Kitabı oku: «Los números de la vida», sayfa 2

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De nada sirve llorar por la leche estropeada

Se dice que algo crece exponencialmente cuando aumenta en proporción a su tamaño actual. Imagina que, cuando abres la botella de leche por la mañana, una sola célula de la bacteria Streptococcus faecalis se cuela en su interior antes de que vuelvas a cerrar el tapón. Strep f. (como se la denomina de forma abreviada) es una de las bacterias que hacen que la leche se agrie y cuaje; pero una célula no parece gran cosa, ¿verdad?1 Quizá resulta un poco más preocupante descubrir que, una vez en la leche, una célula de Strep f. puede dividirse y producir dos células hijas cada hora.2 En cada generación, el número de células aumenta en proporción al número actual de estas, de modo que su número crece exponencialmente.

La curva que describe cómo aumenta una cantidad que crece exponencialmente tiene una forma que recuerda a una de las típicas rampas que utilizan los aficionados a hacer piruetas con patines, monopatines o bicicletas BMX. Inicialmente, la pendiente de la rampa es muy suave: la curva es extremadamente poco pronunciada, y solo va ganando altura de una forma muy gradual (como puedes ver en la primera curva de la Figura 2). Al cabo de dos horas hay cuatro células de Strep f. en la leche, y al cabo de cuatro todavía hay solo 16, lo que no parece que represente un gran problema. Sin embargo, al igual que ocurre con la mencionada rampa, luego la altura y la inclinación de la curva exponencial aumentan con rapidez. Al principio, las cantidades que crecen exponencialmente pueden dar la impresión de que aumentan poco a poco, pero de repente despegan de una forma que parece tan abrupta como inesperada. Si te olvidas de la leche durante cuarenta y ocho horas, y el crecimiento exponencial de las células de Strep f. se mantiene, la próxima vez que vuelvas a verterla en tus cereales podría haber casi 1000 billones de células en la botella; suficientes para hacer que se te cuaje la sangre, y no digamos ya la leche. En este punto, las células superarían en número al total de habitantes de nuestro planeta en una proporción de 40 000 a uno. A veces se alude a las curvas exponenciales como «curva en forma de J», ya que su forma se asemeja mucho a la curva pronunciada característica de dicha letra. Obviamente, a medida que las bacterias consumen los nutrientes de la leche y cambian su pH las condiciones de crecimiento se van deteriorando, de manera que el incremento exponencial solo se mantiene durante un período de tiempo relativamente breve. De hecho, en casi todos los escenarios del mundo real el crecimiento exponencial a largo plazo resulta insostenible, y en muchos casos patológico, dado que el sujeto en crecimiento consume recursos de manera inviable. Así, por ejemplo, el crecimiento exponencial sostenido de las células del cuerpo es un rasgo distintivo del cáncer.


Figura 2. Curvas «en forma de J» de crecimiento exponencial (izquierda) y decaimiento exponencial (derecha).

Otro ejemplo de curva exponencial es un tobogán acuático de caída libre, llamado así porque inicialmente el tobogán es tan empinado que el usuario experimenta la sensación de estar en caída libre. Pero en este caso, al proseguir nuestro avance por el tobogán, nos deslizamos por una curva de decaimiento exponencial, en lugar de una curva de crecimiento (puedes ver un ejemplo en la segunda imagen de la Figura 2). Se produce decaimiento exponencial cuando una cantidad disminuye en proporción a su tamaño actual. Imagina que abres una enorme bolsa de M&M’s, los viertes sobre la mesa y empiezas a comer todos los que han caído con el lado que lleva la letra M hacia arriba. Guarda el resto de la bolsa para mañana. Al día siguiente, agita la bolsa y vierte nuevamente los M&M’s; de nuevo, cómete los que tienen la letra M a la vista y guarda el resto en la bolsa. Cada vez que viertas los caramelos de la bolsa te comerás aproximadamente la mitad de los que quedan, independientemente de la cantidad con la que empezaste en un primer momento. El número de caramelos disminuye en proporción a los que quedan en la bolsa, lo que se traduce en una disminución exponencial de la cantidad de caramelos. De manera similar, el tobogán acuático exponencial empieza siendo vertical en la parte de arriba, de manera que la altura a la que está el usuario disminuye muy deprisa, al igual que, cuando tenemos un gran número de caramelos, la cantidad que nos comemos también es grande. Pero la curva se va haciendo más gradual y cada vez menos empinada hasta que llega a ser casi horizontal al final del tobogán; del mismo modo, cuantos menos caramelos dejemos, menos podremos comer al día siguiente. Aunque el hecho de que un caramelo individual aterrice en la mesa con la M hacia arriba o hacia abajo es aleatorio e imprevisible, la curva predecible del decaimiento exponencial, en forma de tobogán acuático, es el resultado del número de caramelos que vamos dejando a lo largo del tiempo.

