (o transpersonales) –lo que denominé falacia pre/trans– es fundamental para comprender la naturaleza de los estados superiores (o más profundos), los estados de conciencia auténticamente espirituales.
La esencia del problema pre/trans puede formularse de un modo muy sencillo diciendo que, puesto que los estados prerracionales y los transracionales son, cada uno a su manera, no racionales, el ojo inexperto los confunde y los considera idénticos. Y una vez que pre y trans han sido confundidos, ocurre una de las dos falacias descritas a continuación.
En el primero de los casos, los estados superiores y transracionales se ven reducidos a estados inferiores o prerracionales. De este modo, las experiencias realmente místicas o contemplativas son interpretadas como una regresión o una vuelta hacia estadios infantiles de narcisismo, fusión oceánica, indisociación o incluso autismo primitivo. Éste es precisamente el camino seguido por Freud en El porvenir de una ilusión.
Esta visión reduccionista considera a la racionalidad como el gran punto omega hacia el que se dirige el desarrollo individual y colectivo, el punto final en el que, finalmente, se consuma el proceso evolutivo. Desde esta perspectiva, no existe ningún contexto superior, más amplio ni más profundo, y la vida sólo se puede vivir de forma racional o neurótica (la noción freudiana de neurosis –sólo en parte verdadera y bastante limitada, dicho sea de paso– se refiere básicamente a cualquier desviación de la percepción racional). Como no se cree en la existencia de ningún otro contexto, la presencia de cualquier evento genuinamente transracional es considerado como una regresión a las estructuras preoperacionales (ya que son las únicas estructuras de que se dispone en el nivel racional capaces de ofrecer una hipótesis explicativa). Es así como lo supraconsciente se ve reducido a lo inconsciente, lo transpersonal se colapsa en lo prepersonal, y la emergencia de lo superior es interpretada como una irrupción de lo inferior, con lo cual todos suspiran aliviados puesto que no se pone en cuestión el «espacio del mundo» propio de lo racional (por «la marea negra del cieno ocultista» como Freud, tan pintorescamente, explicaba a Jung).
Si, en el caso contrario, uno siente simpatía por los estados superiores y místicos pero sigue sin distinguir entre lo pre y lo trans, acabará elevando todos los estados prerracionales a algún tipo de gloria transracional (en cuyo caso el narcisismo infantil primario, por ejemplo, es considerado como un sueño inconsciente dentro de la unio mystica). Éste es el camino seguido por Jung y sus seguidores que tan a menudo interpretan como profundamente transpersonal y espiritual a los estadios de indisociación o indiferenciación carentes de toda integración.
Esta postura elevacionista considera a la unión transpersonal y transracional como el punto omega final hacia el que se dirige toda la evolución. Y como la racionalidad egoica tiende a negar este estado superior, entonces es descrita como el punto ínfimo de las posibilidades humanas, como una degradación, como el origen del pecado, la separación y la alineación. Y, cuando se contempla a la racionalidad como el punto antiomega, por así decirlo, como el gran Anticristo, cualquier irracionalidad se ve glorificada indiscriminadamente como un camino directo hacia lo divino y, en consecuencia, los estados más prerracionales, infantiles y regresivos se ven promocionados de inmediato; cualquier cosa, a fin de cuentas, para librarse de la desagradable y escéptica racionalidad. Cuando Tertuliano dice: «Creo porque es absurdo», está pronunciando en voz alta el eslógan elevacionista por excelencia (que, dicho sea de paso, subyace a todo tipo de romanticismo).
Freud fue reduccionista, y Jung elevacionista: las dos caras de la falacia pre/trans. Ambos tienen razón y están equivocados al cincuenta por ciento. Buena parte de la neurosis es, efectivamente, una fijación/regresión a los estadios prerracionales, estadios que no deben ser glorificados. Por otro lado, los estadios místicos existen en realidad, más allá (no por debajo) de la racionalidad, y no deben ser reducidos.
