Kitabı oku: «Los números de la vida», sayfa 3

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Se calcula que la bomba en sí y las tormentas de fuego resultantes que se extendieron por toda la ciudad mataron a unas 70 000 personas, de las que 50 000 eran civiles. La mayoría de los edificios también quedaron completamente destruidos. Las proféticas reflexiones de Oppenheimer se habían hecho realidad. Todavía hoy, la cuestión de la justificación de los bombardeos de Hiroshima y, tres días después, Nagasaki, en el contexto del final de la segunda guerra mundial, sigue siendo objeto de debate.

La opción nuclear

Independientemente de cuáles fueran los aciertos y errores de la bomba atómica, nuestro mayor conocimiento de las reacciones en cadena de tipo exponencial causadas por la fisión nuclear desarrollada en el marco del Proyecto Manhattan nos proporcionó la tecnología necesaria para generar una energía limpia, segura y con bajas emisiones de carbono: la energía nuclear. Un kilogramo de U-235 puede liberar aproximadamente 3 millones de veces más energía de la que se genera quemando la misma cantidad de carbón.5 Pese a todas las evidencias en sentido contrario, la energía nuclear tiene mala prensa en materia de seguridad e impacto medioambiental. En parte, el culpable de ello es el crecimiento exponencial.

La noche del 25 de abril de 1986, Aleksandr Akímov fichó para iniciar su jornada en la central de energía en la que trabajaba como supervisor de turno. En un par de horas debía dar comienzo un experimento diseñado para someter a una prueba de resistencia el sistema de la bomba de enfriamiento. Cuando inició el experimento, sin duda podría perdonársele por pensar en lo afortunado que era —en un momento en que la Unión Soviética se desmoronaba y el 20% de sus ciudadanos vivían en la pobreza— por tener un trabajo estable en la central nuclear de Chernóbil.

Hacia las once de la noche, a fin de reducir la potencia de salida aproximadamente al 20% de su capacidad operativa normal debido a las necesidades de la prueba, Akímov insertó de forma remota una serie de barras de control entre las barras de combustible de uranio del núcleo del reactor. Las barras de control tenían la función de absorber algunos de los neutrones liberados por la fisión atómica, de modo que estos últimos no pudieran provocar la escisión de un número excesivo de otros átomos. Eso interrumpía el rápido crecimiento de la reacción en cadena que en una bomba nuclear se habría dejado que continuara exponencialmente sin control alguno. Sin embargo, Akímov insertó accidentalmente demasiadas barras, lo que hizo que la potencia de salida de la central cayera de manera significativa. Sabía que esto causaría lo que se conoce como envenenamiento del reactor: la creación de material que, como las barras de control, ralentizaría aún más el reactor y disminuiría su temperatura, lo que a su vez provocaría un ulterior envenenamiento y un mayor enfriamiento formando un bucle de realimentación positiva. Presa del pánico, anuló los sistemas de seguridad, puso más del 90 % de las barras de control bajo supervisión manual y las retiró del núcleo para evitar que el reactor se fuera debilitando hasta apagarse por completo.

Mientras observaba cómo subían las agujas de los instrumentos indicadores a medida que la potencia de salida iba aumentando poco a poco, el ritmo cardíaco de Akímov volvió gradualmente a la normalidad. Tras evitar la crisis, pasó a la siguiente fase de la prueba, consistente en apagar las bombas. Pero, sin que él lo supiera, los sistemas auxiliares no estaban bombeando agua refrigerante tan deprisa como deberían. Aunque en un primer momento el problema era indetectable, la disminución del flujo de agua refrigerante había evaporado parte de esta, lo que mermaba su capacidad tanto para absorber neutrones como para reducir el calor del núcleo. De modo que el incremento del calor y de la potencia de salida aumentó aún más la cantidad de agua que hervía y se evaporaba de forma instantánea, lo que a su vez posibilitó que se produjera aún más energía: otro bucle de realimentación positiva, pero mucho más letal. Las pocas barras de control que Akímov no había puesto bajo supervisión manual se reinsertaron automáticamente para frenar la mayor generación de calor, pero no bastaron. Al darse cuenta de que la potencia de salida estaba aumentando demasiado rápido, Akímov presionó el botón de apagado de emergencia, diseñado para insertar todas las barras de control y apagar el núcleo. Pero ya era demasiado tarde. Cuando las barras se sumergieron en el reactor, causaron un breve pero significativo pico de la potencia de salida que llevó al sobrecalentamiento del núcleo, lo que provocó la fractura de algunas de las barras de combustible y bloqueó la inserción adicional de barras de control. Al aumentar exponencialmente la energía calorífica, la potencia de salida se disparó hasta alcanzar más de diez veces su nivel operativo normal. El agua refrigerante se convirtió rápidamente en vapor que causó dos enormes explosiones debidas a la presión, las cuales destruyeron el núcleo y extendieron por todas partes el material radiactivo fisible.