A lo largo de este capítulo descubriremos los vínculos ocultos que existen entre el comportamiento exponencial y diversos fenómenos cotidianos: la propagación de una enfermedad en una población o de un meme en Internet; el rápido crecimiento de un embrión o el crecimiento demasiado lento del dinero de nuestra cuenta bancaria; la forma en que percibimos el tiempo, y hasta la explosión de una bomba nuclear. En nuestro avance iremos desentrañando meticulosamente toda la tragedia del esquema piramidal Give and Take. Las historias de las personas que vieron cómo su dinero era succionado y tragado servirán para ilustrar lo importante que resulta ser capaces de pensar en términos exponenciales, lo que por otro lado nos ayudará a anticipar el ritmo de cambio, a veces sorprendente, del mundo moderno.

Un asunto de gran interés

En las contadísimas ocasiones en que hago un depósito en mi cuenta bancaria, me consuela el hecho de que, por poco que tenga en ella, siempre está creciendo exponencialmente. De hecho, una cuenta bancaria es uno de los lugares donde realmente no hay límites al crecimiento exponencial, al menos sobre el papel. Siempre que el interés sea compuesto (es decir, que el interés se añada a nuestra cantidad inicial y genere nuevo interés por sí mismo), la cantidad total depositada en la cuenta aumenta en proporción a su tamaño actual, lo que, como hemos visto, constituye el rasgo distintivo del crecimiento exponencial. En palabras de Benjamin Franklin: «El dinero gana dinero, y el dinero que gana el dinero gana más dinero». Si pudiéramos aguardar lo bastante, hasta la inversión más pequeña se convertiría en una fortuna. Pero no vayas corriendo aún a cerrar tu fondo para contingencias. Si invirtieras 100 euros al 1 % anual, tardarías más de 900 años en hacerte millonario. Aunque suele asociarse a incrementos rápidos, si la tasa de crecimiento y la inversión inicial son pequeñas, el crecimiento exponencial puede resultar de hecho muy lento.

La otra cara de la moneda es que, dado que se cobra un tipo de interés fijo sobre el monto pendiente (a menudo un tipo alto), las deudas de las tarjetas de crédito también pueden crecer exponencialmente. Al igual que ocurre con las hipotecas, cuanto antes amortices tus tarjetas de crédito y más pagues desde el principio, acabarás pagando menos en conjunto, ya que el crecimiento exponencial nunca tendrá la oportunidad de despegar.

La posibilidad de amortizar las hipotecas y saldar otras deudas fue una de las principales razones esgrimidas por las víctimas de Give and Take para involucrarse de entrada en el esquema. La tentación de conseguir dinero rápido y fácil para reducir las presiones financieras resultó demasiado difícil de resistir para muchos, pese a la persistente sospecha de que algo no acababa de encajar. Como admite el propio Caddick, «la vieja máxima de que “si algo parece demasiado bueno para ser verdad, probablemente lo es”, resulta muy, muy acertada en este caso».