Desde la época de Freud (y Marx y Ludwig Feuerbach), ha prevalecido una actitud reduccionista hacia la espiritualidad, según la cual todas las experiencias espirituales, incluso las más elevadas, se interpretan como regresiones a las rudimentarias estructuras propias del pensamiento infantil. Y como reacción a esta actitud, advertimos –desde los años sesenta– la emergencia de diversas formas de elevacionismo (un fenómeno perfectamente ilustrado por el movimiento de la Nueva Era, aunque no, desde luego, limitado a él). Esto explica que cualquier cosa que cumpla con la condición de no ser racional –sin importar su origen ni su autenticidad– se vea tan fácilmente elevada a la gloria transracional y espiritual. Desde esta perspectiva, cualquier cosa que sea racional está equivocada, y cualquier cosa que no sea racional es espiritual.
El Espíritu es, ciertamente, no racional, pero no está más acá de la razón sino más allá de ella, no es pre sino trans. El Espíritu trasciende e incluye a la razón, no la excluye. La racionalidad, como cualquier estado concreto de la evolución, tiene sus propias limitaciones, represiones y distorsiones pero, como ya hemos visto, los problemas inherentes a un determinado nivel se ven resueltos (o, mejor dicho, «disueltos») en el siguiente nivel del desarrollo […]. Ésta es la grandeza y la miseria de la razón: proporciona extraordinarias capacidades y soluciones nuevas a la vez que introduce sus propios problemas concretos que sólo pueden resolverse en los dominios superiores y transracionales.
Subrayemos, pues, que muchos movimientos elevacionistas no están por encima, sino por debajo de la lógica. Creen que están –y así lo proclaman a los cuatro vientos– ascendiendo la montaña de la Verdad cuando, en mi opinión, lo único que hacen es deslizarse rápidamente cuesta abajo […] atreviéndose a calificar de «búsqueda de la bienaventuranza» a la vertiginosa sensación de caída por la pendiente evolutiva. Y lo más curioso es que tienen el valor de presentar esta alarmante situación como el nuevo paradigma de la transformación planetaria y afirman «sentirlo mucho» por quienes, sin participar, les contemplan con el corazón encogido de quien está a punto de presenciar un accidente de automóvil. Porque lo cierto es que la verdadera beatitud espiritual no se encuentra en la base sino en la cima de la montaña.
Sexo, ecología, espiritualidad vol. 1, 235-238
LOCURA Y ESPIRITUALIDAD
Siempre se ha considerado a la esquizofrenia y al misticismo de un modo similar a la locura y la genialidad pero, por más que se asemejen, se trata de dos fenómenos completamente diferentes. En cualquiera de los casos, las similitudes existentes entre la esquizofrenia y el misticismo han dado origen a dos estados generales de opinión al respecto. Quienes consideran a la esquizofrenia como una enfermedad, una dolencia, o una de las peores patologías, suelen tener (dadas sus semejanzas) la misma idea sobre el misticismo. Desde este punto de vista, si los sabios y los místicos no están completamente trastornados, poco les falta para ello. Según un reciente informe del Group for the Advancement of Psychiatry (GAP): «El psiquiatra hallará el fenómeno místico interesante porque puede encontrar en él formas de conducta que se hallan a mitad de camino entre la normalidad y la psicosis, una especie de regresión egoica al servicio de la defensa contra la tensión interna o externa […]». Con cierta frecuencia he aceptado –e incluso sostenido– la existencia de esta posible hipótesis de la regresión y de que algunos de los que se autodenominan místicos están, de hecho, atrapados en algún tipo de regresión e incluso que, en su camino hacia los estados superiores de unidad, algunos auténticos místicos reactivan ocasionalmente complejos regresivos. Pero esto, sin embargo, no debería impedirnos diferenciar de forma rotunda la esquizofrenia del verdadero misticismo. Así pues, la generalización del GAP sobre la trascendencia y el misticismo resulta bastante limitada.
El segundo clima de opinión con respecto a la esquizofrenia y al misticismo parece más próximo a la verdad, pero es tan generalizador y dogmático como el primero. Esta perspectiva no tiende a considerar a la esquizofrenia como algo patológico sino, por el contrario, como el paradigma de la salud. Quienes sostienen este punto de vista –investigadores, por otra parte, a quienes tengo en gran estima, como R.D. Laing y Norman O. Brown, entre otros–, simpatizan con la idea de que los estados trascendentes son ultrarreales (algo con lo que estoy plenamente de acuerdo) y, puesto que la esquizofrenia y el misticismo parecen tan semejantes, el esquizofrénico es el paradigma de la salud mental óptima. Según Brown: «No es en la esquizofrenia sino en la normalidad donde la mente se halla dividida; en la esquizofrenia las falsas barreras se desintegran […]. Los esquizofrénicos están sufriendo de realidad […]. El mundo del esquizofrénico es el mundo de la participation mytique; “una indescriptible amplificación de las sensaciones interiores”, “misteriosos sentimientos de referencia”; influencias y poderes psicosomáticos ocultos […]».