Negándose a creer los datos que indicaban que el núcleo había explotado, Akímov transmitió información incorrecta sobre el estado del reactor, y con ello retrasó unas labores de contención de vital importancia. Tras darse cuenta por fin del alcance total de la destrucción, se puso a trabajar con su equipo, sin protección alguna, para bombear agua al reactor, ahora hecho añicos. Mientras realizaban estos trabajos, los miembros del equipo absorbieron dosis de radiación de 200 grays por hora. Habitualmente se considera que la dosis letal es del orden de los 10 grays por hora, de modo que aquellos trabajadores desprotegidos absorbieron dosis letales en menos de cinco minutos. Akímov murió dos semanas después del accidente debido a envenenamiento por radiación.

El número oficial de fallecidos a causa del desastre de Chernóbil que facilitó la Unión Soviética fue de tan solo 31, aunque algunas estimaciones, que incluyen a las personas que participaron en la posterior limpieza a gran escala de las instalaciones, dan cifras significativamente más altas. Eso sin hablar de las muertes causadas por la dispersión de material radiactivo más allá de las inmediaciones de la central. En el núcleo del reactor destrozado estalló un incendio que se prolongó durante nueve días. El fuego arrojó a la atmósfera cientos de veces más material radiactivo del que se liberó con la bomba de Hiroshima, lo que tendría consecuencias medioambientales generalizadas en casi toda Europa.6

Así, por ejemplo, el fin de semana del 2 de mayo de 1986 una lluvia anormalmente intensa azotó las tierras altas del Reino Unido. Las gotas de lluvia contenían los productos radiactivos derivados de la explosión: estroncio-90, cesio-137 y yodo131. En total, aproximadamente el 1% de la radiación liberada por el reactor de Chernóbil cayó sobre el Reino Unido. Esos radioisótopos fueron absorbidos por el suelo, incorporados a la hierba en crecimiento y luego ingeridos por las ovejas al pastar. Resultado: carne radiactiva.

El Ministerio de Agricultura impuso de inmediato restricciones a la venta y el movimiento de ovejas en las zonas afectadas, lo que acarrearía consecuencias negativas para casi 9000 granjas y más de 4 millones de ovejas. David Elwood, un criador de ovejas del distrito de los Lagos, no podía creer lo que estaba pasando. La nube que transportaba los invisibles y casi indetectables radioisótopos proyectaba ahora una larga sombra sobre su sustento. Cada vez que quería vender ovejas tenía que aislarlas y llamar a un inspector del gobierno para que verificara sus niveles de radiación. Y cada vez que venían los inspectores le decían que las restricciones solo se prolongarían otro año más o menos. Pero Elwood vivió bajo esa nube durante más de veinticinco años, hasta que las restricciones se levantaron finalmente en 2012.

Sin embargo, debería haber resultado mucho más fácil para el gobierno británico informar a Elwood y a otros agricultores de cuándo los niveles de radiación serían lo bastante seguros como para que pudieran vender libremente sus ovejas. Los niveles de radiación resultan extraordinariamente predecibles gracias al fenómeno del decaimiento exponencial.