Las personas que pusieron en marcha el esquema, las jubiladas Laura Fox y Carol Chalmers, eran amigas desde la época en la que estudiaron en un colegio de monjas católico. Ambas tenían un cierto peso en su comunidad local —una ejercía como vicepresidenta de la filial del club Rotary de su localidad, mientras que la otra era una abuela muy respetada—, y sabían exactamente lo que hacían cuando crearon su fraudulento plan de inversión. Give and Take fue ingeniosamente diseñado para engatusar a posibles inversores al tiempo que ocultaba sus peligros. A diferencia del tradicional esquema piramidal de dos niveles, en el que la persona que ocupa la parte superior de la cadena cobra directamente de los inversores que ha captado y que tiene inmediatamente «debajo», Give and Take operaba como un esquema basado en cuatro niveles. Este sistema recibe nombres distintos en diferentes países; en Norteamérica se conoce como «el juego del avión». En un esquema tipo «avión», la persona de la parte superior de la cadena es el «piloto». Este capta a dos «copilotos», cada uno de los cuales capta a su vez a dos «miembros de la tripulación», cada uno de los cuales capta a dos «pasajeros». En el esquema de Fox y Chalmers, una vez completada esta jerarquía de 15 personas, los ocho pasajeros pagaban sus 3000 libras a las organizadoras, que a su vez ofrecían un enorme beneficio de 23 000 libras al inversor inicial, cobrándose una comisión de 1000. Parte de este dinero se donaba a organizaciones benéficas, y las cartas de agradecimiento remitidas por estas (por ejemplo, la NSPCC, la Sociedad Nacional para la Prevención de la Crueldad con los Niños) añadían legitimidad al esquema; las organizadoras también destinaban otra parte a garantizar el funcionamiento fluido y constante del plan.

Tras cobrar sus beneficios, el piloto abandona el esquema y sus dos copilotos son ascendidos al rango de pilotos, aguardando a la captación de ocho nuevos pasajeros en la base de su pirámide. Los esquemas tipo avión resultan especialmente atractivos para los inversores, ya que cada nuevo participante solo necesita captar a otras dos personas para multiplicar por ocho su inversión (aunque, por supuesto, luego cada una de ellas tiene que captar a otras dos, y así sucesivamente). Otros esquemas, más planos, requieren un esfuerzo de captación individual mucho mayor para obtener los mismos rendimientos. Por otra parte, la estructura de cuatro niveles de Give and Take implicaba que los miembros de la tripulación nunca cobraban directamente de los pasajeros que captaban. Dado que es probable que las nuevas personas captadas sean amigas y parientes de los miembros de la tripulación, esto garantiza que el dinero nunca se transmita directamente entre personas con una estrecha relación. Esta separación entre los pasajeros y los pilotos cuyos pagos financian hace que la captación resulte más fácil y que disminuya la probabilidad de represalias, lo que genera una oportunidad de inversión más atractiva y, por ende, facilita la captación de miles de inversores en el esquema.

Del mismo modo, muchos de los inversores del esquema piramidal Give and Take obtuvieron la confianza necesaria para invertir tras enterarse de casos de personas que habían invertido con anterioridad y habían cobrado sus beneficios, y, en algunas ocasiones, incluso de haber presenciado personalmente el cobro. Con este fin, las organizadoras del esquema, Fox y Chalmers, organizaban lujosas fiestas privadas en el hotel Somerset, propiedad de esta última. En los folletos que se repartían en dichas fiestas se incluían fotos de los miembros del esquema tendidos en camas cubiertas de dinero o agitando puñados de billetes de cincuenta libras ante la cámara. En cada una de esas fiestas, las organizadoras también invitaban a algunas de las «novias» del esquema: aquellas personas (principalmente mujeres) que habían llegado al puesto de piloto de su celda piramidal y debían recibir sus beneficios. A las novias se les formulaban cuatro preguntas sencillas como «¿Qué parte le crece a Pinocho cuando miente?» frente a una audiencia de entre 200 y 300 potenciales inversores.

Se suponía que esta especie de «prueba» servía para sacar partido a una laguna legal que Fox y Chalmers creían que permitía realizar este tipo de inversiones, siempre que estuviera involucrado un elemento de «habilidad». En un vídeo de uno de esos eventos grabado con un teléfono móvil se oye gritar a Fox: «¡Jugamos en nuestras propias casas, y eso es lo que lo hace legal!». Se equivocaba. Miles Bennet, el abogado que llevó el caso a los tribunales, explicaba: «La “prueba” era tan fácil que nunca hubo nadie que tuviera que cobrar y no obtuviera su dinero. ¡Incluso podían pedirle a un amigo o a un miembro del comité que les ayudara con las preguntas, y el comité conocía las respuestas!».