Mi propia opinión al respecto se halla a mitad de camino entre ambas perspectivas y se basa en las importantísimas distinciones existentes entre los estadios pre y trans anteriormente descritos.
Basándonos en los informes fenomenológicos que disponemos hoy en día, el episodio esquizofrénico típico suele constar de los siguientes factores:
1. El evento desencadenante suele ser una situación de tensión extrema o una contradicción extraordinaria. Tal vez, antes de eso, el sujeto haya tenido grandes dificultades para establecer relaciones sociales, tal vez su ego (o su persona) sea demasiado débil, e incluso cabe la posibilidad de que sea proclive al aislamiento. También puede ocurrir, por otra parte, que el individuo simplemente sea víctima de dukkha –el sufrimiento inherente al samsara– y se vea de manera provisional desbordado por una dolorosa introspección. Pero, sea cual fuere el catalizador (y no excluyo, de entre ellos, a los poderosos factores bioquímicos –que son extraordinariamente importantes, un hecho cuya capital trascendencia se ha visto claramente demostrada por las recientes investigaciones bioquímicas sobre los procesos cerebrales–), sea cual fuere el catalizador, digo, cuando la traducción egoico-personal se desmorona o debilita tiene lugar un
2. entorpecimiento de las funciones de edición y filtraje de la traducción egoica que deja sin defensas al individuo y lo torna vulnerable tanto a los niveles inferiores como superiores de la conciencia. Lo que ocurre, a mi entender, es que entonces se pone en marcha un doble proceso ya que, por una parte, el yo comienza a experimentar una regresión hacia los niveles inferiores de conciencia; mientras que, al mismo tiempo, se ve inundado por aspectos procedentes de los dominios superiores (especialmente el nivel sutil). Dicho de otro modo, en la medida en que el individuo se traslada al subconsciente, entra en él lo supraconsciente; en la medida en que retrocede a los niveles inferiores, se ve invadido por los superiores y, de esta manera, se ve afectado por el inconsciente sumergido y por el inconsciente emergente. Personalmente, no veo otra forma de justificar la fenomenología que acompaña a la escisión esquizofrénica. Quienes interpretan la esquizofrenia como algo meramente regresivo ignoran su verdadera dimensión religiosa y quienes sólo ven en ella el summum de la salud y la espiritualidad hacen caso omiso de las claras evidencias de fragmentación y regresión psíquica.
En cualquier caso, cuando la traducción egoica comienza a fallar suele aparecer una angustia extraordinaria. Con el comienzo de la regresión y de la interrupción de la traducción egoica, el individuo se abre al pensamiento mítico y a las referencias mágicas características del estadio mítico-pertenencia que confunde la parte con el todo y los miembros de una clase con la clase misma, la característica más relevante precisamente de la modalidad de pensamiento esquizofrénica. Un esquizofrénico, por ejemplo, puede decir «anoche me metí en una botella pero no pude cerrarla» cuando, en realidad, lo único que está afirmando es que el frío le impidió dormir. La lógica mítica de esta afirmación es la siguiente: la cama, con sus sábanas y mantas, pertenece a la clase de los «recipientes», (es decir, de los objetos capaces de contener a otros). Una botella también pertenece a la misma clase y, dado que el pensamiento mítico es incapaz de distinguir entre los diferentes miembros de una misma clase, «meterse en la cama» y «meterse dentro de una botella» son lo mismo (y no sólo de un modo simbólico). De la misma manera, «mantas» y «tapones» son también equiparables, de modo que «no poder cerrar la botella» significa que «la manta no le cubría adecuadamente», lo cual explica el frío y sus dificultades para conciliar el sueño (no poder cerrar la botella). Se trata, como diría Bateson, de una confusión de tipos lógicos.