La ciencia de la datación

El decaimiento exponencial, en directa analogía con el crecimiento exponencial, describe cualquier cantidad que disminuye con una tasa proporcional a su valor actual (recuerda la reducción diaria del número de M&M’s y la curva del tobogán acuático que representaba gráficamente su disminución). El decaimiento exponencial da cuenta de fenómenos tan diversos como la eliminación de las drogas del cuerpo7 y la velocidad con la que disminuye la espuma en una jarra de cerveza.8 Pero, en particular, realiza un excelente trabajo a la hora de describir la velocidad con la que se reducen a lo largo del tiempo los niveles de radiación emitidos por una sustancia radiactiva.9

Los átomos inestables de los materiales radiactivos emiten espontáneamente energía en forma de radiación, aunque no exista ningún detonante externo, en un proceso conocido como desintegración radiactiva o, simplemente, radiactividad. A nivel de cada átomo individual, el proceso de desintegración es aleatorio: la teoría cuántica implica que resulta imposible predecir cuándo se desintegrará un átomo determinado. Sin embargo, en la escala macroscópica de cualquier material integrado por un gran número de átomos, la disminución de la radiactividad es un caso de decaimiento exponencial predecible. El número de átomos disminuye en proporción al número restante en cada momento. Cada átomo decae* independientemente de los demás. La tasa de desintegración se define por la denominada «semivida» de un material: el tiempo que tardan la mitad de sus átomos inestables en desintegrarse. Dado que la desintegración es exponencial, independientemente de cuánto material radiactivo esté presente en un principio, el tiempo para que su radiactividad disminuya a la mitad siempre será el mismo. Verter M&M’s en la mesa todos los días y comerse los caramelos con la M en la parte de arriba se traduce en una semivida de un día: esperamos comernos la mitad de los caramelos cada vez que los sacamos de la bolsa.

El fenómeno del decaimiento exponencial de los átomos radiactivos es la base de la datación radiométrica, el método utilizado para fechar los materiales en función de sus niveles de radiactividad. Comparando la abundancia de átomos radiactivos con la de sus productos de desintegración conocidos, teóricamente podemos establecer la edad de cualquier material que emita radiación atómica. La datación radiométrica tiene usos bien conocidos, como el cálculo aproximado de la edad de la Tierra o la determinación de la edad de objetos antiguos como los Manuscritos del Mar Muerto.10 Si alguna vez te has preguntado cómo demonios se sabe que el Archaeopteryx tiene 150 millones de años,11 o que Ötzi, el «hombre de hielo», murió hace 5300,12 piensa que lo más probable es que esté involucrada la datación radiométrica.

Recientemente, el desarrollo de nuevas técnicas de medición más precisas ha facilitado el uso de la datación radiométrica en la denominada «arqueología forense»: el uso del decaimiento exponencial de los radioisótopos (entre otras técnicas arqueológicas) para resolver crímenes. En noviembre de 2017 se utilizó la datación por radiocarbono para poner al descubierto que el whisky más caro del mundo no era más que un fraude. La botella, etiquetada como whisky puro de malta Macallan de 130 años, resultó contener una mezcla barata envasada en la década de 1970, para disgusto de su propietario, un hotel suizo que cobraba 10 000 dólares la copa. En diciembre de 2018, en una investigación de seguimiento, el mismo laboratorio descubrió que más de una tercera parte de los whiskies escoceses «añejos» que sometieron a prueba también eran falsos. Pero probablemente el uso más conocido de la datación radiométrica sea el relativo a la verificación de la antigüedad de las obras de arte históricas.

Antes de la segunda guerra mundial solo se sabía de la existencia de 35 pinturas del viejo maestro holandés Johannes Vermeer. En 1937 se descubrió una nueva y extraordinaria obra en Francia. Alabada por los críticos de arte como una de las mejores obras de Vermeer, La cena de Emaús pronto fue adquirida a cambio de una cuantiosa suma por el Museo Boymans Van Beuningen de Rotterdam. En los años siguientes surgieron varios otros Vermeer hasta entonces desconocidos, que rápidamente pasaron a ser propiedad de holandeses adinerados, en parte en una tentativa de evitar que los nazis se adueñaran de importantes bienes culturales. Aun así, uno de aquellos Vermeer, Cristo y la adúltera, terminaría en manos de Hermann Göring, el sucesor designado de Hitler.