Eso no impidió que Fox y Chalmers utilizaran las fiestas de entrega de premios como una especie de vacuna en su rudimentaria campaña de marketing viral. Al ver a las novias con sus cheques de 23000 libras, muchos de los invitados se decidían a invertir y alentaban a sus amigos y parientes a hacer lo mismo, creando así una nueva pirámide por debajo de ellos. Siempre que cada nuevo inversor pasara el testigo a dos o más personas, el esquema se prolongaría indefinidamente. Cuando Fox y Chalmers pusieron el plan en marcha, en la primavera de 2008, ellas eran los únicos dos pilotos. Buscando amistades dispuestas a invertir y, en la práctica, a ayudarles a organizar el esquema, la pareja no tardó en embarcar a cuatro personas más. Estas cuatro captaron a otras ocho, y luego a 16, y así sucesivamente. Esta duplicación exponencial del número de personas captadas en el esquema resulta muy similar a la duplicación del número de células en un embrión en crecimiento.

El embrión exponencial

Cuando mi esposa estaba embarazada de nuestro primer hijo, ambos nos obsesionamos, como muchos futuros padres primerizos, por tratar de descubrir qué sucedía en el interior de su vientre. Pedimos prestado un monitor cardíaco de ultrasonidos para poder oír los latidos del corazón de nuestro bebé; nos inscribimos en ensayos clínicos para que le hicieran más ecografías de las que le correspondían, y leímos uno tras otro un montón de sitios web que describían lo que le estaba sucediendo a nuestra hija a medida que crecía y hacía vomitar a mi esposa a diario. Entre nuestros «favoritos» figuraban los sitios web del tipo «¿Cuán grande es tu bebé?», en los que se comparaba, para cada semana de gestación, el tamaño de un bebé nonato con una fruta, hortaliza u otro alimento común de las dimensiones apropiadas. En este tipo de sitios se pretende dar consistencia física a los fetos nonatos de los futuros padres con afirmaciones como «Con un peso aproximado de 40 gramos y una estatura aproximada de 9 centímetros, tu angelito tiene más o menos el tamaño de un limón», o «Tu pequeño y precioso nabo ahora pesa unos 140 gramos y mide unos 13 centímetros de largo de la cabeza a los pies».

Pero lo que realmente me sorprendió de las comparaciones de estos sitios web fue la rapidez con la que cambiaba el tamaño de una semana a otra. En la cuarta semana, el bebé tiene aproximadamente las dimensiones de una semilla de amapola, pero en la quinta su tamaño se ha disparado hasta alcanzar el de una semilla de sésamo. Esto representa un aumento de volumen de aproximadamente 16 veces en el curso de una semana.

Pero quizás este rápido incremento de tamaño no debería resultar tan sorprendente. Cuando el espermatozoide fertiliza el óvulo, el cigoto resultante empieza a experimentar varias secuencias sucesivas de división celular (lo que se conoce como segmentación o clivaje) que se traducen en un rápido aumento del número de células del embrión en desarrollo. Primero se divide en dos; ocho horas después estas dos se subdividen en cuatro, y al cabo de ocho horas más las cuatro se convierten en ocho, que pronto se convierten en 16, y así sucesivamente; exactamente igual que ocurre con el número de nuevos inversores en cada nivel del esquema piramidal. Las divisiones posteriores se producen de manera casi sincrónica cada ocho horas. Así pues, el número de células crece en proporción a la cantidad de estas que conforman el embrión en un momento dado: cuantas más células hay, más células nuevas se crean en la siguiente división. En este caso, dado que cada célula crea exactamente una célula hija en cada división, eso significa que el número de células del embrión se multiplica por dos; en otras palabras, el tamaño del embrión se duplica en cada generación.