En el caso de que la regresión vaya, aunque sólo sea un poco, más allá del pensamiento mítico, el individuo queda a merced de las floridas fantasías preverbales y del proceso primario, es decir, sufre alucinaciones (por lo general, auditivas y, en casos extremos, hasta visuales).
3. El asunto, a mi entender, es que, cuando la traducción egoica comienza a fracasar y el yo se siente arrastrado a los dominios preegoicos, el individuo también queda simultáneamente expuesto a la invasión de los dominios transegoicos. Por esta razón, en tal caso, la conciencia del individuo suele verse abrumada por intuiciones muy intensas de naturaleza auténticamente religiosa (y no sólo de fantasías regresivas sino de auténticas y válidas introspecciones espirituales). «Tal vez, la experiencia creativa, la conversión religiosa y otro tipo de “experiencias cumbre” incluyan muchas de […] las formas de experiencia interna que pueden acompañar a la reacción psicótica aguda.» Éste es un hecho que, a mi juicio, no podemos ignorar.
Con frecuencia, sin embargo, el individuo es incapaz de articular lógicamente estas introspecciones. ¡Si para hablar de algo tan simple como acostarse dice «meterse en una botella», cuál no será su dificultad para describir una visión-imagen de Jesucristo! Además, y por encima de todo, estas introspecciones tienden a ser sumamente «autistas», autocentradas y crípticas, y el único que puede comprenderlas es el propio sujeto. Esto parece estar relacionado con el hecho de que, dado que el aspecto regresivo de la esquizofrenia tiende a conducirle hasta niveles anteriores –pre– a la comprensión del rol, el individuo cree que él –y sólo él– es, por ejemplo, Jesucristo. Al no poder aceptar o asumir el papel de los demás es incapaz, por tanto, de ver que todo el mundo es Jesucristo. Intuye viva y fuertemente su naturaleza Atman (como resultado de la influencia de los niveles superiores), pero sólo desde un nivel primitivo y narcisista. Veamos ahora una conversación entre un místico y un esquizofrénico hospitalizado que ilustra a la perfección lo que estamos diciendo. Dice Baba Ram Dass:
Él [un esquizofrénico hospitalizado] producía muchísimo material y leía en griego, un idioma que, por cierto, nunca había aprendido. Presentaba muchas actividades fenoménicas que los médicos interpretaban como patológicas: robar, mentir, engañar y proclamar que era Jesucristo. En varias ocasiones se había escapado del hospital y era un individuo muy creativo. Leyendo sus escritos comprendí que estaba sintonizado con algunas de las grandes verdades del mundo que han sido enunciadas por los seres humanos más evolucionados. Las estaba experimentando directamente pero se hallaba, sin embargo, atrapado por la sensación de que eso era algo que le estaba ocurriendo sólo a él […]. Por consiguiente, no dejaba de repetir:
–Yo tengo este don, un don del que tú careces […].
–¿Crees que eres Jesucristo? ¿El Cristo de la conciencia pura? –le pregunté.
–Sí –me respondió.
–Yo también creo que lo soy –le repliqué yo.
Entonces me miró y me dijo:
–No, tú no lo comprendes.
–Ése precisamente es el motivo por el que estás internado ¿sabes? –concluí.
El proyecto Atman, 259-264
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No creo que nadie ponga en duda que ciertos místicos presentan rasgos esquizofrénicos y aun que haya esquizofrénicos que experimenten intuiciones místicas. Pero desconozco a cualquier autoridad en la materia que crea que las experiencias místicas son básica y fundamentalmente alucinaciones esquizofrénicas. Por supuesto, también conozco a muchas personas no cualificadas que así lo piensan y que resultaría difícil convencerlas de lo contrario […]. Diré, tan sólo que las prácticas espirituales y contemplativas utilizadas por los místicos –como la oración contemplativa o meditación– pueden ser muy poderosas, pero no lo suficiente como para coger a un montón de hombres y mujeres normales, sanos y adultos y, en el curso de unos pocos años, convertirlos en esquizofrénicos delirantes. El maestro Zen Hakuin transmitió su enseñanza a ochenta y tres discípulos que se encargaron de revitalizar y organizar el Zen japonés. Ochenta y tres esquizofrénicos alucinados no podrían ponerse de acuerdo ni siquiera para ir al baño […]. ¿Qué habría pasado con el Zen japonés si ése hubiera sido el caso?
Gracia y coraje, 99-100