Después de la guerra, cuando el Vermeer perdido fue descubierto en una mina de sal austríaca junto con una gran parte de las obras de arte expoliadas por los nazis, se inició una gran investigación para descubrir quién era el responsable de la venta de los cuadros. Con el tiempo, el rastro del Vermeer llevó hasta Han van Meegeren, un artista fracasado cuya obra había sido denostada por muchos críticos de arte como una mera imitación de los viejos maestros. Como era de esperar, a raíz de su detención Van Meegeren se hizo extraordinariamente impopular entre la opinión pública holandesa: no solo era sospechoso de vender bienes culturales holandeses a los nazis —un delito castigado con la muerte—, sino que además había ganado grandes sumas de dinero con la venta y durante la guerra había llevado una vida suntuosa en Ámsterdam mientras muchos de los habitantes de la ciudad se morían de hambre. En un intento desesperado por salvarse, Van Meegeren afirmó que la pintura que le había vendido a Göring no era un auténtico Vermeer, sino una imitación que había pintado él mismo. También confesó la falsificación de los otros nuevos «Vermeer», además de otras obras recientemente descubiertas de Frans Hals y Pieter de Hooch.

Una comisión especial creada para investigar las falsificaciones se decantó por dar veracidad a las afirmaciones de Van Meegeren, basándose en parte en una nueva falsificación, Cristo y los doctores, que la propia comisión le hizo pintar. Cuando en 1947 se inició el juicio de Van Meegeren, este era aclamado como un héroe nacional, que había engañado a los elitistas críticos de arte que tanto lo habían denostado y engatusado al alto mando nazi para que comprara una falsificación sin valor alguno. Fue absuelto de colaboración con los nazis y solo se le condenó a un año de cárcel por falsificación y fraude, aunque murió de un ataque al corazón antes de ingresar en prisión. A pesar del veredicto, muchas personas (especialmente quienes habían comprado los «Vermeer de Van Meegeren») siguieron creyendo que las pinturas eran auténticas y cuestionando las conclusiones al respecto.

En 1967 se volvió a examinar La cena de Emaús utilizando la datación radiométrica con plomo-210. A pesar de que Van Meegeren había sido muy meticuloso en sus falsificaciones, utilizando muchos de los materiales que habría empleado originalmente Vermeer, no podía controlar el método de producción de dichos materiales. Para dar credibilidad a la obra, utilizó lienzos auténticos del siglo XVII y mezcló sus pinturas según fórmulas originales; pero el plomo que empleó para elaborar su albayalde (o blanco de plomo) había sido extraído del mineral en fecha reciente. El plomo natural contiene el isótopo radiactivo plomo-210, junto con su progenitor radioactivo, radio-226 (a partir del cual se crea el plomo por desintegración). Cuando se extrae el plomo de su mena, se elimina la mayor parte del radio-226 dejando solo pequeñas cantidades, lo que significa que en el material extraído se crea una cantidad relativamente reducida de nuevo plomo-210. Comparando la concentración de plomo-210 y de radio-226 en las muestras, es posible datar con precisión el albayalde basándose en el hecho de que la radiactividad del plomo-210 disminuye exponencialmente con una semivida conocida. En La cena de Emaús se encontró una proporción mucho mayor de plomo-210 de la que se habría detectado si de verdad se hubiera pintado trescientos años antes. Esto determinó de manera inequívoca que las falsificaciones de Van Meegeren no podían haber sido pintadas por Vermeer en el siglo XVII, dado que en esas fechas el plomo que Van Meegeren utilizó en sus pinturas aún no se había extraído.13

La gripe del cubo de hielo

Si Van Meegeren hubiera vivido hoy, es probable que su obra hubiera sido esmeradamente empaquetada en un conveniente artículo «ciberanzuelo», cuyo título habría sido algo así como «Nueve cuadros que no creerás que no son reales», y difundida por toda Internet. Algunas de las falsificaciones actuales —como la foto manipulada del multimillonario y candidato a la presidencia estadounidense Mitt Romney en la que este parece alinear a seis de sus partidarios, portadores de sendos carteles con las letras de su apellido, para que la palabra formada por estas sea «RMONEY» en lugar de «ROMNEY»; o la imagen retocada con Photoshop de un supuesto «turista» posando en el mirador de la Torre Sur del World Trade Center aparentemente inconsciente del avión que se acerca al fondo volando a escasa altura— han logrado el tipo de difusión global con el que sueñan todos los que se dedican al llamado «marketing viral».