Durante la gestación humana, el período en el que el embrión crece exponencialmente es —por fortuna— relativamente breve. Si el embrión siguiera creciendo a la misma tasa exponencial durante todo el embarazo, las consiguientes 840 divisiones celulares sincrónicas darían como resultado un superbebé integrado aproximadamente por 10253 células. Para entender qué supondría algo así, piensa que, si cada átomo del universo contuviera en sí mismo una copia de todo nuestro universo entero, el número total de átomos de todos esos universos sería aproximadamente equivalente al número de células del superbebé. Obviamente, la división celular se ralentiza a medida que se coreografían eventos más complejos en la vida del embrión. En realidad, la cantidad media de células que forman un bebé recién nacido se puede aproximar a la cifra relativamente modesta de dos billones. Este número de células podría alcanzarse en menos de 41 eventos de división sincrónica.

La destructora de mundos

El crecimiento exponencial es vital para la rápida expansión del número de células necesarias para la creación de una nueva vida. Sin embargo, también fue el asombroso y terrible poder del crecimiento exponencial el que llevó al físico nuclear J. Robert Oppenheimer a proclamar: «Ahora me he convertido en la Muerte, la destructora de mundos». En este caso no se trataba del crecimiento de células, ni siquiera de organismos individuales, sino de la energía generada por la escisión de núcleos atómicos.

Durante la segunda guerra mundial, Oppenheimer dirigió el laboratorio de Los Álamos que fue la sede del Proyecto Manhattan, cuyo objetivo era desarrollar la bomba atómica. El proceso de escisión del núcleo de un átomo pesado (un conjunto de protones y neutrones fuertemente unidos) en varias de sus partes integrantes más pequeñas había sido descubierto por los químicos alemanes en 1938. Recibió el nombre de «fisión nuclear» por analogía con la fisión binaria, o bipartición, de una célula viva en dos, como ya hemos visto que ocurre, con resultados espectaculares, en el embrión en desarrollo. Se descubrió que la fisión se produce de forma natural, como ocurre en la desintegración radiactiva de los isótopos químicos inestables, pero también puede inducirse artificialmente bombardeando el núcleo de un átomo con partículas subatómicas para provocar lo que se denomina una «reacción nuclear». En cualquiera de los dos casos, la escisión del núcleo en otros dos núcleos más pequeños, o «productos de fisión», iba acompañada de la liberación de una gran cantidad de energía en forma de radiación electromagnética, además de la energía asociada al movimiento de los propios productos de fisión. Pronto se descubrió asimismo que esos productos de fisión en movimiento generados por una primera reacción nuclear podían usarse para impactar a su vez en otros núcleos, escindiendo más átomos y liberando aún más energía: es la denominada «reacción nuclear en cadena». Si cada fisión nuclear producía, por término medio, más de un producto que podía utilizarse para escindir otros átomos, entonces, en teoría, cada fisión podría desencadenar muchas otras nuevas escisiones. Al continuar este proceso, el número de eventos de reacción se incrementaría de forma exponencial, liberando energía a una escala sin precedentes. Si pudiera encontrarse un material que permitiera generar esta desbocada reacción nuclear en cadena, el incremento exponencial de la energía liberada en la breve escala temporal de las reacciones permitiría convertir potencialmente dicho material fisible en un arma.

En abril de 1939, en vísperas del estallido de la guerra en Europa, el físico francés Frédéric Joliot-Curie (yerno de Marie y Pierre Curie, y, como ellos, premio Nobel junto con su esposa) hizo un descubrimiento crucial. En un artículo publicado en la revista Nature expuso la evidencia que demostraba que, tras la fisión causada por un solo neutrón, los átomos del isótopo de uranio U-235 emitían una media de 3,5 neutrones de alta energía (más adelante la cifra se corregiría a 2,5).3 Este era exactamente el material requerido para generar una cadena exponencial de reacciones nucleares. Había empezado la «carrera por la bomba».