Se denomina marketing viral a un sistema publicitario en el que los objetivos que persigue el anunciante se logran mediante un proceso de autorreplicación similar a la propagación de una enfermedad vírica (cuyas matemáticas analizaremos más a fondo en el capítulo 7). Un individuo que forma parte de una red infecta a otros, quienes a su vez infectan a otros más. Mientras cada individuo recién infectado infecte como mínimo a otro, el mensaje viral crecerá exponencialmente. El marketing viral es una subdisciplina de un área más amplia conocida como memética, que trata de la propagación entre la gente de un «meme» —un estilo, un comportamiento o, de manera crucial, una idea— a través de una red social, exactamente igual que un virus. Fue Richard Dawkins quien acuñó el término «meme» en su libro El gen egoísta, publicado en 1976, para explicar la forma como se difunde la información cultural. Dawkins definió los memes como las unidades de transmisión cultural y, estableciendo un paralelismo con los genes —las unidades de transmisión hereditaria—, propuso que también los memes podían autorreplicarse y mutar. Entre los ejemplos de memes que daba se incluían melodías, eslóganes y, en lo que constituye un maravilloso e inocente indicio de la época en la que escribió el libro, formas de fabricar ollas o de construir arcos. Obviamente, en 1976 todavía no existía Internet en su forma actual, que ha permitido la difusión de memes antaño inimaginables, y posiblemente absurdos, como #thedress, el rickrolling y los lolcats.

Uno de los ejemplos de mayor éxito y quizá más auténticamente «orgánicos» de una campaña de marketing viral fue el llamado «reto del cubo de hielo», que tenía por objetivo sensibilizar a la gente sobre la esclerosis lateral amiotrófica (ELA). En el verano de 2014, grabarte en vídeo a ti mismo arrojándote un cubo de agua helada sobre la cabeza y luego nominar a otros para que hicieran lo mismo, al tiempo que probablemente hacías alguna donación benéfica, se convirtió en algo casi obligatorio en todo el hemisferio norte del globo. Hasta yo contraje el virus.

Adhiriéndome al formato clásico del reto del cubo de hielo, después de haberme empapado por completo nominé en mi vídeo a otras dos personas, a las que luego etiqueté al subirlo a las redes sociales. Al igual que los neutrones en un reactor nuclear, siempre que, como media, haya al menos una persona que asuma el reto por cada vídeo publicado, el meme adquiere una difusión autosostenida, lo cual genera una reacción en cadena que aumenta de forma exponencial.

En algunas variantes del meme, los nominados podían aceptar el reto y además donar una pequeña cantidad de dinero a la ALS Association (o alguna otra entidad de su elección relacionada con la investigación y la lucha contra el ELA), o bien eludirlo y donar un cantidad significativamente mayor como compensación. Además de aumentar la presión sobre las personas nominadas para participar en el meme, la asociación de este con las donaciones benéficas tenía la ventaja adicional de hacer que los participantes se sintieran satisfechos por contribuir a la sensibilización sobre la enfermedad y favorecer una imagen positiva de sí mismos como personas altruistas. Este aspecto de autosatisfacción contribuyó a incrementar la viralidad del meme. A principios de septiembre de 2014, la ALS Association informó de que había recibido más de 100 millones de dólares en financiación adicional de más de 3 millones de donantes. Como resultado de la financiación recibida durante el reto, los investigadores descubrieron la existencia de un tercer gen responsable de la ELA, lo que demuestra el gran impacto que tuvo esta campaña viral.14

Al igual que algunos virus extremadamente infecciosos como el de la gripe, el reto del cubo de hielo también resultó tener un carácter extremadamente estacional (un interesante fenómeno que hace que la tasa de propagación de una enfermedad varíe a lo largo del año, y que examinaremos con más detalle en el capítulo 7). A medida que se acercaba el otoño y el clima en el hemisferio norte se iba haciendo más frío, sumergirse en agua helada empezó a parecer cada vez menos divertido, aunque fuera por una buena causa. Cuando llegó septiembre, la fiebre prácticamente se había extinguido. Sin embargo, al igual que la gripe estacional, regresó el verano siguiente, y el siguiente, con formatos similares, pero con una población ya muy saturada. En 2015 el reto proporcionó a la ALS Association una recaudación de menos del 1% del total del año anterior. De manera característica en estos casos, las personas expuestas al virus en 2014 habían desarrollado una fuerte inmunidad a este, incluso a cepas ligeramente mutadas (por ejemplo, con diferentes sustancias dentro del cubo). Mitigados por la inmunidad de la apatía, todos los nuevos brotes no tardaron en extinguirse, ya que no fue posible que, como media, cada nuevo participante transmitiera el virus como mínimo a una persona más.

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