Con el premio Nobel Werner Heisenberg y otros célebres físicos alemanes trabajando en el proyecto de bomba paralelo de los nazis, Oppenheimer era consciente de que su trabajo en Los Álamos era un auténtico reto. Su principal problema era cómo crear las condiciones que posibilitaran una reacción nuclear en cadena de crecimiento exponencial capaz de provocar la liberación casi instantánea de la enorme cantidad de energía que requería una bomba atómica. Para producir una reacción en cadena autosostenida que fuera lo bastante rápida, tenía que asegurarse de que, del total de neutrones emitidos por un átomo de U-235 al fisionarse, hubiera una cantidad suficiente que fuera reabsorbida por los núcleos de otros átomos de U-235, haciendo que estos se escindieran a su vez. Descubrió que, en el uranio en estado natural, la mayor parte de los neutrones emitidos son absorbidos por átomos de U-238 (el otro isótopo significativo constitutivo de este elemento, que representa el 99,3 % del uranio natural),4 lo que significa que cualquier reacción en cadena se extingue exponencialmente en lugar de crecer. Para producir una reacción en cadena de crecimiento exponencial, Oppenheimer necesitaba refinar un U-235 extremadamente puro eliminando la mayor cantidad posible de U-238 del mineral.

Estas consideraciones dieron lugar al concepto de la denominada masa crítica de material fisible. La masa crítica de uranio es la cantidad de material necesaria para generar una reacción nuclear en cadena autosostenida. Esta depende de diversos factores. Probablemente el más importante es la pureza del U-235: aun con un 20 % de este isótopo (en comparación con el 0,7 % en estado natural), la masa crítica todavía supera los 400 kg, lo que hace que uno de los elementos esenciales para fabricar una bomba viable sea obtener un elevado nivel de pureza. Pero incluso cuando logró refinar uranio lo suficientemente puro para conseguir una masa supercrítica, Oppenheimer aún tenía que resolver el problema de cómo transportar la bomba. Obviamente, no podía limitarse a empaquetar una masa crítica de uranio en una bomba y confiar en que no explotara: bastaba una mínima desintegración espontánea del material para generar la reacción en cadena e iniciar la explosión exponencial.

Con el espectro de que los nazis se les adelantaran en la fabricación de la bomba atómica acechándoles constantemente, Oppenheimer y su equipo tuvieron una idea para el transporte que se apresuraron a desarrollar. Este método —la denominada arma de fisión «de tipo balístico»— implicaba disparar una masa subcrítica de uranio hacia otra utilizando explosivos convencionales a fin de crear una sola masa supercrítica. La reacción en cadena se generaría entonces por un evento de fisión espontánea que emitiría los neutrones iniciales. La separación de las dos masas subcríticas garantizaba que la bomba no detonara hasta el momento oportuno. Los altos niveles alcanzados de enriquecimiento del uranio (alrededor del 80 %) implicaban que solo hacían falta de 20 a 25 kg para alcanzar la masa crítica. Pero Oppenheimer no podía arriesgarse a que el fracaso de su proyecto diera ventaja a sus rivales alemanes, de modo que insistió en emplear cantidades mucho mayores.

Resultó que, para cuando el uranio puro estuvo finalmente listo, la guerra en Europa ya había terminado. Sin embargo, la guerra en el Pacífico se hallaba en pleno apogeo, y Japón no mostraba señales de una posible rendición pese a sus significativas desventajas militares. Juzgando que una invasión terrestre del territorio japonés aumentaría significativamente el número de bajas estadounidenses, ya elevado, el general Leslie Groves, responsable militar del Proyecto Manhattan, firmó la directiva que autorizaba el uso de la bomba atómica en Japón tan pronto como las condiciones climáticas lo permitiesen.

Después de varios días de mal tiempo causado por los coletazos de un tifón, el 6 de agosto de 1945 salió el sol sobre Hiroshima con un limpio cielo azul. A las 7:09 de la mañana se detectó la presencia de un avión estadounidense sobrevolando la ciudad, y las sirenas de alerta de ataque aéreo empezaron a sonar con fuerza. Akiko Takakura era una joven de diecisiete años que recientemente había conseguido un puesto de empleada de banca. Iba de camino al trabajo cuando sonó la sirena, y, como otras personas que también acudían a trabajar, se dirigió a uno de los refugios antiaéreos estratégicamente situados por toda la población.

Las alertas de ataque aéreo no constituían una experiencia infrecuente en Hiroshima: la ciudad era una base militar estratégica que albergaba la sede del Segundo Ejército General de Japón. Pero hasta ese momento se había librado en gran medida de las bombas incendiarias que habían llovió sobre muchas otras ciudades japonesas. Poco sabían Akiko y sus compañeros de refugio que Hiroshima estaba siendo preservada artificialmente de los bombardeos para que los estadounidenses pudieran medir la magnitud de la destrucción causada por su nueva arma.

A las 7:30 sonó la señal que indicaba que había pasado el peligro. El B-29 que sobrevolaba la ciudad resultó no ser nada más siniestro que un avión meteorológico. Cuando Akiko salió de su refugio antiaéreo, junto con muchas de las personas que le acompañaban, suspiró aliviada: aquella mañana no habría ataques aéreos.

Akiko y el resto de ciudadanos de Hiroshima ignoraban que, al tiempo que ellos reanudaban su camino al trabajo, el B-29 informaba por radio de las condiciones climatológicas favorables al Enola Gay, el avión que transportaba la bomba de fisión de tipo balístico conocida como Little Boy. Mientras los niños acudían a la escuela y los trabajadores proseguían con su rutina diaria, dirigiéndose a las fábricas y oficinas, Akiko llegó al banco donde trabajaba, situado en el centro urbano. Se suponía que las mujeres llegaban media hora antes que los hombres a fin de limpiar las oficinas a tiempo para el inicio de la jornada, de modo que a las 8:10 Akiko ya estaba en el edificio, casi vacío, trabajando afanosamente.

A las 8:14, el puente Aioi, con su característica forma de T, apareció en el punto de mira del coronel Paul Tibbets, que pilotaba el Enola Gay. Se liberó la bomba, de 4400 kg de peso, y esta inició su descenso de casi 10 km hacia Hiroshima. Después de unos 45 segundos en caída libre, la bomba se activó a una altura de 600 metros sobre el suelo. Se disparó una masa subcrítica de uranio contra otra, creando una masa supercrítica lista para explotar. Casi al instante, la fisión espontánea de un átomo liberó varios neutrones, y al menos uno de ellos fue absorbido por un átomo de U-235. Este átomo se fisionó a su vez y liberó más neutrones, que a su vez fueron absorbidos por más átomos. El proceso se aceleró rápidamente, lo que provocó una reacción en cadena de crecimiento exponencial y la liberación simultánea de una enorme cantidad de energía.

Mientras limpiaba los escritorios de sus colegas varones, Akiko miró por la ventana y vio un brillante destello blanco, como una tira de magnesio ardiendo. Lo que no podía saber era que el crecimiento exponencial había hecho que la bomba liberara una energía equivalente a 30 millones de cartuchos de dinamita en un instante. La temperatura de la bomba aumentó a varios millones de grados, una temperatura mayor que la de la superficie del Sol. Una décima de segundo después, la radiación ionizante llegó al suelo, causando daños radiológicos devastadores a todas las criaturas vivientes a las que afectó. Un segundo más tarde, una bola de fuego de 300 m de diámetro, con una temperatura de miles de grados centígrados, estalló sobre la ciudad. Los testigos presenciales cuentan que aquel día fue como si hubiera vuelto a salir el sol sobre Hiroshima. Desplazándose a la velocidad del sonido, la onda expansiva arrasó edificios en toda la ciudad, lanzó a Akiko al otro extremo de la sala y la dejó inconsciente. La radiación infrarroja quemó la piel de todos los seres vivos que se vieron expuestos a ella en un radio de varios kilómetros a la redonda. Las personas que se encontraban cerca del hipocentro de la bomba se volatilizaron o quedaron carbonizadas instantáneamente.

Akiko quedó protegida de lo peor de la explosión gracias a que se encontraba dentro del edificio del banco, construido a prueba de terremotos. Cuando recuperó la conciencia, se dirigió a la calle dando traspiés. Al salir descubrió que el cielo azul y despejado de aquella mañana había desaparecido. El segundo sol sobre Hiroshima se había puesto casi tan deprisa como había salido. Las calles estaban oscuras y llenas de polvo y humo. Hasta donde alcanzaba la vista había cuerpos yacentes en el mismo punto donde habían caído. A solo 260 m de distancia, Akiko fue una de las personas más cercanas al hipocentro del impacto de la bomba que sobrevivieron a la terrible explosión exponencial.

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